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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Clásico

Héctor Servadac (35 page)

BOOK: Héctor Servadac
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—Sí, señor.

—¿Me dará usted una garantía de que me pueda apropiar en el caso de una desgracia?

—Sí, señor.

—¿Cuánto?

—Cien francos por un instrumento que sólo vale veinte. ¿Es suficiente?

—Escasamente, señor gobernador, escasamente, porque, al fin, es la única romana que existe en nuestro nuevo mundo. ¿Pero esos cien gramos están en oro?

—En oro.

—¿Y pretende usted llevarse esa romana, un objeto de tanta necesidad, alquilada por un solo día?

—Por un solo día.

—¿Y cuánto piensa pagar por el alquiler?

—Veinte francos —respondió el conde Timascheff—. ¿Le conviene a usted?

—¡Ah! No soy aquí el más fuerte —murmuró Isaac Hakhabut, cruzando nuevamente las manos sobre el pecho— y no me queda otro recurso que resignarme.

Concluido el trato, evidentemente a satisfacción del judío, en los veinte francos de alquiler y cien francos de garantía todo en oro francés o ruso, el profesor Palmirano Roseta exhaló un suspiro de satisfacción. Seguramente no habría vendido Isaac Hakhabut su derecho de primogenitura por un plato de lentejas, si las lentejas no hubieran sido otras tantas perlas.

El judío, después de mirar recelosamente en torno suyo, salió para ir en busca de la romana.

—¡Qué hombre! —exclamó el conde Timascheff.

—Alemán y judío —respondió Héctor Servadac—. En su género es un tipo acabado.

Isaac Hakhabut no tardó en aparecer, llevando la romana cuidadosamente recogida bajo el brazo.

Era una romana de resorte con un gancho, al que se suspendía el objeto que debía pesarse. Una aguja que giraba sobre un círculo grabado marcaba el peso, y, por lo tanto, como había dicho Palmirano Roseta, los grados indicados por aquel instrumento eran independientes de la gravedad, cualquiera que fuese. Construida para los pesos terrestres habría marcado en la Tierra un kilogramo para todo objeto que pesara un kilogramo; ¿cuánto pesaría este mismo objeto en Galia? Es lo que se deseaba averiguar.

Entregáronse ciento veinte francos en oro al judío, cuyas manos se cerraron sobre el precioso metal tan herméticamente como si hubieran sido la tapa de un cofre. Se entregó la romana a Ben-Zuf y los visitantes dispusiéronse a salir de la cámara de la
Hansa
.

Pero, en aquel momento, el profesor recordó que necesitaba todavía otro objeto indispensable para efectuar sus operaciones. Una romana le era completamente inútil si no podía suspender en ella un trozo de materia galiana cuyas dimensiones hubieran sido medidas con exactitud y formara, por ejemplo, un decímetro cúbico.

—¡Eh! Falta otra cosa, judío —dijo deteniéndose—. Tiene usted que prestarnos…

Isaac Hakhabut se estremeció al oír esto.

—Tiene usted que prestarnos un metro y una pesa de un kilogramo.

—¡Ah! Mi buen señor —respondió el judío—, me es imposible complacerle y lo siento mucho. Hubiera tenido una inmensa satisfacción en servir a usted…

Esta vez Isaac Hakhabut decía la verdad al afirmar que no tenía a bordo metro ni pesa y que sentía mucho no tenerlos porque habría hecho un excelente negocio.

Palmirano Roseta, muy contrariado, miraba a sus compañeros como si los hiciera responsables de la falta. Y tenía razón en mostrarse descontento porque, si no había manera de medir con exactitud nada, no podía obtener un resultado satisfactorio.

—Sin embargo, es preciso encontrar algún medio para salir de este apuro —murmuró rascándose la cabeza.

Después subió apresuradamente la escalera y sus compañeros lo siguieron hasta el puente; pero, antes de llegar a él, oyóse en la cámara un sonido argentino.

Era Isaac Hakhabut que guardaba su dinero en uno de los cajones del armario.

Al oír este ruido volvióse el profesor, se precipitó escalera abajo y todos lo siguieron con la misma precipitación, aunque sin comprender lo que pretendía.

—¿Tiene usted monedas de plata? —preguntó, agarrando al judío por la manga de su vieja hopalanda.

—¡Yo…! ¡plata! —respondió Isaac Hakhabut, pálido como si tuviera frente a él un ladrón.

—Sí, monedas de plata —dijo el profesor con extremada viveza—, ¿son monedas francesas?

¿Monedas de cinco francos?

—Sí… no —balbució el judío sin saber lo que decía.

El profesor habíase inclinado hacia el cajón, que Isaac Hakhabut pretendía inútilmente cerrar. El capitán Servadac, el Conde Timascheff y el teniente Procopio ignoraban lo que deseaba el profesor, pero estaban decididos a darle la razón y contemplaban la escena sin tomar parte en ella.

—Necesito esas monedas francesas —exclamó Palmirano Roseta.

—¡Jamás! —gritó el judío, como si le hubiesen querido arrancar las entrañas.

