—No seas bruto. Te cogerá miedo.
—¡Qué va! A mí todos los animalitos me quieren…
Esta vez quien se rió fue Paz. Miró con ternura a su hombre y le dijo:
—Es verdad.
* * *
El último afectado por un violento amor primaveral fue Ignacio. La experta y astuta Adela acabó sorbiéndole los sesos lo mismo que Pachín a Paz. Lo grave era que Adela se había enamorado perdidamente del muchacho. La juventud de Ignacio, su inteligencia y su manera de hablar, que tanto contrastaban con la monotonía de Marcos, el aburrido marido que coleccionaba sellos y se miraba sin cesar la lengua ante el espejo, significaba para ella el estímulo apetecido. Adela tenía treinta y cinco años y rebosaba de pasión. Ignacio subía a verla invariablemente todos los sábados, aunque el temor de ser descubiertos los llevaba incluso a hablar de buscarse algún lugar más seguro para sus encuentros. Adela llegó a conocer tan certeramente la sensibilidad de Ignacio, que era capaz de ocuparle el pensamiento más allá de toda lógica.
Ello trajo como consecuencia que Ignacio se sintiera más despegado aún de Marta.
No obstante, Adela, con mucha malicia, se abstenía de hablar de la muchacha, fingiendo ignorar su existencia. No le convenía herir al respecto la susceptibilidad de Ignacio. Se limitaba a decirle, en momentos de intimidad: «¿Te das cuenta? Tú necesitas una mujer muy cariñosa, muy cariñosa… Que sepa tratarte como yo y susurrarte cosas dulces al oído…».
No se le escapaba a Ignacio la alusión. Y por unos momentos se colocaba a la defensiva y hasta pensaba en Adela con cierto encono. Pero las palabras de la mujer surtían el debido efecto, sobre todo habida cuenta de que Marta, pese a su buena voluntad, era en exceso retraída.
Y el caso es que el muchacho debía tomar, aquella primavera, una determinación.
La ya cercana boda de Pilar lo obligaba a ello, además del sufrimiento de Marta, que no cesaba de repetirle: «Me tienes preocupada, Ignacio… No eres el mismo que regresó de Esquiadores. ¿Qué te pasa? Dímelo, por favor. Ni siquiera llevas el reloj de esfera azul que te regalé con tanta ilusión…».
Ignacio se escudaba en su preocupación por los exámenes y en el mucho trabajo que le imponía el bufete de Manolo. Pero Marta lo sentía lejos. Había momentos en que no era así, claro está. De pronto Ignacio se sentía liberado de la atracción de Adela y, pensando en la integridad de Marta, hubiera fijado también la fecha de la boda: el 12 de octubre. Sí, hubieran podido casarse juntos Marta y él, Pilar y Mateo. En alguna ocasión los cuatro habían hecho este proyecto. Pero la reacción duraba poco. Inmediatamente volvía el desapego. Cualquier nimiedad bastaba para ello; por ejemplo, verla cruzar las Ramblas, marcando el paso, al mando de las «pequeñas» de la Sección Femenina.
Ignacio, desconcertado, resolvió decidir el pleito antes de ir a Barcelona, a examinarse en la Universidad. De primera intención pensó en consultar el asunto con el profesor Civil, puesto que éste los conocía a los dos desde hacía años. Pero de repente cambió de idea y prefirió hablarlo con Esther, la cual siempre se preciaba de conocer bien a las mujeres. «Sí, Esther conoce a las mujeres. Y podrá ayudarme».
Su entrevista con la mujer de Manolo tuvo carácter decisivo. A Esther la halagó que Ignacio, «que valía lo que pesaba y más aún», le consultara algo tan serio. Esther, que llevaba para la ocasión un jersey amarillo muy ajustado, pidió a la doncella que les sirviera el té. «¿Te acuerdas, Ignacio, del primer día que subiste a casa? El té no te gustó ni pizca, pero no te atreviste a decirlo».
—Por favor, Esther, contesta a mi pregunta…
La postura de la esposa de Manolo fue, al principio, cautelosa.
