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Authors: Josep Montalat

Goma de borrar (9 page)

BOOK: Goma de borrar
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CAPÍTULO 4

La fiesta de Gunter

El martes, ya plenamente recuperado del fin de semana, estuvo todo el día pensando en Mamen, recordando la intensa noche de sexo que había tenido con ella. Más tarde, la llamó para desearle un feliz viaje y estuvieron prometiéndose amor eterno hasta que se le terminaron las monedas. Iba a estar un mes sin verla, y aunque la iba a echar de menos, pensó que lo mejor para su ánimo era centrarse en la rutina del restaurante. Sin embargo, unos días más tarde, evocando la relación que había tenido con Ruth María en Canarias, y la firme propuesta que se había hecho de no volver a tomarse nunca más una relación demasiado en serio, pensó que quizás fuera conveniente proseguir sus habituales salidas nocturnas por la zona, teniendo a Mamen segura en Irlanda. Así que el viernes, pese a que le intimidaba volver a encontrarse con Azucena, debido a su incorrecto proceder en la última noche en que se vieron, decidió asistir a la fiesta de cumpleaños de Gunter. Por la tarde, le habló a David de la invitación que le había hecho el alemán y su amigo se ofreció a acompañarlo.

Procuraron cerrar temprano e hicieron lo habitual: ducharse en el apartamento de Cobre, vestirse, tomar un gin-tonic para empezar a animarse, al tiempo que preparaban sobre la mesa del comedor una buena raya de cocaína antes de salir en dirección a la discoteca el Girasol.

Era una bonita y calurosa noche. Nada más llegar, percibieron que Gunter tenía amigos de un nivel bastante elevado, muy por encima del mar, económicamente hablando, ya que había muchos descapotables aparcados en los alrededores, entre los que destacaban varios Porsches y un Masserati. En la entrada, habían colocado unas antorchas encendidas, y junto a la puerta vieron un Ferrari Testarossa y se quedaron observando detenidamente aquel potente «imán de chochos» de color rojo antes de dirigirse hacia el portero.

—Lo siento. Esta noche hay una fiesta privada —les anunció.

—Nos ha invitado Gunter —dijo Cobre.

La palabra «Gunter» pareció ser la clave que les franqueó la entrada. A diferencia de la última vez, Cobre constató que en la discoteca predominaba la gente mayor. Caminaron unos pasos y un camarero les ofreció en una bandeja una copa de champán. Con la bebida en una mano y un cigarrillo en la otra, atravesaron la pista de baile, que estaba ya muy animada, y se dirigieron hacia la terraza interior del local en busca del anfitrión. Había mucha gente hablando de pie y sentados en las sillas de mimbre, formando distintos grupos al más puro estilo Ferrero Rocher. No todos eran extranjeros, y eso les tranquilizó. Calcularon que habría unas cuatrocientas personas y especularon con el elevado importe que debía haber costado la celebración. Al fondo de la terraza, en unas mesas montadas con unos manteles blancos, había una gran variedad de canapés y de aperitivos. Detrás, una barra que no recordaba haber visto abierta la primera noche que estuvo allí, con un camarero sirviendo bebidas. Con cierta inquietud, Cobre buscaba con la mirada a Azucena. No la vio. Sí localizó, sin embargo, a Gunter, de pie, en medio de la terraza, vestido todo de blanco, hablando con un hombre de su misma edad, de raza germánica, enorme, valga la redundancia. Se acercaron y reconoció a Cobre.

—Ah!…Cobra… amigooo —lo saludó muy alegre, dándole la mano mientras le sonreía.

—Cobre —rectificó.

—¡Ah!… Sí… Cobreee… amigooo —dijo ahora Gunter, visiblemente animado por la bebida.

