—Gengis Kan —dijo Jamukha, entre dientes. Escupió, se quitó el casco de cuero acorazado y se secó el rostro con un brazo—. Ahora veremos cómo sirven los hombres a su Kan, después de que los ha conducido a una derrota. Algunos de sus aliados deben de estar lamentando el juramento que le hicieron.
—Les has demostrado tu poder —dijo Jurchedei—. Ofrécele la oportunidad de rendirse. Los que lo siguieron pueden ahora servirte a ti.
—No puede haber paz entre nosotros —dijo Jamukha.
—Es tu "anda" —dijo el Uruggud—. Recuérdale su juramento. Tu primo ha sido vengado. Aprovecha ahora la debilidad de Temujin.
—Perderá más seguidores la próxima vez que nos enfrentemos. No desperdiciaré un triunfo venidero por mostrarme clemente con él ahora. —Había ganado esta batalla; ganaría la próxima y dejaría a Temujin sin nada—. ¿Cuántos prisioneros capturamos?
—No muchos. La mayoría murió luchando o nos obligaron a matarlos cuando los capturamos. Tenemos alrededor de ochenta del clan Chino, incluido su jefe.
Los condenados Chino habían estado entre los primeros que lo abandonaron para marcharse con Temujin.
—Quiero verlos —dijo Jamukha.
Un muchacho se acercó con un par de caballos. Montaron y bajaron la ladera hasta el corral en que se encontraban los prisioneros. Éstos estaban sentados con las manos atadas; un número de soldados se había reunido allí para burlarse de ellos. Les habían quitado las armas y las corazas. La sangre que manchaba sus camisas y pantalones demostraba que había muchos heridos.
Un hombre alzó la vista cuando Jamukha y Jurchedei desmontaron; Jamukha miró directamente a los ojos a Chaghagan Uwa, el jefe Chino.
—Volvemos a encontrarnos, Chaghagan Uwa —dijoJamukha—. La última vez que estuve en tu tienda hablaste de amistad. Después la olvidaste para seguir en la noche a ese condenado Kiyat. Ahora quiero escuchar tus últimas palabras.
—No olvidé nuestra amistad —dijo el hombre, y después irguió la cabeza—. Me fui porque era evidente que los dos no podíais gobernarnos juntos, y Temujin lo supo antes que tú. Nunca quise enfrentarme a ti en combate, pero hice un juramento a mi Kan y estaba obligado a defenderlo. Tú provocaste esta guerra al enviar a tus hombres contra nosotros por el honor de un ladrón de caballos.
Jamukha lo golpeó; Chaghagan Uwa se tambaleó pero no cayó.
—No ganas nada insultando a los muertos —dijo el Jajirat.
—De todos modos no tengo nada que ganar. Tendrías que haber refrenado a tu primo. Pero le permitiste que te llevara a la guerra. Yo obedecí a mi Kan, como debía. Sólo pido que yo y mis hombres tengamos una muerte honrosa.
Jamukha miró a Jurchedei.
—Pídele juramento —le susurró el Uruggud—. Era un amigo. Reténlos como rehenes mientras puedas…
Unos gritos ahogaron el resto de sus palabras.
—¡Pásalos por la espada! —gritó un hombre detrás de ellos.
Jamukha alzó la cabeza. Arriba, en la ladera, un muchacho atizaba el fuego debajo de un caldero.
—¿Una muerte honrosa? —dijo Jamukha con suavidad—. Oh, no. Tu muerte no será honrosa, y la de tus hombres no será fácil. Merecéis morir como animales por habernos abandonado. Matamos las ovejas antes de hervirlas, pero tus hombres sufrirán ese destino estando con vida.
El jefe Chino abrió la boca; Jamukha desenvainó su espada y le propinó un mandoble. La cabeza de Chaghagan Uwa rodó más allá del corral mientras su sangre se derramaba sobre los otros prisioneros. Los hombres se adelantaron rápidamente, arrastrando a los cautivos fuera del corral. Jamukha cogió la cabeza por la coleta y la levantó. Jurchedei retrocedió.
