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Authors: Charles Dickens

Grandes esperanzas (24 page)

BOOK: Grandes esperanzas
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—¡Dios me bendiga!

—Tengo que ir a Londres al encuentro de mi tutor —dije yo, sacando, al parecer distraídamente, algunas guineas de mi bolsillo y mirándolas luego—. Y necesito un traje elegante que ponerme. Desde luego pienso pagarlo en moneda contante y sonante —añadí pensando que, de lo contrario, no se fiaría.

—Mi querido señor —dijo el señor Trabb mientras se inclinaba respetuosamente y luego abría los brazos tomándose la libertad de tocarme ambos codos—. Haga el favor de no darme un disgusto hablando de eso. ¿Me será permitido felicitarle? ¿Quiere usted hacerme el favor de dirigirse a la tienda?

El aprendiz del señor Trabb era el más atrevido de toda la región. Cuando yo entré estaba barriendo la tienda, y endulzó esta tarea barriendo por encima de mí. Seguía entregado a la misma ocupación cuando salí a la tienda con el señor Trabb, y él entonces golpeó con la escoba todos los rincones y obstáculos posibles, con el fin de expresar, según pude comprender, su igualdad con cualquier herrero vivo o muerto.

—¡No hagas ruido! —le gritó el señor Trabb con la mayor severidad— o, de lo contrario, te voy a quitar la cabeza de un manotazo. Hágame el favor de sentarse, caballero. Éste —dijo el señor Trabb bajando una pieza de tela y extendiéndola sobre el mostrador antes de meter la mano por debajo, para mostrar el brillo— es un artículo muy bueno. Puedo recomendarlo para su objeto, caballero, porque realmente es extra superior. Pero también verá otros. Dame el número cuatro, tú —añadió dirigiéndose al muchacho y mirándole de un modo amenazador, pues temía el peligro de que aquel desvergonzado me hiciera alguna trastada con la escoba u otra demostración cualquiera de familiaridad.

El señor Trabb no separó sus ojos del muchacho hasta que éste hubo dejado el género número cuatro sobre el mostrador y estuvo otra vez a una distancia prudencial. Entonces le ordenó que trajera el número cinco y el número ocho.

—Ten cuidado con hacer travesuras —añadió el señor Trabb—, porque te aseguro, sinvergüenza, que te acordarás durante toda tu vida.

El señor Trabb se inclinó entonces sobre el número cuatro y con deferente confianza me lo recomendó como artículo muy ligero para el verano, añadiendo que estaba de moda entre la nobleza y la gente de dinero. Era un artículo que él consideraría como un honor que vistiese a un distinguido ciudadano, en el supuesto de que pudiera llamarme tal.

—¿No traes los números cinco y ocho, bandido? —dijo el señor Trabb al muchacho—. ¿O prefieres que te saque a puntapiés de la tienda y vaya a buscarlo yo mismo?

Ayudado por el buen juicio del señor Trabb, elegí la tela para un traje, y entonces volvimos al salón para tomar las medidas. Porque a pesar de que el señor Trabb ya las tenía y de que estuvo satisfecho de ellas, díjome entonces que, en las actuales circunstancias, no las consideraba convenientes. Por eso el señor Trabb me midió y me calculó en la sala como si yo fuese un terreno y él un agrimensor distinguido, y se dió a sí mismo tanto trabajo, que llegué a sentir la duda de que el precio del traje no llegaría a recompensarle sus molestias. Cuando por fin hubo terminado y convino en mandar el traje el jueves siguiente a casa del señor Pumblechook, dijo, mientras tenía la mano en el cierre de la puerta del salón:

—Comprendo, caballero, que las personas distinguidas de Londres no pueden ser parroquianos de un sastre rural, como regla general. Pero si, de vez en cuando, quisiera usted darse una vuelta por aquí en su calidad de habitante de Londres, yo quedaría profundamente agradecido. Buenos días, caballero. Estoy muy agradecido... ¡La puerta!