Cobre lo felicitó por su cumpleaños y David y Gunter se dieron la mano. El alemán comentó algo a su interlocutor. Por lo que Cobre entendió, le habló del accidente que habían tenido y el hombre se rio con él. Luego lo presentó. Se trataba de un primo suyo que había llegado expresamente aquella tarde para la fiesta en su avioneta privada. Gunter los invitó a tomar un aperitivo señalando el fondo de la terraza, mientras él se quedó hablando con su monumental primo, que era la muestra palpable de que la grasa se expande llenando cualquier ropa.

—Menuda fiesta ha montado —comentó David, tomando un canapé de un plato—. Además hay buenas chachis —agregó, señalando a dos chicas extranjeras que entraban en unos servicios cercanos.

Se quedaron mirándolas y vieron cómo tras ellas salían dos hombres de unos cuarenta años, extranjeros sin duda alguna, y uno de ellos se restregaba la nariz con un pañuelo.

—Creo que han tomado coca —comentó Cobre.

—Yo he pensado lo mismo —opinó David—. El que lleva la camisa negra a rayas lo tengo visto de por aquí. Es holandés y alguien me comentó que trafica con muy buen material.

Se quedaron tomando canapés hasta que decidieron ir a la pista de baile. Pasaron junto a Gunter y Cobre se detuvo.

—Todo excelente. Gracias por la invitación.

—¡Fiestaaaa! —les respondió el anfitrión, alzando la copa.

—¡Fiestaaaa! —le imitó Cobre, brindando con él, antes de seguir su camino junto a su amigo, mientras el alemán se insuflaba la copa de un solo trago.

—Espera… yo … mujer —dijo Gunter, al tiempo que se giraba y hablaba a una señora que se encontraba de espaldas a él, una mujer alta y delgada, ataviada con un vestido largo de color rojo que Cobre supuso de diseño—. Petra…
meine Frau
(«Petra... mi mujer.»)—habló en alemán, dando a entender que se trataba de su esposa.

La mujer sonrió ofreciendo su mano. Cobre se la cogió como había hecho Gunter la noche del accidente en que le conoció junto a Azucena.

—Encantado —dijo besándosela, al tiempo que David atinó simplemente a estrechar su mano.

Ella le dijo algo en alemán que no comprendió, y en francés le preguntó por su nombre.

—Cobre. Me llamo Cobre —respondió él.

—Soy francesa…
mais je…
hablo un poca español. ¿Gusta fiesta? —le preguntó con mucho acento.


Oui, madame
. Es una fiesta muy agradable.


Merci. Tu aimes l’ambiance?
(«Gracias. ¿Te lo pasas bien?»)


Oui, madame, merci
—contestó, aunque no había entendido del todo la pregunta.

La mujer se excusó y se giró hacia sus amistades, que conversaban en alemán animadamente. A Cobre le resultó simpática, parecía que había bebido bastante pues le brillaban los ojos, enmarcados por unas largas pestañas, sin duda postizas, dado que «saltaban a la vista», por decirlo de alguna forma.

Se dirigieron hacia la repleta pista de baile, en la que encontraron a gente más joven de la que estaba sentada en la terraza. Ahí en la pista tampoco vio a Azucena y dedujo, aliviado, que no había venido a la fiesta. Mientras, un chico al que no conocía se situó detrás de David y le tapó los ojos con sus manos.

—¡Ostras, Santi!, ¡qué sorpresa! —dijo David reconociéndolo al girarse—. ¡Diez años sin verte y apareces por aquí!

—Sí, tío, ya ves —respondió el chico—. Mi novia conoce a la mujer del alemán este que organiza la fiesta.

—¡Ah! Nosotros también conocemos al alemán, a Gunter. Así que tienes novia. Casi no me lo creo de ti, con lo tonto que eras —dijo David.

—Joder tío, no te pases —exclamó, ofendido.

—Bueno, es un decir —se excusó presentándolo a Cobre que permanecía pendiente.

—Mi novia está ahí. —señaló a una chica rubia, con el pelo lacio, que bailaba en la pista.

—¿Cuál? ¿Esa rubia? —dijo David.

—Sí, la que lleva la blusa azul celeste.

