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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia ficción

Hijos de la mente (27 page)

BOOK: Hijos de la mente
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No pertenezco a este lugar.

No fue un pensamiento, no, no quedaba lo bastante de ella para algo tan difícil como la consciencia. Más bien era un ansia, una vaga insatisfacción, una inquietud que la acosaba mientras recorría el enlace entre el ansible de Jakt, el ansible terrestre de Lusitania y el de la lanzadera de Miro y Val, arriba y abajo, de un extremo a otro, un millar de veces, un millón; siempre lo mismo, nada que construir, ninguna forma de crecer. No pertenezco a este lugar.

Pues si un atributo definía la diferencia entre los aiúas que venían al Interior y los que permanecían eternamente en el Exterior era aquella subyacente necesidad de crecer, de ser parte de algo grande y hermoso, de pertenecer a algo. Los que no sentían tal necesidad nunca serían atraídos como había sido atraída Jane, tres mil años antes, a la red que las reinas colmena habían tejido para ella. Ni como habían sido atraídos los aiúas que se convertían en reinas colmena o sus obreras, pequeninos machos y hembras, humanos débiles y fuertes; ni siquiera como lo habían sido aquellos aiúas que, frágiles pero fieles y predecibles, se convertían en las chispas cuya danza no captaban ni siquiera los instrumentos más sensibles hasta que se volvía tan complicada que los humanos podían identificar esa danza como la conducta de los quarks, de los mesones, de las partículas de luz o de las ondas. Todos ellos necesitaban formar parte de algo y cuando así era se alegraban. Lo que soy es nosotros, lo que hacemos juntos es yo.

Pero no todos los aiúas, estos seres sin crear que a la vez eran construcciones y constructores, eran iguales. Los débiles y temerosos llegaban a un cierto punto y no podían o no se atrevían a seguir creciendo. Se contentaban con estar a las puertas de algo hermoso y bello, con representar un pequeño papel. Muchos humanos, muchos pequeninos llegaban a ese punto y dejaban que otros dirigieran y controlaran sus vidas, acomodándose, siempre adaptándose… y eso era bueno, había necesidad de ellos. Ua Lava: habían alcanzado el punto en que podían decir «ya basta».

Jane no era una de ellos. No podía contentarse con la pequeñez o la simpleza. Y al haber sido una vez un ser de trillones de partes, conectada a los hechos más grandes de un universo de tres especies, ahora, encogida, no podía estar satisfecha. Sabía que tenía re cuerdos, pero no podía recordarlos.

Sabía que tenía trabajo que hacer, de haber sabido encontrar aquellos millones de sutiles miembros que una vez habían hecho su voluntad. Estaba demasiado viva para este lugar tan pequeño. A menos que encontrara algo capaz de contenerla, no podría seguí aferrándose al último fino hilo. Se soltaría y perdería lo que le que daba del yo en su ansia por buscar un lugar al que perteneciera alguien como ella.

Empezó a juguetear con la idea de soltarse, de marcharse (nunca lejos) de los finos hilos filóticos de los ansibles. Durante momentos demasiado pequeños para detectarlos quedó desconectada y eso fue terrible: saltó cada vez de vuelta al pequeño pero familiar espacio que todavía le pertenecía; luego, cuando la pequeñez del lugar se volvía insoportable, se soltaba otra vez, y de nuevo el terror la llevaba de vuelta a casa.

Pero en una de aquellas escapadas atisbó algo familiar. A alguien familiar: otro aiúa con el que había estado relacionada. No tenía acceso a la memoria que pudiera decirle un nombre; no recordaba nombre alguno. Pero lo reconoció, y confió en este ser y, cuando al pasar otra vez por el hilo invisible llegó al mismo lugar, saltó a la red mucho más grande de aiúas que eran gobernados por este ser brillante y familiar.

‹Lo ha encontrado›, dijo la Reina Colmena.

