»Me apoyé en el trono donde me hallaba sentado para no caer, la vergüenza recorrió mis venas. Mi padre me nombraba su heredero. A pesar de los rumores que se me habían hecho llegar, yo iba a ser el heredero del trono godo.
»Mi padre siguió hablando:
»—A él le digo que aún no es tiempo. —Y fijó su mirada en mí, atravesándome con su decepción—. A él le digo que aún estoy vivo, y también le digo que todavía no está maduro para reinar. Mi hijo es joven y manipulable. Hay algunos que quieren controlar el reino… ¿No es así, mi noble amigo Witerico?
»—Yo, mi señor, quise salvaguardar a vuestro heredero…
»—Sí, y le mentisteis… porque no estoy muerto. ¡Hijo mío! —El grito de mi padre llegó a lo más profundo de mi corazón—. ¿Piensas que estoy acabado?
»—No, padre —dije yo en un susurro.
»—No estoy acabado, pero no me queda mucho tiempo. Después, Liuva, mi heredero, necesitará apoyo por parte de los nobles del reino. Nombro al fiel Gundemaro, lugarteniente y custodio del reino y de mi noble hijo, Liuva, y jefe del Aula Regia. Nombro a Claudio, el de las mil victorias, comandante supremo de todos los ejércitos del reino.
»La cara de Witerico se tornó terrosa y gris. Mi padre había tirado por tierra todos sus proyectos. Toda la basílica se llenó de gritos de alabanza al glorioso rey Recaredo; unos eran sinceros, de aquellos que se alegraron de librarse del control de Witerico, y de aquellos que realmente amaban a mi padre. Otros fueron de adulación, para congraciarse con aquel rey, Recaredo, mi padre, el mejor rey que nunca tuvo el reino godo.
»Mi padre parecía no escuchar los gritos y las alabanzas, su rostro estaba deformado por el sufrimiento moral de la traición que acababa de descubrir y por el dolor físico que le producía la enfermedad. Mi madre, junto a él, le sujetaba para que no cayese. Ambos salieron de Santa Leocadia escoltados por una multitud que les acompañaba en silencio expectante, intuyendo que su rey se moría.»
«Durante los siguientes días, no intenté acercarme a nuestra madre, aunque sabía que sólo en ella iba a encontrar consuelo. De cualquier modo, no era fácil entrar en la cámara real, la reina había limitado el acceso al lecho de muerte de Recaredo; quería estar a solas con él, con el que había sido su compañero desde que era apenas una adolescente. La reina Baddo, derrumbada por el dolor, parecía haber envejecido de pronto. Nuestro padre agonizaba. Yo no quería ver su final, porque me sentía de algún modo culpable.
»Me escapaba del palacio, a campo abierto, a galopar con Adalberto y Búlgar.
»Uno de esos días, mi madre me mandó llamar recibiéndome en la antesala de la cámara mortuoria de su esposo:
»—Tu padre va a morir con el alma destrozada por su propio hijo. Debes hablar con él, debes pedirle perdón. Ya no me conoce y delira llamando a su hermano Hermenegildo; a menudo me dice que lo ve por las noches cuando yo no estoy, por eso no quiere que me aleje de su lecho. También te llama a ti, sé que le dolió profundamente que te unieras a sus enemigos. Dime, Liuva…, ¿cómo has podido aliarte con el partido que siempre ha rechazado a tu padre? ¿Con el partido de los fanáticos nacionalistas?
»No quería reconocer que había obrado mal, traicionando las expectativas de mi padre, por eso le contesté con frialdad.
»—Witerico y Adalberto han sido mis valedores. Creí que obraba bien.
»—Debiste haber confiado en tu padre.
