Gente Letal (18 page)

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Authors: John Locke

BOOK: Gente Letal
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Lo que quedaba parecía sacado de una zona de guerra, con cadáveres y extremidades por todas partes. De vez en cuando brotaban llamaradas que indicaban dónde habían quedado seccionadas las tuberías del gas. Se oían gritos procedentes del interior, pero sin duda la inmensa pared de calor sofocante dificultaría el rescate.

Empezaron a congregarse vecinos, turistas e incluso vagabundos que corrían a curiosear. Vi a un mendigo con un par de botas bastante decente que se me acercaba, saqué un billete de cincuenta de los vaqueros y le hice un rápido trueque. Mientras me ataba las botas del indigente levanté la vista hacia el tejado: ¿cuánto tiempo podía aguantar allí arriba, desafiando la gravedad?

No era momento para heroicidades, me dije; si no me hubiera sentido directamente responsable de la destrucción generalizada y la pérdida de vidas, quizá me habría marchado. En cambio, respiré hondo y me adentré en las ruinas humeantes. Mientras mis ojos se acostumbraban al hollín y al calor, eché un vistazo al escenario de la matanza y decidí que en el lado derecho del perímetro de la explosión era donde había más posibilidades de encontrar supervivientes.

Haciendo caso omiso de la tambaleante estructura de la cubierta allá arriba, fui avanzando entre los escombros. Al cabo de unos segundos distinguí el torso de un hombre mayor cubierto de hollín. Busqué el pulso, pero no tenía. En esas situaciones hay que actuar con rapidez y aplicar los esfuerzos donde puedan ser más productivos.

Tenía que centrarme en los supervivientes.

Seguí penetrando en las ruinas y pasé de largo ante los cadáveres retorcidos que distinguía. Dado que no podía tocar la mayoría de las superficies por estar demasiado calientes o afiladas, dediqué unos segundos a buscar algo para envolverme las manos. Me arreglé con unas tiras de restos de cortina y al cabo de un momento ya estaba apartando muebles rotos y retirando losas de hormigón para inspeccionar las humeantes bolsas de aire formadas debajo.

Encontré a un chico inconsciente y con graves quemaduras tendido bajo una cama que se había volcado y le había salvado la vida. A su lado había una chica, seguramente su hermana mayor, que no había tenido tanta suerte. Saqué al chaval del hotel y lo dejé en la arena, en una zona despejada. Enseguida se acercó gente para ayudar.

—Que Dios se lo pague —me dijo una señora.

Asentí y volví a entrar en busca de más gente.

Algunos de los curiosos congregados se animaron a ayudar. Mejor que nada, me dije, aunque los estragos eran impresionantes y los espontáneos no sabían muy bien qué hacer. Algunos entraron con suela de goma y salieron precipitadamente al darse cuenta de que se les derretía el calzado.

Seguí trabajando y logré dejar al descubierto varios cadáveres, pero no supervivientes. De repente apareció Quinn cargado con dos niños, uno en cada brazo, los dos desfigurados con heridas horripilantes, pero vivos. Alguien lo señaló y chilló al verle la cara, al creer que se había quemado de resultas de la explosión. Nos miramos y tras un rápido gesto de coordinación proseguimos la búsqueda.

Al poco rato llegaron la policía y los bomberos y gritaron que despejáramos la zona. Quinn y yo iniciamos la retirada entre la masa de gente concentrada en el lugar donde, apenas quince minutos antes, se había alzado majestuoso uno de los principales hoteles de lujo del sur de California.

—¿Ha sido la puta? —preguntó Quinn.

—Pues sí.

—¿Adrede?

Lo mismo me había planteado yo mientras buscaba supervivientes entre los restos de la explosión. No me había parecido capaz de volar todo un edificio, aunque sin duda sí lo era de ocultar una bomba en mi habitación.

El móvil de Quinn pitó al recibir un mensaje de texto. Lo leyó en silencio, moviendo los labios.

—Coop la ha seguido hasta su casa —informó.

—Mándale un SMS para pedirle la dirección. Dile que no se mueva hasta que lleguemos. Si Jenine sale que la siga, pero que nos mantenga al tanto.

Quinn me miró con más mala leche que una puta de gueto adicta al crack.

—¿Tú has visto estos dedos? —preguntó—. ¿Sabes cuánto tiempo tardaría en escribir todo eso en este teclado?

Echamos a andar. Quinn llamó a Coop y le dio las instrucciones. También le pidió que encargara una limusina a una compañía de por allí y le dijo dónde recogernos. Como los coches no se movían, tendríamos que andar más de un kilómetro hasta dejar atrás el atasco.

Alrededor, las unidades móviles de las televisiones se instalaban precipitadamente para transmitir en directo. Los periodistas aleccionaban a los testigos y los preparaban para su gran momento ante las cámaras de los noticiarios. Las sirenas aullaban por todas partes. Por encima de nuestras cabezas, las ruidosas aspas de los helicópteros rebanaban el cielo.

—¿Cómo la habrá hecho estallar? —preguntó Quinn—. ¿Con un móvil?

