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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (5 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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—Amigo Rosselló, ¿qué opinas de mi plan de trabajo? Anda, di lo que pienses…

Miguel Rosselló, a quien precisamente intimidaban las personas que se expresaban con naturalidad, contestó:

—No sé qué decir, la verdad… ¡Te veo tan seguro!

—¡Claro que estoy seguro! Lo que la gente quiere son hechos, realidades. La gente quiere carreteras, buenos trenes, embalses. Si les damos eso, todos contentos.

Miguel Rosselló hizo un gesto que significaba: «¿Eso y nada más?». El Gobernador le correspondió con un ademán expresivo.

—¡Por favor, utiliza un poco la inteligencia que Dios te dio! Hay que ofrecerles también diversiones. Mucho cine y campos de deportes. Y conseguir que hagan muchas romerías a las ermitas de la comarca. Aunque de eso se encargará debidamente, ¡no cabe la menor duda!, el doctor Gregorio Lascasas.

El camarada Dávila, de quien el alemán Schubert hubiera dicho, por supuesto, que era «un dirigente nato», comprendió muy pronto que necesitaba un buen equipo de colaboradores. Al tiempo que hablaba con las personas las estudiaba a fondo, fijándose de un modo especial en sus tics y en el léxico que empleaban. Por fin se decidió a efectuar los primeros nombramientos. Al padre de Mateo, don Emilio Santos, en gracia a su dolorosa biografía, lo nombró Delegado Provincial de Ex Cautivos. A Jorge de Batlle, en gracia a su orfandad, lo nombró Delegado Provincial de Ex Combatientes. Al profesor Civil lo nombró Delegado de Auxilio Social, pues necesitaba para este cargo, en el que se manejaba dinero abundante, una persona honrada a toda prueba. ¡Un puesto importante por cubrir!: el de alcalde. Después de pensarlo mucho se decidió por «La Voz de Alerta», en sustitución del notario Noguer, quien parecía un poco fatigado. «Al notario Noguer le asignaremos la presidencia de la Diputación, lo que le permitirá, sin menoscabar los intereses de nadie, levantarse un poco tarde». A «La Voz de Alerta» lo confirmó además en su cargo de director del periódico local, aunque éste, en vez de llamarse
El Tradicionalista
, que sonaba arcaico, se llamaría, jubilosamente,
Amanecer
.

De momento, ello bastaba. Más tarde, cuando conociera de punta a cabo la provincia, nombraría los alcaldes de los pueblos y los titulares de otros Servicios. Por desgracia, muchos de estos últimos llegarían directamente designados desde Madrid, lo que no le hacía ni pizca de gracia. «Es arriesgado que un señor de Soria o de Jaén venga aquí y quiera imponer su mentalidad».

—Pero ¡tú eres de Santander! —le objetó Miguel Rosselló.

—¡Ah, pero existe un dato a mi favor! En mi árbol genealógico hay ramificaciones catalanas. Tal vez por eso desde el primer momento me he sentido en Gerona como en mi propia casa.

Era cierto. El Gobernador, apenas hubo pisado la ciudad y realizado un par de excursiones por los alrededores, comentó: «No me importaría quedarme aquí unos cuantos años». Es decir, lo contrario de lo que le ocurriera al general Sánchez Bravo.

Por otra parte, le gustaba que la provincia fuera fronteriza, pues el asunto de los exilados le interesaba sobremanera. Y le gustaba también que el mar que bañaba la región fuera el Mediterráneo, en cuyas orillas, según él se había fraguado gran parte del patrimonio cultural de Occidente.

Las perspectivas eran, pues, halagüeñas. Un hecho lo preocupaba: la reacción de su esposa, María del Mar. Su esposa, santanderina como él, tenía cuarenta años y era muy elegante, con unos ojos azules que se habían ganado por derecho propio un lugar preferente en el corazón del Gobernador. Además, la mujer le había dado dos hijos: Pablito, que acababa de cumplir los quince años, y Cristina, que iba por los trece.