«Entonces me enfurecí y hablé con tono resentido:
»—¿Tú crees…? ¡Mi padre siempre me ha rechazado! Desde los tiempos en que vivíamos en las montañas, él me ocultó y me convirtió en un bastardo. Mi padre habría nombrado a Swinthila su heredero. ¡Nunca me hubiera nombrado a mí! Me ha relegado siempre, me ha corregido continuamente, me desprecia…
»—Eso no es así, lo ves todo retorcido… Conocía tus debilidades y quería ayudarte, de algún modo sabía que eres presa fácil de los aduladores. —Después Baddo dijo en voz más baja—: Como así ha sido. Él te quiere…
»—No. Él quiere a Swinthila, siempre lo ha dicho. Yo se lo he oído decir, le oí decir que él era el mejor dotado… Si hubiera sido mayor, le habría nombrado su heredero. Estoy seguro de que si no se hubiese convocado el consejo, teniéndome que rechazar delante de tanta gente habría nombrado su heredero a Swinthila…
»Baddo, nuestra madre, me miró compasiva como a un niño pequeño que no parece entender.
»—Tu padre quería lo mejor para ti. Verás, Liuva, soy tu madre, te he llevado dentro de mí nueve meses y después estuvimos unidos en aquella época en la que sólo nos teníamos el uno al otro, cuando me rechazaron en las montañas cántabras…
»No me gustaba que ella se pusiese tan tierna, no sabía qué se proponía hablándome así.
»—¿Qué me quieres decir?
»—Escucha, Liuva, sé que no serás feliz en el trono. Lo sé, lo veo en tus ojos, tú no eres un guerrero. Eres un hombre de paz. Un rey en estos tiempos duros tiene que ser un hombre de guerra y tú no lo eres…
»No quería escuchar aquello; me defendí con las mismas palabras que usaba el que después me destronó.
»—Witerico dice que un rey no tiene por qué ir a la guerra, que a la guerra irán sus capitanes, que un rey tiene que ser dominador de hombres y que yo podré serlo…
»—Witerico te adula porque quiere el control del ejército. ¡Hijo mío! ¡Temo por ti!
«Entonces yo le grité:
»—¡No necesitas temer nada…! Yo sé lo que me hago. No soy un necio, ni un insensato.
»Se abrió la puerta de la cámara del rey, que estaba en su última agonía, respirando ya con mucho esfuerzo. Gritaba el nombre de Baddo. Fue ella quien me obligó a acercarme al lecho de Recaredo, aquella amarga noche. Yo no quería porque siempre he temido a la muerte. En los aposentos del enfermo olía a cerrado, a ungüentos y alcanfor, se escuchaban salmodias en latín. Mi padre deliraba, sólo hablaba de una copa y de su hermano Hermenegildo. “Le he visto… —decía—. Ayer estuvo aquí. Detrás de esos cortinajes, me mira”
»Baddo gritó:
»—No. No hay nadie. Hermenegildo murió.
«Después se abrazó a él, llorando, y le dijo:
»—No te atormentes… Él murió, pero tú no has tenido la culpa…
»—Sí… Está ahí… Le he visto, me reprocha que le traicioné, que no salvé a Ingunda, que no cuidé a su hijo. Todos los días viene. Viene cuando tú no estás…
»—¡No…! ¡No…! —lloraba ella—. No hay nadie.
»Al lado del lecho de mi padre estaba el físico, un judío llamado Samuel. La reina Baddo confiaba mucho en aquel hombre, así que le insistió.
»—Habladle vos…
»—Es un delirio… —dijo el judío.
»—¡No…! No lo es —negó desaforado Recaredo, y después le dijo al judío—: vos le habéis visto también.
»El judío no respondió y le administró un brebaje de adormidera, por lo que el rey cayó en un estado en que alternaba la obnubilación con la agitación. Después pronunció nuestros nombres, el de Gelia, el tuyo, Swinthila, el mío… Me situé a su lado; en un momento dado abrió los ojos y los fijó en mí, como queriendo decirme algo. Algo así como: “Búscale… busca al hombre que me atormenta.” Sin embargo, las palabras murieron en él, su naturaleza fuerte se rendía. Comenzó a respirar rápidamente con una gran angustia, al cabo de un tiempo el jadeo se detuvo y parecía que ya había fallecido, pero su espíritu obstinado, aún joven, hacía que volviese de nuevo a respirar. En uno de aquellos momentos, la pausa de la respiración se hizo más prolongada, de tal modo que parecía que no iba a volver, boqueó una o dos veces más y su aliento cesó.
