Guerra y paz (24 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

BOOK: Guerra y paz
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Andréi no le dijo a su padre que seguramente viviría aún mucho tiempo. Entendía que no era necesario decirlo.

—Lo cumpliré todo, padre —dijo él.

—Ahora despídete. —Le dio su mano a besar a su hijo y le abrazó—. Solo recuerda, príncipe Andréi, que si te matan, a mí, anciano, me será muy doloroso... —calló inesperadamente y después continuó con voz chillona—: Pero si me entero de que no te has comportado como el hijo de Nikolai Bolkonski, me avergonzaré.

—Podía no haberme dicho eso, padre —indicó el hijo sonriendo.

El anciano guardó silencio.

—Yo aún quería pedirle —continuó el príncipe Andréi— que si me matan y tengo un hijo, no le aparte de su lado, haga tal como le pedí ayer y permita que crezca con usted, por favor.

—¿Y no devolvérselo a tu esposa? —dijo el anciano riendo alegremente.

Ambos permanecieron en silencio uno frente al otro. Los activos ojos del anciano estaban fijos en los del hijo. Algo tembló en la parte inferior del rostro del anciano príncipe.

—Ya nos hemos despedido, vete —dijo de pronto—. ¡Vete! —gritó con voz ronca y enojada, abriendo la puerta del despacho.

—¿Qué pasa, qué pasa? —preguntaron las princesas al ver al príncipe Andréi y por un momento la figura del anciano, gritando enojado con la bata blanca, sin peluca y con las gafas de viejo.

El príncipe Andréi suspiró profundamente y no dijo nada.

—Bueno —dijo él dirigiéndose a su mujer, y este «bueno» sonó como una fría burla, como si estuviera diciendo: ahora haz tu número.

—¿Ya, Andréi? —dijo la menuda princesa quedándose helada y mirando asustada a su marido. Él la abrazó. Ella gritó y cayó sin sentido sobre su hombro.

Él separó cuidadosamente el hombro sobre el que ella yacía, miró su rostro y la colocó con precaución sobre una butaca.

—Adiós, Marie —dijo en voz baja a su hermana, se besaron el uno al otro la mano y salió de la habitación con pasos rápidos.

La princesa yacía en la butaca, mademoiselle Bourienne le frotaba las sienes. La princesa María, sosteniendo a su cuñada, no cesaba de mirar con sus bellos ojos llorosos a la puerta por la que había salido su hermano y le bendecía.

Se oían con frecuencia desde el despacho los ruidos que hacía el anciano al sonarse, como salvas. En cuanto hubo salido el príncipe Andréi se abrió rápidamente la puerta del despacho y apareció la severa figura del anciano con la bata blanca.

—¿Ya se ha marchado? Está bien —dijo mirando con enojo a la desvanecida princesa, meneando la cabeza con reproche y cerrando la puerta de un portazo.

Segunda parte
I

E
N
octubre del año 1805 el ejército ruso ocupaba las aldeas y las ciudades del archiducado de Austria y aún seguían llegando nuevas tropas de Rusia estableciéndose en la fortaleza de Braunau y resultando una carga para los habitantes de la zona. En Braunau se encontraba el cuartel general de Kutúzov.

El 8 de octubre del año 1805 uno de los regimientos de infantería que acababa de llegar a Braunau se encontraba esperando la revista del comandante en jefe, formando a media milla de la ciudad. A pesar de que la región y el decorado no eran rusos —se veían a lo lejos los huertos de árboles frutales, las vallas de piedra, los tejados de tejas y las montañas— y de que la gente que miraba con curiosidad a los soldados no era rusa, el regimiento tenía idéntico aspecto que cualquier regimiento ruso, preparándose para pasar revista en cualquier lugar en mitad de Rusia. Los pesados soldados con los uniformes, cargando bien alto con las mochilas y con los capotes echados sobre los hombros y los ligeros oficiales vistiendo sus uniformes, y con los estoques golpeándoles en las piernas cuando caminaban. Mirando a su alrededor a las conocidas filas, por detrás los conocidos convoyes, y por delante las aún más conocidas, acostumbradas figuras de los mandos y aún más hacia delante los postes de atar del regimiento de ulanos y el parque de baterías, que les acompañaba durante toda la campaña. Aquí se sentían como en casa, como si el lugar en el que se encontraban fuera un distrito ruso.

