Authors: John Locke
—Me parece una pregunta de muy mal gusto —contestó—, teniendo en cuenta que yo ni siquiera te he cacheado.
Le dije que el tío que se había buscado para matar a la familia Dawes había sido poco riguroso. Le dije que una de las niñas había sobrevivido y que quería que él personalmente corriera con los gastos médicos de una reconstrucción facial completa. Además, quería que extendiera un cheque a los herederos de Greg y Melanie Dawes por valor de nueve millones de dólares, para que Addie tuviera oportunidad de afrontar la vida con aquella discapacidad que habían provocado sus actos.
DeMeo rio a carcajadas.
—Los tienes de piedra —espetó—. Siempre lo he dicho.
—Mis piedras y yo te damos cinco días para entregar ese dinero.
Me miró con frialdad.
—¿Un ultimátum?
—DeMeo, no quiero faltarte el respeto —respondí, tratando de ver las cosas desde su perspectiva—. Nueve millones más las operaciones parece una fortuna, pero hablemos claro: para alguien como tú no es más que un cubo de arena de toda una playa. Si haces lo que te pido por esa pobre niña lo consideraré una cortesía personal. Y a cambio te deberé un favor.
—Con un simple gesto puedo hacer que no vuelvas a meterte jamás en mis asuntos —amenazó.
—Y estarás muerto antes de que yo haya tocado el suelo.
—¿Tu gigante? Tengo tres personas que lo cubren.
—Mi chica.
—¿La rubia?
Asentí.
DeMeo se volvió hacia mí y se abrió la americana con mucho teatro.
—Voy a sacar el teléfono —informó. Apretó una tecla en la pantalla táctil y preguntó—: ¿Tenéis a la chica? —Tras escuchar la respuesta, dijo—: ¿Y por qué no? —Luego concentró la atención en mí—. Un buen farol, pero no hay nadie más. La chica no está.
—Si te lo crees, adelante: da la señal.
—Si hubieras trabajado para mí no nos habríamos entendido —sentenció, sonriendo otra vez como el gato de Cheshire.
Entonces nos separamos.
Respiré hondo. Había plantado cara a Joseph DeMeo y había salido con vida. Por supuesto, eso no significaba gran cosa, porque Joe no tenía la menor intención de pagar.
Me dirigí a la entrada del cementerio y me detuve a una manzana del gran vehículo negro, a la espera de la señal de Coop. Hacía más de diez años que Cooper Stewart se dedicaba a conducir cochazos por Los Ángeles. Antes de eso había sido un peso semipesado competente con una derecha potente. Era alto, quizá metro noventa y cinco. Su rostro de duras facciones presentaba varias cicatrices en torno a los ojos, lo que confirmaba que había sido bueno en lo suyo, pero no excepcional. Augustus Quinn conocía a Coop mejor que yo, pero a mí ya me había llevado varias veces y confiaba en él. Hizo la señal acordada, me acerqué al coche y subí.
—Te ha sonado el móvil mientras estabas por ahí —me dijo—. Hará veinte minutos.
Miré la pantalla: Janet. Una gran sombra cubrió la ventanilla y levanté la vista para encontrarme a Quinn a escasos metros. Coop le hizo un gesto y mi compañero subió y se sentó a mi lado.
—¿Qué tal ha ido? —preguntó.
—Básicamente como esperaba. No ha comprado.
—¿Qué hacemos ahora?
Le indiqué que levantara el cristal de separación para que pudiéramos hablar. Aunque confiábamos en Coop, estábamos en territorio de DeMeo. No tenía sentido obligarlo a elegir entre los dos.
—DeMeo te tenía controlado —informé.
—Sí, lo sé —reconoció Quinn—. Había colocado a nueve tíos rodeando la zona.
—Aun así...
—Según Tony, llevaban ahí desde las doce de anoche —explicó.
¡Desde la noche anterior! Claro que lo habían visto.
—¿Quién es Tony?
—Uno de los hombres de DeMeo. Al final hemos hablado un rato. Me ha recomendado un restaurante, Miceli’s.
—Seguramente te esperará allí con una Uzi —comenté, pero Quinn se encogió de hombros.
—Bueno, DeMeo se niega a pagar. No es ninguna sorpresa. ¿Tienes un plan B?
—Vamos a robarle.
—¿A Joe DeMeo?
—A no ser que te dé miedo.
—¿De cuánto estamos hablando?
—Veinticinco millones —respondí—, puede que más. Diez para Addie, dos para ti y dos para mí.
—Quedan más de diez encima de la mesa —calculó Quinn, ladeando la cabeza.
—Necesitaremos ayuda.
—Cuenta conmigo.
Bajamos el cristal e informé a Coop de nuestro destino.
—Oye, Coop —le dijo Quinn—, ¿conoces el restaurante Miceli’s?
—Sí. La pizza es buena y todos los camareros cantan a los clientes. Tienen una que se llama
mucha
carne
: salchichón, albóndigas, salchichas y salami. Si vas, pídela.
Doblamos una esquina y pasamos ante un par de manifestantes con pancartas contra el calentamiento global.
—No es que haya mucha concurrencia —comenté.
