Hermoso Final (4 page)

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Authors: Kami García,Margaret Stohl

Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico, #Romántico

BOOK: Hermoso Final
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LA BELLA DEL BAILE

La propia tía Prue había escogido la inscripción. Su nota decía que quería cambiar la «a» de Bella por
Belle
. Puesto que, de esa forma, tendría un aire más francés. Pero mi padre alegó que siendo la tía tan patriota, no debería importarle que sus últimas palabras estuvieran escritas en un sencillo americano del sur. Yo no estaba tan seguro, pero tampoco quise entrar en el debate. Era solamente un punto más en las extensas instrucciones que había dejado escritas para su funeral, junto con una lista de invitados que, para poder cumplimentarla, requirió la presencia de un vigilante en la puerta de la iglesia.

Aun así, sólo verla me hizo sonreír.

Antes incluso de que tuviera la oportunidad de llamar, escuché el sonido de perros aullando y la pesada puerta delantera se abrió de golpe. La tía Prue estaba en el umbral, con su cabello todavía enroscado en rulos de plástico rosa y una mano en la cadera. Había tres Yorkshire Terriers correteando alrededor de sus pies, los tres primeros
Harlon
James
.

—Bueno, ya era hora. —La tía Prue me cogió de la oreja con más rapidez de lo que nunca la había visto moverse cuando estaba viva, y tiró de mí hasta el interior de la casa—. Siempre fuiste muy cabezota, Ethan. Pero esto que has hecho no está bien. En el nombre del Misterio del Buen Dios, no entiendo qué se te metió en la cabeza, pero me están entrando ganas de sacarte por esa puerta para que me consigas una vara. —Era una encantadora costumbre de los tiempos de mi tía, dejar que un niño escogiera la vara con la que planeaba pegarle. Sin embargo, sabía tan bien como ella que nunca me pegaría. De haber querido hacerlo, lo habría hecho hacía años.

Aún seguía retorciendo mi oreja, obligándome a permanecer agachado, porque ella tan sólo me llegaba a media altura. Toda la tropa de
Harlon James
continuaba aullando, correteando detrás de nosotros mientras ella me arrastraba a la cocina.

—No tenía elección, tía Prue. Todo el mundo a quien quería iba a morir.

—No hace falta que me lo digas. Estuve presenciando todo el asunto, y llevaba puestas mis gafas buenas —resopló—. ¡Y pensar que la gente solía decir que yo era la melodramática de la familia!

Traté de no reírme.

—¿Acaso necesitas tus gafas aquí?

—Estoy acostumbrada a ellas, supongo. Me siento desnuda si no las llevo. No había caído hasta ahora. —Dejó de caminar y me apuntó con un huesudo dedo—. Y no trates de cambiar de tema. Esta vez has organizado un desastre mayor que el de un pintor de brocha gorda ciego.

—Prudence Jane, ¿por qué no dejas de gritar al chico? —La voz de un hombre mayor resonó desde la otra habitación—. Lo hecho, hecho está.

La tía Prue me arrastró de vuelta al vestíbulo sin soltar su mano de mi oreja.

—¡No me digas lo que tengo que hacer, Harlon Turner!

—¿Turner? No era ése… —Cuando me arrastró hasta el salón me encontré cara a cara no con uno, sino con los cinco maridos de la tía Prue.

Por supuesto, los tres más jóvenes —probablemente sus tres primeros maridos—estaban comiendo kikos y jugando a las cartas, con las mangas de sus camisas recogidas hasta los codos. El cuarto estaba sentado en el sofá leyendo el periódico. Levantó la vista y acogió mi presencia con un gesto de cabeza, empujando el pequeño cuenco blanco hacia de mí.

—¿Quieres una piedra de éstas?

Negué con la cabeza.

