Grandes esperanzas (25 page)

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Authors: Charles Dickens

BOOK: Grandes esperanzas
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Dando una gran vuelta por todas las callejuelas, me dirigí a casa de la señorita Havisham y, muy molesto por los guantes que llevaba, tiré del cordón de la campana. Acudió Sara Pocket a la puerta y retrocedió al verme tan cambiado; y hasta su rostro, de color de cáscara de nuez, dejó de ser moreno para ponerse verde y amarillo.

—¿Tú? —exclamó—. ¿Tú? ¡Dios mío! ¿Qué quieres?

—Me voy a Londres, señorita Pocket, y quisiera despedirme de la señorita Havisham.

Como no me esperaban, me dejó encerrado en el patio mientras iba a preguntar si podia entrar. Después de pocos instantes volvió y me hizo subir, aunque sin quitarme los ojos de encima.

La señorita Havisham estaba haciendo ejercicio en la habitación que contenía la gran mesa, y se apoyaba en su muleta. La estancia estaba alumbrada como en otro tiempo. Al oírnos entrar, la señorita Havisham se detuvo y se volvió. En aquel momento estaba frente al pastel de boda.

—No te vayas, Sara —dijo—. ¿Qué hay, Pip?

—Mañana me voy a Londres, señorita Havisham —dije poniendo el mayor cuidado en las palabras que pronunciaba—. He pensado que usted no tendría inconveniente en que viniera a despedirme.

—Tienes muy buen tipo, Pip —dijo agitando alrededor de mí su muleta, como si hubiese sido un hada madrina que, después de haberme transformado, se dispusiera a otorgarme el don final.

—Me ha sobrevenido una buena fortuna desde que la vi por última vez, señorita Havisham —murmuré—. iY estoy tan agradecido por ello, señorita Havisham!

—Sí, sí —dijo mirando satisfecha a la desconcertada y envidiosa Sara—. Ya he visto al señor Jaggers. Me he enterado de eso, Pip. ¿De modo que te vas mañana?

—Sí, señorita Havisham.

—¿Has sido adoptado por una persona rica?

—Sí, señorita Havisham.

—¿No se ha dado a conocer?

—No, señorita Havisham.

—¿Y el señor Jaggers es tu tutor?

—Sí, señorita Havisham.

Era evidente que se deleitaba con aquellas preguntas y respuestas y que se divertía con los celos de Sara Pocket—. Muy bien —continuó—. Se te ofrece una brillante carrera. Sé bueno, merécela y sujétate a las instrucciones del señor Jaggers—. Me miró y luego contempló a Sara, en cuyo rostro se dibujó una cruel sonrisa—. Adiós, Pip. Ya sabes que has de usar siempre tu nombre.

—Sí, señorita Havisham.

—Adiós, Pip.

Tendió la mano, y yo, arrodillándome, la llevé a mis labios. Nada había resuelto acerca del modo de despedirme de ella. Pero en aquel momento se me ocurrió tal conducta del modo más natural. Ella miro a Sara Pocket mientras sus extraños ojos expresaban el triunfo, y así me separé de mi hada madrina, quien se quedó con ambas manos apoyadas en su muleta, en el centro de la estancia, débilmente alumbrada y junto al mustio pastel de boda oculto por las telarañas.

Sara Pocket me acompañó hasta abajo, como si yo fuese un fantasma al que conviene alejar. Parecía no poder comprender mi nuevo aspecto y estaba muy confusa. Yo le dije: «Adiós, señorita Pocket», pero ella se limitó a quedarse con la mirada fija y tal vez no se dio cuenta de que le hablaba. Una vez fuera de la casa me encaminé a la de Pumblechook, me quité el traje nuevo, lo arrollé para envolverlo y regresé a mi casa con mi traje viejo, que, a decir verdad, llevaba mucho más a gusto, a pesar de ir cargado con el nuevo.