Dos hijos que eran, cada cual a su modo, un primor. Pues bien, María del Mar, al término de la guerra, le dio la gran sorpresa: se entristeció. Le confesó llanamente que no le gustaba que él se dedicara a la política. «Hemos pasado tres años sin vernos apenas. ¡Yo confiaba en que ahora podríamos llevar una vida tranquila, familiar!».

El camarada Dávila hizo cuanto pudo para convencerla de que el deber era el deber y de que ambas cosas iban a ser compatibles; María del Mar no lo creyó así.

—Me iré contigo a Gerona porque soy tu mujer. Pero conste que yo hubiera preferido quedarnos en Santander y que tú reabrieras tu bufete.

Aquellas palabras eran extrañas, habida cuenta de que María del Mar sentía por la Causa «nacional» tanto entusiasmo como el propio Gobernador. Pero ahí estaban, como espinas diminutas.

—¿Entonces vamos a tener lágrimas un día sí y otro también?

María del Mar se enfadó.

—Nada de eso. Conozco mi obligación y procuraré adaptarme.

El Gobernador se tranquilizó… a medias. Quería mucho a su esposa. Se casó con ella en la capital montañesa, en 1922, y desde entonces no conoció otra mujer. Y muchas veces, encontrándose en el frente, le había ocurrido que al recordarla había sentido ganas de desertar y de correr a su lado para abrazarla y decirle simplemente: «te quiero». ¿Qué ocurriría ahora? ¿Conseguiría ella su propósito, el propósito de adaptarse?

No era seguro. Por de pronto, la súbita tristeza de María del Mar se le había acentuado al llegar a Gerona. La ciudad le pareció desangelada, húmeda y ni siquiera el río Oñar, al que iban a parar los vertederos de las fábricas, le sugirió nada poético. Claro que podían influir en ellos muchos factores: el cansancio de la guerra, la separación de la familia… Pero tal vez la explicación radicara en cierta cobardía temperamental que sufría la mujer y que en los últimos tiempos se le había ido agravando. Sí, María del Mar vivió siempre sometida a fobias inexplicables. Por ejemplo, la asustaba el viento.

Cuando soplaba el viento se excitaba lo indecible y si era de noche se apretujaba contra el cuerpo de su marido en busca de protección. ¡Ay, la tramontana de Gerona! «¿Te das cuenta, Juan Antonio? ¡Ese viento es horrible!».

A mayor abundamiento, el caserón del Gobierno Civil en que les tocó vivir le desagradó profundamente. La vivienda estaba situada en el tercer piso y era en verdad poco confortable. Claro que el Gobernador dio orden de acondicionarla como era menester; pero, así y todo… ¡aquellos techos tan altos!, ¡aquellos ventanales!

—Pero, mujer… Sé razonable, te lo ruego. Arregla esto a tu gusto. Elige los muebles. Pon lo que quieras. Vamos a instalar calefacción…

Nada que hacer. María del Mar asentía, pero aquella vivienda no podría agradarle nunca, entre otros motivos porque la mujer detestaba el polvo y allí no habría manera de luchar contra él.

—María del Mar, está en nuestras manos ser felices o desgraciados. ¡Parece mentira que la misión que me han asignado no te haga sentirte orgullosa! ¿No has visto la Dehesa? Pronto los árboles empezarán a florecer. Y dentro de un par de meses podrás irte a la playa, con los chicos…

Los chicos… Por el momento, constituían el único consuelo de la esposa del camarada Dávila. No sólo porque Cristina y Pablito eran dos notas alegres dondequiera que se encontrasen, sino porque se dio la circunstancia de que a ambos les gustó Gerona. A Pablito, que tenía su mundo, le gustó por sus callejuelas y por su halo de misterio. «Pero, mamá, ¿no has visto el barrio antiguo? ¡Es una maravilla!». En cuanto a Cristina, le gustó porque la ciudad era pequeña. «¿No te das cuenta? Ya todo el mundo nos conoce. ¡Hasta nos saludan al pasar!». Cristina era de suyo vanidosilla y saberse «la hija del Gobernador» le bastaba para acariciarse con delectación las rubias trenzas.