—Te digo que las necesito y las tendré.

—¡Primero me matan! —aulló Isaac Hakhabut.

El capitán Servadac, creyendo oportuno intervenir, dijo sonriéndose:

—Mi querido profesor, permítame que arregle este negocio como he arreglado el otro.

—¡Ah, señor gobernador! —exclamó Isaac Hakhabut todo descompuesto—. ¡Protéjame, proteja mi hacienda!

—Silencio, maese Isaac —ordenó autoritariamente el capitán Servadac. Luego, dirigiéndose a Palmirano Roseta, le preguntó:

—¿Necesita usted cierto número de monedas de cinco francos para efectuar sus operaciones?

—Sí —respondió el profesor—, necesito, en primer término, cuarenta.

—¡Doscientos francos! —murmuró el judío.

—Y, además —agregó el profesor—, diez monedas de dos francos y veinte de cincuenta céntimos.

—¡Treinta francos! —dijo con voz plañidera.

—Doscientos treinta francos en total —dijo Héctor Servadac.

—Sí, doscientos treinta francos —asintió Palmirano Roseta.

—Perfectamente —dijo el capitán Servadac, y, volviéndose al conde Timascheff, le preguntó—:

¿Tiene usted ahí, señor conde, con qué garantizar a ese judío el empréstito obligatorio que voy a imponerle?

—Mi bolsa está a disposición de usted, capitán —respondió el conde Timascheff—, pero aquí sólo tengo billetes de Banco.

—¡No quiero papel, no quiero papel! —se apresuró a replicar Isaac Hakhabut—; no circula en Galia.

—¿Circula el dinero, por ventura? —respondió fríamente el conde Timascheff.

—Maese Isaac —dijo entonces el capitán Servadac—, las jeremiadas de usted me han cogido hasta ahora de buen humor; pero no abuse por mucho tiempo de mi paciencia, porque se expone a que me disguste y me incaute de toda su hacienda en beneficio público. Ahora mismo, y de buena o de mala gana, va usted a entregarnos esos doscientos treinta francos.

—¡Esto es un robo! —gritó el judío.

Pero le fue imposible proseguir, porque la vigorosa mano de Ben-Zuf le apretó en aquel momento el cuello.

—Déjalo, Ben-Zuf —dijo el capitán Servadac—; déjalo. Va a obedecer en seguida.

—¡Jamás…! ¡Jamás!

—¿Qué interés desea usted, maese Isaac, por el préstamo de esos doscientos treinta francos?

—¡Un préstamo! ¿Sólo se trata de un préstamo? —exclamó Isaac Hakhabut, animándose de alegría sus ojos.

—Sí, de un préstamo solamente. ¿Qué interés exige usted?

—¡Ah señor gobernador general! —contestó humildemente el judío—. El dinero es muy difícil de ganar, y hay muy poco en Galia.

—No quiero oír más observaciones. ¿Qué pide usted? —repuso Héctor Servadac.

—Pues bien, señor gobernador —añadió Isaac Hakhabut—, creo que diez francos de interés…

—¿Por día?

—Naturalmente, por día.

No había concluido de hablar aún el judío cuando el conde Timascheff arrojó sobre la mesa algunos rublos en billetes, que inmediatamente se puso a contar el judío. Aunque sólo era papel, aquella garantía debía satisfacer al más capaz de los hijos de Judá.

Las monedas francesas que necesitaba el profesor le fueron entregadas inmediatamente, y Palmirano Roseta las guardó en uno de sus bolsillos con manifiesta satisfacción.

El judío estaba satisfecho: acababa de colocar sus fondos a más de mil ochocientos por ciento; y, evidentemente, si continuaba prestando al mismo interés, haría fortuna en Galia más pronto que hubiese podido hacerla en la Tierra.

El capitán Servadac y sus compañeros salieron de la urca a los pocos instantes, y Palmirano Roseta exclamó :

—Señores, no son doscientos treinta francos lo que llevo, sino el material necesario para hacer un kilogramo y un metro exactos.

Capítulo VIII
EL PROFESOR Y SUS DISCÍPULOS JUEGAN CON BILLONES, TRILLONES Y MILES DE MILLONES

LOS visitantes de la
Hansa
estaban reunidos en la sala común un cuarto de hora después, y las palabras pronunciadas por el profesor iban a ser explicadas.

Obedeciendo a Roseta, Ben-Zuf había despejado completamente la mesa, quitando los objetos que sobre ella estaban y, luego, pusiéronse en ella las monedas de plata tomadas al judío Hakhabut por orden de su valor; primero dos montones de veinte monedas de cinco francos, después de otro de diez monedas de diez francos, y, luego, otro de veinte monedas de cincuenta céntimos.

—Señores —dijo entonces Palmirano Roseta muy satisfecho de sí mismo—, puesto que ustedes no han tenido la previsión, al chocar Galia con la Tierra, de salvar un metro y una pesa de un kilogramo del antiguo material terrestre, he pensado en el mejor medio de remplazar esos dos objetos, que son indispensables para calcular la atracción, la masa y la densidad de mi cometa.