—¡Así serán castigados mis enemigos! —gritó Jamukha—. ¡Que aquellos que se oponen a mí sepan cuál es el precio de su traición!
Los soldados pasaron junto a Jurchedei, llevando más prisioneros hacia las hogueras; el Uruggud se volvió y se dirigió hacia su caballo, tambaleándose. Jamukha sintió desprecio por la aprensión del hombre. El terror mantendría a sus hombres en la obediencia, y el miedo a su venganza haría que otros muchos se unieran a él.
Fue hasta su caballo, ató la cabeza a la cola del animal y saltó sobre la montura. Los hombres lanzaron vitores y agitaron sus armas, pero algunos permanecieron en silencio, observándolo. Un prisionero aulló mientras dos hombres lo echaban dentro de un caldero. Jamukha alzó su espada y cabalgó por la ladera. Los aullidos de los hombres, cocidos vivos, eran una canción que celebraba su victoria.
El halcón voló hacia Temulun y se posó sobre la muñeca de la muchacha. Ella le dio un bocado de carne y después ató la correa al guante.
—Veo que lo has adiestrado muy bien —dijo Hoelun.
Su hija giró la montura y sonrió; al halcón desplegó las alas.
—Es bello, ¿verdad? —dijo Temulun—. Es el mejor que tengo.
Canturreó para el pájaro mientras Guchu se acercaba al trote. La muchacha se había vuelto bonita, con una nariz pequeña, pómulos altos y largas pestañas que sombreaban sus ojos verdes con reflejos dorados. Pero Hoelun aún debía regañarla para que se trenzara mejor el pelo, y la joven sólo se ponía las túnicas más sencillas.
Hoelun llevaba desde la mañana al aire libre en compañía de su hija y sus dos hijos, dispuesta a disfrutar de un día claro sin viento ni nieve. Al este de sus tiendas, las criadas quitaban la nieve y alimentaban las ovejas. Sus criadas y esclavas la habían vuelto perezosa; siempre había manos dispuestas a preparar la comida, ordeñar, sacudir las mantas y hasta coser e hilar. Temulun se irguió y puso su mano libre a manera de visera sobre los ojos.
—Temujin ha regresado —dijo.
Hoelun entornó los ojos, la vista de su hija era más aguda que la de ella. Tres jinetes avanzaban desde el oscuro montículo de los "yurts" hasta su propio círculo; reconoció el blanco corcel de guerra que era el favorito de Temujin y el oscuro abrigo de piel de éste. El segundo jinete era Khasar, pero no reconoció al tercero.
Era inusual ver a su hijo acompañado por tan pocos hombres. El Kan estaba permanentemente rodeado de guerreros, cazando, trazando planes y estrategias de combate, examinando los nuevos arcos y las puntas de flecha endurecidas en agua salada, bebiendo o relatando historias. Era lo adecuado para un hombre, sobre todo si era Kan, pero a veces ella deseaba que de vez en cuando Temujin la visitara solo o con sus mujeres e hijos, como lo hacían sus otros vástagos. Él dejaba que Bortai y sus hermanos la tuvieran al tanto de sus andanzas, y cuando la invitaba a su tienda siempre había allí grupos de hombres.
Esas cosas no debían perturbarla; él ya no era un niño aferrado al abrigo de su madre. No había permanecido mucho tiempo caviloso después de la derrota que sufriera el otoño anterior a manos de Jamukha, y, según Bortai, sólo había dicho que aquella batalla le había servido de lección. A Hoelun le sorprendió que otros clanes, incluidos algunos que habían luchado contra él, se hubieran unido a Temujin para la cacería otoñal, y la mujer se había preguntado por qué su hijo les habría concedido una parte tan importante de las presas cobradas. Pero el juicio de Temujin había sido acertado. Sus nuevos aliados superaban en número a los hombres caídos en Dalan-Galjut, y muchos le habían jurado fidelidad después de abandonar a Jamukha.
