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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Clásico

Héctor Servadac (28 page)

BOOK: Héctor Servadac
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Ben-Zuf, convertido en enfermero, permaneció constantemente a la cabecera del lecho del profesor Roseta, pues penetrado de la importancia de sus deberes se había empeñado en ponerle bueno. Su honor estaba comprometido en ello y lo cuidaba como una madre podía cuidar a su hijo. A la menor ocasión le administraba una porción de gotas de un poderoso cordial; contaba sus suspiros y escuchaba ávidamente las palabras que se escapaban de sus labios.

La verdad nos obliga a decir que el nombre de Galia era pronunciado con frecuencia por Palmirano Roseta durante su intranquilo sueño, unas veces con inquietud y otras con cólera. El profesor soñaba sin duda que pretendían robarle su cometa, que le disputaban el descubrimiento de Galia y la prioridad de sus observaciones y de sus cálculos. Palmirano Roseta era un hombre que reñía hasta en sueños.

Pero, a pesar de haber prestado suma atención el enfermero, no pudo sorprender en aquellas palabras incoherentes nada que contribuyera a resolver el gran problema.

El profesor durmió toda la noche, y sus suspiros, ligeros al principio, no tardaron en convertirse en ronquidos sonoros del mejor agüero.

Cuando el Sol apareció en el horizonte occidental de Galia, Palmirano Roseta descansaba todavía y Ben-Zuf creyó conveniente respetar su sueño. Además, un incidente nuevo reclamaba en aquel momento la atención del ordenanza.

Resonaron varios golpes descargados en la gruesa puerta que cerraba el orificio de la galería principal de la Colmena de Nina. Aquella puerta servía, si no para evitar las visitas inoportunas, para resguardarse contra el frío exterior.

Ben-Zuf pensó dejar momentáneamente la cabecera del enfermo; pero, después de haber reflexionado, díjose que habría oído mal, que no era portero y que otros menos ocupados que él podrían abrir la puerta.

Todos dormían aún profundamente en la Colmena de Nina; pero el ruido se repitió. Sin duda lo producía un ser animado con un instrumento contundente.

—¡Rayos y centellas! Esto es demasiado —dijo Ben-Zuf—. ¿Quién dará esos golpes? Y se dirigió a la galería principal.

Al llegar a la puerta preguntó con voz que nada tenía de conciliadora:

—¿Quién llama?

—Yo —le respondieron con mansedumbre.

—¿Quién es usted?

—Isaac Hakhabut.

—¿Y qué quieres a estas horas, viejo Astaroth?

—Que me permita usted entrar, señor Ben-Zuf.

—¿Qué buscas aquí? ¿Tienes que vender alguna mercancía?

—Ya sabe usted que no me las pagan.

—Pues vete al diablo.

—Señor Ben-Zuf —añadió el judío con acento humilde de súplica—, deseo hablar a su excelencia el gobernador general.

—Está durmiendo.

—Esperaré a que despierte.

—Pues espera ahí mismo, Abimelech.

Ben-Zuf iba a volver al lado del enfermo sin más ceremonias, cuando llegó el capitán Servadac que acababa de despertarse.

—¿Qué sucede, Ben-Zuf?

—Nada o casi nada; ese perro de Hakhabut que pretende hablar con usted a estas horas, mi capitán.

—Pues abre la puerta —ordenó Héctor Servadac—, y sabremos qué le trae aquí.

—Su interés seguramente.

—Abre.

Ben-Zuf obedeció.

Hakhabut, envuelto en su vieja hopalanda, precipitóse en seguida en la galería.

El capitán Servadac volvió a la sala central, adonde lo siguió el judío aplicándole los calificativos más honoríficos.

—¿Qué quiere usted? —preguntó el capitán Servadac contemplando al judío.

—¡Ah, señor gobernador! —exclamó éste—. ¿No ha sabido usted nada nuevo en estas últimas horas?