Esta frase de] exordio era algo larga, como acostumbra hacerlas el orador que está seguro de sí mismo y del efecto que va a producir en sus oyentes. Ni el capitán Servadac, ni el conde Timascheff, ni el teniente Procopio respondieron a la singular reconvención que les dirigía Palmirano Roseta. Se habían ya familiarizado con sus intemperancias.

—Señores —añadió el profesor—, me he cerciorado de que estas diversas monedas son casi nuevas, y no han sido usadas ni limadas por el judío. Están, por lo tanto en las condiciones requeridas para asegurar a mi operación toda la exactitud deseada. Primero, voy a emplearlas en obtener la longitud precisa del metro terrestre.

Héctor Servadac y sus compañeros comprendieron el propósito del profesor antes que hubiera acabado de expresarlo.

En cuanto a Ben-Zuf, miraba a Palmirano Roseta como habría mirado a un prestidigitador que se dispusiera a hacer un juego de cubiletes en algún tablado de Montmartre.

El profesor fundaba de este modo su primera operación cuya idea se le había ocurrido de pronto al oír sonar las monedas en el cajón de Isaac Hakhabut.

Como todos saben las monedas francesas son decimales y entre un céntimo y cinco francos existe cuanta moneda se necesita para completar todas las cantidades, a saber: 1.º Uno, dos, cinco, diez céntimos en monedas de cobre. 2.° Veinte céntimos, cincuenta céntimos, un franco, dos francos, cinco francos, en monedas de plata. 3.º Cinco, diez, veinte cincuenta y cien francos, en monedas de oro.

Por lo tanto, existen todos los múltiplos decimales del franco y todas las fracciones decimales del mismo franco, esto es, en sentido ascendente y descendente. El franco es el patrón, la unidad monetaria.

El profesor insistió en la exposición del asunto, agregando que las diversas piezas de moneda tienen un calibre exacto, y su diámetro, rigurosamente determinado por la ley, es también el mismo en las monedas falsificadas.

Para hablar únicamente de las monedas de cinco francos, de dos francos y de cincuenta céntimos de plata, diremos que las primeras tienen un diámetro de treinta y siete milímetros; las segundas, de veintisiete milímetros; y las terceras, de dieciocho milímetros.

Colocando, unas junto a otras, cierto número de estas monedas de valor diferente, ¿no se podría obtener una longitud rigurosamente exacta equivalente a los mil milímetros de que consta el metro terrestre?

Seguramente era posible, el profesor lo sabía y por lo mismo había elegido diez monedas de cinco francos de las veinte que había llevado, otras diez de dos francos y veinte de cincuenta céntimos.

El astrónomo hizo rápidamente el cálculo en un papel y lo presentó a sus oyentes, de esta manera:

10 monedas de 5 francos a 0,037 = 0,370

10 monedas de 2 francos a 0,027 = 0,270

20 monedas de 0,50 francos a 0,018
= 0,360

Total……. 1,000

—Perfectamente, querido profesor —dijo Héctor Servadac—, sólo falta colocar una junto a otra esas cuarenta monedas, de tal manera que la misma línea recta pase por sus centros y tendremos con toda exactitud la longitud del metro terrestre.

—¡Cascaras! —exclamó Ben-Zuf—. ¡Qué bueno es ser sabio!

—¡A eso llama ser sabio! —replicó Palmirano Roseta encogiéndose de hombros.

Efectivamente, se extendieron diez monedas de cinco francos sobre la mesa, y se colocaron una junto a otra de manera que sus centros estuvieran unidos por la misma línea recta. Luego se pusieron del mismo modo las diez monedas de diez francos y, por último, las veinte de cincuenta céntimos, y se señalaron los dos extremos de la línea así formada.

—Señores —dijo entonces el profesor—, ya tenemos la longitud exacta del metro terrestre.

La operación se había efectuado con suma precisión. Dividióse aquel metro por medio de un compás en diez partes iguales y se obtuvieron los decímetros; y, después de haber cortado una vara de aquella longitud, se le entregó al mecánico de la
Dobryna
.

Éste, que tenía gran habilidad, se proporcionó un trozo de la materia desconocida de que se componía la roca volcánica, y sólo tuvo que labrarlo, dando un decímetro cuadrado a cada una de sus seis caras, para obtener un cubo perfecto.

Era lo que necesitaba Palmirano Roseta.

Obtenido el metro faltaba obtener también su peso exacto de un kilogramo. Esto ofrecía menos dificultad.

En efecto, las monedas francesas tienen no sólo un calibre rigurosamente determinado, sino un peso calculado con absoluta exactitud.

Sin tener en cuenta para nada todas las demás, la moneda de cinco francos pesa exactamente veinticinco gramos, esto es, el peso de cinco monedas de un franco, cada una de las cuales pesa cinco gramos.

Agrupando cuarenta piezas de a cinco francos en plata, se obtendría el peso de un kilogramo y, esto lo comprendieron en seguida el capitán Servadac y sus compañeros.

—Vamos, vamos —dijo Ben-Zuf—, ya veo que para eso no es bastante ser sabio; se necesita también…

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