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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Clásico

Héctor Servadac (33 page)

BOOK: Héctor Servadac
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—Aproximadamente —respondió Procopio—, por medio de la corredera y de la brújula; pero no por la altura del Sol, o de las estrellas, porque no se podía hacer este cálculo.

—Y ¿qué ha deducido usted de ello?

—Que la circunferencia de Galia mide dos mil trescientos kilómetros aproximadamente, lo que da setecientos noventa y dos kilómetros.

—Sí… —dijo Palmirano Roseta, hablando consigo mismo—, ese diámetro sería dieciséis veces menor que el de la Tierra, que es de doce mil setecientos noventa y dos kilómetros.

El capitán Servadac y sus compañeros contemplaban al profesor sin adivinar qué se proponía.

—Entonces —agregó Palmirano Roseta—, para completar mis estudios de Galia necesito averiguar cuál es su superficie, su volumen, su masa, su densidad y su fuerza de gravedad.

—En lo que se refiere a la superficie y el volumen —respondió el teniente Procopio—, conociendo el diámetro de Galia, es una operación facilísima.

—¿Acaso he dicho yo que sea difícil? —repicó el profesor—. Esa clase de cálculos los hacía yo cuando estaba en la infancia.

—¡Oh, no! —dijo Ben-Zuf, que aprovechaba todas las ocasiones para molestar al profesor, para vengarse de él por el poco respeto con que había hablado de Montmartre.

—Servadac —dijo Palmirano Roseta, después de mirar un instante a Ben-Zuf—, tome usted la pluma, y, puesto que conoce la circunferencia de un círculo máximo de Galia, dígame cuál es su superficie.

—En seguida, señor Roseta —respondió Héctor Servadac, decidido a portarse como un buen discípulo—. Hemos dicho que hay que multiplicar 2.323 kilómetros, circunferencia de Galia, por 740 que tiene el diámetro.

—Sí, y hágalo usted pronto —dijo imperativamente el profesor—. Ya debía estar eso hecho.

¿En fin?

—Obtengo —respondió Héctor Servadac— un producto de un millón setecientos diecinueve mil veinte kilómetros cuadrados, que es lo que representa la superficie de Galia.

—O, lo que es lo mismo, una superficie doscientas noventa y siete veces menor que la de la Tierra, que tiene quinientos diez millones de kilómetros cuadrados.

—¡Bah! —exclamó Ben-Zuf, alargando los labios con gesto despectivo—. ¡Vaya un cometa pequeño!

Palmirano Roseta lo miró de un modo que habría atemorizado a cualquiera que no fuese aquel vivo ordenanza.

—En este caso —preguntó el profesor, animándose—, ¿cuál es el volumen de Galia?

—¿El volumen? —respondió Servadac, titubeando.

—Señor Servadac, ¿no sabe usted calcular el volumen de una esfera conociendo su superficie?

—Sí, señor Roseta; pero quiere usted todo tan de prisa que no me da tiempo para respirar.

—Cuando se hacen cálculos matemáticos no se respira, señor mío, no se respira. Los interlocutores de Palmirano Roseta hacían grandes esfuerzos para contenerse.

—¿Acabaremos? —preguntó el profesor—. El volumen de una esfera…

—Es igual al producto de la superficie —respondió Héctor Servadac titubeando— multiplicado…

—Por la tercera parte del radio, señor mío —interrumpió Palmirano Roseta—, por la tercera parte del radio. ¿Ha concluido ya?

—Estoy concluyendo. La tercera parte del radio de Galia es de 123, 3, 3, 3, 3.

—Tres, tres, tres —repitió Ben-Zuf pronunciando cada sílaba con diferente tono.

—¡Silencio! —ordenó el profesor muy irritado—. Conténtese usted con las cifras enteras y no haga caso de las demás.

—No hago caso —respondió Héctor Servadac.

—¿Y qué resulta?

—El producto de 1.719.020 por 123 con 33 es doscientos once millones cuatrocientos treinta y nueve mil cuatrocientos sesenta kilómetros cúbicos.

—Ese es por lo tanto, el volumen de mi cometa —exclamó el profesor—, y no es un volumen insignificante.

—Sin duda —observó el teniente Procopio—; pero ese volumen es cinco mil ciento setenta veces menor que el volumen de la Tierra, el cual tiene, en números redondos…

—Un billón ochenta y dos mil ochocientos cuarenta y un millones de kilómetros cúbicos, lo sé perfectamente —respondió Palmirano Roseta.

—Y, por consiguiente —añadió el teniente Procopio—, el volumen de Galia es también muy inferior al de la Luna, que es cuarenta y nueve veces menor que el de la Tierra.

—¿Y quién habla de eso? —preguntó el profesor, herido en su amor propio.

—Por consiguiente —prosiguió despiadadamente el teniente Procopio—, Galia, vista desde la Tierra, parece una estrella de séptima magnitud, o, lo que es lo mismo, sólo visible con el telescopio.

—¡Vaya un cometa! —exclamó Ben-Zuf—. ¿En un astro de esa especie estamos?

—¡Silencio! —ordenó Palmirano Roseta completamente fuera de sí.

