Guerra y paz (87 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

BOOK: Guerra y paz
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Después de cenar, la hija de Speranski y su institutriz se levantaron de la mesa y él la acarició con su blanca mano, besándola. Este gesto al príncipe Andréi le pareció artificial.

A la manera inglesa, los hombres se quedaron a la sobremesa, bebiendo vino de Oporto. No se habló de nada serio, estando graciosamente prohibido tocar esas cuestiones. Había que estar de broma, y todos las hicieron. El príncipe Andréi, deseando salir de su incómoda posición, intervino en la conversación unas cuantas veces, pero siempre sus palabras eran rechazadas como un tapón hundido en el agua, y no lograba seguirles la broma. Le parecía que estaban sordos, como si hubieran cogido los instrumentos de un cuarteto y hubieran aprendido a tocar solo de oído, que era lo que estaban haciendo. No había nada malo e inapropiado en lo que decían. Al contrario, todo era ingenioso y podía resultar divertido, pero faltaba lo que suele constituir la sal de la alegría, y ni siquiera se daban cuenta de ello.

Magnitski recitó unos versos compuestos por él mismo y dedicados al príncipe Vasili. Gervais enseguida improvisó la respuesta, y juntos representaron una escena del príncipe con su esposa. El príncipe Andréi quiso marcharse, pero Speranski le retuvo. Magnitski se atavió con un vestido de mujer y comenzó a declamar un monólogo de Fedra. Todos se rieron. El príncipe Andréi pronto se despidió de los invitados y salió de la casa.

Los enemigos de Speranski —el viejo partido solía injuriarle— decían que era un ladrón y un sobornador, y afirmaban que era un loco iluminado y un frívolo granuja. Y lo decían no para ofenderle o denigrarle, sino porque estaban absolutamente convencidos de ello. En el entorno de Speranski, como ahora podía oír el príncipe Andréi, se decía que la gente del viejo partido eran unos ladrones, estúpidos sin honor de los que se reían. Y también lo afirmaban no para denigrarles, sino porque sinceramente así lo pensaban. Todo esto ofendió al príncipe Andréi. ¿Para qué condenar y personalizar con una cólera mezquina la figura de Speranski, que estaba realizando un grandioso trabajo? Y luego estaba esa risa delicada y aburrida, que no paraba de sonar en los oídos del príncipe Andréi. Se desencantó de Speranski, pero se dedicó aún con más ahínco a participar en el proceso de reformas. Concluido su trabajo en la elaboración del código civil, redactó entonces el proyecto sobre la emancipación de los campesinos y esperó con emoción la apertura del nuevo Consejo Estatal, en el que debían situarse los cimientos de la nueva constitución. El príncipe ya poseía su propia experiencia en este aspecto, algo que le comprometía; tenía sus contactos y sus odios. Y sin dudar ni por un instante de la importancia del asunto, se entregó a él con toda su alma.

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F
UERON
muchos los motivos que condujeron a Pierre a reunirse de nuevo con su esposa, pero uno de los principales, por no decir el único, fue que Hélène, sus familiares y amigos consideraban un asunto de gran importancia la unión de los dos cónyuges. Pero Pierre pensaba que nada en la vida es un asunto de gran importancia y opinaba que su propia libertad y la obstinación en castigar a su mujer no revestían tanta seriedad. El argumento que le convenció, aunque ni siquiera él mismo lo esgrimió, consistía en que a él no le costaba nada acceder y complacer así gratamente a los otros.

Para la condesa Elena Vasilevna, para su posición en la sociedad, era imprescindible vivir en casa con un marido y precisamente con uno como Pierre. Por ello, por su parte y por la del conde Vasili se emplearon todos los medios y argucias posibles para convencer a Pierre, con peculiar insistencia de los más estúpidos. La principal astucia fue emprender la acción a través del Gran Maestro de la logia, que ejercía gran influencia sobre Pierre. Este, como hombre que no concedía importancia a nada que fuese cotidiano, pronto accedió, especialmente porque tras dos años la dolorosa herida sufrida en su orgullo ya había cicatrizado y encallecido. El Gran Maestro de la logia, al que los masones llamaban Benefactor, vivía en Moscú. Los masones se dirigían a él cuando se encontraban en situación embarazosa, y él, a modo de padre espiritual, les daba su consejo, que era recibido como una orden. En el caso que nos ocupa, el Gran Maestro le dijo a Pierre, quien había llegado a Moscú a propósito para entrevistarse con él, lo siguiente: 1) Al casarse, había contraído la obligación de dirigir a su mujer, por lo que no tenía ahora derecho a abandonarla a su suerte, 2) la falta de su mujer todavía no había sido demostrada, y si lo hubiera sido, tampoco tendría derecho a repudiarla, y 3) no está bien que el hombre ande solo, y ya que necesita una esposa, no puede tomar a otra que no sea la que ya posee.

Pierre se mostró de acuerdo. Hélène regresó del extranjero, donde había vivido durante todo ese tiempo, y en casa del príncipe Vasili tuvo lugar la reconciliación. Besó la mano de su sonriente esposa y al cabo de un mes se instaló con ella en una gran mansión en San Petersburgo.