María del Mar se esforzaba en ceder a los argumentos de sus hijos.

—Es verdad, hijos, es verdad… Soy una tonta, lo reconozco.

El Gobernador, vista la reacción de Pablito y Cristina, se mostró optimista. Confió en que, con su ayuda, María del Mar conseguiría superar la crisis y volvería a ser para él el gran consejero y la entrañable compañía que siempre fue.

—¿Queréis ir conmigo mañana a Tossa de Mar? ¡Es un pueblo precioso! Y las barcas tienen nombre de mujer…

María del Mar, ¡por fin!, sonrió.

—¡De acuerdo! —dijo—. ¿Qué vestido quieres que me ponga?

Al tiempo que luchaba con esa imprevista dificultad, el Gobernador consiguió resolver airosamente la siempre delicada tarea de conectar con aquellos a quienes había empezado a llamar sus colegas: el general y el obispo.

Su primera entrevista con el doctor Gregorio Lascasas resultó modélica y dejó las cosas bien sentadas. Tuvo lugar en el Palacio Episcopal. El camarada Dávila se presentó vistiendo el uniforme de gala de Falange. El obispo, por su parte, se enfundó su mejor sotana y abrillantó su pectoral y su anillo hasta conseguir que despidieran ascuas.

El acuerdo entre ambas jerarquías no tardó en llegar. En todo cuanto afectase a la Religión, el Gobernador Civil obedecería al obispo sin pedir explicaciones. En todo cuanto afectase a la Patria y a la vida de los ciudadanos, el obispo obedecería al Gobernador sin decir esta boca es mía.

—¿Extendemos un documento? —propuso, sonriendo, el santo varón de Zaragoza.

—No creo en los documentos —sonrió a su vez el camarada Dávila.

Su primera entrevista con el general Sánchez Bravo tuvo otros matices. Se celebró en los cuarteles de Santo Domingo, y en el pecho de ambas autoridades relucían muchas medallas. El general invitó al Gobernador a una copita de Jerez y, después de evocar las circunstancias de la toma de Santander y de hacer grandes elogios de su asistente, Nebulosa, del que dijo «que durante la guerra se tomaba a chacota la metralla enemiga», habló de las dificultades que sin duda habría que vencer para evitar interferencias en las labores de mando en la provincia.

—Tengo entendido —dijo el general— que usted y el obispo han solventado sin pegas la cuestión. Pero ¿qué va a pasar conmigo? En época de paz, el uniforme militar suele parecer inútil…

El camarada Dávila, que sintió sobre sí la mirada fija del general, el cual había encendido, expectante, su pipa, se mojó con aire divertido el labio inferior y contestó en tono irónico:

—Bien sabe usted, mi general, que aquí el verdadero amo va a ser usted…

Pero Pilar se retorcía las trenzas inquieta.

Capítulo III

Tenía razón el profesor Civil cuando antaño les decía a Mateo y a Ignacio que los acontecimientos ponían en circulación nuevas palabras y robustecían otras ya comunes pero que llevaban una vida lánguida. Gerona, en aquellos meses de abril y mayo, tuvo de ello pruebas manifiestas. Del mismo modo que conocidos personajes cayeron en el olvido, siendo sustituidos por otros recién llegados o hasta entonces anónimos, determinadas expresiones y vocablos que jamás habían formado parte del acervo corriente, se hicieron populares. Entre ellos destacaban:
Auditoría de Guerra
, Depuración, Aval, Afectos al Régimen, Salvoconducto, Primer Año Triunfal, Revolución Nacional-Sindicalista, Gibraltar, etcétera. Un desfile, en fin, de fórmulas representativas, que iban a configurar lenta e implacablemente la nueva experiencia vital.

Debido al desenlace de la contienda, algunas de estas palabras colocaron a los Alvear, que militaban entre los vencedores, en condiciones de superioridad. Matías Alvear podía hablar sin temor de depuraciones y de nacional-sindicalismo; en cambio, el coronel Muñoz, allá en Alicante, disfrazado de marinero, o los dos hermanos de Agustín, aquel miliciano que intentó proteger a César, y que llevaban ya tres meses en un sótano sin ver la luz del sol, cuando se referían a
Auditoría de Guerra
y a sus juicios sumarísimos temblaban de pies a cabeza.