—¿Son noticias lo que viene usted a buscar?

—Sí, señor gobernador, y espero que no se negará usted a dármelas.

—No le diré a usted nada, señor Isaac, porque nada sé.

—Sin embargo, ha llegado ayer una persona a Tierra Caliente.

—¡Ah! ¿Sabe usted eso?

—Sí, señor gobernador. Desde mi pobre urca he visto que el
yu-yu
partía para un gran viaje y luego lo he visto volver y me ha parecido que desembarcaban con precaución…

¿Qué?

—¿No es cierto, señor gobernador, que han recogido ustedes a un extranjero?

—¿Lo conoce usted?

—No, señor gobernador; pero, en fin, yo quisiera… desearía…

¿Qué?

—Hablar a ese extranjero, porque quizá venga…

—¿De dónde?

—De las costas septentrionales del Mediterráneo y es lícito suponer que traiga…

—¿Qué ha de traer?

—Noticias de Europa —dijo el judío mirando con avidez al capitán Servadac.

Aquel mentecato, al cabo de tres meses y medio de estancia en Galia, se obstinaba en no dar crédito a cuanto le habían dicho sobre su situación. Sin duda, le era más difícil que a cualquier otro desprenderse moralmente de las cosas de la Tierra, aunque materialmente estaba ya desprendiéndose de ellas. Si se había visto obligado con gran sentimiento suyo a convenir en la ya aparición de fenómenos anormales, como la disminución de las horas del día y de la noche y la variación de los puntos cardinales con relación a la salida y puesta del Sol, todo esto, según él ocurría en la Tierra. Aquel mar era el mismo Mediterráneo; si parte de África había desaparecido a causa de un cataclismo, Europa seguía existiendo por entero a pocos centenares de leguas hacia el Norte. Sus habitantes vivían aún en ella como antes y él podía continuar su tráfico, comprando y vendiendo, en una palabra, comerciando con ellos. La
Hansa
haría el cabotaje del litoral europeo a falta del litoral africano, y no perdería quizás en el cambio. Por eso Isaac Hakhabut se había apresurado a ir a la Colmena de Nina para informarse de las noticias que hubiese de Europa.

Pretender desengañar a aquel judío y sacarlo de su obstinación habría sido trabajo inútil, y el capitán Servadac no lo intentó siquiera. No le interesaba tampoco reanudar sus relaciones con aquel renegado que le repugnaba y se limitó, al oír su súplica a encogerse de hombros.

—Entonces, ¿no me he engañado? —dijo el judío animándose—. ¿Ha llegado ayer un forastero?

—Sí —respondió Ben-Zuf.

—¿Vivo?

—Así lo esperamos.

—¿Y puedo saber, señor Ben-Zuf, de qué punto de Europa ha venido ese viajero?

—De las islas Baleares —respondió Ben-Zuf, que quería saber qué era lo que se proponía Isaac Hakhabut.

—¡Las islas Baleares! —exclamó el judío—. Magnífico punto del Mediterráneo para comerciar. Allí he realizado muy buenos negocios en otro tiempo. La
Hansa
era muy conocida en el archipiélago. —Demasiado conocida.

—Esas islas se encuentran a menos de veinticinco leguas de la costa de España, y es imposible que el viajero no haya traído noticias de Europa.

—Sí, Manasés, y tú oirás tales cosas que han de alegrarte.

—¿De veras, señor Ben-Zuf? —De veras.

—No tendría inconveniente —repuso el judío vacilando—, no ciertamente, aunque soy pobre… no tendría inconveniente en dar algunos reales por hablar con él…

—Creo que sí le hablarás.

—Los daría en seguida… con la condición de hablarle ahora mismo.

—¡Qué lástima! —respondió Ben-Zuf—. Desgraciadamente se encuentra muy fatigado y ahora está durmiendo.

—Pero se le puede despertar.

