Grandes esperanzas (21 page)

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Authors: Charles Dickens

BOOK: Grandes esperanzas
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—Si pudiese lograr enamorarme de ti... ¿No te importa que te hable con tanta franqueza, teniendo en cuenta que ya somos antiguos amigos?

—¡Oh, no! —contestó Biddy—. No te preocupes por mí.

—Si pudiese lograr eso, creo que sería lo más conveniente para mí.

—Pero tú no te enamorarás nunca de mí —replicó Biddy.

Aquella tarde no me pareció eso tan imposible como si hubiésemos hablado de ello unas horas antes. Por consiguiente, observé que no estaba tan seguro de ello. Pero Biddy sí estaba segura, según dijo con acento de la mayor certidumbre. En mi corazón comprendía que tenía razón, y, sin embargo, me supo mal que estuviera tan persuadida de ello.

Cuando llegamos cerca del cementerio tuvimos que cruzar un terraplén y llegamos a un portillo cerca de una compuerta. En aquel momento surgió de la compuerta, de los juncos o del lodo (lo cual era muy propio de él) nada menos que el viejo Orlick.

—¡Hola! —exclamó—. ¿Adónde vais?

—¿Adónde hemos de ir, sino a casa?

—Que me maten si no os acompaño.

Tenía la costumbre de usar esta maldición contra sí mismo. Naturalmente, no le atribuía su verdadero significado, pero la usaba como su supuesto nombre de pila, sencillamente para molestar a la gente y producir una impresión de algo terrible. Cuando yo era pequeño estaba convencido de que si él me hubiese matado, lo habría hecho con la mayor crueldad.

A Biddy no le gustó que fuese con nosotros, y en voz muy baja me dijo:

—No le dejes venir. No me gusta.

Y como a mí tampoco me gustaba aquel hombre, me tomé la libertad de decirle que se lo agradecíamos, pero que no queríamos que nos acompañase. Él recibió mis palabras con una carcajada, se quedó atrás, pero echó a andar siguiéndonos, encorvado, a alguna distancia.

Sintiendo curiosidad de saber si Biddy sospechaba que él hubiese tenido participación en la agresión criminal de que mi hermana no pudo nunca darnos noticia, le pregunté por qué no le gustaba aquel hombre.

—¡Oh! —contestó mirando hacia atrás mientras él nos seguía cabizbajo—. Porque... porque temo que yo le gusto.

—¿Te lo ha dicho alguna vez? —pregunté, indignado.

—No —contestó Biddy mirando otra vez hacia atrás—, nunca me lo ha dicho; pero en cuanto me ve empieza a rondarme.

Aunque tal noticia era nueva para mí, no dudé de la exactitud de la interpretación de los actos y de las intenciones de Orlick. Yo estaba muy enojado porque se hubiese atrevido a admirarla, tanto como si fuese un ultraje hacia mí.

—Eso, sin embargo, no te interesa —dijo Biddy tranquilamente.

—No, Biddy, no me interesa, pero no me gusta ni lo apruebo.

—Ni a mí tampoco —dijo Biddy—, aunque a ti no te interese.

—Es verdad —repliqué—, pero debo decirte, Biddy, que tendría muy mala opinión de ti si te rondase con tu consentimiento.

A partir de aquella noche vigilé a Orlick, y en cuanto se presentaba alguna oportunidad para que pudiera rondar a Biddy, yo me apresuraba a presentarme para impedirlo. Había echado raíces en la fragua de Joe a causa del capricho que por él sentía mi hermana, pues, de lo contrario, yo habría intentado hacerle despedir. Él se daba cuenta de mis intenciones y correspondía a ellas, según tuve ocasión de saber más adelante.