Los Alvear pasaron a ser, pues, seres privilegiados. El sacrificio de César, el imponente uniforme de esquiador que Ignacio exhibió en su breve estancia en la ciudad y, sobre todo, la íntima relación que sostenían con Mateo y con Marta, personajes relevantes de la nueva situación, convirtieron a la familia de la Rambla en la gran esperanza de buen número de personas instaladas en el bando de los vencidos. Personas sometidas a persecución, o simplemente expedientadas; personas que necesitaban un «aval» que las declarara «afectas al Régimen»; o que se encontraban, por azar o por castigo, en algún lejano campo de concentración; que habían sido «depuradas» y no podían volver al trabajo, etcétera. ¡Ah, los ciclos inevitables! Quienes, al estallar la guerra, buscaron ayuda entre los miembros de algún Comité, entre
faieros
, republicanos o comunistas, ahora debían ayudar a su vez a familiares o amigos que los visitaban diciendo: «Echadnos una mano, por favor…»

Matías Alvear y Carmen Elgazu, ¡cómo no!, actuaron conforme a sus principios, a su concepto de la caridad. No podían olvidar, por supuesto, lo bien que con ellos se portó Dimas, de Salt; y que su sobrino José pasó a Ignacio a la España «nacional»; y que Julio García estuvo siempre a su lado y salvó a don Emilio Santos; y que incluso «rojos» desconocidos los favorecieron en alguna ocasión. A tenor de estos hechos abrieron la puerta, lo mismo en Telégrafos que en casa. Y así consiguieron, en ausencia de Ignacio, que la Torre de Babel —que fue el jefe de Pilar en Abastos— y Padrosa fueran readmitidos en el Banco Arús; avalaron a una serie de vecinos; avalaron a Ramón, el ex camarero del Café Neutral, el que cayó prisionero en Mallorca cuando la operación del capitán Bayo y que desde allí les escribió pidiéndoles protección; avalaron al patrón del
Cocodrilo
y, jugando la carta grande, por tratarse de alguien «muy comprometido», garantizaron al cajero del Banco Arús, llamado Alfonso Reyes, porque les constaba lo bien que el hombre se había portado con Ignacio. Y, por supuesto, Carmen Elgazu logró también que su hermano Jaime, el
gudari
, detenido en el Norte, se reuniera por fin en Bilbao con sus hermanas Josefa y Mirentxu y con la abuela Mati. En total, y en el plazo de un mes y medio, Pilar contó un número aproximado de cuarenta «rojos» que pudieron respirar libremente y salir a la calle gracias a los Alvear. Pilar, tal vez influida por Mateo, dijo de pronto:

—Creo que nos estamos excediendo. ¡Es gentuza y no veo por qué hemos de preocuparnos tanto por ellos!

Matías Alvear, que pensaba de continuo en la situación en que se encontraba su familia de Burgos, era el que con menos esfuerzo estaba siempre dispuesto a socorrer y no le cabía en la cabeza que tanta gente desaprobara su actitud, que personas como las hermanas Campistol, que mascullaban jaculatorias todo el día, o como Marta, o como la viuda de don Pedro Oriol, se mostraran tan inflexibles. «¿Vamos a prolongar esto durante siglos?», porfiaba. Todo inútil. Era raro que obtuviera asentimiento. Lo corriente era que la gente se dedicara a denunciar, acción moralmente arriesgada, dado que la mayor parte de los verdaderos responsables se habían marchado a Francia. Uno de los que mayormente censuraban la buena fe de Matías era precisamente don Emilio Santos, su entrañable amigo, quien hacía gala de una agresividad insospechada en un hombre sereno como él. Don Emilio Santos repetía una y otra vez el mismo sonsonete: «¡Yo no puedo olvidar que me pasé doce meses en una celda, con los pies en el agua!».

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