—Me imagino —respondí—. O a lo mejor ella sólo colocó la bomba y de la detonación se encargó otro.

Una multitud de personas corría en dirección contraria a la nuestra, abriéndose paso para conseguir los mejores puntos de observación del drama que se desplegaba ante sus ojos. Turistas traumatizados dirigían cámaras de fotos y de vídeo al escenario de la carnicería y me estremecí al pensar que aquellas escenas escabrosas se reproducirían hasta la saciedad en los informativos. Los locutores especularían y discutirían y los políticos de ambos partidos se señalarían mutuamente con dedo acusador.

—¿Alguna idea de por qué ha esperado tanto para detonar el artefacto? —pregunté.

Lo pensó unos segundos antes de contestar.

—Puede que me haya visto desde la terraza.

Recordé que había sonreído de forma extraña al llegar a la habitación, como si hubiera detectado algo fuera. ¿Quizá por eso aquella sonrisa? ¿Por Quinn? ¿Acaso lo conocía? En ese caso, la infiltración de los terroristas en nuestra organización era más profunda de lo que había supuesto.

—¿Te vio detrás del hotel y luego te reconoció en el coche? —dije—. No encaja.

—No. Cuando salió por la entrada principal del hotel nos quedamos atascados por culpa del tráfico. Le dije a Coop que siguiera la señal y yo me apeé para ir tras la chica a pie. ¡Debió de verme bajar del coche, porque salió pitando como un cerdo envenenado!

—¿Y no pudiste alcanzarla? ¡Pero si la chiquilla está en los huesos!

—Corre como Callie —se defendió Quinn.

—Nadie corre como Callie —corregí—, pero me hago una idea de lo que quieres decir.

—Cuando la perdí pasaba por delante de una pastelería Krispy Kreme Doughnuts. Luego oí el petardo y volví corriendo como un loco.

—Pero ¿a qué distancia estabas, a dos manzanas? Tampoco es que hayas corrido mucho.

—Oye, que con mi tamaño dos manzanas son como una prueba olímpica.

—Total, que Coop siguió la señal con el coche y tenemos la dirección a la que fue la chica —resumí, convencido de que me merecía una palmadita en la espalda por haber colocado un rastreador en el bolso de Jenine.

—Puede que nos cueste un rato llegar hasta allí —apuntó Quinn.

Tenía razón. Al final la limusina tardó una hora en aparecer y veinte minutos más en salir del atasco. Tras lo que me pareció una eternidad dimos en Vista Creek Drive con la minúscula casa hasta la que Coop había seguido a Jenine, dividida en dos niveles y con la pintura amarilla desconchada. El coche estaba aparcado a una manzana de distancia e indicamos a nuestro conductor que se detuviera una calle antes. Desde allí enviamos una señal a Coop y esperamos a que nos la devolviera. No hubo respuesta, por lo que se había quedado dormido o...

Estaba muerto. Lo comprendimos en cuanto vimos el agujero de bala en la ventanilla del conductor. Le habían pegado un tiro desde el ángulo muerto. Justo detrás de la oreja izquierda. Tenía la cabeza hundida y la barbilla apoyada en el esternón. Había sangre por todas partes. Quinn abrió la puerta y le levantó la cabeza.

—¿Qué es eso que hay en el agujero? —preguntó.

No me hacía ninguna gracia acercar tanto la cara a la del pobre Coop, pero Quinn estaba en lo cierto; del orificio producido por la bala sobresalía algo. Resultó ser el rastreador que le había metido en el bolso a Jenine.

Quinn dio un paso atrás, se incorporó para recuperar toda su estatura y miró hacia la casa.

—¿Tú qué crees que vamos a encontrarnos dentro?

—El cadáver de la chica —aventuré.

—Suerte que el conductor de la limusina no ha visto esto —comentó—. Podría haberse acojonado.

—¿Me lo dices o me lo cuentas?

—Lo que te cuento es que me da que esa frasecita la has sacado de esa tal Kathleen.

—Y yo te cuento que así es.

28

Entramos en la casa y enseguida vimos dos cadáveres envueltos en un plástico grueso. Se trataba de dos jovencitas atractivas y una de ellas era Jenine. La otra me sonaba de algo. Podría haber sido cualquiera, pero como había dos dormitorios se me ocurrió que era la compañera de piso.

Aparte de eso no encontramos nada más en toda la casa.

Ni muebles, ni platos, ni cazuelas, ni sartenes, ni cubiertos. Ni fregona, ni escoba, ni productos de limpieza, ni vasos desechables, ni papel higiénico. Ni ordenadores, ni impresoras, ni teléfonos, ni fotografías ni papel de ningún tipo. Era desconcertante. Limpiar una casa entera de tantas pruebas en un lapso de tiempo tan corto, aunque se tratara de una casa tan pequeña como la de Jenine, habría requerido un equipo amplio y experimentado. Aquellos tíos eran profesionales consumados. Uno o más pistoleros habían liquidado a tres personas mientras todo un dispositivo de limpiadores esperaba para entrar en escena.