Temujin había pasado los últimos días en el campamento de Jurchedei. El jefe Uruggud le había hecho un relato estremecedor después de que se uniera a él ese invierno, contándole de cautivos hervidos vivos en calderos; algunos decían que Jamukha y sus hombres más crueles habían bebido el caldo. Esa crueldad sólo había conseguido que Jurchedei y el jefe Manggud Khuyhildar se pusieran del lado de Temujin. Jamukha en realidad había perdido más de lo que había ganado en los Setenta Pantanos.
Sus hijos y el acompañante se detuvieron cerca del "yurt" de la mujer.
—Según parece —dijo Hoelun—, el Kan desea hacernos una visita. Venid conmigo, todos vosotros.
Temulun bufó.
—Pronto será de noche. ¿No podemos…?
—Sólo unos momentos, niña. Espero que todos estéis de regreso cuando haya terminado de dar la bienvenida a tus hermanos y a su camarada.
Temujin galopaba hacia ella. Hoelun rozó ligeramente a su caballo con el látigo y galopó a través de la extensión de nieve. Khasar soltó un grito de bienvenida cuando vio que su madre se acercaba; el rostro del tercer hombre estaba semioculto por las anchas alas de su sombrero.
—Madre —gritó Khasar cuando ella disminuyó el paso—, mira quién ha venido a unirse a nosotros. El viejo amigo de nuestro padre ha regresado.
Temujin sonrió y el hombre levantó la cabeza. Sus bigotes eran más largos y la piel de su rostro parecía cuero curtido, pero los oscuros ojos de Munglik seguían siendo los mismos.
—¡Munglik! —Hoelun alzó una mano, demasiado atónita para decir algo más.
Temujin se echó a reír y le indicó con un gesto que se acercara. Por supuesto que él se sentia feliz, y no sólo porque el Khongkhotat era el antiguo servidor de su padre, sino porque otro de los aliados de su "anda" había desertado.
—Te saludo, Honorable Señora —dijo Munglik—. ¿Cómo es que los años no han dejado ninguna marca en ti?
Hoelun sonrió, después envolvió más su rostro con el pañuelo de seda que le cubría la cabeza.
—Este pañuelo oculta mucho.
—Eres demasiado modesta, Khatun. Todavía cabalgas como una muchacha, y el rostro que estoy viendo no ha cambiado.
Una charla tonta, pero no pudo evitar sentirse halagada. Trotaron hacia el campamento.
—Munglik vino al campamento de Jurchedei —dijo Temujin—, y ha traído con él a su pueblo para unirse a nosotros. Tenemos mucho que celebrar.
"Ya era hora de que Munglik se decidiera", pensó Hoelum.
—Quería venir antes —dijo Munglik—, pero me sentía atado a Jamukha por mi promesa, y porque fue Temujin quien eligió abandonarlo. Pero ya no puedo seguir sirviendo a un hombre tan intemperante.
Quería decir que se beneficiaría más si permanecía junto a un jefe más fuerte. Cualesquiera que fuesen los excesos de Jamukha, Munglik se habría quedado con él si Temujin no fuera cada vez más poderoso. Seguía siendo igual, pensó Hoelun, siempre pensando antes de actuar qué beneficio podía obtener.
—Me alegra que estés aquí —dijo finalmente Hoelun. La presencia de Munglik demostraba cuánto apoyo había perdido Jamukha—. A menudo pienso en tu buen padre.
—Mi padre os sirvió bien —dijo Munglik—. Tan bien como os serviré yo ahora. Estoy arrepentido de muchas cosas, Hoelun Khatun, y una de ellas es no haber podido arriesgar la seguridad de mi familia y de mi clan viniendo antes, pero nunca he olvidado el lazo que me unía a tu esposo ni mi afecto por sus hijos. Si luché contra vosotros en Dalan-Galjut fue porque había hecho una promesa a Jamukha, pero no puedo respetar a un hombre que da un trato tan deshonroso a los prisioneros. Cuando mi hijo Kokochu me contó un sueño en el que un lobo lo llevaba junto a Temujin, recordé la promesa que le había hecho a Yesugei y lloré, pues el presagio que vio mi hijo me hizo ver dónde radicaba mi verdadera lealtad.
