Ha estallado la paz (11 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Ha estallado la paz
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—Sí, ahí tienes todo —le dijo, cortando el diálogo anterior abriendo un cajón y sacando una carpeta azul.

—¿Me va a alcanzar para comprar una torre?

Gaspar Ley sonrió.

—Vas a cobrar tu sueldo mensual, íntegro, desde que te incorporaste a las fuerzas «nacionales» hasta hoy. Lo único que me hará falta es un certificado…

Ignacio hizo un cálculo rápido, mirando al techo, y concluyo que la cantidad iba a ser mínima. El nicho, un traje, una pequeña librería para su cuarto… Poco más.

—Está bien. Pediré el certificado a la Compañía de Esquiadores.

Gaspar Ley le preguntó:

—¿Piensas reingresar en el Banco?

Ignacio contestó, rotundo:

—¡No! De ningún modo…

El director hizo un guiño de inteligencia.

—Me parece muy bien.

Sonó el teléfono. Gaspar Ley no se abstuvo de descolgar como había hecho Mateo.

Tomó el auricular, fue moviendo la cabeza y por fin dijo: «Ya, ya… Sí, estoy enterado… Por favor, ¿no le importaría volver a llamar dentro de unos minutos?».

Ignacio comprendió que debía marcharse. Se levantó. Gaspar Ley hizo un gesto que indicaba: «Perdóname…»

Quedaron en verse algún día y, seguidamente, salieron juntos del despacho. Gaspar Ley tomó del brazo al muchacho. Éste, al paso, iba mirando una por una las ventanillas.

Hasta que se detuvo un momento en una de ellas para decir adiós a los amigos, a los que sorprendió mordiendo el consabido bocadillo.

—Me voy, muchachos. Hasta otro día…

—¡Adiós, Ignacio! —gritaron al unísono la Torre de Babel y Padrosa.

Ignacio, en tono chusco, añadió:

—Salud…

Y se acercó a la puerta, a aquella puerta cuyo vestíbulo debía colmar de aserrín en los días de lluvia.

* * *

Salió del Banco aturdido. Pensó en la Torre de Babel: «Ignacio, yo también tengo miedo…» Claro, claro. Pese a las apariencias, la España Una no era todavía realidad.

Por debajo de la España triunfal había la España de Reyes, el ex cajero y de la Torre de Babel. Y la del comisario Diéguez, expresamente llegado de Barcelona. Y la de Gaspar Ley, obligado a «cambiar de aire», pero sentado en un sillón de director, gracias un tal «don Rosendo», hombre «importante, que olía los negocios». Y la España de los exilados.

Ignacio se colgó otro pitillo de los labios —fumaba sin parar— y echó a andar sin rumbo fijo. Pronto recobró el ánimo, lo cual lo alegró. «Señal de que empiezo a estar de vuelta».

Decidió darse un garbeo por la ciudad de sus amores. Vio la fábrica Soler, cuya calle se llamaba ahora de «José Antonio Primo de Rivera», completamente destruida, incendiada, y unos presos, vigilados por guardias civiles, desescombrándola. Pasó por la calle del Pavo. En la puerta de la casa que perteneció a la Logia Ovidio, un letrero decía ahora: «Por la Patria, el Pan y la Justicia». Orilló el Oñar, como si fuera a la escuela a ver a David y Olga. El escuálido río le trajo a la mente un comentario de Julio García:

«Mientras en España no haya ríos caudalosos, habrá caudalosas guerras civiles». Dio media vuelta y pasó frente al Sagrado Corazón. En la puerta del templo platicaban tres jesuitas, uno de ellos con grandes ojeras amoratadas. ¡Los jesuitas se habían reinstalado en la ciudad! La República los expulsó de España —grave error, según el profesor Civil—, pero ya estaban otra vez en la brecha… Llegó a la plaza del Ayuntamiento. Se anunciaba, en el Teatro Municipal, para el próximo domingo, la zarzuela
La Revoltosa
.