De hecho, recordaba perfectamente al quinto marido de la tía Prue, Harlon, aquel en cuyo honor había llamado a todos sus perros. Cuando era pequeño, solía llevar siempre en el bolsillo algunas barritas duras de caramelo de limón ácido, y siempre me pasaba un par de ellas durante la misa. Yo me las comía con pelusas y todo. Era increíble lo que podías llegar a tragar en la iglesia, aburrido como estabas hasta lo indecible. Link una vez se bebió toda una muestra de colutorio Binaca durante una charla sobre la expiación. Y luego se pasó toda la tarde, y parte de la noche, expiando también por ello.

Harlon estaba exactamente igual a como lo recordaba. Lanzó sus manos hacia arriba en una clara señal de rendición.

—Prudence, creo que eres una de las personas más irascibles que he conocido en toda mi vida.

Era cierto, y todos lo sabíamos. Los otros cuatro maridos levantaron la vista, con una expresión en sus rostros mezcla de simpatía y diversión.

La tía Prue soltó mi oreja y se volvió para encararse con el último de sus maridos difuntos.

—Bueno, no recuerdo haberte pedido que te casaras conmigo, Harlon James Turner. Así que, si estoy en lo cierto, debes de ser el hombre más loco que he encontrado en toda mi vida. —Las orejas de los tres diminutos perros se alzaron al oír pronunciar su nombre.

El hombre que estaba leyendo el periódico se levantó y dio una palmadita en el hombro al pobre y viejo Harlon.

—Creo que debes dejar que nuestra pequeña gruñona disfrute de algún tiempo para ella. —Bajó la voz—. O si no puede que acabes muriendo por segunda vez.

La tía Prue pareció satisfecha y se encaminó de vuelta a la cocina con los tres
Harlon James
y yo siguiéndole obedientemente. Cuando entramos en la habitación, me señaló una silla junto a la mesa mientras ella servía té frío en dos vasos altos.

—Si hubiera sabido que tendría que vivir con esos cinco hombres, me hubiera pensado dos veces lo de casarme.

Y allí estaban. Me pregunté por qué, hasta que decidí que era mejor no indagar. Cualquiera que fuera el asunto sin concluir que tuviera con sus cinco maridos y con sus distintos perros, estaba seguro de no querer saberlo.

—Bébetelo, hijo —indicó Harlon.

Bajé la vista al té que tenía un aspecto muy apetecible a pesar de que no me sentía nada sediento. Una cosa era que mi madre me preparara unos tomates fritos —en ese momento me hubiera zampado cualquier cosa que ella me ofreciera—. Pero ahora que había atravesado el cementerio para visitar a mi tía muerta, se me ocurrió pensar que no conocía las reglas, ni nada sobre la forma en que las cosas funcionaban aquí, donde quiera que fuera ese aquí. La tía Prue advirtió que estaba mirando fijamente el vaso.

—Puedes beberlo, pero no es obligatorio. Aquí es diferente que en el otro lado.

—¿Cómo? —Tenía tantas preguntas que no sabía por dónde empezar.

—Allí, en el reino Mortal no puedes comer ni beber, pero puedes mover cosas. Precisamente ayer escondí la dentadura de Grace. La metí dentro del bote de Postum. —Era muy propio de la tía Prue encontrar una forma de volver locas a sus hermanas desde la tumba.

—Espera. ¿Estuviste allí? ¿En Gatlin? —Si ella podía ir y ver a las Hermanas, entonces yo podría volver con Lena. ¿No es cierto?

—¿He dicho yo eso? —Sabía que ella tendría la respuesta. Como también sabía que no me diría nada si no quería que lo supiera.

—Sí. De hecho, acabas de decirlo.

Dime cómo puedo encontrar el camino de vuelta a Lena.

—Bueno, fue sólo durante un pequeño minuto. No es nada con lo que debas ilusionarte. Además, regresé rápidamente al Jardín, en un santiamén.

—Vamos, tía Prue. —Pero ella sacudió la cabeza y tuve que renunciar. Mi tía era igual de cabezota en esta vida como lo había sido en la pasada. Intenté cambiar de tema—. ¿El Jardín? ¿Estamos realmente en el Jardín de la Paz Perpetua?