Por la tarde, durante la última marcha, se había recibido la orden de que el comandante en jefe iba a pasar revista al regimiento en campaña. A pesar de que las palabras de la orden no quedaron muy claras para el comandante del regimiento y le surgió la pregunta de cómo debía interpretarlas: si sus hombres debían llevar uniforme de campaña o no, el consejo de comandantes de batallón decidió que debían vestir uniforme de gala, basándose en que siempre es mejor pasarse que no llegar, y los soldados, después de una caminata de treinta verstas, pasaron toda la noche en vela, remendando y limpiando. Los ayudantes de campo y los jefes de compañía se dedicaron a organizar a los hombres de manera que a la mañana siguiente el regimiento, en lugar de ser una muchedumbre sucia y desordenada, como lo era la víspera, después de la última marcha, se había convertido en una masa bien alineada de 3.000 personas, en la que todos conocían cuál era su sitio y su función y en la que cada soldado llevaba cada botón y correa en su lugar, relucientes de limpios. Y no solo el exterior se había corregido, sino que si el comandante en jefe hubiera querido mirar debajo de los uniformes, en cada uno de ellos hubiera visto las mismas camisas limpias y en cada mochila hubiera encontrado los efectos reglamentarios, «las agujas y el jabón», como decían los soldados. Solo había una circunstancia sobre la que nadie podía estar tranquilo. Era el calzado. Más de la mitad de los soldados tenían las botas rotas y por mucho que intentaran subsanar estos defectos, seguían molestando al ojo militar, acostumbrado al orden perfecto. Pero esa carencia no era culpa del comandante del regimiento, dado que, a pesar de sus repetidas solicitudes, la intendencia austríaca no le suministraba el material y el ejército había recorrido 3.000 verstas.

El comandante del regimiento era un general de cierta edad, sanguíneo y de cejas y patillas grises, más ancho entre el pecho y la espalda que de un hombro a otro. Vestía un flamante uniforme nuevo, de pliegues bien formados con abultadas charreteras doradas, que era como si apuntaran al cielo y elevaran aún más sus ya de por sí abultados hombros. El comandante del regimiento tenía el aire de una persona feliz en el cumplimiento de uno de los más solemnes actos de su vida. Pasaba por delante del regimiento y temblaba a cada paso al hacerlo, inclinando ligeramente la espalda. Era evidente que el comandante se admiraba de su regimiento, que le llenaba de felicidad y que todas sus fuerzas morales estaban puestas solamente en él; pero a pesar de ello, su andar vacilante parecía decir que aparte de sus intereses bélicos en su corazón ocupaban un lugar importante los intereses mundanos y el sexo femenino.

—Bueno, querido Mikolai Mítrich —dijo dirigiéndose con afectado descuido a un comandante de batallón (el comandante del batallón, se adelantó sonriendo. Era evidente que ambos se sentían felices)—. Bueno, querido Mikolai Mítrich, esta noche ha sido dura —guiñó un ojo—. Pero —miró al regimiento— parece que el regimiento no está mal del todo, ¿eh? —Era evidente que hablaba irónicamente.

El comandante del batallón comprendió la alegre ironía y se echó a reír.

—No nos expulsarían ni de Tsaritsyn Lug
[13]
—dijo riendo el comandante del regimiento.

En ese instante por el camino de la ciudad, donde había centinelas, aparecieron dos jinetes. Eran un ayudante de campo y un cosaco. El comandante del regimiento miró al ayudante y se volvió intentando aparentar indiferencia ante la inquietud que le inspiraba esa aparición. Solo volvió a mirarles cuando el ayudante estaba a tres pasos de él con ese particular matiz mezcla de respeto y familiaridad con el que los comandantes de regimiento se dirigen a los oficiales, menores en edad y grado, que componen el séquito del comandante en jefe, y se preparó para escuchar al ayudante de campo.

El ayudante había sido enviado por el estado mayor, para aclarar al comandante del regimiento lo que no había sido claramente explicado en la orden del día anterior y concretamente que el comandante en jefe quería ver el regimiento en el mismo estado con el que realizaba las marchas, con los capotes y los guardapolvos y sin ningún tipo de preparativo.

A Kutúzov le había visitado la víspera un miembro del Consejo Superior de Guerra con la petición y la demanda de que fueran lo antes posible a unirse a las tropas del archiduque Fernando y de Mack y Kutúzov, no considerando adecuada esa adhesión, además de otros argumentos que le servían para reforzar su opinión, quería mostrar al general austríaco el lamentable estado en el que habían llegado las tropas de Rusia. Esa era la razón por la que iba a ver a la tropa y, por lo tanto, cuanto peor fuera la situación de esta, más satisfecho estaría. A pesar de que el ayudante de campo no conocía estos detalles le transmitió al comandante del regimiento la exigencia del comandante en jefe, de que los soldados vistieran imprescindiblemente capote y guardapolvo y que en caso contrario el comandante en jefe quedaría muy descontento. Al escuchar estas palabras el comandante del regimiento bajó la cabeza, alzó en silencio los hombros y separó los brazos con gesto nervioso.

—Menuda la hemos hecho —dijo él sin levantar la cabeza—. Ya se lo decía yo, Mikolai Mítrich, ya le decía que si estábamos de marcha, entonces debían vestir los capotes —le reprochó al comandante del batallón—. ¡Ah. Dios mío! —añadió él, pero ni sus palabras ni sus gestos expresaron ni sombra de enojo, sino solamente la diligencia que quería mostrar ante el alto mando y el miedo de no complacerles. Avanzó con decisión—. ¡Señores jefes de compañía! —gritó con voz acostumbrada al mando—. ¡Sargentos! ¿Llegarán pronto? —le preguntó al ayudante de campo con la cortesía que era evidente se debía a la persona con la que hablaba.