Hélène había cambiado en esos dos años. Estaba más guapa y tenía una actitud más tranquila. Hasta el día de su encuentro con ella, Pierre pensaba que estaba en condiciones de unirse sinceramente a ella, pero cuando la vio, comprendió que no era posible. Declinó sus explicaciones, besó su mano con galantería y organizó en la casa, compartida por los dos, su propia mitad en las habitaciones de techo bajo del segundo piso. A veces, en particular cuando llegaban invitados, bajaba a comer y asistía con frecuencia a las veladas y bailes organizados por su esposa, a los que acudía toda la parte más notable de la más alta sociedad peterburguesa. Como ocurre siempre, la entonces alta sociedad también se distribuía en varios círculos, cada uno con un matiz diferente, a pesar de que todos se reunían en la corte y en los grandes bailes. Había, sin embargo, un pequeño pero bien definido sector de descontentos por la unión con Napoleón; el de los legitimistas de Joseph Maistre y María Fédorovna, al que pertenecía Anna Pávlovna. También existía el círculo de M. A. Naryshkina, que se caracterizaba por su elegancia mundana carente de todo matiz político. Luego también estaba el de los hombres de negocios y liberales, con más presencia masculina que el resto: Speranski, Kochubéi, el príncipe Andréi... Otro grupo era el de la aristocracia polaca, de A. Czartoryski y otros. Y finalmente estaba el círculo francés del conde Rumiántsev y Caulaincourt, favorable a la unión con Napoleón y donde Hélène ocupaba uno de los lugares más vistosos. Frecuentaban sus salones los miembros de la embajada francesa y el mismo Caulaincourt, y también una gran cantidad de gente célebre por su inteligencia y cortesía, pertenecientes a esa corriente.

Hélène estuvo en Erfurt durante la famosa cita de los emperadores y de allá trajo esos contactos con los personajes napoleónicos de Europa. En Erfurt gozó de un éxito brillante. El mismo Napoleón, percatándose de su presencia en el teatro, dijo de ella que era un «animal magnífico». Era más hermosa y elegante que antes, lo cual no sorprendió a Pierre, pero sí el hecho de que en esos dos años su esposa hubiera tenido tiempo de adquirir una reputación de mujer encantadora, tan inteligente como bella. Los secretarios de la embajada e incluso el embajador le confiaban secretos diplomáticos, por lo que en cierto sentido era poderosa. El famoso Duc de Lignes
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le escribía cartas de ocho páginas. Bilibin reservaba sus ocurrencias para contarlas primero en presencia de la condesa Bezújova. Ser admitido en el salón de la condesa equivalía a un certificado de inteligencia. Los jóvenes, antes de asistir a una de sus veladas, leían algún libro para tener de tema de conversación en el salón. Pierre, que sabía que era tontísima, asistía a aquellas veladas, donde se hablaba de política, poesía y filosofía, con el extraño sentimiento de estupor y temor a que pronto se descubriera el engaño. Experimentaba una sensación semejante a la que debe de sentir un prestidigitador esperando a cada instante que su truco quede al descubierto. Pero ya fuera bien porque para dirigir un salón así precisamente solo hacía falta la estupidez, o ya fuese porque las mismas víctimas hallaran placer en el engaño, este no se desvelaba, confirmando Aliona Vasilevna su sólida reputación de mujer inteligente y encantadora.

Pierre era precisamente el marido que necesitaba una brillante mujer de mundo como ella. Era uno de esos hombres originales y distraídos, un señor importante que no molestaba a nadie y que no solamente no echaba a perder la impresión general de aquellas recepciones, sino que en contraste con la elegancia y tacto de su esposa, contribuía a ponerla de relieve. Pierre, robustecido, había madurado aún más si cabe —como madura siempre la gente después de casarse— durante esos dos años y a consecuencia de su constante dedicación a los elevados intereses masones. Había adquirido involuntariamente ese tono de indiferencia y abandono en medio de una sociedad que no le interesaba, un tono que no se adquiere artificialmente e inspira un respeto involuntario. Entraba en el salón de su mujer del mismo modo que a una cantina. Conocía a todos y se afanaba en pasar el tiempo que permanecía en casa del modo menos aburrido posible. En ocasiones, intervenía en alguna conversación interesante y entonces, mascullando, emitía su opinión, a veces sin tacto alguno. Pero la opinión del original marido de la mujer más notable de San Petersburgo estaba ya tan definida, que nadie tomaba en serio sus extravagancias. Había sufrido tanto dos años atrás a causa del agravio producido por la conducta de su mujer, que ahora evitaba la posibilidad de una ofensa similar. En primer lugar, porque él no era para ella un marido y, en segundo lugar, porque inconscientemente volvía la espalda a todo lo que pudiera proporcionarle la idea de una ofensa semejante. Tenía la firme convicción de que su esposa se había convertido en una marisabidilla y por ello no podía apasionarse por ningún otro hombre más.

