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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (7 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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—¿Y qué promesa haremos?

—Ir al médico.

Carmen Elgazu ponía cara de enfado.

—¡Eres un fresco! Merecerías un castigo.

Matías sonreía y sus ojuelos echaban chispas.

—¿Un castigo yo? Si todo el mundo me considera un santón…

Eran dulces escarceos, en espera de la primavera cuya inminente llegada el Gobernador le había prometido a María del Mar. Matías, el primer día que conectó, en el Café Nacional, con aquellos funcionarios «depurados» que Marcos le presentó y que en un santiamén se convirtieron en sus amigos, exclamó al regresar alegre a casa:

—¡Ya he resuelto lo de la promesa! Te llevaré a Mallorca…

La antigua esperanza, el antiguo objetivo no satisfecho aún.

Carmen Elgazu no pudo contener una carcajada. Se acercó a Matías y reclinó la cabeza en su hombro.

—Tonto, más que tonto… ¿No sabes que el barco me marea?

—¿Cómo? No sabía que a los vascos los mareara el mar…

Hogar sereno y sano… Pocos había en Gerona que se le pudiesen comparar. En muchos de ellos la guerra había provocado tensiones, distanciamientos, amargura. Los nervios a flor de piel. El propio Marcos discutía siempre con su mujer, según confesaba.

Su mujer se llamaba Adela, era muy guapa y al parecer su objetivo era presumir e introducirse en la buena sociedad. Matías le preguntó a su compañero: «¿Y qué entiende su mujer por buena sociedad?». Mateo contestó, compungido: «La gente que tiene dinero…» «¡Ah, vamos!». También en el vecindario se oían discusiones a granel. Y en las tiendas. Se había desencadenado en todas partes tal afán de vivir, de recuperar lo perdido, que el denominador común era una suerte de frenesí, que se había contagiado incluso a los perros y a los gatos, muchos de los cuales corrían por las calles como si los de la FAI, ¡o los moros!, los persiguiesen. A uno de estos perros, propiedad de un panadero, le había dado por ladrar cuando veía un uniforme o una sotana. «¡El pobre está listo! —exclamaba Matías—. ¡Acabarán pidiéndole treinta años y un día!».

* * *

El tercer personaje de la familia, personaje que tenía también, ¡hasta qué punto!, sus proyectos, era Pilar. A Pilar no le pesaban los años —dieciocho—, sino que, por el contrario, le hacían circular vigorosamente la sangre por las venas.

El primer proyecto de la muchacha era, por supuesto, colaborar en la tarea de levantar la Falange y España. Gracias al ejemplo de Mateo y al clima de euforia que reinaba por doquier, la palabra Patria le había tatuado con fuerza el corazón. ¡Oh, sí, resultaba tan triste vivir sin ella! Pilar, desde el día 4 de febrero, en que habían entrado las tropas en la ciudad, había tomado conciencia de hasta qué extremos la República, con los Azaña, los David y Olga, los Julio García y los Gorki, la habían estado engañando. Por confusos resentimientos, le habían escamoteado la grandeza de España, todo lo que ésta le había dado al mundo y que, colocado hacia lo alto, tocaría las estrellas.

Ahora, en virtud del esfuerzo homogéneo y del entusiasmo, sus defectos, que también los había, irían desapareciendo. Se regarían los campos, brotarían aldeas en los yermos, se acabaría con el analfabetismo e incluso con el vicio de hablar a gritos, como si el diálogo fuera una disputa. Y tal vez se recuperara Gibraltar.