Estas últimas palabras fueron dirigidas al muchacho, quien no se dió cuenta de su significado. Pero le vi quedarse anonadado cuando su maestro me quitaba las pelusas de la ropa con sus propias manos, y mi primera experiencia decisiva del estupendo poder del dinero fue que, moralmente, había dominado al aprendiz de Trabb.

Después de tan memorable acontecimiento fui a casa del sombrerero, del zapatero y del vendedor de géneros de punto, extrañado de que mi equipo requiriese los servicios de tantas profesiones. También fui a la cochera y tome un asiento para las siete de la mañana del sábado. No era ya necesario explicar por doquier el cambio de mi situación; pero cuando hacía alguna alusión a ello, la consecuencia era que el menestral que estaba conmigo dejaba de fijar su atención a través de la ventana de la calle alta, para concentrar su mente en mí. Cuando hube pedido todo lo que necesitaba, dirigí mis pasos hacia la casa de Pumblechook, y cuando me acercaba al establecimiento de éste, le vi en pie ante la puerta.

Me esperaba con la mayor impaciencia. Muy temprano había salido en su carruaje, y como fue a la fragua se enteró de las noticias. Había preparado una colación para mí en el salón Barnwell, y también ordenó a su empleado salir a atenderme en cuanto pasó mi sagrada persona.

—¡Mi querido amigo! —dijo el señor Pumblechook cogiéndome ambas manos cuando estuvimos solos y ante el refrigerio—. ¡No sabe usted cuánto me alegro de su buena fortuna! Por otra parte, es muy merecida, sí, muy merecida.

Con eso quería referirse al asunto, y yo formé muy buen concepto de su modo de expresarse.

—Y pensar... —añadió el señor Pumblechook después de dar un suspiro de admiración y de contemplarme por unos instantes—. El pensar que yo haya sido el humilde instrumento para que usted haya alcanzado eso es una recompensa que me enorgullece.

Rogué al señor Pumblechook que recordase que nada debía decirse ni insinuarse acerca de ello.

—Mi querido y joven amigo —dijo el señor Pumblechook—, supongo que me permitirá usted llamarle así...

—Ciertamente —contesté yo.

Entonces el señor Pumblechook volvió a cogerme con ambas manos y comunicó a su chaleco un movimiento en apariencia debido a la emoción, aunque aquella prenda estaba bastante caída.

—Mi querido y joven amigo, descanse usted en mí, seguro de que, en su ausencia, haré cuanto pueda para recordar este detalle a Joe. ¡Joe! —añadió el señor Pumblechook con tono de lástima.

Luego meneó la cabeza y se la golpeó significativamente, para dar a entender su opinión de que las cualidades intelectuales de mi amigo eran algo deficientes.

—Pero mi querido y joven amigo —añadió el señor Pumblechook—, debe usted de estar hambriento y cayéndose. Siéntese. Aquí hay un pollo, una lengua y otras cosillas que espero no desdeñará usted. Pero ¿es posible? —añadió el señor Pumblechook levantándose inmediatamente, después que se hubo sentado— que ante mí tenga al mismo joven a quien siempre apoyé en los tiempos de su feliz infancia? ¿Y será posible que yo pueda...?

Indudablemente se refería a su deseo de estrecharme la mano. Consentí, y él lo hizo con el mayor fervor. Luego se sentó otra vez.

—Aquí hay vino —dijo el señor Pumblechook—. Bebamos para dar gracias a la fortuna, y ojalá siempre otorgue sus favores con tanto acierto. Y, sin embargo, no puedo —dijo el señor Pumblechook levantándose otra vez— ver delante de mí a una persona y beber a su salud sin...

Le dije que hiciera lo que le pareciese mejor, y me estrechó nuevamente la mano. Luego vació su vaso y lo puso hacia abajo en cuanto estuvo vacío. Yo hice lo mismo, y si hubiese invertido la posición de mi propio cuerpo después de beber, el vino no podía haberse dirigido más directamente a mi cabeza.