Y como si mi mente no estuviera ya bastante confusa, tal confusión se complicó cincuenta mil veces más en cuanto pude advertir que Biddy era inconmensurablemente mucho mejor que Estella, y que la vida sencilla y honrada para la cual yo había nacido no debía avergonzar a nadie, sino que me ofrecía suficiente respeto por mí mismo y bastante felicidad. En aquellos tiempos estaba seguro de que mi desafecto hacia Joe y hacia la fragua había desaparecido ya y que me hallaba en muy buen camino de llegar a ser socio de Joe y de vivir en compañía de Biddy. Mas, de pronto, se aparecía en mi mente algún recuerdo maldito de los días de mis visitas a casa de la señorita Havisham y, como destructor proyectil, dispersaba a lo lejos mis sensatas ideas. Cuando éstas se diseminaban, me costaba mucho tiempo reunirlas de nuevo, y a veces, antes de lograrlo, volvían a dispersarse ante el pensamiento extraviado de que tal vez la señorita Havisham haría mi fortuna en cuanto hubiese terminado mi aprendizaje.

Si lo hubiese acabado ya, me habría quedado en lo más profundo de mis dudas, según creo. Pero no lo terminé, sin embargo, porque llegó a un fin prematuro, según se verá por lo que sigue.

CAPITULO XVIII

Eso ocurrió en el cuarto año de mi aprendizaje y en la noche de un sábado. En torno del fuego de
Los Tres Alegres Barqueros
habíase congregado un grupo que escuchaba atento la lectura que, en voz alta, hacía el señor Wopsle del periódico. Yo formaba parte de aquel grupo.

Habíase cometido un crimen que se hizo célebre, y el señor Wopsle estaba enrojecido hasta las cejas. Se deleitaba ante cada uno de los violentos adjetivos de la descripción y se identificaba con cada uno de los testigos de la instrucción del proceso. Con voz débil y quejumbrosa decía «¡Estoy perdido!», cuando se trataba de los últimos momentos de la víctima, y en voz salvaje gritaba: «¡Voy a arreglarte las cuentas!», refiriéndose a las palabras pronunciadas por el asesino. Explicó el examen de los médicos forenses imitando el modo de hablar del practicante del pueblo, y habló con voz tan débil y temblorosa al repetir la declaración del guarda de la barrera que había oído golpes, de un modo tan propio de un paralítico, que llegó a inspirarnos serias dudas acerca de la cordura de aquel testigo. El
coroner
, en manos del señor Wopsle, se convirtió en Timón de Atenas; el alguacil, en Coriolano. Él disfrutaba lo indecible y nosotros también, aparte de que todos estábamos muy cómodos y a gusto. En aquel estado mental agradable llegamos al veredicto de «asesinato premeditado».

Entonces, y no antes, me di cuenta de que un desconocido caballero estaba apoyado en el respaldo del asiento situado frente a mí y que observaba la escena. En su rostro se advertía una expresión de desdén y se mordía el lado de su enorme dedo índice mientras observaba el grupo de rostros.

—Perfectamente —dijo el desconocido al señor Wopsle en cuanto hubo terminado la lectura—, me parece que lo ha arreglado usted todo a su gusto.

Todos se sobresaltaron y levantaron los ojos como si aquel nuevo personaje fuese el asesino. Él miró a todos fría y sarcásticamente.

—Desde luego es culpable, ¿verdad? —dijo—. ¡Vamos, dígalo!

—Caballero —replicó el señor Wopsle—, aunque no tenga el honor de conocerle a usted, puedo asegurar que ese hombre es culpable.

Al oír estas palabras, todos recobramos el valor suficiente para unirnos en un murmullo de aprobación.

—Ya sabía que opinaría usted así —dijo el desconocido—, y de ello estaba convencido de antemano. Pero ahora quiero hacerle una pregunta: ¿sabe usted o no que la ley de Inglaterra presupone que todo hombre es inocente, a no ser que se pruebe sin duda alguna que es culpable?

—Caballero —empezó a decir el señor Wopsle—, como inglés que soy, yo...

—¡Alto! —replicó el desconocido mordiendo de nuevo su índice—. No se salga usted por la tangente. O está usted enterado de eso o lo desconoce. ¿Qué contesta?

