Authors: Kami García,Margaret Stohl
Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico, #Romántico
Así era mi madre. Tenía el mismo aspecto de siempre.
Tal vez yo fuera el único que había cambiado.
Di un paso para acercarme y se volvió hacia mí, dejando caer el libro.
—Aquí estás, mi niño.
Sentí que el corazón me daba un vuelco. Nadie más me llamaba así; ni a los demás se les habría ocurrido hacerlo ni yo se lo habría consentido. Sólo a mi madre. Entonces sus brazos me atraparon, y el mundo desapareció a nuestro alrededor mientras hundía mi cara en su abrazo. Respiré el cálido olor y la cálida sensación y el cálido lo que fuera que significaba mi madre para mí.
—Mamá. Has vuelto.
—Uno de nosotros lo ha hecho.
—Suspiró.
Y fue esa revelación la que me impactó. Ella estaba de pie en mi cocina, yo estaba de pie en mi cocina, lo que sólo podía significar una de dos cosas: o bien ella había vuelto a la vida o…
Yo no lo había hecho.
Sus ojos se llenaron de algo —lágrimas, amor, simpatía—, y antes de que me diera cuenta, sus brazos me estaban rodeando de nuevo.
Mi madre siempre lo entendía todo.
—Ya lo sé, mi niño. Lo sé.
Mi cara encontró su viejo escondite en el hueco de su hombro.
Ella besó la parte de arriba de mi cabeza.
—¿Qué te ha pasado? Se suponía que no tenía que ser así. —Se apartó para poder verme mejor—. Se suponía que nada de esto debía terminar de esta forma.
—Lo sé.
—Y además, no existe una forma correcta de acabar con la vida de una persona, ¿no es cierto? —Me pellizcó la barbilla, hundiendo su sonrisa en mis ojos.
La había memorizado al dedillo. La sonrisa, su rostro. Todo. Era cuanto me quedaba durante el tiempo en que se marchó.
Siempre supe que estaba viva en alguna parte, de alguna forma. Había salvado a Macon y me había enviado las canciones que me guiaron a través de cada extraño capítulo de mi vida con los Caster. Había estado allí todo el tiempo, igual que lo había hecho cuando estaba viva.
Sólo duró un momento, pero quería conservarla de esa forma tanto como pudiera.
No sé cómo llegamos hasta la mesa de la cocina. No recuerdo nada excepto el sólido calor de sus brazos. Pero allí me senté, en mi silla de siempre, como si los últimos años no hubieran transcurrido. Había libros por todas partes —y por su aspecto podía adivinarse que mi madre estaba a mitad de lectura de la mayoría de ellos, como de costumbre. Un calcetín, probablemente recién salido de la colada, estaba metido en La divina comedia. Una servilleta asomaba a medias de la Ilíada, y por encima de todos, un tenedor marcaba la página de un volumen de mitología griega. La mesa de la cocina estaba llena de sus queridos libros, una pila de ediciones en rústica más alta que la de al lado. Sentí como si hubiera regresado a la biblioteca con Marian.
Los tomates chisporroteaban en la sartén, y respiré el olor de mi madre —papeles amarillentos y aceite quemado, tomates nuevos y fichas de cartón viejas, todo ello mezclado con pimienta de cayena.
No era de extrañar que las bibliotecas me dieran tanta hambre.
Mi madre deslizó entre los dos un plato azul y blanco de la vajilla de porcelana china. La de dragones. Sonreí porque había sido su favorita. Colocó los tomates calientes en un papel de cocina, espolvoreando pimienta por todo el plato.
—Aquí tienes. Ya puedes atacarlos.
Clavé mi tenedor en la rodaja que tenía más cerca.
—Sabes que no he comido uno de estos desde que tú… desde el accidente. —El tomate estaba tan caliente que me quemaba la lengua. Miré a mi madre—. ¿Estamos… es esto…?
Me devolvió una mirada vacía.
Lo intenté de nuevo.