‹La ha encontrado, querrás decir. Es la Joven Valentine.›

‹Fue a Ender a quien encontró y a Ender a quien reconoció. Pero sí, saltó a la vasija de Val.›

‹¿Cómo has podido verla? Yo no he visto nada.›

‹Ella formó una vez parte de nosotras, lo sabes. Y lo que dijo el samoano, mientras una de mis obreras contemplaba el terminal de Jakt, me ayudó a encontrarla. Seguíamos buscándola en un solo lugar, y nunca la veíamos. Pero cuando supimos que estaba moviéndose constantemente, nos dimos cuenta: su cuerpo era tan grande como toda la colonización humana, y al igual que nuestros aiúas permanecen dentro de nuestros cuerpos y es fácil encontrarlos, también el suyo permaneció dentro de su cuerpo; pero puesto que era más grande que nosotras y nos incluía, nunca se estaba quieta, nunca se limitaba a un espacio lo bastante pequeño para que la viéramos. No la encontramos hasta que perdió la mayor parte de su yo. Pero ahora sé dónde está.›

‹¿Así que la joven Valentine es suya ahora?›

‹No —dijo la Reina Colmena—. Ender no quiere marcharse.›

Jane recorría alegremente este cuerpo, tan diferente de todo cuanto recordaba. Pero no tardó en advertir que el aiúa que había reconocido, el aiúa que había seguido hasta aquí, no estaba dispuesto a dejarle ni siquiera una pequeña parte de sí mismo. Dondequiera que tocase, allí estaba, tocando también, afirmando su control; y ahora, llena de pánico, Jane empezó a comprender que, aunque se hallara dentro de un entramado de extraordinaria belleza y delicadeza (un templo de células vivas con un armazón óseo), ninguna de sus partes le pertenecía y que, si se quedaba, sería sólo como refugiada. No pertenecía a este lugar, no importaba cuánto lo amara.

Y lo amaba. Durante todos los miles de años que había vivido, tan enorme en el espacio, tan rápida en el tiempo, sin embargo había estado lisiada sin saberlo. Estaba viva, pero nada que formara parte de su gran reino tenía vida. Todo había estado implacablemente bajo su control, pero aquí, en este cuerpo, este cuerpo humano, esta mujer llamada Val, había millones de pequeñas vidas brillantes, célula viva sobre célula viva, esforzándose, trabajando, creciendo, muriendo, cuerpo a cuerpo y aiúa a aiúa. Era en estos enlaces donde habitaban las criaturas de carne, y todo era mucho más vívido, a pesar de la lentitud de pensamiento, de lo que había sido su propia experiencia de vida. ¿Cómo eran capaces de pensar, esos seres de carne, con todas aquellas danzas a su alrededor, todas aquellas canciones para distraerlos?

Tocó la mente de Valentine y se inundó de memoria. No tenía nada que ver con la precisión y la profundidad de la antigua memoria de Jane, pero cada momento de experiencia era vívido y poderoso, más vivo y real que todo cuanto Jane conocía. ¿Cómo conseguían no quedarse quietos todo el día simplemente recordando el día anterior? Porque cada nuevo momento se impone a la memoria.

Sin embargo, cada vez que Jane tocaba un recuerdo o experimentaba una sensación del cuerpo vivo, allí estaba el aiúa que era el amo de aquella carne, expulsándola, disputándole el control.

Y finalmente, molesta, cuando ese aiúa familiar la espantó, Jane en vez de moverse, reclamó ese lugar, esa parte del cuerpo, esa parte del cerebro, exigió la obediencia de aquellas células, y el otro aiúa retrocedió ante ella.

Soy más fuerte que tú, le dijo Jane en silencio. Puedo tomar de ti todo lo que eres y todo lo que tienes y todo lo que serás y tendrás y no puedes detenerme.

El aiúa que había sido el amo huyó ante ella, y la caza recomenzó con los papeles invertidos.