Borís Drubetskoi había cosechado muchos éxitos en su carrera y había estado viviendo en Erfurt. A su regreso de la corte allá establecida, se convirtió en un visitante íntimo en casa de los Bezújov. Hélène le llamaba «mi paje» y le trataba como a un niño. Le sonreía como a todos, pero a veces le miraba sin esbozar sonrisa alguna. En ocasiones, Pierre tenía la idea de que había algo antinatural en esa amistad protectora hacia un niño imaginario de veintitrés años de edad, para luego reprocharse a sí mismo su desconfianza. Además, Hélène se dirigía, sin vacilar, a su paje de un modo muy natural. Desde el primer momento, el mismo trato de Borís causó en Pierre una impresión desagradable. Desde que llegó a San Petersburgo y se hizo un habitual de las veladas de aquella casa, Borís mostraba a Pierre un respeto especial, digno y melancólico. «Este matiz de deferencia seguro que tiene que ver con mi nueva posición», pensó Pierre, esforzándose por no prestar atención a ese asunto. Pero extrañamente, la presencia de Borís en el salón de su mujer (algo casi constante) actuaba físicamente sobre Pierre; agarrotaba todos sus miembros y eliminaba su espontaneidad y libertad de movimientos. «Es rara esta antipatía», pensó Pierre y comenzó a permanecer menos tiempo en casa.

A los ojos del mundo, Pierre era un gran señor, marido de una mujer célebre, un hombre original e inteligente, un buen muchacho que aunque no hacía nada, no dañaba a nadie. Durante todo ese tiempo, en el alma de Pierre se iba desarrollando un trabajo interior complicado y difícil, que le revelaba muchas cosas y le conducía a muchas alegrías y dudas espirituales.

En el otoño de ese mismo año acudió a Moscú para entrevistarse con el Gran Maestro de la orden, Yósif Alekséevich Pozdéev, que disfrutaba de la veneración de todos los masones, al que no llamaban de otro modo que Benefactor.

La cita con el Benefactor, durante la cual Pierre se convenció de volver con su esposa, ejerció gran influencia sobre él y le descubrió muchos aspectos de la masonería. A partir de esa visita, Pierre se impuso como norma escribir en su diario con regularidad, y esto es lo que escribió en él:

Moscú, 17 de noviembre.

Ahora acabo de llegar de casa del Benefactor y me apresuro a anotar todo lo que he experimentado. Tras conocer a Yósif Alekséevich por las cartas y los discursos a los que damos lectura en nuestras casas, por el gran título que ocupa entre nosotros y por la veneración que todos sentimos por él, me dirigí a su casa esperando ver un anciano majestuoso, un ejemplo de virtud, y lo que vi fue más de lo que podía esperar. Yósif Alekséevich es un anciano de corta estatura, delgado pero de esqueleto extraordinariamente ancho, con el rostro arrugado y fruncido, de cejas grises de entre las que brillan sus ojos ardientes. Vive pobremente en una casa sucia. Sufre desde hace años una dolorosa enfermedad de la vejiga, pero nadie ha oído nunca de él una queja o un gemido. Desde por la mañana hasta bien entrada la noche, con excepción de las horas de la comida —la más simple y sobria—, se dedica a la ciencia de la introversión, a levantar actas y componer epístolas. Me ha recibido cariñosamente y ha tenido la bondad de decir que me conocía, invitándome a tomar asiento junto a él en el lecho en que está acostado. Con relación a la conversación sostenida sobre mis asuntos familiares, me ha dicho: «La principal obligación del verdadero masón es la perfección personal. Con frecuencia pensamos que tras habernos desecho de todas las dificultades de nuestra vida, pronto alcanzaremos ese objetivo. Al contrario, querido mío, solamente en medio de las preocupaciones mundanas lograremos alcanzar los tres fines principales: 1) Conocerse a uno mismo, ya que el hombre puede conocerse a sí mismo únicamente a través de la comparación con los demás, 2) La perfección, ya que solo se obtiene mediante la lucha, y 3) Lo esencial, el amor a la muerte. Solo las adversidades de la vida pueden mostrarnos su vanidad y ayudarnos así en nuestro amor innato a la muerte o a la resurrección en una nueva vida». Palabras más que notables, por cuanto que Yósif Alekséevich, a pesar de sus penosos sufrimientos físicos, no está cansado de vivir y sin embargo ama la muerte, para la que considera no estar todavía suficientemente preparado.

La conversación discurrió después sobre las actividades de nuestra logia, no aprobando Yósif Alekséevich nuestros últimos actos. Dijo que la corriente actual de las logias más nuevas se deja arrastrar por la actividad social, cuando el fin primordial habría de ser alcanzar la sabiduría y erigir en nuestro interior el templo de Salomón. Me explicó el significado completo del Gran Cuadrado del universo, probándome que los números tres y siete son la base de todo. Me ha aconsejado dedicarme primero de todo a mi perfeccionamiento, dándome con ese fin esta libreta en la que escribo y escribiré de ahora en adelante todos mis actos que se aparten de la familia de las virtudes.

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