Aquellos seis días que tanto tardaron en pasar habían transcurrido por fin. Cuando las seis noches se convirtieron en cinco, en cuatro, en tres y en dos, yo me daba mejor cuenta de lo agradable que era para mí la compañía de Joe y de Biddy. La última noche me puse mi traje nuevo, para que ellos me contemplasen, y hasta la hora de acostarme estuve rodeado de su esplendor. En honor de la ocasión tuvimos cena caliente, adornada por el inevitable pollo asado, y para terminar bebimos vino con azúcar. Estábamos todos muy tristes, y ninguno siquiera fingía una alegria que no sentía.

Yo debía marcharme del pueblo a las cinco de la mañana, llevando mi maletín, y dije a Joe que quería marcharme solo. Temo y me apena mucho pensar ahora que ello se debió a mi deseo de evitar el contraste que ofreceríamos Joe y yo si íbamos los dos juntos hasta el coche. Me dije que no había nada de eso, pero cuando aquella noche me fui a mi cuartito, me vi obligado a confesarme la verdad y sentí el impulso de bajar otra vez y de rogar a Joe que me acompañase a la mañana siguiente. Pero no lo hice.

En mi agitado sueño de aquella noche no vi más que coches que se dirigían equivocadamente a otros lugares en vez de ir a Londres y entre cuyas varas había perros, gatos, cerdos y hasta hombres, pero nunca caballos. Hasta que apuntó la aurora y empezaron a cantar los pájaros no pude hacer otra cosa sino pensar en viajes fantásticamente interrumpidos. Luego me puse en pie, me vestí someramente y me senté junto a la ventana para mirar a través de ella por última vez; pero pronto me quedé dormido.

Biddy se había levantado tan temprano para prepararme el desayuno, que, a pesar de que dormí junto a la ventana por espacio de una hora, percibí el humo del fuego de la cocina y me puse en pie con la idea terrible de que había pasado ya la mañana y de que la tarde estaba avanzada. Pero mucho después de eso y de oír el ruido que abajo hacían las tazas del té, y aun después de estar vestido por completo, no me resolví a bajar, sino que me quedé en mi cuarto abriendo y cerrando mi maleta una y otra vez hasta que Biddy me gritó que ya era tarde.

Me desayuné con prisa y sin gusto alguno. Me puse en pie después de comer, y con cierta vivacidad, como si en aquel momento acabara de ocurrírseme, dije:

—Bueno, me parece que he de marcharme.

Luego besé a mi hermana, que se reía moviendo la cabeza de un lado a otro, sentada en su silla acostumbrada; besé a Biddy y rodeé con mis brazos el cuello de Joe. Hecho esto, tomé mi maletín y salí de la casa. Lo ultimo que vi de ellos fue cuando, al oír ruido a mi espalda, me volví y vi que Joe me tiraba un zapato viejo y Biddy me arrojaba otro. Entonces me detuve, agité mi sombrero y el pobre Joe movió la mano derecha por encima de su cabeza gritando con voz ronca:

—¡Hurra!

En cuanto a Biddy, se cubrió el rostro con el delantal.

Me alejé a buen paso, observando que era más fácil marcharse de lo que había imaginado y reflexionando que no habría sido conveniente que me tiraran un zapato viejo cuando ya estuviera en el coche y a la vista de toda la calle Alta. Silbé, como dando poca importancia a mi marcha; pero el pueblo estaba muy tranquilo y apacible y la ligera niebla se levantaba solemnemente, como si quisiera mostrarme el mundo. Pensé en que allí había sido muy inocente y pequeño y que más allá todo era muy grande y desconocido; repentinamente sentí una nostalgia, y empecé a derramar lágrimas. Estaba entonces junto al poste indicador del extremo del pueblo, y puse mi mano en él diciendo:

—¡Adiós, querido amigo mío!

Dios sabe que nunca hemos de avergonzarnos de nuestras lágrimas, porque son la lluvia que limpia el cegador polvo de la tierra que recubre nuestros corazones endurecidos. Me encontré mejor después de llorar que antes, y me sentí más triste y estuve más convencido de mi ingratitud, así como también fui desde entonces más cariñoso. Y si hubiese llorado antes, habría tenido a mi lado a mi querido Joe.