—Ya sabes. ¿El cielo?
Se rio, al tiempo que servía té frío en dos vasos altos —el té era la otra cosa que mi madre sabía cómo hacer.
—No, no es el cielo, EW. No exactamente.
Debí de parecer preocupado, como si pensara que, de alguna forma, habíamos acabado en otro lugar. Pero eso tampoco podía ser cierto porque —por muy cursi que suene— estar de nuevo con mi madre para mí era el cielo, lo creyera o no el universo. Claro que el universo y yo no habíamos coincidido demasiado últimamente.
Mi madre presionó su mano contra mi mejilla y sonrió mientras sacudía la cabeza.
—No, éste no es un lugar donde encontrar el descanso eterno, si es a eso a lo que te refieres.
—Entonces, ¿por qué estamos aquí?
—No estoy segura. No te dan un manual de instrucciones cuando te registras. —Me cogió la mano—. Siempre supe que estaba aquí por ti, por algún trabajo sin terminar, algo que tenía que enseñarte o decirte o mostrarte. Por eso te mandé las canciones.
—Las Canciones de Presagio.
—Exactamente. Me tuviste muy ocupada. Y ahora que estás aquí, siento como si nunca nos hubiéramos separado. —Su cara se ensombreció—. Siempre confié en que volvería a verte. Pero esperaba que ese día tardase un poco más. Lo siento. Sé que todo esto debe resultarte terrible, dejar a Amma y a tu padre. Y a Lena.
Asentí.
—Es una mierda.
—Lo sé. Yo siento lo mismo —confesó.
—¿Por Macon? —Las palabras salieron de mi boca antes de que pudiera detenerlas.
Sus mejillas se sonrojaron.
—Supongo que me lo merezco. Pero no todo lo que pasa en la vida de una madre debe ser discutido con su hijo de diecisiete años.
—Lo siento.
Me estrechó la mano.
—Tú eras la persona a la que no quería dejar, más que a ninguna otra. Y tú eras la persona a la que me preocupaba dejar, más que a cualquier otra. Tú y tu padre. Menos mal que tu padre está bajo los excepcionales cuidados de los Ravenwood. Lena y Macon lo tienen bajo un poderoso hechizo, y Amma está inventando historias por su cuenta. Mitchell no tiene ni idea de lo que te ha pasado.
—¿En serio?
Asintió.
—Amma le ha dicho que estás en Savannah con tu tía, y se lo ha creído.
Su sonrisa tembló, y miró por encima de mí hacia las sombras. Yo sabía que debía de estar preocupada por mi padre, fuesen cuales fuesen los hechizos bajo los que estuviera. Mi súbita marcha de Gatlin debía de dolerle tanto como a mí, contemplar cómo sucedía todo, sin poder hacer nada al respecto.
—Pero no es una solución a largo plazo, Ethan. Ahora mismo todo el mundo está tratando de hacerlo lo mejor que puede. Así es como suele ser.
—Lo recuerdo. —Ya había pasado por eso una vez.
Ambos sabíamos cuándo.
Después de eso no dijo nada, y se limitó a coger su tenedor. Comimos en silencio durante el resto de la tarde, o durante un momento. No sabría decir cuál de las dos cosas, y no estaba seguro de que importara.
* * *
Nos sentamos en el porche de atrás picoteando brillantes y mojadas cerezas del colador y observando cómo salían las estrellas. El cielo se había diluido en un azul oscuro, y las estrellas aparecían en el firmamento formando brillantes racimos. Vi estrellas del cielo Caster y del cielo Mortal. Una luna partida colgaba entre la Estrella Polar y la Estrella del Sur. No podía entender cómo era posible ver dos cielos a la vez, dos grupos de constelaciones, pero así era. Ahora podía verlo todo, como si fuera dos personas en una. Finalmente, se había acabado todo ese asunto del Alma Fracturada. Supongo que uno de los beneficios de estar muerto era tener las dos partes de mi alma de nuevo unidas.
