Fortunata y Jacinta (92 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
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—No, hija, yo no me voy de aquí.

—¡Huy!... Cómo huele usted a
colonia
. Ese olor sí que me gusta... Pero le vamos a poner perdido. Mire que ahora empezaremos con la sala.

—No me importa —replicó el buen señor con sonrisa inefable—. ¿Me empolva?, mejor. Yo me sacudiré.

—Como usted quiera... Pues ándese por ahí... Yo no tengo aquí
álbumes
ni libros para que se entretenga.

—Maldita la falta que me hacen a mí los
álbumes
... Siga, siga usted y trabaje firme. Eso, eso es lo que nos conviene. Luego hablaremos. Yo no tengo absolutamente nada que hacer...

Y dos horas más tarde estaban sentados ambos en el gabinete, uno frente a otro, ella en el mismo pergenio en que antes se presentara, y algo fatigada...

—¡Debo tener una facha...! —dijo levantándose para mirarse al espejo que sobre el sofá estaba—. ¡María Santísima! ¿Ve usted las pestañas cómo las tengo, llenas de polvo?

—No estarían así sino fueran tan negras y tan grandes y hermosas...

—Quisiera aviarme un poco. Es una falta recibir visitas con esta facha.

—Por mí no se apure usted... Me agrada más verla así. Descanse ahora y echemos un parrafito. Voy a permitirme una pregunta. ¿Qué piensa usted hacer ahora?

Fortunata, que se inclinaba hacia adelante para oír mejor, dejó caer la cabeza sobre el respaldo; la mejor manera de expresar que no había pensado nada sobre aquel punto.

—¿Piensa usted pedir perdón a su marido y reconciliarse con él?

—¡Jesús! ¡Y qué cosas se le ocurren! —exclamó ella, llevándose las manos a la cabeza, cual si oyera el mayor de los absurdos.

—Pues me parece que no he dicho ningún disparate.

—Antes que volver con Maximiliano —afirmó Fortunata poniendo la cara más seria que sabía poner—, todo lo paso, todo...

—Incluso la miseria, la deshonra...

—Sí señor.

—Bueno. Pues quiere decir que cuando se acabe lo poquito que usted tiene... y supongo que no habrá insistido en devolver los cuatro mil reales... pues cuando se acabe, no tendrá usted más remedio que buscarse la vida como pueda. Usted no sabe ningún trabajo honrado que produzca dinero; conque claro es... si me aciertas lo que llevo en la mano te doy un racimo.

Fortunata frunció el ceño, y sin levantar las miradas del suelo, doblaba y desdoblaba un pico del delantal.

—Eso no tiene vuelta de hoja, compañera. O a casa con su marido, o a la calle con Juan, Pedro y Diego, a ver si sale algún primo con quien ir tirando. De este camino malo parten varios senderos, y no todos concluyen en el hospital y en la abyección. De modo que piénselo usted. Por más que se devane los sesos, no podrá salir de este dilema.

—¿De este qué?

—Dilema; quiere decir que a fondo o a Flandes.

—Yo quiero ser honrada —afirmó la joven con la mayor seriedad del mundo, atormentando más la punta del delantal.

—¿Honrada?, me parece muy bien. Y dígame usted con toda franqueza: ¿honrada comiendo o sin comer?

Fortunata se sonrió un poco. Aquella sonrisa iluminó su pena un instante; pero pronto quedó su rostro envuelto otra vez en seriedad sombría, señal de la duda horrible que agitaba su alma.

—Eso de la honradez es muy bonito —prosiguió Feijoo—. No hay nada que se diga tan fácilmente y que luego resulte más difícil en la práctica. Yo creo que usted ha querido decir honradez relativa...

—No; yo quiero ser honrada a carta cabal, honrada, honrada.

—¿Sin volver con su marido?

—Sin volver con mi marido.

Feijoo hizo con los labios, con los ojos, con todos los músculos de su cara un mohín muy humano y expresivo, signo perteneciente al lenguaje universal y a la mímica de todos los países, el cual quería decir: «Hija mía, no lo entiendo...».

Ni Fortunata lo entendía tampoco, por lo cual estaba verdaderamente anonadada. Faltábale poco para echarse a llorar.