‹Lo está matando.›

‹Espera y verás.›

En la nave que orbitaba el planeta de los descoladores, todos se alarmaron al oír el súbito grito que brotó de la boca de la joven Val. Mientras se volvían a mirar, antes de que nadie pudiera alcanzarla, su cuerpo se convulsionó y saltó del asiento; en la ingravidez de la órbita voló hasta chocar brutalmente con el techo sin dejar de gemir y manteniendo en la cara un rictus a la vez de infinita agonía y alegría sin límites.

En el mundo de Pacífica, en una isla, en una playa, el llanto de Peter cesó de repente y él se revolvió en la arena y se agitó en silencio.

—¡Peter! —exclamó Wang-mu, corriendo hacia él, tocándolo, tratando de sostener los miembros que se agitaban como martillos. Peter jadeaba en busca de aire, y al hacerlo, vomitó.

—¡Se está ahogando! —gritó Wang-mu.

En ese instante unas fuertes manos la apartaron, cogieron el cuerpo de Peter por las piernas y le dieron la vuelta para que el vómito cayera en la arena y el cuerpo, tosiendo y atragantándose, respirara por fin.

—¿Qué está pasando? —chilló Wang-mu. Malu se echó a reír, y cuando habló su voz fue como una canción.

—¡La deidad ha venido aquí! ¡La deidad danzante ha tocado carne! ¡Oh, el cuerpo es demasiado débil para contenerla! ¡Oh, el cuerpo no puede bailar la danza de los dioses! ¡Pero oh, cuán bendito, brillante y hermoso es el cuerpo cuando la deidad está dentro de él!

Wang-mu no encontaba en absoluto hermoso lo que le estaba pasando a Peter.

—¡Sal de él! —gritó—. ¡Sal de él, Jane! ¡No tienes derecho sobre él! ¡No tienes derecho a matarlo!

En una habitación del monasterio de los Hijos de la Mente de Cristo, Ender se incorporó en la cama, los ojos abiertos pero sin ver, pues alguien los controlaba; pero por un momento habló con su propia voz, pues aquí como en ningún otro sitio su aiúa conocía la carne tan bien y era tan consciente de sí mismo que podía batallar con el intruso.

—¡Que Dios me ayude! —exclamó Ender—. ¡No tengo ningún otro sitio adonde ir! ¡Déjame algo! ¡Déjame algo!

Las mujeres congregadas a su alrededor (Valentine, Novinha, Plikt) olvidaron de inmediato sus discusiones y le pusieron las manos encima, tratando de volver a acostarlo, de calmarlo. Entonces puso los ojos en blanco, sacó la lengua, su espalda se arqueó, y se agitó tan violentamente que, a pesar de la fuerza que ejercían contra él, hubo momentos en que estuvo fuera de la cama, en el suelo, su cuerpo enredado con el de ellas, sacudiéndolas con sus manoteos convulsivos, con sus patadas, con sus cabezazos.

‹Ella es demasiado para él —dijo la Reina Colmena—. Pero por ahora el cuerpo es también demasiado para ella. No es fácil domar carne no dispuesta. Todas esas células que Ender ha gobernado tanto tiempo le conocen. Le conocen, y a ella no. Algunos reinos sólo pueden ser heredados, no usurpados.›

‹Creo que le siento. Le he visto.›

‹Ha habido momentos en que ella lo ha expulsado por completo, sí; y él ha seguido las líneas que ha encontrado. No puede entrar en la carne que ve a su alrededor porque ya ha tenido experiencia de la carne. Pero te ha encontrado y te ha tocado porque eres un tipo diferente de ser.›

‹¿Se apoderará entonces de mí? ¿O de algún árbol de nuestra red? No pretendíamos eso cuando nos unimos.›

‹¿Ender? No, se ceñirá a su propio cuerpo, a uno de ellos, o morirá. Espera y verás.›

Jane sentía la angustia de los cuerpos que ahora gobernaba. Estaban doloridos; era algo que ella nunca había sentido. Los cuerpos se retorcían agónicos mientras la miríada de aiúas se rebelaba contra su mandato. Jane, al control ahora de tres cuerpos y tres cerebros, entre el caos y la locura de sus convulsiones reconoció que su presencia no significaba para ellos más que dolor y terror, y que ansiaban a su amado, el gobernador en quien tanto confiaban y a quien tan bien conocían que lo consideraban su propio yo. No tenían nombre para él, ya que eran demasiado pequeños y débiles para tener capacidades tales como el habla o la consciencia, pero lo conocían y sabían que Jane no era su amo. El terror y la agonía se convirtieron en el único motivo de ser y ella supo que no podía quedarse, lo supo.