Sí, claro.
Ahora que había acabado, todo había vuelto a su ser, o tal vez fuera porque había terminado. Supongo que algunas veces la vida es así. Desde aquí todo parecía tan simple, tan sencillo. Tan increíblemente brillante.
¿Por qué era ésta la única solución? ¿Por qué tenía que terminar así?
Apoyé mi cabeza sobre el hombro de mi madre.
—¿Mamá?
—¿Qué, corazón?
—Necesito hablar con Lena. —Ahí estaba. Al fin me había atrevido a decirlo. La única cosa que me había impedido respirar libremente durante todo el día. La misma que me había hecho sentir como si no pudiera sentarme, como si no pudiera quedarme quieto. Como si tuviera que levantarme e ir a algún lado, a pesar de que no tenía a dónde ir.
Como Amma solía decir: lo bueno de la verdad es que es verdad, y no se puede discutir con la verdad. Tal vez no te guste, pero eso no la hace menos cierta. Ahora mismo, eso era a lo único que podía aferrarme.
—No puedes hablar con ella. —Mi madre frunció el ceño—. O no es tan sencillo.
—Necesito decirle que estoy bien. La conozco. Está esperando que le envíe una señal. Igual que yo esperaba una señal de ti.
—Aquí no hay ningún Carlton Eaton que lleve tu carta hasta ella, Ethan. No puedes enviar una carta desde este mundo, y no puedes hacer que llegue hasta ella. Y aunque pudieras, no serías capaz de escribir nada. No sabes cuántas veces deseé que eso fuera posible.
Tenía que haber una forma.
—Lo sé. De haber existido, habría tenido más noticias tuyas.
Levantó la vista hacia las estrellas. Sus ojos brillaban con el resplandor de la luz mientras hablaba.
—Todos los días, mi niño. Todos y cada uno de los días.
—Pero tú encontraste la forma de hablar conmigo. Te serviste de los libros de la biblioteca, y de las canciones. Y te vi aquella noche cuando estaba en el cementerio. Y en mi habitación, ¿recuerdas?
—Las canciones fueron idea de los Antepasados. Supongo que debido a que había estado cantándote desde que eras un bebé. Pero cada persona es diferente. No creo que puedas mandar a Lena nada parecido a una Canción de Presagio.
—Incluso aunque supiera cómo escribir una. —Mi habilidad para escribir canciones hacía que Link a mi lado pareciera uno de los Beatles.
—No fue fácil para mí, y eso que llevaba dando vueltas por aquí mucho más que tú. Y tuve la ayuda de Amma, Twyla y Arelia. —Miró de reojo a los cielos gemelos—. Tienes que recordarlo, Amma y los Antepasados tienen poderes sobre los que no sé nada.
—Pero tú eras una Guardiana. —Tenía que saber cosas que ellos desconocieran.
—Exacto. Yo era una Guardiana. Hice lo que el Custodio Lejano me pidió que hiciera y no hice lo que él no quería que hiciera. No puedes mezclarte con ellos, como no puedes mezclarte con la forma en que documentan las cosas.
—¿Las Crónicas Caster?
Cogió una cereza del cuenco buscando posibles picaduras. Se tomó tanto tiempo en responder, que empecé a pensar que no me había oído.
—¿Qué sabes sobre Las Crónicas Caster?
—Antes de que tuviera lugar el juicio de la tía Marian, el Consejo del Custodio Lejano apareció en la biblioteca, trayendo el libro con ellos.
Dejó el viejo colador de metal un escalón más abajo de donde estábamos sentados.
—Olvídate de Las Crónicas Caster. Todo eso ya no importa.
—¿Por qué no?
—Lo digo en serio, Ethan. No estamos fuera de peligro, ni tú ni yo.
—¿Peligro? ¿De qué estás hablando? Si estamos… ya sabes.
Ella sacudió la cabeza.