»Escuché el grito de mi madre, y vi que con los ojos llenos de lágrimas se abrazaba al cuerpo inmóvil de nuestro padre, besándole las manos, los labios yertos y la frente. Intenté separarla de él pero no me dejó. Permaneció allí largo rato, abrazada al cadáver. Al fin, notando que el frío de la muerte lo envolvía, con gran amor, le cerró los ojos y se separó de él.»
Al llegar a este punto de la historia de Liuva, Swinthila, que no había interrumpido la larga y prolija narración, exclama:
—Yo estaba allí…
—¿Tú…? —pregunta Liuva.
—Sí. Estaba junto a los cortinajes. Madre quiso que Gelia y yo estuviésemos con él, en aquel último momento. Gelia era pequeño y no llegó a entrar, le dio miedo la cámara oscura que olía a ungüentos. Yo no quise separarme de mi padre, estuve allí todo el tiempo. Vi tu actitud altanera ante el más grande de los reyes godos. Vi su mirada entristecida…
Liuva cierra los ojos, aquellos ojos ciegos, y se reconcentra en sí mismo, parece no escuchar lo que su hermano Swinthila le reprocha. La cara de Liuva se ha desfigurado por el dolor que le produce el recuerdo de aquellos luctuosos sucesos. No contesta nada. Swinthila se reconcentra en sí mismo y prosigue:
—… pero él ya había hablado conmigo. Él me previno contra ti y me dijo que buscase la copa y al hombre… porque había un hombre. Hubo un momento en que me pareció que efectivamente tras los cortinajes había alguien, alguien real, no un delirio causado por la fiebre. ¿No te diste cuenta de que había algo allí…, algo que escapaba a nuestro control?
—Eso es imposible —dice el ciego—. La cámara estaba vigilada por la Guardia Real, no había otro acceso a la misma. Yo no recuerdo muchas cosas de aquel día, ni siquiera recuerdo que tú estuvieses allí. Yo estaba lleno de odio y de despecho. Sólo me importaba mi futuro como rey…
Swinthila menea la cabeza, intentado recordar algo que se le escapa continuamente.
—No lo sé… —habla Swinthila—. Muchas veces he rememorado esos últimos momentos de nuestro padre y siempre he pensado, he intuido que había algo maligno allí. Sigue hablando, necesito saber todo, todo hasta el final de tu traición. Quiero saber por qué nos enviaste a un destino injusto.
«Desde el momento de la muerte del rey, las campanas de la ciudad de Toledo doblaron a difunto durante dos días hasta que fue enterrado. El agua de una lluvia incesante corría por las calles empinadas de la ciudad, lavando las piedras de las casas y de las calles, despertando en los huertos de la ciudad un olor intenso a tierra recién mojada, a camposanto. La ciudad de Toledo lloraba a su rey, al hombre nuevo que había unido los pueblos y las razas, las leyes y la religión. Durante muchos años, cuando ya había perdido mi corona, el sonido de las campanas a difunto de la capital del reino, el día de la muerte de mi padre, siguió resonando en mi cabeza y en mi corazón. Un ruido lento y sonoro que partía el alma.
»El día de las exequias, madre casi no podía sostenerse de pie por el sufrimiento. Gelia parecía no haberse enterado de lo que había ocurrido, pero su cara se volvió triste e inquieta. Tú estabas furioso y desafiante, me mirabas con superioridad.
»Unos días después; Gundemaro, jefe del Aula Regia, gran chambelán de la corte, reunió a los nobles en el consejo que, entre aclamaciones y gritos de dolor por el rey perdido, acataron las últimas decisiones del rey Recaredo: yo, su hijo, sería el nuevo rey de los godos, Gundemaro controlaría el Aula Regia y Claudio, el ejército.
«Recuerdo el día de mi coronación, la luz de un sol brillante después de varios días de lluvia iluminó mis aposentos. Durante unos momentos, dejé que el esplendor de la mañana me acariciase los párpados cerrados, al fin abrí los ojos. Aquél sería el gran día. Yo, Liuva II, sería coronado rey de los visigodos, rey de todas las tierras que van desde el Atlántico al Mediterráneo, más al sur de los Pirineos.