—Ja, ja —rio Coop—. Suele verse más gente. Tienen un gráfico de los años cincuenta donde viene la media de temperaturas de entonces. Cada vez que el calor supera esos niveles se reúnen en ese rincón para quejarse, pero cuando hace tan buen día como hoy casi todos se escaquean y se van a la playa.
Pulsé el botón del contestador del móvil y se oyeron los berridos de mi ex. «¡Hijo de puta!», chillaba Janet. Siguió insultándome con tanto ímpetu que tuve que apartarme el teléfono de la oreja. Quinn se echó a reír y Coop meneó la cabeza. Yo me sonreí. A ver, no me hacía ninguna gracia que se hubiera cabreado, y menos aún que me echara la culpa, pero ¿qué iba a hacer? La racha de gritos acabó con una buena floritura.
—Pero bueno, ¿qué diablos le has hecho? —preguntó Quinn.
—No ha entrado en detalles, pero, resumiendo, ya no se casa.
—¿Y eso... es una mala noticia? ¿O buena? —quiso saber Coop.
—Mala para mí, buena para ella.
Mentalmente, celebré el final exitoso de uno de mis malabarismos.
Tras divorciarse de Donovan Creed tres años antes, Janet se había trasladado con nuestra hija Kimberly a la tranquila localidad de Darnell, en Virginia occidental, donde su mejor amiga, Amy, se había instalado y vivía feliz y cómodamente tras casarse con un hombre de allí.
Amy se había tomado como un reto personal encontrar marido a Janet, que le había seguido el juego, pero después de acceder durante dos años a salir con una serie de pelmazos estaba a punto de renunciar a los hombres para siempre. Y entonces, de repente, Amy le presentó a un amigo muy majo de Charleston.
Con su encanto sobrio, Ken Chapman la pilló por sorpresa, a tal punto que tras apenas ocho meses de frecuentarse anunciaron que se casaban.
A Kimberly le parecía que su madre se precipitaba, pero también reconocía que se la veía feliz por primera vez en años. Sin embargo, ante su padre quitaba importancia al noviazgo y aseguraba: «Creo que lo que le pasa a mamá es que se ha convencido de que está enamorada, pero hay algo que no encaja.»
Una mañana soleada, mientras ordenaba el salón de casa, Janet atendió la puerta y se encontró con una chica guapa y delgada con pamela y grandes gafas de sol redondas que dijo llamarse Kathleen Gray.
—No pretendo causarle ningún problema —aseguró—; lo único que quiero es hablarle de Ken Chapman.
—Mire, señora... no he oído bien su nombre... —respondió Janet, poniéndose tensa.
—Gray.
—Señora Gray, no sé quién es usted ni a qué se refiere, pero en este momento estoy muy ocupada, así que si no le importa...
—Sí que me importa. Mi conciencia me ha empujado a venir. Si me escucha sólo tres minutos, le prometo que no volveré a molestarla.
Janet miró la carpeta marrón que llevaba Kathleen.
—Me da igual lo que traiga ahí. No me interesa —afirmó.
—Janet, Gray es mi apellido de soltera. De casada me llamaba Chapman. Fui la mujer de Kenneth Chapman —informó Kathleen, tendiéndole la mano.
—Señora Gray, no tengo ningún interés en lo que pueda decir de mi futuro marido —replicó Janet, enfadándose—. Yo también tengo un ex y no voy por ahí criticándolo delante de todas las mujeres con las que sale.
—De verdad, Janet, no hace falta que se altere. Ya no tengo nada que ver con Ken y no hay hijos de por medio, así que no tenemos que ser amigas. Lo único que pretendo es hacer lo que me dicta la conciencia, como podría acabar actuando usted con la próxima. Mi historia es corta y sencilla. Si me permite pasar...
—Sí, ¿cómo no? Claro que se lo permito —respondió Janet con sarcasmo.
Kathleen dedicó un momento a contemplar las fotos de Ken y Janet colocadas sobre la repisa de la chimenea y luego se volvió hacia su anfitriona.
—Espero que a usted le vaya mejor —deseó—. De verdad.
—Bueno, estoy segura de que sí. Para empezar, no soy avasalladora.
—Si alguna vez se encuentra en mi situación —sonrió Kathleen—, espero que sepa reaccionar mejor que yo.
—Seguro que sí. ¿Alguna cosa más?
—Sólo esto.
Kathleen se quitó la pamela y las gafas de sol. Al ver aquellos ojos teñidos de rojo y rodeados de enormes moratones, Janet se quedó sin habla. Tenía un chichón como un huevo en la sien y marcas de estrangulación en el cuello. Se desabrochó la blusa y enseñó la espalda a Janet: tenía docenas de verdugones morados que empezaban por los hombros e iban bajando.
A Janet se le aceleró el pulso y se le cerró la garganta. Le fallaron las rodillas y tuvo que apoyarse en el sofá para mantener el equilibrio. Cuando Kathleen acabó de abrocharse la blusa y se puso la pamela, Janet logró recuperar en parte la compostura.