—Ostras, no me lo puedo creer, ahora sí que me dejas frito. Pero si está muy buena.

—Pero bueno, tío, ¿qué te crees? —dijo Santi, mosqueado.

—Nada, coño, sólo que no pensaba que salieras con una chica así —volvió a decir David espontáneamente—. Es broma, hombre, pero que conste que está muy buena.

—Pues ya ves, tío. ¿Y tú qué, tienes novia?

—Sí, digamos que sí.

—Y qué, ¿está buena? —se interesó Santi.

—A mí me gusta.

—Pero ¿está buena buena o simplemente bien? —Su conversación era estúpida. Cobre lo escuchaba pensando dónde debería hacer la donación para su pronta recuperación y, como estaba ya sin bebida, se excusó y fue hacia la barra interior a pedir un gintonic. Al regresar, la chica rubia estaba con ellos y su presencia lo estimuló a acercarse.

—Marta, mi novia —le presentó Santi a la chica—. Perdona, no recuerdo tu nombre...

—Cobre —respondió, y dijo, dirigiéndose a la chica—: Encantado, Marta. —y tomó su mano y la besó como había hecho antes con la mujer de Gunter. Santi se mostró extrañado.

—Caray, qué chico más educado —dijo ella, sonriéndole.

Cobre le preguntó entonces a Marta cómo conocía a la mujer de Gunter y la chica le explicó que su madre era alemana y se conocían de pequeñas, que en la tienda que tenía en Barcelona pertenecía a la nobleza alemana; tenía el título de barón, aseguró, y estaba emparentado con una familia muy importante de la zona de Babiera, los Wittelstach. Cobre les explicó cómo había conocido a Gunter, refiriéndoles lo del accidente de coche. Se rieron mucho con lo de «Fiestaaaa» y Marta dijo que lo imitaba muy bien. La chica regresó a bailar a la pista y ellos se quedaron hablando y bebiendo. Santi mencionó de pasada el tema de la cocaína.

—¿Quieres una rayita? —le invitó David captando que también tomaba.

—¿Tienes? Joder tío, qué guay —dijo Santi, contento.

—Yo también voy a hacerme una. ¿Vamos los tres? —sugirió Cobre.

—Ve tú primero y las preparas —propuso David—. Toma mi papela. Coge de ahí. Nosotros vamos en unos minutos, si te parece.

Mientras Cobre se dirigía a los servicios, su amigo explicó la estrategia a Santi.

—De coña, tío. Qué bien que nos hayamos encontrado —dijo Santi, dando un ligero golpe en el hombro de su amigo—. Un día quedamos para cenar con nuestras novias. ¿Qué te parece? —propuso.

Apuntaron los teléfonos y se dirigieron a los lavabos. Sobre la tapa estaban preparadas sus dos raciones.

Al regresar a la pista, encontraron a Gunter, Petra y sus amigos bailando como bantúes enloquecidos. Todos iban bastante bebidos. Gunter cogía de la mano a las chicas y las obligaba a bailar. Petra y otros alemanes también tiraban de gente hacia la pista. Marta fue una de las elegidas y ella por su parte tiró de Santi y éste de David.  Mucha gente bailaba ahora atolondradamente y Cobre, temiendo verse involucrado, se quedó observando el bailoteo desde fuera y de pronto vio aparecer a Gunter.

—Fla, ta, fla, flo, fla —le masculló.

—¿Qué? —le preguntó Cobre sin entender nada.

El alemán, visiblemente colorado y muy nervioso, gesticulaba señalándose la boca y Cobre vio que no llevaba la dentadura puesta.

—Jondia —dijo casi sin poder reprimir la risa, pero prestando atención a lo que el extranjero intentaba decirle.