Estaba con la cabeza inclinada a un lado, y pareció arrojar su dedo índice al señor Wopsle, como si quisiera señalarlo, antes de repetir la acción.

—Vamos, conteste —dijo—. ¿Está usted enterado de eso o no?

—Ciertamente estoy enterado —replicó el señor Wopsle.

—Lo sabe sin duda alguna. ¿Por qué no lo dijo de antemano? Ahora voy a hacerle otra pregunta —añadió tomando posesión del señor Wopsle como si tuviese algún derecho sobre él—. ¿Sabe usted ya que a ninguno de esos testigos se les ha interrogado de nuevo?

El señor Wopsle empezó a murmurar:

—Yo solamente puedo decir...

Pero el desconocido le interrumpió:

—¿Cómo? ¿Quiere usted contestar a la pregunta o no? En fin, pruébelo otra vez —añadió señalándole de nuevo con el dedo—. Fíjese en lo que diga. ¿Está usted enterado o no de que no se han hecho repreguntas a los testigos? No quiero que me conteste más que sí o no.

El señor Wopsle vaciló, y nosotros empezamos a tener una pobre idea de él.

—Espere —añadió el desconocido—. Voy a ayudarle.No lo merece usted, pero lo haré. Fíjese en el papel que tiene en las manos. ¿Qué es?

—¿Qué es? —repitió el señor Wopsle mirándolo sin comprender.

—¿Es —prosiguió el desconocido, con acento sarcástico y receloso— el periódico que acaba usted de leer?

—Lo ignoro.

—Sin duda alguna. Ahora fíjese en lo impreso y vea si expresa con claridad que el acusado dijo que sus consejeros legales le dieron instrucciones concretas para que se reservara su defensa.

—Acabo de leerlo.

—Nada importa lo que acaba usted de leer, caballero. No le pregunto qué acaba de leer. Si le da la gana, puede leer al revés el padrenuestro, y tal vez lo ha hecho usted antes de hoy. Fíjese en el periódico. No, no, amigo mío, no en lo alto de la columna. Es usted ladino. Al final, al final. —Todos empezamos a creer que el señor Wopsle era hombre amigo de los subterfugios—. Bien. ¿Lo ha encontrado ya?

—Aquí está —dijo el señor Wopsle.

—Ahora lea usted y dígame si expresa con claridad o no que el preso dijo haber sido instruido por sus consejeros legales para que se reservara su defensa. ¿Lo ha encontrado? ¿Lo entiende claramente?

—No son éstas las palabras exactas —observó el señor Wopsle.

—¿Que no son las palabras exactas? —repitió amargamente el caballero—. Pero ¿es exacto el sentido?

—Sí —confesó el señor Wopsle.

—Sí —repitió el desconocido mirando alrededor de él a todos los reunidos y con la mano extendida hacia el testigo Wopsle—. Y ahora pregunto a ustedes qué me dicen de la conciencia de un hombre que, con este párrafo ante sus ojos, es capaz de dormir sobre su almohada después de haber llamado culpable a un hombre sin oírle.

Todos empezamos a sospechar que el señor Wopsle no era el hombre que habíamos creído y que ya íbamos dándonos cuenta de sus defectos.

—Y ese mismo hombre, recuérdenlo —prosiguió el caballero, señalando al señor Wopsle con su índice—, ese mismo hombre podría haber sido nombrado jurado en este juicio, y, después de pecar, volvería satisfecho al seno de su familia y apoyaría la cabeza en la almohada, eso después de jurar que examinaría lealmente el caso pendiente entre nuestro soberano, el rey, y el preso del banquillo, y que pronunciaría un veredicto justo, de acuerdo con las evidencias que se le ofrecieran, para que Dios le ayudase luego por su rectitud.

Todos estábamos profundamente persuadidos de que el desgraciado Wopsle había ido demasiado lejos, y que, siendo aún tiempo, haría mejor en detenerse en su atolondrada carrera.