—Sólo estamos a mitad de camino. Tenemos que descubrir qué es lo que nos retiene aquí y seguir adelante.
—¿Y qué pasa si no quiero seguir? —No estaba preparado para renunciar. No mientras Lena estuviera esperándome.
Una vez más no me contestó inmediatamente. Cuando lo hizo, mi madre sonó tan oscura como nunca la había escuchado.
—No creo que tengas elección.
—Tú la tuviste —dije.
—No fue una elección. Me necesitabas. Por eso estoy aquí… por ti. Pero incluso así no puedo cambiar lo que pasó.
—¿De verdad? Podrías intentarlo. —Me encontré aplastando una cereza en mi mano. El jugo rojo se deslizó entre mis dedos.
—No hay nada que intentar, Ethan. Se ha acabado. Es demasiado tarde. —Apenas fue un susurro, pero lo sentí como si estuviera gritando.
La rabia irrumpió dentro de mí. Lancé una cereza al otro lado del patio, y luego otra, y finalmente todo el cuenco.
—Bueno, Lena, Amma y papá me necesitan, y no pienso rendirme. Siento como si no debiera estar aquí, como si todo esto fuera un gran error. —Miré el cuenco vacío en mis manos—. Además, no es temporada de cerezas. Es invierno. —La miré, con mis ojos inundados de lágrimas, aunque lo único que podía sentir era rabia—. Se supone que estamos en invierno.
Mi madre posó una mano sobre mí.
—Ethan.
Me aparté.
—No intentes que me sienta mejor. Te he echado de menos, mamá. Lo he hecho. Más que a nada. Pero por muy contento que esté de verte, me gustaría despertarme y que todo esto no estuviera sucediendo. Entiendo por qué tenía que hacerlo. Y lo hice. De acuerdo. Pero no quiero quedarme aquí estancado para siempre.
—¿Qué creías que iba a pasar?
—No lo sé. Pero no esto. —¿Era eso verdad? ¿Había creído de verdad que podría salir de esto sacrificando mi propio bien por el bien del mundo? ¿Acaso creía que todo el asunto del Uno Que Son Dos era una broma?
Supongo que era más fácil hacerme el héroe. Pero ahora que era real —ahora que tenía que enfrentarme durante una eternidad con lo que había perdido—, de pronto ya no parecía tan sencillo.
Los ojos de mi madre estaban anegados en lágrimas aún más que los míos.
—Lo siento mucho, EW. Si hubiera una forma de cambiar las cosas lo haría. —Sonaba tan triste como yo me sentía.
—¿Y qué pasa si la hay?
—No puedo cambiarlo todo. —Mi madre bajó la vista a sus pies desnudos en el escalón de más abajo—. No puedo cambiar nada.
—No estoy preparado para vivir en una estúpida nube, y no quiero conseguir mis alas cuando suene una estúpida campana. —Lancé a lo lejos el cuenco de metal, que rebotó en los escalones, y continuó rodando por el jardín trasero—. Quiero estar con Lena y quiero vivir, y quiero ir al Cineplex y comer palomitas hasta ponerme malo, conducir a toda velocidad y que me pongan una multa y estar tan enamorado de mi chica que me convierta en un completo idiota durante cada día del resto de mi vida.
—Lo sé.
—Yo creo que no —repliqué, más alto de lo que pretendía—. Tú tuviste una vida. Te enamoraste, dos veces. Y tuviste una familia. Yo sólo tengo diecisiete años. Éste no puede ser el final para mí, no puedo despertarme mañana y saber que nunca volveré a ver a Lena.
Mi madre suspiró, deslizando un brazo a mi alrededor y estrechándome contra ella.
Lo repetí de nuevo porque no sabía qué más decir.
—No puedo.
Acarició mi cabeza como si fuera un niño triste y asustado.
—Por supuesto que puedes verla. Ésa es la parte fácil. Pero no puedo garantizar que puedas hablarle, y ella no podrá verte, aunque tú sí.