Para canalizar este espíritu patriótico que se había despertado en Pilar, la institución ideal era, por supuesto, la Sección Femenina, adonde la muchacha iba todos los días dispuesta a servir y al mismo tiempo a aprender. Bien claro se lo habían dicho María Victoria, la novia de José Luis —ahora en Madrid, en la Delegación Nacional—, y Marta: la Sección Femenina proporcionaría a sus afiliadas una formación humana completa. Cabe decir que en Gerona ello comenzaba a ser una realidad. Pilar, de momento, asistía a clases de cocina y de labor. Más tarde se organizarían las lecciones de danza, de puericultura, y se practicarían toda clase de deportes. Faltaban, naturalmente, instructoras, pero Marta aseguraba que éstas llegarían pronto. Por añadidura, Pilar aprendía a servir en los comedores de Auxilio Social, regentados —¡qué bien eligió el Gobernador!— por el profesor Civil. En dichos comedores Pilar entró en contacto con el mundo de los ancianos, de las mujeres sin dueño y de los niños.

A los ancianos los atendía con devoción especial, pues algunos de ellos eran puros esqueletos, de los que se hubiera dicho que de un momento a otro iban a licuarse o a subirse bonitamente al cielo. En cuanto a las mujeres de moño sucio y abúlico, muchas de ellas no catalanas, muchas de ellas embarazadas, las servía con cierta repugnancia, que procuraba vencer. Y en cuanto a los niños, no componían ningún paisaje ideal, como hubiera podido suponerse. El azote del hambre les había marcado el rostro, desviándoles los ojos, y amoratándoles la tez. Daban mucha pena, y por uno que se recuperara briosamente eran muchos los que daban la impresión de que su vida se truncó para siempre. Niños a los que la guerra pilló en pleno desarrollo y que llevaban el estigma de la miseria y de la soledad.

Con todo, el principal proyecto de Pilar sincronizaba con uno de los formulados por Carmen Elgazu y tenía un nombre concreto: Mateo. Cuando se encontraba con él, en Falange, en la calle, donde fuera, alegres campanas repiqueteaban en el pecho de la muchacha. Pilar estaba asombrada, pues temió que Mateo, en el transcurso de la guerra, la habría olvidado o habría entregado su amor a otra mujer. Asunción le había repetido con machaconería: «¡Que te crees tú que va a acordarse de ti!». Y mira por dónde se produjo el milagro. Nada de cuanto Mateo vivió en aquellos años de ausencia modificó sus sentimientos. Todo lo contrario. El chico había llegado a Gerona queriéndola mucho más. ¡Cómo la miraba! ¡Y cómo la besaba! Con ardor «convincente», ésa era la palabra.

Y en cualquier sitio: al subir a su casa, en un pasillo, en la Dehesa, si por casualidad podían ir de paseo un momento.

Por más que tales besos de Mateo colocaban a la muchacha ante un serio dilema.

Mateo venía de la guerra, había bebido en cantimploras de legionario, estaba fuerte y se lo llevaba todo por delante. Era natural que quisiera besar a su novia y lo era asimismo que Pilar consintiera, intuyendo que de otro modo perdería al ser que amaba. Pero luego a la muchacha la hurgaban los escrúpulos, los remordimientos, y, una y otra vez, ¡y sin propósito de enmienda!, corría a confesarse. Era un juego agotador que probablemente no terminaría hasta el día en que se vistiera el traje de novia y se acercara al altar.

En resumen, Pilar era una muchacha hermosa, muy mujer. Debido a su juventud y a su talle, la camisa azul le sentaba mucho mejor que a las camaradas de busto opulento.

A menudo se colocaba la boina roja para atrás, con cierto desparpajo, casi con cinismo, lo que hacía las delicias de Matías. Por el contrario, Carmen Elgazu la reprendía: «La impresión que das es que quieres provocar». A lo que Pilar respondía: «Caliente, caliente, mamá. ¡Y te diré más!: creo que lo consigo…»

La mejor amiga de Pilar seguía siendo, sin discusión, Marta. Podía decirse que no tenían secretos entre sí. Eran uña y carne y se comunicaban, casi con morbosidad, los más recónditos pensamientos. Tan pronto se reunían en casa de Marta, procurando que el hermano de ésta, José Luis, no estuviese allí, pues las intimidaba un poco, como se citaban en el cuarto de Pilar, en el cual, cómodamente sentadas en la cama, hablaban de lo divino y lo humano hasta que una de las dos gritaba de repente: «Pero ¿te das cuenta? ¡Son más de las diez!».