El extraño caballero, con aire de autoridad indiscutible y en apariencia conocedor de algo secreto acerca de cada uno de nosotros, algo que aniquilaría a cada uno si se decidía a revelarlo, dejó el respaldo de su asiento y se situó entre los dos bancos, frente al fuego, en donde permaneció en pie. Se metió la mano izquierda en el bolsillo, en tanto que continuaba mordiendo el índice de la derecha.

—A juzgar por los informes recogidos —dijo mirando alrededor mientras lo contemplábamos acobardados—, tengo razones para creer que entre ustedes hay un herrero llamado José, o Joe, o Gargery. ¿Quién es?

—Soy yo —contestó Joe.

El extraño caballero le hizo seña de que se acercase, cosa que hizo Joe.

—¿Tiene usted un aprendiz —prosiguió el desconocido— comúnmente llamado Pip?

—¡Aquí estoy! —exclamé.

El caballero no me reconoció, pero yo sí recordé que era el mismo a quien encontrara en la escalera, en mi segunda visita a casa de la señorita Havisham. Le reconocí desde el primer momento en que le vi, y ahora que estaba ante él, mientras me apoyaba la mano en el hombro, volví a contemplar con detenimiento su gran cabeza, su cutis moreno, sus ojos hundidos, sus pobladas cejas, su enorme cadena de reloj, su barba y bigote espesos, aunque afeitados, y hasta el aroma de jabón perfumado en su enorme mano.

—He de tener una conversación particular con ustedes dos —dijo después de haberme examinado a su placer—. Emplearemos unos instantes tan sólo. Tal vez sera mejor que nos vayamos a su casa. Prefiero no anticipar nada aquí; luego lo referirán todo o algo a sus amigos, según les parezca mejor; eso no me importa nada.

En absoluto silencio salimos de
Los Tres Alegres Barqueros
y, sin despegar los labios, nos dirigimos a casa. Mientras andábamos, el extraño desconocido me miraba con mucha atención y a veces se mordía el borde de su dedo índice. Cuando ya estábamos cerca de casa, Joe, creyendo que la ocasión era, en cierto modo, importante y ceremoniosa, se anticipó a nosotros para abrir la puerta. Nuestra conferencia tuvo lugar en el salón, que alumbraba débilmente una bujía.

Ello empezó sentándose el desconocido a la mesa; acercándose la bujía y consultando algunas notas en un libro de bolsillo. Luego dejó éste a un lado y miró en la penumbra a Joe y a mí, para saber dónde estábamos respectivamente.

—Mi nombre —empezó diciendo— es Jaggers, y soy abogado de Londres. Soy bastante conocido. Tengo que tratar con ustedes un asunto nada corriente, y empiezo por decir que en ello no he tomado ninguna iniciativa. Si se hubiese pedido mi consejo, es lo más probable que no estuviera aquí. No me preguntaron nada, y por eso me ven ante ustedes. Voy a limitarme a hacer lo que corresponde al que obra como agente de otro. Ni más ni menos.

Observando que no podia vernos muy bien desde donde estaba sentado, se levantó, pasó una pierna por encima del respaldo de la silla y se apoyó en ella, de manera que tenía un pie en el suelo y el otro sobre el asiento de la silla.

—Ahora, Joe Gargery —dijo—, soy portador de una oferta que le librará de ese muchacho, su aprendiz. Supongo que no tendrá usted inconveniente en anular su contrato de aprendizaje a petición suya y en su beneficio. ¿Desea usted alguna compensación por ello?

—¡No quiera Dios que pida cosa alguna por ayudar a Pip! —exclamó Joe, muy asombrado.

—Esta exclamación es piadosa, pero de nada sirve en este caso —replicó el señor Jaggers—. La cuestión es: ¿quiere usted algo?, ¿necesita usted algo?

—A eso he de contestar —dijo Joe severamente— que no.

Me pareció que el señor Jaggers miraba a Joe como si fuera un tonto por su desinterés, pero yo estaba demasiado maravillado y curioso para que pueda tener la seguridad de ello.

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