Tan amansado quedé por aquellas lágrimas y por su repetición durante el trayecto, que cuando estuve en el coche y desapareció a lo lejos la ciudad, pensé, con el corazón dolorido, en si haría bien bajando cuando cambiaran los caballos, a fin de retroceder al pueblo y pasar otra noche en casa, para poder despedirme mejor de los míos. Cuando vino el relevo aún no estaba decidido, pero me dije, para consolarme, que aún podría esperar al relevo siguiente para volver al pueblo. Y mientras estaba ocupado con estas dudas, podía imaginarme a Joe en cualquier hombre que cruzase por nuestro lado. Entonces mi corazón latía apresurado. ¡Ojalá hubiese sido él!

Cambiamos de caballos una y otra vez, y ya entonces fue demasiado tarde y lejos para retroceder, de modo que continué. La niebla se había levantado ya con solemnidad y el mundo quedaba extendido ante mis miradas.

CAPITULO XX

El viaje desde nuestra ciudad a la metrópoli duró aproximadamente cinco horas. Era algo más de mediodía cuando la diligencia de cuatro caballos de la que yo era pasajero entró en la maraña de tráfico que había entre Cross Keys, Wood Street y Cheapside, en Londres.

Los britanos estábamos convencidos en aquel tiempo de que era casi una traición el dudar de que teníamos y éramos lo mejor del mundo. De otro modo, en el momento en que me dejó anonadado la inmensidad de Londres, me parece que habría tenido algunas ligeras dudas acerca de si era feo o no lo era, de calles retorcidas, estrechas y sucias.

El señor Jaggers me había mandado debidamente sus señas; vivía en Little Britain, y él había escrito luego a mano, en su tarjeta: «Precisamente al salir de Smithfield y cerca de la oficina de la diligencia». Sin embargo, un cochero de alquiler, que parecía tener en su levitón tantas esclavinas como años, me metió en su coche haciendo luego tantos preparativos como si se tratase de hacer un viaje de cincuenta millas. Fue también obra de mucho tiempo su ascenso al pescante, cubierto de un paño verdoso y manchado por las inclemencias del tiempo y comido ya de polillas. Era un estupendo carruaje, adornado exteriormente por seis coronas, y detrás había numerosas agarraderas estropeadas para que se apoyasen no sé cuántos lacayos. Debajo habían puesto unas cuantas púas para contener a los lacayos por afición que se sintieran tentados de montar.

Apenas había tenido tiempo de disfrutar del coche y de decirme que se parecía mucho a un almacén de paja, aun siendo tan semejante a una trapería, o de preguntarme por qué los morrales de los caballos se guardaban dentro del coche, cuando observé que el cochero se disponía a bajar del pescante como si fuéramos a detenernos. Y, en efecto, nos paramos en una calle sombría, ante una oficina que tenía la puerta abierta y en la que estaba pintado el nombre del señor Jaggers.

—¿Cuánto? —pregunté al cochero.

—Un chelín —contestó él—, a no ser que quiera usted dar más.

Naturalmente, le contesté que no deseaba hacer tal cosa.

—Pues entonces sea un chelín —observó el cochero—. No quiero meterme en disgustos, porque le conozco —añadió guiñando un ojo para señalar el nombre del señor Jaggers y meneando la cabeza.

Cuando hubo recibido su chelín y en el curso del tiempo alcanzó lo alto del pescante y se marchó, cosa que le pareció muy agradable, yo entré en la oficina llevando en la mano mi maletín y pregunté si estaba en casa el señor Jaggers.

—No está —contestó el empleado—. En este momento se encuentra en el Tribunal. ¿Hablo con el señor Pip?

Le signifiqué que, en efecto, hablaba con el señor Pip.

—El señor Jaggers dejó instrucciones de que le esperase usted en su despacho. No me aseguró cuánto tiempo estaría ausente, pues tiene un asunto en el Tribunal. Pero es razonable pensar que, como su tiempo es muy valioso, no estará fuera un momento más de lo necesario.