Una sombra en la felicidad de estos coloquios: Pilar no estaba segura de que Ignacio sintiera por Marta lo que ésta por Ignacio. Marta, al respecto, vivía en el limbo, confiada y feliz, y guardaba en una carpeta amarilla y nostálgica todas las cartas del muchacho.

Pero Pilar conocía a fondo la inestabilidad de su hermano y a veces sentía temor, y Marta le daba un poco de pena. La hubiera deseado un poco más… coqueta. Marta seguía siendo hija de militar y jamás se hubiera echado para atrás la boina roja. Se la incrustaba en la cabeza como si fuera un dogma, tapándose el gracioso flequillo y la frente hasta las cejas. «¿Quieres hacerme un favor, Marta? ¿Quieres ponerte un poco de
rimmel
y pintarte las uñas? ¿O te figuras que si haces eso saldrá perjudicada la idea del Sindicato Vertical?».

Marta comprendía muy bien la intención que se ocultaba tras estas palabras, pues su madre, que por fin se había decidido a salir de Valladolid y a reunirse en Gerona con sus hijos le decía muchas veces aproximadamente lo mismo. Pero la chica, jefe provincial de la Sección Femenina, no sabía qué hacer. En el fondo se quedaba un tanto desmoralizada, por creer que la coquetería no era algo que dependiera de la voluntad.

Pilar hacía también buenas migas con Asunción, cuyo padre había muerto.

Asunción continuaba viviendo al lado de su casa y había cambiado mucho. Estaba dispuesta a ejercer el Magisterio, pero se había vuelto tan beata que convertía lo natural en conflicto. Los hombres la asustaban. Fue la mejor colaboradora de Carmen Elgazu en el barrido de la iglesia parroquial. «¿No acabarás haciéndote monja?», le preguntaba Pilar. «¡No, no! —protestaba Asunción—. La verdad es que me gustaría casarme y tener hijos…» «Pues chica, como sigas con esa falda negra hasta los tobillos…» Asunción, para compensar, era muy culta. Pilar se daba cuenta de ello y se sentía apabullada. «Mujer, la de libros que te has tragado. ¡Hay que ver!».

Asunción tenía un cuerpo insignificante y se había vuelto muy miope. Estaba tan celosa de Pilar, que su confesor la amenazaba con dilatados años de purgatorio si no acertaba a dominarse.

—En resumidas cuentas —decía Matías, hablando de su hija—, Pilar es una joya. La prefiero a cualquiera de sus amigas. No sé cómo nos las arreglaríamos sin sus arranques, sin sus ganas de vivir.

El último personaje del piso de la Rambla, el que más quería a Pilar, por las muchas horas que ésta se había pasado dándole clase y jugueteando con él, era Eloy, llamado «el renacuajo».

¡Curiosa situación! Tampoco sabía Eloy si deseaba o no que le surgiese algún pariente en el Norte con derechos sobre él. Se sentía feliz en casa de los Alvear. Había encontrado en ella comprensión y cariño y podía deslizarse a gusto sobre el mosaico del pasillo hasta irrumpir como una bala en el comedor. Dormía; como siempre, en la cama de César y a menudo se quedaba contemplando la fotografía de éste que había en la mesilla de noche, sin comprender que alguien hubiera sido capaz de fusilarlo.

Pilar le había dicho que lo inscribiría para el primer turno del
Campamento de Verano
que se organizaría para los «flechas», precisamente en San Feliu de Guixols, advirtiéndole que si por casualidad encontraba en la playa del pueblo un bañador de principios de siglo y unas calabazas, que supiera que pertenecían a la familia. «Son de mamá, ¿entiendes, Eloy? Un verano fuimos allí y se le olvidaron».