—Vamos, vamos —dijo el coronel sacudiendo toda aquella argumentación capciosa, como se sacuden las moscas—; hablemos claro y seamos prácticos sin miedo a la situación verdadera. Las cosas son como son, no como deseamos que sean. ¡Qué más quisiéramos sino que usted pudiera ser tan honrada y pura como el sol! Pero
tarde piache
, como dijo el pájaro cuando se lo estaban comiendo. De lo que tratamos ahora es de que usted sea lo menos deshonrada posible. Porque me río yo de las virtudes que sólo están en el pico de la lengua. ¿Y el vivir y el comer? Usted, compañera, no tiene ahora más remedio que aceptar el amparo de un hombre. Sólo falta que la suerte le depare un buen hombre. ¿Se echará usted a buscarlo por ahí entre sus relaciones, o saldrá a pescar un desconocido por las calles, teatros y paseos? A ver... Dígolo porque si quiere usted ahorrarse ese trabajo, figúrese que aburrida ha salido por esos mundos, que ha echado el anzuelo, que le han picado, que tira para arriba, y que ¡oh, sorpresa!, me ha pescado a mí. Aquí me tiene usted fuera del agua dando coletazos de gusto por verme tan bien pescado. Soy algo viejo, pero sin vanidad creo que sirvo para todo, y por fuera y por dentro valgo más que la mayoría de los muchachos. No tengo nada que hacer, vivo de mis rentas, soy solo en el mundo, me doy buena vida y puedo dársela a quien me acomoda. Conque a decidirse. Modestia a un lado, dígole a usted que dificilillo le sería, en su situación, encontrar un acomodo mejor. Bien lo comprenderá cuando le pasen las tristezas, que ojalá sea pronto. Ahora no tiene la cabeza despejada. Y no vacilo en decirlo —agregó alzando la voz, como si se incomodara—. Le ha caído a usted la lotería, y no así un premio cualquiera, sino el gordo de Navidad.

—Quiero ser honrada —repitió Fortunata sin mirarle, como los niños mimosos que insisten en decir la cosa fea por que les reprenden.

—No seré yo quien le quite a usted eso de la cabeza —dijo el caballero sonriendo, sin dudar de su victoria—. Y bien podría ser que hubiera usted descubierto la cuadratura del círculo.

—¿Qué dice?

—Nada... También se me ocurre que dentro de mi proposición puede usted ser todo lo honrada que quiera. Mientras más, mejor... En fin, no quiero marearla a usted más, y la dejo sola para que piense en lo que le he dicho. Siga limpiando, trabaje, dé bofetadas a los muebles, fregotee hasta que le escuezan los dedos; mecánica, mucha mecánica, y mientras tanto, piense bien en esto, y mañana o pasado mañana... no hay prisa... vengo por la
rimpuesta
, como dice el payo.

—3—

C
omo lo que debe suceder sucede, y no hay bromas con la realidad, las cosas vinieron y ocurrieron conforme a los deseos de Don Evaristo González Feijoo. Bien sabía él que no podía ser de otro modo, a menos que aquella mujer estuviese loca. ¿Qué salida tenía fuera de la propuesta por él? Ninguna. ¿Qué honradez era aquella que apetecía, no sabiendo trabajar, no queriendo volver con su marido y no teniendo malditas ganas de irse a un yermo a comer raíces? Moraleja: Lo que tenía que llegar, por la sucesión infalible de las necesidades humanas, llegó.

—Y para que veas si sé yo hacer las cosas y me intereso por ti —le dijo un día Don Evaristo tuteándola ya—; me propongo evitar el escándalo por ti y por mí. Pondré singular cuidado en que ignore esto Juan Pablo Rubín, que fue quien me presentó a ti, en la calle, ¿te acuerdas?, y de ahí viene nuestro dichoso conocimiento. Estas relaciones las hemos de esconder y reservar hasta donde sea humanamente posible. Verás qué bien vamos a estar. Yo te enseñaré a ser práctica, y cuando pruebes el ser práctica, te ha de parecer mentira que hayas hecho en tu vida tantísimas tonterías contrarias a la ley de la realidad.

Fortunata, preciso es decirlo, no estaba contenta, ni aun medianamente. Hallábase más bien resignada y se consolaba con la idea de que dentro de su desgracia no había solución mejor que aquella, y de que vale más caer sobre un montón de paja que sobre un montón de piedras. En los primeros días tuvo horas de melancolía intensísima, en las cuales su conciencia, confabulada con la memoria, le representaba de un modo vivo todas las maldades que cometiera en su vida, singularmente la de casarse y ser adúltera con pocas horas de diferencia. Pero de repente, sin saber cómo ni por qué, todo se le volvía del revés allá en las cavidades desconocidas de su espíritu, y la conciencia se le presentaba limpia, clara y firme. Juzgábase entonces sin culpa alguna, inocente de todo el mal causado, como el que obra a impulsos de un mandato extraño y superior. «Si yo no soy mala —pensaba—. ¿Qué tengo yo de malo aquí
entre mí
? Pues nada».