—No lo dudes. Cada vez que entierran a alguien, una nueva casa emerge en la manzana. —La tía Prue volvió a resoplar—. No puedo hacer nada para impedir que sigan llegando, incluso aunque no sean gente de nuestro entorno.

Pensé en las lápidas en lugar de puertas, en todas las casas, en las sepulturas del cementerio. Siempre había creído que la distribución del Jardín de la Paz Perpetua era, en cierto modo, como nuestro pequeño pueblo, con todas las buenas sepulturas alineadas en un lado y las tumbas más cuestionables situadas en los extremos. Y, por lo que parecía, el Más Allá no era muy diferente.

—¿Entonces por qué yo no tengo una, tía Prue? Una casa, quiero decir.

—Los jóvenes no obtienen casa propia salvo que sus padres les sobrevivan. Y después de ver esa habitación en la que vives, no logro imaginar cómo podrías mantener toda una casa limpia.

En ese aspecto no podía discutirle nada.

—¿Es ésa la razón por la que no tengo una tumba?

La tía Prue apartó la vista. Había algo que no quería contarme.

—Tal vez eso deberías preguntárselo a tu madre.

—Te lo estoy preguntando a ti.

—No estás enterrado —suspiró pesadamente—, en la Paz Perpetua, Ethan Wate.

—¿Qué? —Tal vez fuera demasiado pronto. Ni siquiera sabía cuánto tiempo había transcurrido desde aquella noche en el depósito de agua—. Supongo que todavía no me han enterrado.

La tía Prue estaba retorciendo sus manos, lo que me ponía aún más nervioso.

—¿Tía Prue?

Dio un sorbo a su té frío, tratando de ganar tiempo. Al menos eso hizo que sus manos estuvieran ocupadas.

—Amma no está llevando muy bien tu desaparición, y tampoco Lena. No creas que no tengo vigiladas a esas dos. ¿Acaso no le di a Lena mi viejo collar de rosas para poder sentir su contacto de cuando en cuando?

La imagen de Lena sollozando y de Amma gritando mi nombre justo antes de que saltara, regresó durante un segundo a mi mente. Mi pecho se tensó.

La tía Prue continuó hablando.

—Nada de esto se suponía que debía suceder. Amma lo sabe, y ella, Lena y Macon están teniendo muchos problemas para aceptar tu desaparición.

Mi desaparición.
Las palabras me sonaron extrañas.

Un terrible pensamiento afloró en mi mente.

—Espera. ¿Estás diciendo que no me han enterrado?

La tía Prue se llevó la mano al corazón.

—¡Por supuesto que te han enterrado! Lo hicieron inmediatamente. Lo que pasa es que no estás en el cementerio de Gatlin. —Suspiró, sacudiendo la cabeza—. Me temo que ni siquiera tuviste un funeral en condiciones. Sin encargados de sala ni sermones. Sin salmos o lamentaciones.

—¿Sin lamentaciones? Desde luego sabes cómo herir a un chico, tía Prue. —Estaba bromeando, pero ella se limitó a asentir, tan sombría como una tumba.

—Sin programa. Sin patatas de funeral. Ni tan siquiera una galleta del supermercado. O un libro de firmas. Casi podían haberte guardado en una de las cajas de zapatos de tu dormitorio.

—Entonces, ¿dónde me enterraron? —Empezaba a tener un mal presentimiento.

—Allí en Greenbrier, junto a las viejas tumbas de los Duchannes. Te sepultaron bajo el barro como a un gato mordido por una zarigüeya.

—¿Por qué? —La miré, pero ella apartó la vista. Definitivamente me estaba ocultando algo—. Tía Prue, contéstame. ¿Por qué me enterraron en Greenbrier?

Ella me miró directamente, cruzando los brazos sobre el pecho con gesto desafiante.