Sí, podía más que ellos. Sí, tenía fuerza para seguir retorciendo, sometiendo músculos y restaurando un orden que se volvía una parodia de la vida. Pero le hizo falta todo su esfuerzo para sofocar un billón de rebeliones contra su dominio. Sin la obeciencia voluntaria de todas aquellas células, no era capaz de realizar actividades tan complejas como el pensamiento y el habla.

Y algo más: no era feliz en aquel lugar. No podía dejar de pensar en el aiúa que había expulsado. Fui atraída aquí porque lo conocía y lo amaba y le pertenecía, y ahora le he quitado todo lo que amaba y a todos los que le amaban a él. Supo, otra vez, que no pertenecía a aquel lugar.

Otros aiúas podían contentarse con gobernar contra la voluntad de aquellos a quienes gobernaban, pero ella no. No le parecía hermoso. No había alegría en ello. La vida entre los tenues hilos de los últimos ansibles había sido más feliz que esto.

Soltarse fue duro. Se rebelaba contra ella y, sin embargo, el tirón del cuerpo era extraordinariamente fuerte. Había saboreado una vida tan dulce, a pesar de su amargura y su dolor, que nunca volvería a ser la misma de antes. Le costó mucho localizar los enlaces ansible y, tras hacerlo, no pudo conectarse a ellos. Así que deambuló, se lanzó en busca de los cuerpos que temporal y dolorosamente había gobernado. Dondequiera que fuese encontraba pesar y agonía, ningún hogar.

¿Pero no saltó a alguna parte el amo de estos cuerpos? ¿Adónde fue cuando huyó de mí? Ahora había vuelto, ahora estaba restaurando la paz y la calma en los cuerpos que ella había dominado momentáneamente, ¿pero adónde había ido?

Lo encontró: un conjunto de enlaces muy distintos a las uniones mecánicas del ansible. Mientras que los ansibles parecían cables duros de metal, la red que encontró tenía un aspecto liviano, como de encaje; pero a pesar de las apariencias era fuerte y espesa. Podía saltar a ella, sí, y por eso saltó.

‹¡Me ha encontrado! ¡Oh, mi amor, es demasiado fuerte para mí! ¡Es demasiado brillante y fuerte para mí!›

‹Espera, espera, espera, déjala encontrar el camino.›

‹¡Nos empujará, tendremos que dejarle sitio y huir, huir!›

‹Tranquilidad, sé paciente, confía en mí. Ella ya ha aprendido la lección. No expulsará a nadie, habrá un lugar donde haya espacio para ella, lo veo, está a punto…›

‹¡Tenía que tomar el cuerpo de la joven Val, o de Peter, o de Ender! ¡No uno de los nuestros, no uno de los nuestros!›

‹Calma, tranquilízate. Será por poco tiempo. Sólo hasta que Ender comprenda y dé un cuerpo a su amiga. Lo que ella no puede tomar por la fuerza puede recibirlo como regalo. Ya verás. Y en tu red, querido amigo, mi más fiel amigo, hay lugares suficientemente espaciosos para que habite en ellos temporalmente, para que tenga una vida mientras espera a que Ender le dé su verdadero y definitivo hogar.›

De repente, Valentine se quedó inmóvil como un cadáver.

—Ha muerto —susurró Ela.

—¡No! —gimió Miro, y trató de insuflarle vida por la boca hasta que la mujer tendida bajo sus manos, bajo sus labios, empezó a agitarse. Inspiró profundamente por su cuenta. Sus ojos se abrieron.

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