Ignacio sintió deseos de subir al Museo Diocesano, que estaba allí mismo, para saludar a mosén Alberto, pero desistió de hacerlo. «Ya habrá ocasión». Entonces, por contraste, se le ocurrió irse al otro confín y saludar, en la calle de la Barca, al patrón del
Cocodrilo
, de quien le habían dicho que había perdido exactamente treinta y siete quilos y que estaba en los puros huesos. A medida que se acercaba a aquel barrio, iba encontrando grupos de soldados que canturreaban y gitanas que ofrecían telas de seda a los transeúntes. El bar
Cocodrilo
estaba tan abarrotado que era imposible abrirse un hueco en la puerta para entrar. Ni siquiera pudo ver a su propietario, que andaría tras el mostrador sirviendo copitas de anís. Ignacio, entonces sintió como un tirón en la carne y pensó en la Andaluza. Su «casa» se encontraba a doscientos metros, bifurcando a la derecha. ¡La Andaluza! Había ocultado, entre sus puercos colchones, a mucha gente de «derechas», a muchos propietarios de la provincia y a los hermanos Estrada. Ahora se resarcía, al parecer; pasaba factura y la tropa se la pagaba de buena gana. Las guerras terminaban siempre así: en las iglesias y en los prostíbulos. Y había guerreros —Ignacio era uno de ellos— que pasaban de un lugar a otro con matemática regularidad. Ignacio se desazonó más aún y bifurcó por la derecha. Siempre le ocurría lo mismo: había momentos en que se encontraba a gusto tirándolo todo por la borda, apenas sin transición y chapoteando. Por cierto, ¿qué habría sido de Canela? El barrio entero olía a mujer, olor que se apoderaba de los sentidos.

Tampoco pudo saludar a la Andaluza, aunque la vio un momento asomarse al balcón, con una flor en el pelo y un abanico cruzado por la bandera nacional. Pero no importaba. Había allí profusión de patronas recién instaladas y un enjambre de chicas de edad imprecisable. Una de éstas, milagrosamente solitaria y libre, llamó al muchacho desde un portalón y se le ofreció para leerle la buenaventura. Ignacio accedió. Abrió su mano derecha y la levantó a la altura de los lacios senos de la mujer. Ésta le dijo que sin duda él regresaba de un largo viaje y que ahora necesitaba «amores». Ignacio se rió. «Sí, es verdad. Los necesito». «Pues sube conmigo, anda».

Ignacio subió.

¡Dios, se equivocó pensando «que empezaba a estar de vuelta»! Por lo visto, la complejidad de la vida continuaba jugando a placer con él.

A las nueve en punto de la noche, entre bombillas vacilantes y olor a churros, se abría paso entre la multitud de la calle de la Barca y regresaba hacia el centro. No pensaba nada, se dejaba mecer como si fuese un muñeco que alguien hubiera sacado en una tómbola.

En la Rambla había «oficiales» de postín, de esos con polainas y varita de bambú.

Subió al piso; la cena estaba preparada. La familia unida en torno a la mesa, bajo la lámpara reluciente. «¡Te vas a chupar los dedos, hijo! Te he preparado sopa de guisantes».

—Un momento, voy al lavabo.

Ignacio permaneció medio minuto lo menos con la cabeza debajo del grifo. Luego regresó al comedor y ocupó su puesto. Su aspecto era de vencedor. «¡Ah, ja! ¡Sopa de guisantes marca Elgazu!».

La cena transcurrió con dulce armonía. Ignacio pensó en el frente. También allí, a menudo, minutos después de un bombardeo intenso, se hacía el silencio y de la tierra emanaba una gran paz. «Decididamente —se dijo— somos hijos de la tierra».

Hubo intercambio de noticias. Él les comunicó que cobraría los atrasos del Banco, aunque el total no subiría mucho, pero se abstuvo de mencionar a Gaspar Ley. No quería que sonara en aquella casa el nombre de Ana María y que de rebote pudiera llegar a oídos de Marta. También les comunicó que en el Teatro Municipal pondrían
La Revoltosa
. Por su parte, Pilar le hizo saber que sus padres acababan de tomar una decisión insólita: a mediados de junio se irían al Norte. ¡Sí, sí, tal como lo oía! A mediados de junio tomarían un quilométrico y se irían a Bilbao, con parada en Pamplona para visitar a tía Teresa, a sor Teresa, que debía de sudar a mares con tanto almidón en la cabeza. Una vez en Bilbao, su padre se llegaría hasta Burgos, de donde se había recibido una carta angustiosa, firmada por su prima Paz. «Claro que, tal y como andan los trenes, Dios sabe si llegarán».