—¿Tu hijo? —preguntó Hoelun.
—Ahora tengo siete hijos. —Munglik se irguió en la montura—. Todos se llevan un año entre sí, y Kokochu es el del medio. Sólo tiene nueve años, pero ya domina el arte de los chamanes.
Desmontaron detrás de la tienda. Hoelun se apresuró a entrar mientras un muchacho se ocupaba de los caballos. Había dos criadas dentro, y Hoelun las ayudó a servir caldo y trozos de carne.
Los hombres se sentaron cerca de la cama, en la parte trasera del "yurt"; Temujin al centro. Hoelun les llevó comida y después se sentó a su izquierda.
—Lamento ofreceros tan poco —dijo la mujer.
—Esta noche cenaremos bien en mi tienda —dijo Temujin—, y cuando pase la primavera celebraremos un gran banquete en honor de nuestro amigo y de los otros que se han unido a nosotros.
—Cuida de que los jefes Jurkin tengan un lugar de honor en cualquier celebración —le dijo Khasar—. Taichu y Seche murmuran que te has olvidado de algunos de los que te convirtieron en Kan.
—Entonces debo ocuparme de que se sienten conmigo —dijo Tamujin, con ceño—. A veces nuestros parientes Jurkin son demasiado orgullosos. —Terminó su caldo y se apoyó en la cama—. Nuestra madre deseará saber lo que te ocurrió mientras estuviste separado de nosotros.
Munglik bajó la cabeza.
—Prefiero hablar de ello más tarde. Ahora quiero oír lo que vuestra madre tiene para contar sobre ella misma.
—Estás hablando con una abuela —dijo Hoelun—a la que apenas le alcanzan los dedos para contar a sus nietos. —Los cumplidos de Munglik eran demasiado afectuosos—. Todos mis hijos tienen esposas ahora, y Temujin ya me ha dado dos nietos con Bortai y una nieta con su esposa Doghon.
—Y habrá otro dentro de poco —dijo Munglik—. El Kan me ha dicho que Bortai Khatun volverá a dar a luz esta primavera. ¡Vaya bendición!
—Y también son una bendición los dos hijos que he adoptado, Guchu y Kukuchu, y Temulun ya es una joven mujer. —Frunció el entrecejo; su hija ya debería estar de regreso. Temulun seguramente se había demorado por el camino o en el pequeño "yurt" donde guardaban las monturas y las halcones.
—Si es tan adorable como su madre —dijo Munglik—, debe dejar atrás a todas las jóvenes bellas.
Tantos halagos hacían que se sintiese incómoda.
—Espero que tu esposa esté bien —dijo.
—Desgraciadamente, falleció a finales del otoño. Mi corazón sangra por ella, así como los corazones de mis siete hijos.
Tener siete hijos en otros tantos años seguramente no le habría hecho ningún bien a su esposa.
—Lamento saberlo, Munglik —dijo Hoelun—. Espero que encuentres otra esposa en poco tiempo.
—Ruego que así sea. —Cambió una mirada con Temujin—. Un hombre se siente solo cuando su cama está vacía.
—Lamento decirte que también Khokakhchin-eke ha muerto —dijo ella, ansiosa por cambiar de tema—. Pero vivió para ver a mi hijo convertido en Kan.
—Khasar —dijo Temujin, irguiéndose en su cojín—, Bortai ya debe de saber que he regresado. Conduce a Munglik a su tienda y dile que hierva un cordero para nosotros. Tengo mucho que hablar a solas con nuestra madre.
—Ya de niña Bortai Khatun mostraba que sería una buena esposa —acotó Munglik, poniéndose de pie y haciendo una reverencia a Hoelun—. Si tuviera que enumerar mis días más felices, éste se contaría entre ellos. Muchos clanes mongoles hablan de la justicia y la generosidad de Gengis Kan, de modo que sabía que me trataría honorablemente, pero nunca esperé una bienvenida tan afectuosa.