Eloy, con su cara llena de pecas, se sintió feliz… Campamento; tiendas de lona, camaradería… ¡Tal vez pudieran jugar al fútbol llevando camisetas de verdad y con una pelota de reglamento! Porque
La Pasión
de Eloy no eran ni las Matemáticas, ni la Historia, ni las gestas de la Patria: era el fútbol. Cuando desaparecía de casa ya se sabía dónde encontrarlo: o bien en la Dehesa, dándole al balón con otros rapazuelos de su edad, o bien en el Estadio de Vista Alegre, donde una apisonadora allanaba el terreno de juego, en el que más tarde se sembraría hierba:

—Eloy, ¿quieres bajar al colmado por un quilo de sal?

—¡Voy volando!

El objetivo del muchacho era resolver el arduo problema de cómo llamar a Matías y a Carmen. No se atrevía a llamarlos «padres». La palabra padre era para él un misterio tan grande como para Asunción la palabra pecado.

Capítulo IV

La gestión que Mateo llevó a cabo cerca del Gobernador Civil para reclamar a Ignacio, quien se encontraba cumpliendo sus deberes militares en Ribas de Fresser, dio el fruto esperado. El Gobernador se puso al habla con el general Sánchez Bravo, el cual a los pocos días mandó un oficio a la Compañía de Esquiadores reclamando a Ignacio.

Éste debía presentarse en Gerona el día 20 de mayo lo más tarde, donde quedaría adscrito al Servicio de Fronteras, a las órdenes directas del camarada Dávila.

Ignacio, en Ribas de Fresser, al enterarse de la noticia pegó un salto de alegría y regresó al cuartel —un garaje en cuyas paredes podía leerse todavía la inscripción «roja» «NO PASARÁN»— dispuesto a abrazar a sus compañeros. Y así lo hizo. Abrazó al cabo Cajal, de Jaca, relojero de oficio. A Dámaso Pascual, de Huesca, pesador de la báscula del Municipio. A Royo y a Guillen, quienes andaban por el pueblo como animales en celo, buscando mujeres. A
Cacerola
, el cocinero romántico, el que disfrutaba escribiendo cartas a las madrinas a la luz de un candil. Y, por supuesto, abrazó a Moncho, al entrañable amigo Moncho, con el que estuvo en Sanidad, en Barcelona, y luego en Madrid, y que decía siempre que la montaña era la gran maestra de la vida y que la guerra española no había sido sino el prólogo de acontecimientos mucho más trascendentales, a escala mundial.

La pregunta obligada a cada uno de estos compañeros, y a otros muchos soldados de la Compañía, fue:

—¿Qué pensáis hacer cuando os licencien?

Las respuestas recibidas sorprendieron a Ignacio. La mayor parte de los esquiadores aragoneses, que antes de la guerra cuidaban vacas u ovejas, volverían a su menester.

—¡Qué quieres! —confesó Royo—. Eso es lo nuestro.

Guillen rubricó:

—La verdad es que tampoco serviríamos para otra cosa.

Ignacio movió la cabeza.

—¡Bien, chicos! Pero por lo menos tendréis algo que contar a vuestros hijos. Y a vuestros nietos…

—¡Jolín! —admitió Royo—. Los convenceremos de que fuimos unos héroes.

Tocante a los esquiadores catalanes, tenían en su mayoría proyectos más ambiciosos.

—Yo pienso ampliar la fábrica de mi padre.

—¿Fábrica de qué?

—De sábanas y de pañuelos. El pobre se ha quedado muy Pachucho y necesita un empujón.

Otro dijo:

—A lo mejor mi hermano y yo abrimos una joyería en el Paseo de Gracia. Después de la guerra las mujeres piden joyas caras, ¿no es eso?

El alférez Colomer, el que estuvo interno en el Collell, donde conoció a César, ironizó:

—Yo quiero dedicarme a fabricar medallas.

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