En la nevera había dos botellas de agua precintadas.

—¿Para nosotros? —preguntó Quinn.

—Por lo visto.

—¿Crees que estarán envenenadas? —se planteó Quinn mientras iba por una.

—Pues sí.

—¿Y ahora qué hacemos? ¿Hablamos con los vecinos?

No me pareció buena idea. Seguro que alguien habría visto a Coop muerto antes de nuestra llegada y habría llamado a la policía. Por suerte para nosotros, casi todos los agentes estarían en el hotel o de camino hacia allí. Debían de haber mandado alguna unidad, pero se habría quedado atrapada en el atasco. De todos modos, supuse que no nos quedaba mucho tiempo.

—¿Llevas un portátil en el equipaje? —pregunté.

—Sí.

—Vámonos de aquí a buscar un sitio con wifi.

—¿Y qué pasa con el agua? ¿Se la dejamos a la pasma?

—No habrá huellas en las botellas, pero, en fin, no vaya a ser que un novato se la beba y la palme...

Las abrimos, las vaciamos en el fregadero y nos las llevamos a la limusina.

Al llegar a Starbucks, Quinn se quedó con el conductor y yo entré con su móvil y su ordenador. Mi primer objetivo era la página web en la que había descubierto el anuncio de Jenine. Recordaba haber visto a muchas chicas y con suerte algunas serían de la zona. En caso de encontrarlas, mi idea era ponerme en contacto con ellas para ver si conocían a Jenine. Si todo salía bien, alguna me daría una pista que seguir.

En la página había dos chicas de Santa Mónica, Star y Paige. Star no iba a decirme nada, porque al verla reconocí al otro cadáver de casa de Jenine.

Telefoneé a Paige y me salió su servicio de recepción de mensajes. Dejé dicho que me llamara lo antes posible. Luego salí a la calle, subí al asiento delantero del coche y me puse a esperar. Miré a Quinn y traté de no sonreír. En momentos así (su corpachón apretujado en el asiento trasero, con las rodillas encogidas, la cabeza agachada y los hombros encorvados) me daba cuenta del esfuerzo que costaba ser como él. Era tan grandullón que apenas cabía en un coche espacioso.

—Lo que has hecho antes en el hotel ha estado muy bien —le dije—. Has salvado a media docena de personas.

—Me he puesto a conciencia —contestó, encogiéndose de hombros.

Más adelante nos enteraríamos de que el personal del hospital más cercano trabajó durante días para atender a los heridos y de que muchos de los ingresados cadáver estaban tan calcinados que no fue posible identificarlos. El cómputo inicial de víctimas mortales fue de ciento once, pero al cabo de una semana ya habían superado las ciento cincuenta.

Sonó el teléfono y contesté.

—Hola, soy Paige.

—Tienes una voz preciosa —comenté.

—Ja, ja. Pues a lo mejor deberíamos limitarnos a hablar por teléfono. Por si acaso.

—Pero ¿qué dices? Si ya te he visto en foto.

—Ah —dijo—. ¿Y qué tenías pensado?

—Tenía la esperanza de que pudiéramos vernos para tomar un café, quizá charlar un rato y conocernos. Si somos compatibles, podemos ver qué más.

—Normalmente recibo una donación de quinientos dólares por hora.

—Si te plantas aquí en menos de una hora, te doy el doble.

—Oye, no te molestes, pero ¿tienes algún tipo de vinculación con las fuerzas del orden?

—Pues no. ¿Y tú?

—No —contestó, y rio otra vez—, pero hace unos añitos interpreté a una guardia de tráfico cañón en una obra de teatro del colegio.

—No estaría mal que volvieras a hacer ese papel alguna vez —repliqué, tratando de adivinar adónde quería ir a parar con aquel comentario y preguntándome si sus clientes habituales decían estupideces semejantes.

—Aún tengo el uniforme por ahí. Si quieres cuando llegue lo hablamos —susurró—. Eres un tío divertido; lo noto. ¿Dónde quieres que nos veamos y cómo puedo reconocerte cuando llegue?

Se lo dije y colgué. Luego le conté a Quinn que Paige me había considerado divertido. Hizo una mueca de resignación.

Paige era muy resultona, pero no parecía aspirante a actriz. Tampoco parecía puta, la verdad. En realidad me hizo pensar en un ama de casa acomodada. Precisamente era eso. Le entregué el sobre, lo cogió discretamente y se lo metió en el bolso. Se excusó para ir al lavabo.

—Es más de lo que habíamos acordado —comentó al regresar—. ¿Querías reservar más tiempo?

—No, la verdad. Es para que veas que voy de buen rollo.

Hablamos de nuestros hijos y de nuestros divorcios. Ella me contó lo mucho que había cambiado el colegio desde sus tiempos.

—Cuando era pequeña, si quería hacer algo después de clase tenía que ir en bici —recordó—. Si no, me quedaba en casita. Mis hijos lo tienen fácil. Yo antes me dedicaba a hacer cosas por mi cuenta, aunque si se lo contara no se lo creerían, pero hoy soy una especie de taxista con pretensiones.

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