El señor Pumblechook me sirvió un muslo de pollo y la mejor tajada de la lengua, y, por otra parte, pareció no cuidarse de sí mismo.

—¡Ah, pollo, poco te figurabas —dijo el señor Pumblechook apostrofando al ave que estaba en el plato—, poco te figurabas, cuando ibas por el corral, lo que te esperaba! Poco pensaste que llegarías a servir de alimento, bajo este humilde techo, a una persona que..., tal vez sea una debilidad —añadió el señor Pumblechook poniéndose en pie otra vez—, pero ¿me permite...?

Empezaba ya a ser innecesaria mi respuesta de que podía estrecharme la mano, y por eso lo hizo en seguida, y no pude averiguar cómo logró hacerlo tantas veces sin herirse con mi cuchillo.

—Y en cuanto a su hermana —dijo después de comer por espacio de unos instantes—, la que tuvo el honor de criarle con biberón... La pobre es un espectáculo doloroso, y mucho más cuando se piensa que no está en situación de comprender este honor. ¿No le parece...?

Vi que se disponía a estrecharme la mano otra vez, y le detuve exclamando:

—Beberemos a su salud.

—¡Ah! —exclamó el señor Pumblechook apoyándose en el respaldo de la silla y penetrado de admiración—. ¡Cuánta nobleza hay en usted, caballero! —No sé a qué caballero se refería, pero, ciertamente, no era yo, aunque no había allí otra tercera persona— ¡Cuánta nobleza hay en usted! ¡Siempre afable y siempre indulgente! Tal vez —dijo el servil Pumblechook dejando sobre la mesa su vaso lleno, en su apresuramiento para ponerse en pie—, tal vez ante una persona vulgar yo parecería pesado, pero...

En cuanto me hubo estrechado la mano, volvió a sentarse y bebió a la salud de mi hermana.

—Estaríamos ciegos —dijo entonces— si olvidásemos el mal caracter que tenía; pero hay que confesar también que sus intenciones siempre eran buenas.

Entonces empecé a observar que su rostro estaba muy encarnado, y, en cuanto a mí mismo, tenía el rostro enrojecido y me escocía.

Dije al señor Pumblechook que había dado orden de que mandasen mi traje a su casa, y él se quedó estático de admiración al ver que le distinguía de tal modo. Le expliqué mis deseos de evitar los chismes y la admiración de mi pueblo, y puso en las mismas nubes mi previsión. Expresó su convicción de que nadie más que él mismo era digno de mi confianza... y me dio la mano otra vez. Luego me preguntó tiernamente si me acordaba de nuestros juegos infantiles, cuando me proponía sumas y cómo los dos convinimos en que yo entrase de aprendiz con Joe; también hizo memoria de que él siempre fue mi preferido y mi amigo más querido. Pero, aunque yo hubiese bebido diez veces el vino que había ingerido, a pesar de eso nunca me habría convencido de que sus relaciones conmigo fueron las que aseguraba; en lo más profundo de mi corazón habría rechazado indignado aquella idea. Sin embargo, me acuerdo que llegué a convencerme de que había juzgado mal a aquel hombre, que resultaba ser práctico y bondadoso.

Por grados empezó a demostrarme tal confianza, que me pidió mi consejo con respecto a sus propios asuntos. Mencionó que nunca se había presentado una ocasión tan favorable como aquélla para acaparar el negocio de granos y semillas en su propio establecimiento, en caso de que se ampliase considerablemente. Lo único que necesitaba para alcanzar así una enorme fortuna era tener algo más de capital. Éstas fueron sus palabras: más capital. Y Pumblechook creía que este capital podría interesarlo en sus negocios un socio que no tendría nada que hacer más que pasear y examinar de vez en cuando los libros y visitarle dos veces al año para llevarse sus beneficios, a razón del cincuenta por ciento. Eso le parecía una excelente oportunidad para un joven animoso que tuviese bienes y que, por lo tanto, sería digna de fijar su atención. ¿Qué pensaba yo de eso? Él daba mucho valor a mis opiniones, y por eso me preguntaba acerca del particular. Yo le dije que esperase un poco. Esta respuesta le impresionó de tal manera que ya no me pidió permiso para estrecharme las manos, sino que dijo que tenía que hacerlo, y cumplió su deseo.