—Creo que dentro de una hora.

—¿Nos da tiempo a cambiarnos?

—No lo sé, general...

El propio comandante del regimiento se acercó a las lilas y ordenó que se volvieran a poner los capotes. Los comandantes de compañía se dispersaron entre las tropas, los sargentos se ajetrearon (los capotes estaban en muy mal estado) y en ese instante los antes silenciosos cuadros comenzaron a agitarse, descomponerse y bullir de conversaciones. Los soldados iban de acá para allá, echando los hombros hacia atrás, sacándose la mochila por la cabeza, sacando el capote y levantando los brazos, para hacerlos pasar por las mangas.

Media hora después se volvió al anterior orden, la única diferencia era que los cuadros, antes negros, se habían vuelto grises. El comandante del regimiento, de nuevo con paso vacilante, salió del mismo y lo contempló desde la distancia.

—Pero ¿qué es esto? ¿Qué es esto? —gritó él deteniéndose y sujetándose con la mano el cinto de la espada—. ¡Que el comandante de la tercera compañía acuda a ver al general! ¡Que el comandante de la tercera compañía acuda a ver al general!... —Se escucharon las voces por las filas y un ayudante de campo corrió a buscar al oficial que se retrasaba. Cuando el sonido de las diligentes voces, habiéndose ya confundido y convertido en «general a la tercera compañía», llegó a su destino, el oficial requerido se dejó ver entre la compañía y aunque era ya un hombre entrado en años y que no tenía costumbre de correr, agarrándose torpemente las piernas, se dirigió al trote hacia el general. El rostro del capitán expresaba la inquietud del colegial al que se manda que repita una lección que no ha estudiado. En la roja nariz, evidencia de falta de moderación con la bebida, aparecieron manchas y no cesaba de mover la boca. El comandante del regimiento miró de pies a cabeza al capitán mientras este llegaba jadeando e iba deteniendo el paso según se acercaba.

—Dentro de poco vestirá a los soldados con sarafán.
[14]
¿Qué es esto? —gritó el comandante del regimiento, adelantando su mandíbula inferior y señalando en las filas de la tercera compañía a un soldado vestido con un capote de diferente color que el resto—. Y usted, ¿dónde estaba metido? Estamos esperando al comandante en jefe, ¿y usted abandona su puesto? ¿Eh? ¡Le enseñaré cómo han de vestir los soldados para pasar revista! ¿Eh?

El jefe de la compañía, sin apartar la vista de su superior, apretaba más y más los dedos contra la visera, como si en ese instante viera en esto su salvación. Los comandantes de batallón y los ayudantes esperaban un poco más atrás y no sabían dónde mirar.

—Bueno, ¿por qué se calla? ¿Quién es ese que va disfrazado de húngaro? —bromeó con severidad el comandante del regimiento.

—Su Excelencia...

—¿Qué excelencia? ¡Su excelencia, su excelencia! ¡Y qué pasa con esa excelencia, nadie lo sabe!

—Su Excelencia, es Dólojov que está degradado... —dijo en voz baja el capitán, con una expresión tal como si quisiera decir que con un degradado se podían hacer excepciones.

—Y qué, ¿le han degradado a mariscal de campo o a soldado? Pues un soldado debe vestir como los demás, según el reglamento.

—Su Excelencia, usted mismo se lo permitió durante las marchas.

—¿Se lo permití? ¿Se lo permití? Así son todos los jóvenes —dijo el comandante del regimiento calmándose un poco—. ¿Se lo permití? Se les dice una cosa y ellos... ¿Qué? —dijo él encolerizándose de nuevo—. Haga el favor de vestir a sus soldados como es debido.

Y el comandante del regimiento, mirando al ayudante de campo, con su paso vacilante que reflejaba, a pesar de los pesares, alegría ante la visión del hermoso campo, se dirigió hacia el regimiento. Era evidente que le había gustado su propia cólera y que al adentrarse en el regimiento quería encontrar una nueva excusa para su enfado. Después de haber reprendido a un oficial por llevar un emblema no del todo limpio y a otro porque la fila estaba mal alineada, se acercó a la tercera compañía.

—¿Cómo formas? ¿Dónde tienes la pierna? ¿Dónde la tienes? —gritó el comandante del regimiento con un matiz de sufrimiento en la voz aún faltándole cinco hombres para llegar al soldado vestido con un capote azul.

Este soldado, que se distinguía de los otros por la frescura de su rostro y la particularidad de su cuello, enderezó lentamente la pierna doblada y miró directamente con su luminosa e insolente mirada al rostro del general.

—¿Por qué llevas un capote azul? ¡Fuera! ¡Sargento! Que se cambie... cana... —y no le dio tiempo a terminar la frase.

—General, estoy obligado a cumplir las órdenes, pero no tengo obligación de soportar... —dijo apresurada y acaloradamente el soldado.

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