Casi sin poder vocalizar, con muchos gestos y con la cara muy marcada por el susto, entendió que la dentadura se le había caído dentro, en la pista y le pedía ayuda para encontrarla mientras él se iba hacia los servicios, al fondo de la terraza. Cobre entró en el interior del local y empezó a mirar al suelo, vio a David bailando y lo atrajo hacia él para explicarle lo sucedido, aunque con la potencia de la música su amigo no le comprendió. Entonces acercó el rostro a su oreja y medio riendo dijo:

—Gunter ha perdido su dentadura.

—¿A Gunter se le ha puesto dura? —entendió su amigo asombrado, al tiempo que él se partía el culo de risa.

Serenó su risa y le repitió:

—A Gunter se le ha caído la dentadura —le dijo señalándose sus dientes—. Lleva dentadura postiza y se le ha caído bailando.  

David se rio con él y luego se pusieron a mirar al suelo, mientras la gente seguía bailando sin percatarse de nada. Cobre se acercó más a la pista, parecía un pasmado, ahí quieto, de pie, con su vista escrutando los pies de la gente que a su lado seguía moviéndose al compás de la música dándole golpes sin querer. En un instante, le pareció ver algo que podía ser la dentadura y sin dejar de mirarlo fue hacia ello, pero un poco antes de alcanzarlo, el pie de una mujer empujó el objeto hacia otro lado. Ya no lo veía. Se fue hacia donde supuso que había ido a parar, y allí se agachó pero no vio nada, sólo la multitud de pies moviéndose. Nuevamente, algo se deslizó próximo a él y fue a chocar contra la pared donde estaba la cabina del discjockey, junto a unas chicas jóvenes que contemplaban alegres el baile. Se fue hacia allá. Con señas, les indicó que se apartasen para mirar junto a sus pies. Las dos extranjeras, extrañadas, se movieron del sitio, observándolo. Él se agachó, y con la ayuda de la luz del mechero encendido miró la especie de hendidura que había bajo el mueble de la cabina del discjockey, y con la otra mano alcanzó a notar el extraño tacto de la dentadura. La cogió, mientras las chicas lo observaban con curiosidad. Se incorporó, con los dientes en la mano. Una de ellas, al verlos, se apartó asustada y se cogió a su amiga.

—No muerde, es muy cariñosa —les dijo Cobre, mostrando la dentadura de Gunter en la palma de su mano, al tiempo que ellas sin entender lo que les decía, se apartaban de él riéndose.


Zähne?
(«¿Unos dientes?») —dijo una de la chicas en alemán, mirándolos con extrañeza.

Cobre les acercó la dentadura.

—¡Ahgg! —Se apartaron con cara de asco.

Fue hacia David, que seguía con la vista buscando en el suelo.

—Ya la tengo —le dijo, mostrándosela.

—Ostras, qué cosa...

La dentadura estaba realmente muy sucia. Cobre se fue con ella en dirección a los servicios y al llegar gritó el nombre de Gunter. El alemán, con cara de susto, salió de uno de los baños y él le mostró los dientes. El hombre cogió la dentadura, la miró bien y fue a limpiarla con agua debajo del grifo durante un buen rato. Luego volvió a contemplarla con detenimiento. Al ver que no estaba rota se enjuagó la boca también con agua y se la colocó con destreza. Seguidamente la mostró al espejo en una perfecta pose de anuncio Profident. Satisfecho, se giró hacia Cobre.

—Amigoooo.
¡Danke!
(«Amigo. ¡Gracias!») —agradeció visiblemente contento, abrazándolo fuertemente—. ¡Ah! Amigooo
¡Danke! ¡Danke schön!
—repitió sin soltarlo.

—De nada, amigo. Ya, ya —le decía él, notando la presión que ejercía con su cuerpo.


Mein Freund,
Cabraaa… Cobraaa («Mi amigo, Cabra... Cobra.») —dijo, mirándolo con cariño.

—Fiestaaaa —dijo Cobre sonriéndole, intentando distender el agradecido ánimo del alemán.


Ja…
Fiestaaa —respondió Gunter emocionado, volviéndolo a abrazar, feliz como un regaliz al haber recuperado sana y salva su preciada dentadura.

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