—Lamento verla en este estado, señora Gray, pero no esperará que me crea que el responsable de eso es Ken. Lo conozco bastante bien, salimos desde hace ocho meses.
A Kathleen le tembló levemente el labio. Asintió.
—Esto me lo hizo ayer, como advertencia.
A Janet le pareció que todo le daba vueltas.
—¿Advertencia de qué?
—No quería que viniera a contarle que durante nuestro matrimonio me daba asiduas palizas.
—No me lo creo —replicó Janet, sintiendo náuseas de repente.
—No me sorprende —suspiró Kathleen—. Yo tampoco me lo habría creído. Mire, no trato de influir en su vida ni de decirle cómo tiene que vivirla. No niego que Ken podría haber cambiado. Espero que con usted se comporte de otra forma.
Aunque le resultaba imposible creer a Kathleen, Janet detectó en su voz algo que le pareció verosímil.
—No lo entiendo. ¿Lo amenazó usted de alguna forma? ¿Le dijo que pensaba venir a verme?
—Eso es lo más desquiciante. Yo no tenía intención de hablar con usted. ¡Cuando Ken me dijo que se casaba sentí un gran alivio! Pensé que por fin seguiría con su vida y me dejaría en paz. Yo habría tenido la boca cerraba sin ningún problema. Pero ayer se plantó en mi casa y me soltó que el anuncio de su boda saldría pronto en el periódico. Sabía que yo lo vería y le daba miedo que provocara algún problema. Le dije que me dejara en paz de una vez, pero contestó que siempre estaría presente, siempre detrás de una esquina o dos casas más allá. Me reí de él y le di la espalda, pero eso no se le hace a Ken Chapman. No puedes reírte de él. Abrió la puerta mosquitera de una patada, me agarró del cuello y, bueno, éste es el resultado. Me dijo que era un simple aviso de lo que pasaría si me atrevía a contarle a usted o a cualquiera lo que pasó durante nuestro matrimonio.
—Y, sin embargo, ha venido.
—Pues sí.
Janet la miró con atención.
—Señora Gray, le agradezco lo que me ha contado, pero sinceramente dudo que su historia sea cierta.
—Está en su derecho.
—De todos modos, sólo es una versión de lo sucedido.
—Muy cierto —reconoció Kathleen, y le tendió la mano—. Janet, ya he dicho lo que venía a decir y le agradezco que me haya recibido. Me quedo con la conciencia tranquila y le deseo toda la felicidad del mundo. Eso sí, quería dejarle algo.
Depositó la carpeta marrón en la mesita que había junto a la puerta de la calle. Acto seguido se puso las gafas de sol con cuidado y se marchó.
Janet no quería mirar la carpeta, ni tocarla, ni abrirla, no la quería en su casa. Cuando vio que su mano se dirigía hacia ella hizo un esfuerzo por contenerse y lo logró: la dejó allí unos minutos más. De todos modos, sabía perfectamente que acabaría abriéndola, y que a partir de ese momento su vida cambiaría para siempre.
La carpeta contenía numerosas imágenes de frente y de costado de la cara y el torso amoratados de Kathleen, así como varias más de la espalda y las nalgas. Algo frío y duro empezó a formarse en el corazón de Janet al ir pasando página tras página con fotografías policiales que documentaban los años de brutal maltrato. Los partes médicos daban cuenta de docenas de ojos morados, labios partidos, dientes rotos, una mandíbula partida, varias fracturas de nariz y numerosas roturas o fisuras de costillas. Examinó las órdenes de alejamiento, los incumplimientos de dichas órdenes, los informes policiales y el historial de detenciones.
Al final se desmoronó y pasó dos horas llorando.
Luego hizo varias llamadas.
La primera fue a su ex marido, Donovan Creed. Como no contestó, le dejó un recado en el buzón de voz. Fue directa y concisa:
—¡Hijo de puta! —gritó—. Sé que has sido tú el que le ha dicho a esa mujer que me diera sus informes. Puede que haya vuelto a meter la pata, que me hayas salvado de pasarlo mucho peor más adelante y que, incluso, algún día acabe agradeciéndotelo, pero en este momento estoy hecha una mierda, es todo culpa tuya... ¡y te odio con todas mis fuerzas! No me llames, Donovan. Ni se te ocurra. ¡Te odio! ¡Te odio más que nunca, así que no me digas absolutamente nada, cabrón!
En segundo lugar telefoneó al hombre con quien pensaba casarse, Kenneth Chapman, el del encanto sobrio.
—Ken, ya sabes que mi marido es Donovan Creed, te he contado que es uno de los principales agentes del Departamento de Seguridad Nacional. Lo que no sabes es que antes se dedicaba a asesinar gente por encargo de la CIA. Si no me crees, puedes tratar de comprobarlo por tu cuenta.
—Claro que te creo, cariño —contestó Ken tras una pausa—, y suena bastante espeluznante, pero ¿por qué me lo cuentas ahora?
—Porque lo más probable es que él te mate.
—¿Qué dices?
—Puede que, como favor personal a mí, acceda a no matarte, pero está chalado y no puedo garantizar que no corras peligro.
—Pero ¿qué pasa, Janet? ¿A qué viene todo esto?