—El famoso cometa es una avellana, un garbanzo, un grano de mostaza —continuó diciendo el vengativo Ben-Zuf.

—¿Quieres callarte, Ben-Zuf? —dijo el capitán Servadac.

—Una cabeza de alfiler, nada.

—¡Rayos y truenos! ¿Te callarás?

Ben-Zuf comprendió que el capitán iba a enfadarse y salió de la sala, despertando con sus formidables carcajadas los ecos de las rocas volcánicas.

Ya era tiempo de que callara. Palmirano Roseta estaba a punto de estallar, y necesitó algún tiempo de calma para reponerse. No quería que atacaran a su cometa, como Ben-Zuf no quería que atacasen a Montmartre, cada cual defendía su
propiedad
con igual encarnizamiento.

Tranquilizado, el profesor dijo a sus oyentes:

—Señores, conocemos el diámetro, la circunferencia, la superficie y el volumen de Galia; pero esto no es bastante, es preciso averiguar, por medida directa, su masa y su densidad, y saber cuál es la intensidad de la gravedad en su superficie.

—Será difícil —dijo el conde Timascheff.

—Aunque lo sea, quiero y necesito saber lo que pesa mi cometa y lo sabré.

—Como ignoramos de qué substancia está formado el cometa Galia —repuso el teniente Procopio—, el problema no es de fácil solución.

—¡Ah! ¿Desconocen ustedes la sustancia de que se compone Galia? —preguntó e! profesor.

—Sí señor —dijo el conde Timascheff— y, si pudiera usted ilustrarnos respecto a ese punto…

—Sin eso —repuso Palmirano Roseta— podré resolver mi problema.

—Cuando usted quiera, señor profesor, nos tendrá usted a sus órdenes —dijo el capitán Servadac.

—Necesito aún un mes para hacer observaciones y cálculos —respondió Palmirano Roseta con su habitual acritud—, y creo que tendrán ustedes la bondad de esperar a que los concluya.

—Indudablemente, señor profesor —dijo el conde Timascheff—, esperaremos todo el tiempo que usted guste.

—Y más todavía —añadió el capitán Servadac, no pudiendo reprimir el deseo que experimentaba de dirigirle esta pulla.

—Entonces, emplazo a ustedes para dentro de un mes —respondió Palmirano Roseta—, o sea, para el día 62 de abril próximo.

El 62 de abril del año galiano era el 31 de julio del terrestre.

Capítulo VI
PALMIRANO ROSETA TIENE RAZÓN PARA CREER INSUFICIENTE EL MATERIAL DE LA COLONIA

GALIA continuaba, en tanto, su marcha por los espacios interplanetarios bajo la influencia atractiva del Sol, sin que sus movimientos hubieran sufrido hasta entonces alteración alguna El planeta Nerina, de que se había apoderado al atravesar la zona de los asteroides, le seguía siendo fiel, y verificaba concienzudamente su pequeña revolución bimensual. Todo debía ir bien durante el año galiano.

La gran preocupación de los habitantes involuntarios de Galia continuaba siendo la misma:

¿Volveremos a la Tierra? ¿No se ha engañado el astrónomo en sus cálculos? ¿Ha determinado con exactitud la nueva órbita del cometa y la duración de su revolución alrededor del Sol?

Palmirano Roseta era tan receloso y huraño que no se le podía indicar que revisara el resultado de sus observaciones; pero Héctor Servadac, el conde Timascheff y Procopio no dejaban de estar alarmados respecto a este punto. Los otros colonos no se cuidaban de tal cosa y era admirable la resignación con que soportaban su suerte y la filosofía práctica que tenían Los españoles, especialmente que en su país vivían de un modo miserable jamás habían sido tan felices. Negrete y sus compañeros nunca se habían encontrado en semejantes condiciones de bienestar. ¿Qué les importaba la marcha que siguiera Galia? ¿Por qué habían de mecerse en averiguaciones de si el Sol lo mantendría en su círculo de atracción, o si se saldría de este círculo para recorrer otros cielos? Pasaban el tiempo cantando porque para ellos no había mejor medio de distraerse.

Los seres más felices de la colonia eran, sin duda alguna, Pablo y Nina, quienes recorrían juntos las largas galerías de la Colmena v trepaban por las rocas del litoral. Un día patinaban hasta perderse De vista en la extensa superficie helada del mar; otros divertíanse pescando en el pequeño lago que la cascada de fuego conservaba en estado líquido, lo que no entorpecía las lecciones que les daba Héctor Servadac. Ya se entendía bien lo que hablaban en francés, y sobre todo, se comprendía, uno a otro.

¿Por qué aquel joven y aquella niña habían de preocuparse por lo porvenir? ¿Por qué habían de recordar lo pasado?

—¿Tienes padres, Nina? —preguntó un día Pablo a su amiguita.

—No, Pablo —respondió Nina—, no tengo a nadie. ¿Y tú, tienes parientes?

—Yo también estoy solo. Nina. ¿Qué hacías en la Tierra?

—Guardaba cabras, Pablo.

—Yo —respondió el joven— corría siempre delante de los tiros de las diligencias.