—Ahora no te pongas tan gallito. Fue sólo una pequeña excusa para no celebrar el servicio. Nada sobre lo que escribir a casa. —Resopló—. Teniendo en cuenta que ninguna de las personas del pueblo sabían que habías desaparecido.

—¿De qué estás hablando? —No había nada que le gustara más a la gente de Gatlin que asistir a un funeral.

—Amma le dijo a todo el mundo que se había producido una emergencia con tu tía en Savannah, y que habías tenido que ir hasta allí para ayudarla.

—¿A todo el pueblo? ¿Están fingiendo que aún estoy vivo? —Una cosa era que Amma intentara convencer a mi apenado padre de que aún estaba vivo, y otra muy distinta que pretendiera convencer a todo el pueblo. Era una locura, incluso para Amma—. ¿Y qué pasa con mi padre? ¿Acaso no sospechará que pasa algo cuando no vuelva a casa? Es imposible que crea que voy a quedarme para siempre en Savannah.

La tía Prue se levantó y se acercó hasta la encimera, donde una caja de bombones Whitman estaba abierta. Levantó la tapa inspeccionando el dibujo en el que figuraban los distintos tipos de bombones envueltos en papel celofán marrón. Finalmente escogió uno y le dio mordisco.

—¿Licor de cerezas? —La miré.

Ella sacudió la cabeza, mostrándomelo. «El mensajero». La chocolatina rectangular con la figura del heraldo carecía ahora de cabeza.

—Nunca entenderé por qué la gente se gasta el dinero en bombones sofisticados. En mi opinión, éstos son los mejores chocolates en este lado y en el otro.

—Sí, señora.

Tras una conveniente dosis de azúcar de los bombones del supermercado, me reveló la verdad.

—Los Caster han lanzado un hechizo sobre tu padre. Él no sabe qué estás muerto. Cada vez que parece que estuviera empezando a barruntarse la verdad, los Caster doblan el hechizo hasta que no distingue su cabeza de los pies. En mi opinión no es natural, pero nada de lo que sucede en Gatlin lo es. Todo allí está patas arriba. —Cogió la caja de bombones medio vacía—. Toma algo dulce. El chocolate hace que las cosas se vean mejor. ¿Un caramelo de melaza?

Estaba enterrado en Greenbrier para que Lena, Amma y mis amigos pudieran mantener el secreto con todo el mundo, incluso con mi padre —que estaba bajo la influencia de un hechizo tan poderoso que ni siquiera sabía que su propio hijo había desaparecido—, justo como me había dicho mi madre.

No había suficiente chocolate en el mundo que pudiera mejorar las cosas.

4
Vado de Siluros

C
onseguir que la tía Prue dijera lo que querías que dijera, justo en el momento en que querías, era como pedir al sol que no brillara. Llegado el momento, y probablemente más pronto que tarde, tendrías que admitir que estabas a su merced. Yo tuve que hacerlo.

Porque lo estaba.

Mi estómago no podía soportar otro de esos pegajosos bombones, regados con otro vaso más de té frío, mientras otro más de los perros me miraba, y todo con tal de obtener lo que necesitaba saber. Lo único que me quedaba por hacer era empezar a suplicar.

—Tengo que ir a Ravenwood, tía Prue. Tienes que ayudarme. Tengo que ver a Lena.

Mi tía resopló y dejó la caja de bombones de vuelta en la encimera.

—Ah, ya veo, ¿ahora vas a empezar con el tengo que, tengo que? ¿Acaso ha muerto alguien y te ha nombrado general? Seguro que lo próximo que me dirás es que te mereces una estatua y un parterre propio. —Volvió a resoplar.

—Tía Prue… —me rendí—. Lo siento.

—Ya supongo.

—Sólo necesito saber cómo llegar a Ravenwood. —Sabía que sonaba desesperado, pero no importaba, porque lo estaba. No había sido capaz de llegar hasta allí, ni siquiera de imaginarme allí. Tenía que haber otra manera.

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