—¿Por qué me consultas una cosa así, Ignacio? Ya eres mayorcito, ¿no? Has hecho la guerra.
—Sí, pero no me he casado nunca…
Esther jugueteó con la varita de bambú propiedad de Manolo. Por fin se decidió a hablar. En verdad que detestaba las situaciones ambiguas.
—Bien, voy a serte sincera. Yo admiro mucho a Marta. La considero una gran mujer. Una mujer, por supuesto, capaz de hacer feliz a un hombre. Ahora bien… —Esther encogió las piernas y sentándose sobre ellas se acurrucó a un lado del sillón—, tus dudas me parecen lógicas. No, no estoy segura de que vuestro matrimonio fuera un acierto.
Ignacio no supo si estar contento o no al oír aquellas palabras. Permaneció a la expectativa.
—Explícate, por favor…
—Marta me parece… —prosiguió Esther— un poco dramática. No sé si me expreso bien. Es cerrada, tiene sus ideas y las trascendentaliza demasiado. ¡Bueno, tú sabes eso mejor que yo! En cambio, tú… Tú eres libre. Y tengo la impresión de que lo serás cada día más. En este caso, el asunto es arriesgado. ¡Claro que Marta podría cambiar! Cuando yo conocí a Manolo era también un fanático, y ha cambiado. Pero Marta… ¿Puede cambiar Marta? Dios me libre de afirmar que no. Cuando una mujer se casa, y vienen los hijos, a veces lo somete todo al amor.
Llegada a este punto, Esther se calló. De nuevo pareció disgustarla verse obligada a ahondar en el tema como lo estaba haciendo. Ignacio, que había dejado enfriar el té, la invitó a continuar.
—Continúa, Esther. Te lo ruego…
Esther prolongó su silencio por espacio de unos segundos. Pero por fin movió la cabeza y se encogió de hombros.
—Pues bien —dijo—, creo que he hablado bastante claro. Existe realmente el peligro de que con el tiempo se cree un abismo entre vosotros. Porque es obvio que a ti te tiene sin cuidado la devolución de Gibraltar. En cambio, Marta grita en las manifestaciones como si fuera a comerse de un bocado las Islas Británicas o a míster Churchill.
Ignacio se quedó meditabundo. Al rato dijo:
—Todo eso que has dicho, y que me parece cierto… ¿lo consideras un impedimento decisivo, a rajatabla?
Esther abrió los ojos de par en par, como en un primer plano de película.
—¡De ningún modo! —el tono de su voz cambió—. Querido Ignacio, aquí hemos omitido la verdadera clave de la cuestión. Porque, la verdadera clave es ésta: ¿quieres a Marta o no la quieres? Porque, si la quieres, todas mis teorías carecen de valor…
Ignacio se mordió el labio inferior. El dilema de siempre.
—Por favor, Esther… ¿Hay algún sistema para saber si un hombre quiere lo bastante a una mujer como para estar seguro de que le perdonará sus defectos?
Esther dejó caer al suelo la varita de bambú.
—Voy a serte franca, Ignacio. A mí siempre me ha parecido que la cosa fallaba por ahí… Que constantemente has de estar «perdonando» a Marta. Eso significa que te esfuerzas por quererla y que no lo consigues del todo. Fíjate en Pilar. ¿Le preocupa a Pilar que Mateo sea un exaltado y tenga vocación política?
Ignacio abrió los brazos.
—¡Mateo es un hombre! La situación es distinta, ¿no?
Esther movió la cabeza.
—Sólo en cierto grado…
Ignacio se inmovilizó. Le pareció que le dolía una muela. Encendió un pitillo. Las palabras de Esther le habían hecho mella: «A mí me parece que la cosa falla por ahí…»
¿Cuánto tiempo llevaba dudando? Desde antes de la guerra. Y la verdad era que no había avanzado un ápice y que últimamente más bien la cosa iba peor. No sólo por culpa de Adela, sino por las cartas que recibía de Ana María, en las que ésta se firmaba Cascabel.