»Saqué los brazos debajo del cobertor, miré al dosel y después con pereza me incorporé sentándome en la cama. Entraron los criados y comenzaron a vestirme con gran cuidado y deferencia. Todo lo que ocurrió aquel día permanece aún en mi cabeza como un sueño. Las calles de Toledo abarrotadas de gente en el camino que baja desde el Alcázar de los Reyes Godos hasta la Basílica Pretoriense de San Pedro y San Pablo. El ambiente del templo, turbio por el incienso, se hacía a veces irrespirable; se escuchaban las palabras de un salmo que decían: “No toquéis a mi Ungido”, y aquellas otras: “¿Quién extenderá la mano contra el Ungido del Señor y será inocente?”
«Después, de pie ante el altar, leí el juramento en el que me comprometía a gobernar con justicia, proteger la religión católica y a combatir la perfidia de los herejes y los judíos. Prestado el juramento me postré de rodillas ante el obispo toledano Eusebio, quien derramó el sagrado óleo sobre mi cabeza.
»No recuerdo el resto del ritual, pero sí se han quedado grabadas en mi cabeza las palabras del himno:
Dispón un reino fiel
para la gloria del príncipe
.Haz que éste reluzca con el sagrado crisma
,que florezca en santidad
,que resplandezca con la corona de la vida
,que domine por la clemencia
,que desborde de gozo con su pueblo
y todo el pueblo se goce con el príncipe
.
[6]
»Estas palabras…, ¡qué poco se cumplieron después en mi vida!, pero en aquel momento me enorgullecía de ellas, y me sentía en el centro del mundo: yo era el Ungido, el Elegido de Dios, a quien debían respetar, temer y amar. Se cumplió el complejo ceremonial compuesto en el tiempo de mi padre en el que se mezclaban ritos que aludían a los emperadores romanos, con tradiciones de los antiguos reyes de Israel, los investidos por la gracia de Dios. Yo, Liuva II, entraba en las líneas de los reyes godos, los descendientes de Fritigerno y de Alarico.
»A un lado y bajo palio, nuestra madre y vosotros dos: Swinthila y Gelia contemplabais en silencio la ceremonia. El hermoso rostro de ella, la reina Baddo, estaba cubierto por un velo de tristeza y de preocupación. Tristeza por la añoranza de Recaredo, preocupación por mí. Ella quizás intuía mucho más que yo mi gran debilidad y las traiciones que me aguardaban. Su vista se perdía en el infinito, y en el entrecejo se le marcaba una arruga de inquietud.
»Poco tiempo después de la coronación, convoqué al Aula Regia. Se reunieron los notables del reino: el conde de los Notarios, el de las Caballerizas, el del Tesoro. Allí estaba Gundemaro, con Claudio y junto a ellos Witerico y Adalberto; así como muchos otros que ya no están entre los vivos. Mi única preocupación era ganarme la fidelidad de Witerico, para ello le concedí títulos y prebendas, que no fueron bien vistas por el resto de los nobles, y que no eran suficientes para calmar su ambición: él quería más, siempre más. Por eso apetecía la guerra; la guerra suponía botín y dominio sobre otros hombres. Propuso atacar a los francos, pero Gundemaro y Claudio se negaron alegando que mi padre, el rey Recaredo, había conseguido la paz y que no era el momento de reiniciar las hostilidades. Witerico actuaba dejando traslucir una enorme rivalidad hacia Gundemaro, pero esto era aún más acusado con Claudio. Witerico abanderaba el partido godo nacionalista, el que deseaba una preeminencia de los godos sobre todos los demás pueblos, especialmente sobre los hispanorromanos; por eso odiaba a Claudio que, a pesar de ser romano, había tomado el mando del ejército. Gundemaro y Claudio, muy leales a mi padre, se alineaban en el partido de la unión entre romanos y godos, y apoyaban a la casa baltinga. Aquel día en el Aula Regia se elevaron voces airadas, algunos incluso llevaron sus manos a la empuñadura de la espada.