—Ahora ya no estamos solos, Pablo.

—No, Nina, ya no estamos solos.

—El gobernador es nuestro padre y el conde y el teniente son nuestros tíos.

—Y Ben-Zuf nuestro compañero —repuso Pablo.

—Todos son muy buenos para nosotros —agregó Nina—. Aquí nos miman mucho, Pablo; pero es necesario que nos portemos bien para que siempre estén contentes de nosotros.

—Tú eres muy buena, Nina, y estando a tu lado, se tiene que ser bueno.

—Soy tu hermana y tú eres mi hermano —dijo Nina con serenidad.

—Es indudable —asintió Pablo.

Todos amaban a aquellos dos seres cuya gracia y gentileza cautivaban los corazones. Tenían siempre ambos chiquillos buenas palabras y caricias para todos, hasta para la cabra
Marzy
. El capitán Servadac y el conde Timascheff los amaban sincera y paternalmente. En estas circunstancias, ¿cómo habían de echar de menos, Pablo, las ardientes llanuras de Andalucía y Nina las rocas estériles de Cerdeña? Estaban convencidos de que el mundo de Galia había sido siempre el suyo.

Llegó el mes de julio, en cuya época Galia sólo tenía que recorrer en su órbita veintidós millones de leguas, alejándose del Sol ciento setenta y dos millones. Encontrábase, pues, separado del astro de atracción cuatro veces y media más que la Tierra y caminaba con la misma velocidad que ésta. En efecto, el término medio de la celeridad del globo terrestre, al recorrer la eclíptica, es de unos veintiún millones de leguas por mes, o, lo que es lo mismo, veinticinco mil ochocientas leguas por hora. El 62 de abril galiano, el profesor advirtió al capitán Servadac, por medio de un lacónico billete, que aquel mismo día iba a empezar las operaciones para calcular la masa, densidad y la intensidad de la gravedad del cometa.

Héctor Servadac, el conde Timascheff y Procopio acudieron con puntualidad a la cita que se les daba, aunque los experimentos que iban a verificarse no les interesaban tanto como al profesor, y hubieran preferido saber de qué naturaleza era la sustancia que componía la armazón del cometa Galia.

Palmirano Roseta presentóse por la mañana en el salón y ¡
avis rara
! parecía que no tenía muy mal humor; pero era muy temprano aún.

La intensidad de la gravedad, como todo el mundo sabe, es la fuerza atractiva que ejerce la Tierra sobre un cuerpo de masa igual a la densidad, y se recordará que esta atracción había disminuido mucho en Galia, por cuya causa habían, naturalmente, aumentado las fuerzas musculares de los galianos. Éstos, sin embargo, desconocían la proporción de este aumento.

La masa está formada por la cantidad de materia que constituye un cuerpo, y representada por el peso mismo del cuerpo; y densidad es la cantidad de materia que contiene un cuerpo en un volumen dado.

La intensidad de la gravedad en la superficie de Galia era, por consiguiente, la primera cuestión que se precisa resolver.

La segunda, la cantidad de materias contenidas en Galia, o lo que es lo mismo, la masa y el peso.

La tercera, la cantidad de materias que, después de conocido el volumen, tenía Galia o, para decirlo de otro modo, la densidad.

—Señores —dijo el profesor—, vamos hoy a terminar el estudio de los diversos elementos que constituyen mi cometa. Cuando nos sean conocidas la intensidad de la gravedad en su superficie, su masa y su densidad por medida directa, sabremos cuanto es posible saber En suma, vamos a pesar a Galia.

Al oír Ben-Zuf, que acababa de entrar en el salón, las últimas palabras del profesor, se apresuró a salir de nuevo para volver a los pocos instantes diciendo con sonrisa irónica:

—Aunque he registrado todo el almacén general, no he encontrado balanza ninguna, y además no sé yo dónde hemos de colgar el peso.

Y, al decir esto, Ben-Zuf miraba al exterior como si buscara en el cielo.

Una mirada del profesor y un gesto de Héctor Servadac impusieron silencio a Ben-Zuf.

—Señores —dijo Palmirano Roseta—, en primer término, necesitamos averiguar cuánto pesa en Galia un kilogramo terrestre, porque, como a causa de su menor masa su atracción es menor, todo objeto pesa menos en su superficie que en la de la Tierra. ¿Pero qué diferencia hay entre los dos pesos? Esto es lo que se trata de saber.

—Perfectamente —respondió el teniente—; pero las balanzas ordinarias, si las tuviéramos, no sirven para efectuar esa operación, porque, como ambos platillos están del mismo modo sometidos a la atracción de Galia, no podrían darnos la relación que existe entre el peso galiano y el peso terrestre.

—Así es, efectivamente —añadió el conde Timascheff—; el kilogramo, por ejemplo, de que nos servimos, ha perdido de su peso tanto como el objeto que se emplee para pesar y…

—Señores —dijo Palmirano Roseta—, si pretenden ustedes ilustrarme les advierto que pierden el tiempo, y les ruego que me dejen continuar mi explicación de física.

El profesor creía estar en su cátedra.

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