Nos bebimos todo el vino, y el señor Pumblechook me aseguró varias veces que haría cuanto estuviese en su mano para poner a Joe a la altura conveniente (aunque yo ignoraba cuál era ésta) y que me prestaría eficaces y constantes servicios (servicios cuya naturaleza yo ignoraba). También me dio a conocer, por vez primera en mi vida y ciertamente después de haber guardado su secreto de un modo maravilloso, que siempre dijo de mí: «Este muchacho se sale de lo corriente y fíjense en que su fortuna será extraordinaria.» Dijo con lacrimosa sonrisa que recordar eso era una cosa singular, y yo convine en ello. Finalmente salí al aire libre, dándome cuenta, aunque de un modo vago, de que en la conducta del sol había algo raro, y entonces me fijé en que, sin darme cuenta, había llegado a la barrera del portazgo, sin haber tenido en cuenta para nada el camino.

Me desperté al oír que me llamaba el señor Pumblechook. Estaba a alguna distancia más allá, en la calle llena de sol, y me hacía expresivos gestos para que me detuviese. Obedecí en tanto que él llegaba jadeante a mi lado.

—No, mi querido amigo —dijo en cuanto hubo recobrado bastante el aliento para poder hablar—. No será así, si puedo evitarlo. Esta ocasión no puede pasar sin esta muestra de afecto por su parte. ¿Me será permitido, como viejo amigo y como persona que le desea toda suerte de dichas...?

Nos estrechamos la mano por centésima vez por lo menos, y luego él ordenó, muy indignado, a un joven carretero que pasaba por mi lado que se apartase de mi camino. Me dio su bendición y se quedó agitando la mano hasta que yo hube pasado más allá de la revuelta del camino; entonces me dirigí a un campo, y antes de proseguir mi marcha hacia casa eché un sueñecito bajo unos matorrales.

Pocos efectos tenía que llevarme a Londres, pues la mayor parte de los que poseía no estaban de acuerdo con mi nueva posición. Pero aquella misma tarde empecé a arreglar mi equipaje y me llevé muchas cosas, aunque estaba persuadido de que no las necesitaría al día siguiente; sin embargo, todo lo hice para dar a entender que no había un momento que perder.

Así pasaron el martes, el miércoles y el jueves; el viernes por la mañana fui a casa del señor Pumblechook para ponerme el nuevo traje y hacer una visita a la señorita Havisham. El señor Pumblechook me cedió su propia habitación para que me vistiera, y entonces observé que estaba adornada con cortinas limpias y expresamente para aquel acontecimiento. El traje, como es natural, fue para mí casi un desencanto. Es probable que todo traje nuevo y muy esperado resulte, al llegar, muy por debajo de las esperanzas de quien ha de ponérselo. Pero después que me hube puesto mi traje nuevo y me estuve media hora haciendo gestos ante el pequeño espejo del señor Pumblechook, en mi inútil tentativa de verme las piernas, me pareció que me sentaba mejor. El señor Pumblechook no estaba en casa, porque se celebraba mercado en una ciudad vecina, situada a cosa de diez millas. Yo no le había dicho exactamente cuándo pensaba marcharme y no tenía ningún deseo de estrecharle otra vez la mano antes de partir. Todo marchaba como era debido, y así salí vistiendo mis nuevas galas, aunque muy avergonzado de tener que pasar por el lado del empleado de la tienda y receloso de que, en suma, mi tipo resultase algo raro, como el de Joe cuando llevaba el traje de los domingos.

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