—Hakhabut —dijo entonces el capitán Servadac—, si se atreve usted a despertar a alguien, haré que lo pongan a usted inmediatamente en la puerta.

—Señor gobernador —respondió el judío con la mayor humildad posible—, quisiera, sin embargo, saber…

—Ya lo sabrá usted —replicó el capitán Servadac—, y hasta deseo que se encuentre presente cuando nuestro nuevo compañero nos dé noticias de Europa…

—Y yo también, Ezequiel —añadió Ben-Zuf—, porque me agradará mucho ver la cara que pones al oírlas.

Isaac Hakhabut no tuvo necesidad de esperar mucho tiempo, porque en aquel mismo instante empezó a llamar Palmirano Roseta con impaciencia.

Al oírlo, corrieron todos al lecho del profesor; el capitán Servadac, el conde Timascheff, el teniente Procopio y Ben-Zuf cuya mano vigorosa apenas podía contener al judío Hakhabut.

El profesor sólo estaba medio despierto y, según todas las probabilidades, continuaba bajo la influencia de un sueño, porque gritaba:

—¡Eh, José! ¡El diablo cargue con ese animal! ¿Vendrás, al fin, José?

José era seguramente el criado de Palmirano Roseta; pero le era imposible acudir al llamamiento por la sencilla razón de que se encontraba en el antiguo mundo. El choque de Galia con la Tierra había separado bruscamente y quizá para siempre al amo y al criado.

Aquél iba despertándose poco a poco; pero sin cesar de dar gritos.

—¡José, endiablado José! ¿Dónde has puesto mi puerta?

—Su puerta está bien guardada —dijo entonces Ben-Zuf.

Palmirano Roseta abrió los ojos, mirando con fijeza al ordenanza y arrugó el entrecejo.

—¿Eres tú, José? —preguntó.

—Para servir a usted, señor Palmirano —respondió imperturbablemente Ben-Zuf.

—Pues —dijo el profesor—, tráeme el café inmediatamente.

—Un café —gritó Ben-Zuf, dirigiéndose a la cocina.

Mientras tanto, el capitán Servadac había ayudado a Palmirano Roseta a sentarse sobre la cama.

—Querido profesor, ¿ha conocido usted a su antiguo discípulo del colegio Carlomagno? —le dijo.

—Sí, Servadac —respondió Palmirano Roseta—, y espero que te hayas corregido en los doce años que hace que no nos vemos.

—Por completo —contestó sonriendo el capitán.

—Muy bien, muy bien —añadió Palmirano Roseta—; pero venga mi café; sin café no tengo claras las ideas y hoy las necesito más que nunca.

Afortunadamente, presentóse Ben-Zuf en aquel momento, llevando el brebaje apetecido: una enorme taza de café bien caliente.

Palmirano Roseta lo bebió, se levantó, entró en la sala común, miró distraídamente a todos lados y tomó asiento en un sillón, el mejor de los que habían sacado de la
Dobryna
.

Luego, a pesar de que su aire continuaba siendo adusto, dijo en tono de satisfacción que recordaba las frases:
all right
, los
va bene
y los
nihil desperandum
, de las noticias:

—Y ahora, señores, ¿qué me dicen ustedes de Galia?

El capitán Servadac, en primer lugar iba a preguntar qué significaba el nombre de Galia, cuando se le adelantó Isaac Hakhabut.

Al ver al judío el profesor volvió a fruncir el ceño y, con el acento de una persona a quien no se le guardan las consideraciones debidas, preguntó rechazando a Hakhabut con la mano:

—¿Quién es este mamarracho?

—No haga usted caso —respondió Ben-Zuf.

Pero no era fácil contener al judío ni impedir que hablase, y volvió de nuevo a la carga, sin consideración a las personas presentes.

—Señor —dijo—, en el nombre del Dios de Abraham, de Israel y de Jacob, le suplico encarecidamente que nos dé noticias de Europa.