Ignacio se quedó desconcertado. Miró a Carmen Elgazu, quien le guiñó el ojo diciendo: «¿Es que no tenemos derecho a una segunda luna de miel? Mañana tu padre pedirá el permiso en Telégrafos».

¡La abuela Mati, de Bilbao! ¡Paz Alvear, de Burgos! Ignacio exclamó: «¡Eso hay que celebrarlo!».

Terminada la cena, Ignacio se asomó al río, en el que se reflejaban las luces de enfrente. Eloy brotó a su lado e Ignacio, sin mirarlo, le acarició la cabeza. «¡Hola, renacuajo!».

Poco después, Ignacio dio las buenas noches y se retiró a su cuarto. Ya en la puerta, su padre le preguntó:

—¿Cuándo empiezas en Fronteras?

—Mateo me espera mañana a mediodía para acompañarme al Gobierno Civil.

Ignacio encontró sobre la mesa, plegado, un pijama nuevo, de color azul pálido. Lo desechó y se metió desnudo. La lamparilla de San Ignacio lo molestaba, e incorporándose la apagó de un soplo. Y se quedó dormido, soñando que el patrón del
Cocodrilo
iba adelgazando, adelgazando, hasta convertirse en una caña de bambú.

Toda la noche fue una pesadilla. Se despertaba sudando. Quería sentir remordimientos y no lo conseguía. «Los amores son una cosa natural».

Por fin se despertó con un sobresalto distinto a los anteriores. Le había parecido oír un rumor y que la claridad del alba se filtraba por debajo de la puerta.

Se incorporó en la cama y se quedó sentado. No cabía duda. Se oía un rumor «in crescendo», que procedía, al parecer, de la Rambla.

No supo a qué atribuirlo. Se levantó, se puso el pijama azul pálido y se dirigió al balcón, entreabriendo los postigos. ¡Por los clavos de Cristo!
El rosario de la aurora.

Una inmensa muchedumbre, compuesta sobre todo por mujeres, ocupaba toda la calle Platería y penetraba en la Rambla rezando el rosario en voz alta. En cabeza, el obispo, doctor Gregorio Lascasas, concentrado, la vista baja, acompañado por una pléyade de sacerdotes que Ignacio no conocía. Era el amanecer…

Ignacio se quedó como petrificado, pues la luz incierta de la hora enloquecía las caras de las mujeres que seguían al obispo rezando, abriendo las bocas como fauces, con las cuentas colgando. Todas llevaban mantilla negra.

—¡Tercer Misterio de Dolor! ¡La coronación de espinas de Nuestro Señor Jesucristo! ¡Padre nuestro, que estás en los cielos…!

La voz del doctor Gregorio Lascasas era rotunda y rebotaba contra las fachadas, en algunas de las cuales se leía: «Ni un hogar sin lumbre ni un español sin pan». El obispo tenía aspecto de profeta. En los sillones del Café Nacional, un gato lo miraba con los ojos desorbitados.

Ignacio oyó pasos a su espalda: era su padre, Matías. Se le acercaba dulcemente, vistiendo un pijama idéntico al suyo. Las zapatillas, al arrastrarse, producían un susurro amable.

—¿Qué, has visto ya a tu madre? Ignacio se volvió en redondo.

—¡Cómo! ¿Está ahí fuera?

—¿Tú qué crees? Salió a las cinco. Con Pilar, claro… Ignacio abrió un poco más los postigos y volvió a mirar a la multitud, que pasaba ya delante de la casa. Imposible localizar, entre tantas fauces abiertas, los velos de Carmen Elgazu y de Pilar.

—Es muy difícil… Hay tanta gente…

Ignacio y Matías guardaron un largo silencio. Hasta que la procesión desapareció y la Rambla se quedó desierta, con sólo el gato asustado en la silla del Café Nacional.