Esther leyó el pensamiento del muchacho y quiso añadir algo:
—Ignacio, por favor… no querría ser yo la responsable de tu decisión. Compréndeme. He accedido a hablarte porque tú me lo has pedido. Pero te repito lo dicho al empezar: el problema es tuyo, de nadie más. Marta te ama de verdad y, por lo tanto, tú no tienes ningún derecho a prolongar esta situación.
Ignacio asintió con la cabeza. Y bruscamente se levantó. Se levantó con la íntima sensación de que acababa de dar un gran paso hacia el final.
A raíz de este diálogo, todo fue encadenándose de una manera implacable. Marta se dio cuenta de lo que ocurría. Y dispuesta a retener a Ignacio como fuere, tomó una decisión insólita: acompañarle a Barcelona a examinarse. Ello significaba para Marta una increíble complicación, pues la Sección Femenina había acordado abrir aquel verano un Albergue Juvenil en Palamós y la muchacha debía dirigirlo, lo que significaba prepararlo todo y luego ausentarse a lo largo de julio, agosto y septiembre…
—Quiero estar a tu lado. ¡No faltaría más!
Ignacio se quedó estupefacto. Pero entonces se dio cuenta de hasta qué punto estaba decidido. De un modo espontáneo la obligó a renunciar a su proyecto.
—Te agradezco mucho, Marta, lo que acabas de decirme. Pero ¿no te parece una exageración? Eres la jefe de la Sección Femenina. ¿Qué excusa vas a dar?
—Eso corre de mi cuenta… —Marta tuvo un arranque amoroso—. ¡Te quiero tanto!
Ignacio se inquietó. Y se demostró a sí mismo que la coraza que llevaba puesta era dura.
—Hazme caso, querida… Me basta con el gesto que has tenido. En realidad, no puedo negarte que esperaba que algún día hicieras por mí algo así… Pero esta vez quédate… y cumple con tu deber.
Marta, más intranquila que nunca, lo miró con fijeza.
—¿Es que mi presencia te estorbaría?
—¡Por Dios, no digas eso! —Ignacio apenas si acertó a disimular—. Pero a lo mejor los exámenes se prolongan más de la cuenta… Y por otro lado, necesitaré estar lo más concentrado posible.
Marta se sintió derrotada. Los ojos se le humedecieron. Su expresión era muy distinta de cuando en las manifestaciones pro Gibraltar gritaba como si fuera a comerse de un bocado las Islas Británicas o a míster Churchill.
—Está bien, Ignacio. Pero que conste que mi deseo hubiera sido acompañarte…
Ignacio le estrechó con fuerza la mano. Y al hacerlo tuvo la impresión de que se despedía de la muchacha. Ésta se fue… y a los lejos su silueta con camisa azul se fundió en la oscuridad bajo los soportales de la Rambla.
Ignacio suspiró. Poco después notó que lo ganaba una absoluta frialdad. Recordó las palabras de Esther: «El problema es tuyo, de nadie más». ¡Claro que sí!
* * *
El día 14 tomó el tren para Barcelona. Al igual que Pablito, se había trazado un plan. La diferencia estribaba en que el plan de Pablito fracasó mientras que el de Ignacio salió redondo.
Al llegar a Barcelona se dirigió a la casa de Ezequiel, donde se hospedaría mientras duraran los exámenes. Ezequiel, al verlo, exclamó, contento como siempre: «¡Ahí llega el gran hombre!». Y Rosa, la esposa del fotógrafo, primero le preparó un tazón de leche caliente… y luego le asignó la cama que Marta ocupó cuando la muchacha se había ocultado allí, al inicio de la guerra.