Dichas estas palabras, el empleado abrió una puerta y me hizo pasar a una habitación interior de la parte trasera. Allí encontramos a un caballero tuerto, que llevaba un traje de terciopelo y calzones hasta la rodilla y que se secó la nariz con la manga al verse interrumpido en la lectura de un periódico.

—Salga y espere fuera, Mike —dijo el empleado.

Yo empecé a decir que no quería interrumpir ni molestar a nadie, cuando el empleado dio un empujón a aquel caballero, con tan poca ceremonia como jamás vi usar, y, tirándole a la espalda el gorro de piel, me dejó solo.

El despacho del señor Jaggers estaba poco alumbrado por una claraboya que le daba luz cenital; era un lugar muy triste. Aquella claraboya tenía muchos parches, como si fuese una cabeza rota, y las casas contiguas parecían haberse retorcido, como si quisieran mirarme a través de ella. No había por allí tantos papeles como yo me habría imaginado; por otra parte, vi algunos objetos heterogéneos, tales como una vieja pistola muy oxidada, una espada con su vaina, varias cajas y paquetes de raro aspecto y dos espantosas mascarillas en un estante, de caras algo hinchadas y narices retorcidas. El sillón del señor Jaggers tenía un gran respaldo cubierto de piel de caballo, con clavos de adorno que le daban la apariencia de un ataúd, y tuve la ilusión de que lo veía recostarse allí mientras se mordía su dedo índice ante los clientes. La habitación era muy pequeña y, al parecer, los clientes habían contraído la costumbre de apoyarse en la pared, pues la parte opuesta al sillón del señor Jaggers estaba grasienta de tantos hombros como en ella se habían recostado. Entonces recordé que el caballero del único ojo se había apoyado también en la pared cuando fui la causa involuntaria de que lo sacaran de allí.

Me senté en la silla destinada a los clientes y situada enfrente del sillón del señor Jaggers, y me quedé fascinado por la triste atmósfera del lugar. Me pareció entonces que el pasante tenía, como el señor Jaggers, el aspecto de estar enterado de algo desagradable acerca de cuantas personas veía. Traté de adivinar cuántos empleados habría, además, en el piso superior, y si éstos pretenderían poseer el mismo don en perjuicio de sus semejantes. Habría sido muy curioso conocer la historia de todos los objetos en desorden que había en la estancia y cómo llegaron a ella; también me pregunté si los dos rostros hinchados serían de individuos de la familia del señor Jaggers y si era tan desgraciado como para tener a un par de parientes de tan mal aspecto; por qué los había colgado allí para morada de las moscas y de los escarabajos, en vez de llevárselos a su casa e instalarlos allí. Naturalmente, yo no tenía experiencia alguna acerca de un día de verano en Londres, y tal vez mi ánimo estaba deprimido por el aire cálido y enrarecido y por el polvo y la arena que lo cubrían todo. Pero permanecí pensativo y preguntándome muchas cosas en el despacho del señor Jaggers, hasta que ya me fue imposible soportar por más tiempo las dos mascarillas colgadas encima del sillón y, levantándome, salí.

Cuando dije al empleado que iba a salir a dar una vuelta al aire libre para esperar, me aconsejó que me dirigiese hacia la esquina, y así llegaría a Smithfield. Así, pues, fui a Smithfield, y aquel lugar, sucio, lleno de inmundicia, de grasa, de sangre y de espuma, me desagradó sobremanera. Por eso me alejé cuanto antes y me metí en una callejuela, desde la que vi la cúpula de San Pablo sobresaliendo de un edificio de piedra que alguien que estaba a mi lado dijo que era la cárcel de Newgate. Siguiendo el muro de la prisión observé que el arroyo estaba cubierto de paja, para apagar el ruido de los vehículos, y a juzgar por este detalle y por el gran número de gente que había por allí oliendo a licores y a cerveza deduje que se estaba celebrando un juicio.

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