Palmirano Roseta dio un salto sobre el sillón en que estaba sentado, como si hubiera sido movido por un resorte.

—¡Noticias de Europa! —exclamó—. ¿Quiere usted tener noticias de Europa?

—Sí… sí —respondió el judío agarrándose con ambas manos al sillón del profesor, para resistir mejor los empujones de Ben-Zuf.

—¿Y para qué? —preguntó Palmirano Roseta.

—Para volver a ella.

—¡Para volver a ella! ¿A cuántos estamos hoy? —preguntó el profesor, dirigiéndose a su antiguo discípulo.

—A 20 de abril —respondió el capitán Servadac.

—Entonces, hoy 20 de abril —dijo Palmirano Roseta, cuya frente parecía iluminada por una aureola—, hoy Europa se encuentra a ciento veintitrés millones de leguas de nosotros.

Isaac Hakhabut dejóse caer como si acabaran de arrancarle el corazón.

—¿Qué es esto? —preguntó Palmirano Roseta—.

¿No saben ustedes nada?

—Voy a decirle todo lo que sabemos —respondió el capitán Servadac.

Y, en pocas palabras, informó al profesor de la situación. Refirió cuanto había ocurrido desde la noche del 31 de diciembre; que la
Dobryna
había realizado un viaje de exploración; que había descubierto lo que quedaba del antiguo continente, esto es, algunos puntos de Túnez, de Cerdeña, de Gibraltar y de Formentera; que había recogido los tres documentos anónimos, y, por último, que habían abandonado la isla Gurbí para ir a Tierra Caliente e instalarse en la Colmena de Nina.

Palmirano Roseta escuchó esta explicación, pero con algunos gestos de impaciencia, y, cuando el capitán hubo concluido, dijo:

—Señores, ¿dónde creen ustedes que se encuentran ahora?

—En un nuevo asteroide que gravita por el mundo solar —respondió el capitán Servadac.

—Bueno; ¿y ustedes creen que este nuevo asteroide es…?

—Un enorme fragmento arrancado del globo terrestre.

—¡Arrancado! ¡Ah, arrancado, efectivamente, un fragmento del globo! ¿Y por quién y para qué?

—Por el choque de un cometa, al que ha dado usted el nombre de Galia, querido profesor.

—Pues no, señores —dijo Palmirano Roseta levantándose—, es algo mejor que eso.

—¿Mejor que eso? —dijo el teniente Procopio.

—Sí —repuso el profesor—, sí. Es verdad que un cometa desconocido chocó con la Tierra en la noche del 31 de diciembre al 1.° de enero, a las dos horas, cuarenta y siete minutos, treinta y cinco segundos; pero la rozó únicamente, por decirlo así, llevándose algunas partículas que ustedes han encontrado durante su viaje de exploración.

—En ese caso —preguntó el capitán Servadac—, ¿dónde estamos?

—En el astro al que he dado el nombre de Galia —respondió orgullosamente Palmirano Roseta—. ¡Están ustedes en mi cometa!

Capítulo III
VARIACIONES SOBRE EL CONOCIDO TEMA DE LOS COMETAS DEL MUNDO SOLAR Y DE OTROS

SIEMPRE que el profesor Palmirano Roseta daba lección de cometografía, definía los cometas de la manera siguiente, de acuerdo con los mejores astrónomos:

«Los cometas son astros compuestos de un punto central, llamado núcleo; de una nebulosidad, a que se da el nombre de cabellera, y de un rastro luminoso que se llama cola. Estos astros no son visibles para los habitantes de la Tierra, sino en una parte de su curso, a causa de la grande excentricidad de la órbita que describen alrededor del Sol.»

Palmirano Roseta agregaba siempre que su definición era rigurosamente exacta, pero teniendo en cuenta que los tales astros podían carecer de núcleo, de cola o de cabellera sin que por eso dejaran de ser cometas.

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