Ignacio, desde la misma casa, llamó por teléfono a Ana María. Y ésta acudió al instante a verlo y ya no lo abandonaría hasta el fin de los exámenes… ¡Lo que no le impediría al muchacho concentrarse! Mañana y tarde lo acompañaba a la Universidad y, si era necesario, esperaba horas y horas sentada en un bar cercano. Ana María vivió minuto a minuto la zozobra de aquel fin de carrera. Ignacio se había presentado solo, pues Mateo, por cuestiones de su cargo, había decidido posponer sus exámenes hasta septiembre. Ignacio se había presentado con su certificado de ex combatiente y pronto se dio cuenta de que los ejercicios lo desbordaban. No estaba, ni con mucho, preparado, pese a los esfuerzos del profesor Civil. A no ser por la certeza de que «aquellos exámenes eran todavía patrióticos», se hubiera sentido abochornado. Pero el ambiente a su alrededor era rotundamente optimista. Especialmente un muchacho de Tarragona, que siempre coincidía a su lado en las pruebas, le decía: «¿A qué apurarse? Ganaste unas cuantas medallas, ¿no? ¡Pues firmas Arriba España, como en octubre pasado, y san-seacabó!».
Ignacio siguió el consejo… y acertó.
¡Aprobó! Sí, Ignacio, en uno de los instantes más felices de su existencia, muy poco después del término de los ejercicios, y gracias a que la calificación fue dada con vertiginosa rapidez, pudo leer su nombre y sus dos apellidos, Ignacio Alvear Elgazu, en la lista triunfal que el bedel de la Universidad había colocado en el tablero del vestíbulo.
¡Abogado! ¡Ya era abogado! Ana María lo abrazó… Se le echó al cuello un poco como Goering, el perro del doctor Chaos, que levantaba sus patas traseras cuando veía regresar contento a su amo. Ignacio no sabía lo que le ocurría. ¿Qué hubieran dicho David y Olga? ¿Qué hubiera dicho Julio García? ¿Y por qué pensaba en ellos en un momento así? Se encontró casi llorando en la plaza de la Universidad, rodeado de tranvías. Ana María, por el contrario, pegaba saltos, e Ignacio viéndola se repetía para sus adentros: «Efectivamente, es un cascabel».
Se dirigieron a la cercana oficina de Telégrafos e Ignacio envió un telegrama a su padre, calculando, por la hora, que éste lo recibiría personalmente y que al leerlo tiraría sin duda al aire el lápiz que siempre llevaba en la oreja, como si fuera un pitillo.
También envió un telegrama a Manolo y Esther, otro al profesor Civil… y otro a Marta.
Acto seguido, Ignacio y Ana María se dirigieron a su bar preferido, el del Frontón Chiqui, y allí se sentaron y se miraron largamente a los ojos, ojos que cambiaban de color a cada instante, confirmando la teoría del doctor Andújar, según la cual la felicidad es lo contrario de lo inmóvil.
—¡Ana María!…
—¡Ignacio!…
Al fondo del café, dos ancianos fumaban y jugaban en silencio a las damas. La cafetera exprés resoplaba, pero Ignacio y Ana María se habían aislado como si fueran náufragos en un mundo anterior al pecado original.
En aquellos días no habían hablado sino de los exámenes… Ahora éstos quedaban atrás. Ignacio sintió algo hondo, al igual que Ana María. Por sus mentes desfilaban recuerdos de mar y de balones azules… Y sin darse cuenta, se sorprendían con las manos enlazadas.
Ignacio se sentía tan lleno de Ana María que comprendía que debía aclarar de una vez para siempre la situación. ¡No era fácil! Dio muchos rodeos. Habló incluso de la operación sufrida por su madre, Carmen Elgazu, y, por descontado, de Manolo, en cuyo bufete él encarrilaría definitivamente su destino profesional. Por fin, se decidió.
—Ana María —dijo—, hoy es un día muy grande… Hay otra noticia, además del aprobado: estoy completamente decidido a romper con Marta.
Ana María retiró su mano. En San Feliu de Guixols, el verano anterior, había tenido la íntima seguridad de que aquello sucedería, de que Ignacio un día pronunciaría aquellas palabras. Y el comportamiento del muchacho desde su llegada a Barcelona la había confirmado en esa opinión. Sin embargo, al oírlas en voz alta, sílaba por sílaba, le penetró algo parecido al miedo. ¿Es que podía pasarse así, de una mujer a otra, en una mesa de café?