Entonces Matías dijo:

—Mes de mayo, mes de la Virgen. ¿Comprendes, hijo?

—Sí, comprendo…

Capítulo V

Muchas veces, después de cenar, y una vez acostados los chicos, el Gobernador, camarada Dávila, se quedaba a solas con su mujer, María del Mar. Entonces, en zapatillas y mangas de camisa, se dedicaba a pensar tonterías, para desintoxicarse mientras mascaba un caramelo de menta o de eucalipto, o se introducía en las narices un tubo de inhalaciones. En esos detalles, en la importancia que le concedía a respirar bien, contrayendo los músculos abdominales; en lo que gozaba andando; en su sentido de la orientación para saber la hora con sólo mirar al cielo, se veía que en los años de su infancia, vividos en el campo de Santander entre bosques y ganado, había aprendido a amar lo natural. Su familia poseía buen número de hectáreas de regadío. Él se marchó pronto a la ciudad, a estudiar, pero la tierra y los grandes espacios lo marcaron para siempre.

—Si tanto te gusta el paisaje, ¿por qué llevas gafas negras?

Era el tipo de razonamiento de María del Mar. En esas veladas nocturnas, el Gobernador pasaba revista a los esfuerzos que realizaba su mujer para cumplir su promesa de no quejarse de hacer lo imposible para adaptarse a la vida gerundense. Tales esfuerzos eran de agradecer, pero resultaban vanos. Aquella excursión a Tossa de Mar, con Pablito y Cristina, fue un éxito. El pueblo costero era en verdad precioso y desde la Torre Vieja, el mar desplegado bañó por un momento el corazón de María del Mar de un júbilo de buen augurio. Asimismo la mujer acabó por admitir que las callejuelas de Gerona que encandilaban a su hijo y el panorama que se divisaba desde Montjuich o desde las Pedreras tenían su encanto, pero el balance era negativo. De temperamento dulce, lo que le permitía crear a menudo en el hogar un clima de afecto que era para todos fuente de felicidad, su añoranza persistía.

—¿Qué podría hacer yo, querida, para conseguir que estuvieras alegre?

—Déjalo, Juan Antonio. Ya se me pasará…

No era seguro. Porque, coincidiendo con estas crisis, le invadió de repente un temor contra el cual le resultaría todavía más difícil luchar: el temor a envejecer. Sí, el espejo le demostraba que las arrugas, las patas de gallo, eran ya realidades vivas en su rostro.

Ello la desasosegaba de tal modo que sucumbió a la tentación de la limpieza. El Gobernador la veía andar de un sitio para otro fisgando en todas partes, cambiando de sitio los objetos y quejándose. «¿Sabes, Juan Antonio, que ayer encontramos cucarachas en el cuarto de Pablito y en el baño? ¡Tuvimos que matarlas a escobazos!». «¡Juan Antonio! ¡Habrá que tomar otra cocinera! No sabe ni abrir una lata de conservas». El Gobernador suspiraba. Pablito arrugaba el entrecejo. La doncella, una muchacha gallega de buena presencia, que se pasaba el día poniendo bolas de naftalina en los armarios, apretaba los puños y decía: «¡Brr…!».

Sin embargo, el estado de ánimo de María del Mar ofrecía sus ventajas. El viejo refrán: «No hay mal que por bien no venga». Se aguzó su sentido crítico. Se le aguzó hasta tal punto que el Gobernador sacó de él el máximo partido. En orden a sus responsabilidades era aquello preferible a tener al lado un muñeco que dijera que sí, o que lo adulara sistemáticamente. De suerte que el camarada Dávila, que por otra parte quería a su mujer lo mismo que antes, o tal vez más, le consultaba todo, lo grande y lo chico, para afinar la puntería. «¿Crees, María del Mar, que he de llamarle la atención al Delegado de Sindicatos? Me han dicho que cada día llega a la oficina a las diez». «¿Te parece bien que ponga en la sala de espera unas cuantas revistas? ¿No parecerá la casa de un médico?».

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