Con estos diferentes estados de su espíritu se relacionaban ciertas intermitencias de manía religiosa. En las horas en que se sentía muy culpable, entrábale temor de los castigos temporales y eternos. Acordábase de cuanto le enseñaron Don León y las Micaelas, y volvían a su mente las impresiones de la vida del convento con frescura y claridad pasmosas. Cuando le daba por ahí, iba a misa, y aun se le ocurría confesarse; pero de pronto le entraba miedo y lo dejaba para más adelante. Luego venía la contraria, o sea el sentimiento de su inculpabilidad, como una reversión mecánica del estado anterior, y todas las somnolencias y aprensiones místicas huían de su mente. Se pasaba entonces dos o tres días en completa tranquilidad, sin rezar más que los Padrenuestros que por rutina le salían de entre dientes todas las mañanas. Su conciencia giraba sobre un pivote, presentándole, ya el lado blanco, ya el lado negro. A veces esta brusca revuelta dependía de una palabra, de una idea caprichosa que pasaba volando por su espíritu, como pasa un pájaro fugaz por la inmensidad del Cielo. Entre creerse un monstruo de maldad o un ser inocente y desgraciado, mediaban a veces el lapso de tiempo más breve o el accidente más sencillo; que se desprendiese una hoja del tallo ya marchito de una planta cayendo sin ruido sobre la alfombra; que cantase el canario del vecino o que pasara un coche cualquiera por la calle, haciendo mucho ruido.

Estaba muy agradecida al señor de Feijoo, que se portaba con ella como un caballero, y no tenía nada de quisquilloso, ni las impertinencias que suelen gastar los hombres. El primer día le leyó la cartilla, que era muy breve:

—Mira, yo te dejo en absoluta libertad. Puedes salir y entrar a la hora que quieras, y hacer lo que te dé tu real gana. No soy partidario del sistema preventivo. Quiero que seas leal conmigo, como yo lo soy contigo. En cuanto te canses avisas... Aquí no me entres a ningún hombre, porque si algún día descubro gatuperio, me marcho tan calladito y no me vuelves a ver... Lo mismo haré si lo descubro fuera. Si te portas bien, no dejaré de protegerte, ni aun en el caso de que me fuera preciso dejarte.

Lo que propiamente llamamos amor, la verdad, Fortunata no lo sentía por su amigo; pero sí le tenía respeto, y el cariño apacible a que era acreedor por su hidalgo comportamiento. Teníale ella por la persona más decente que había tratado en su vida. ¡Y cuánto sabía! ¡Qué experiencia del mundo la suya, y con qué habilidad se las gobernaba! Para poner en ejecución aquel plan de reserva de que hablara al principio, mandole tomar un cuartito modesto. No por economía, pues bien podía él pagar una casa como la que Santa Cruz pagaba; era por recato. Lo de la honradez, que ella anhelaba ignorando el valor exacto de las palabras, no tenía sentido; pero ya que no fuese honrada, al menos pareciéralo, y esto iba ganando, que no era floja ganancia. Un cuartito modesto en un barrio apartado era ya señal de que al menos se evitaba el escándalo. A poco de instalada en su nuevo domicilio, Don Evaristo le compró una buena máquina de Singer, con lo que ella se entretenía mucho. La visita del protector era diaria, pero sin hora fija. Unas veces iba de tarde, otras de noche. Pero siempre se retiraba a su casa a dormir. Convenía que Fortunata tuviese una criada fiel, discreta y de cierta responsabilidad. Feijoo estuvo cosa de un mes buscándola y al fin pudo encontrarla.

Si Fortunata, empezando por conformarse, acabó por sentirse bien, Don Evaristo estuvo desde luego muy a gusto en aquella vida.

—Yo no soy celoso —le decía—, y aunque no pongo mi mano en el fuego por ninguna mujer, creo que no me faltarás, como no se descuelgue otra vez el danzante de marras. A este sí que le tengo miedo».

Y ella declaraba con su sinceridad de siempre que, en efecto, le conservaba ley al maldito autor de sus desgracias... no lo podía remediar; pero que si la buscaba otra vez, ya sabría ella resistir y darle con toda la fuerza de su honradez en los hocicos, para que no volviera a ser pillo. Al oír esto, Feijoo se mostraba benévolamente incrédulo y decía:

—Pidámosle a Dios que no te busque, por si acaso; que a Segura llevan preso.

Vivían retiradamente, y no se presentaban juntos en ninguna parte. La calaverada de Feijoo no fue descubierta por sus amigos más sagaces; Fortunata no daba que hablar a nadie, y la familia de su marido creía que había desaparecido de Madrid. Con este sistema de cautela y recato, les iba tan bien que Don Evaristo no cesaba de congratularse.

—¿Ves, chulita, cómo de este modo estamos en el Paraíso? Así se consiguen dos cosas, la tranquilidad dentro, el decoro fuera. ¿Qué necesidad tengo yo de que me llamen
viejo verde
? Y tú, ¿por qué has de andar en lenguas de la gente? Aquí tienes lo que yo te quería enseñar, ser persona práctica. Al mundo hay que tratarlo siempre con muchísimo respeto. Yo bien sé que lo mejor es que uno sea un santo; pero como esto es dificilillo, hay que tener formalidad y no dar nunca malos ejemplos. Fíjate bien en esto; la dignidad siempre por delante, compañera.

Hablando de esto, se animaba llegando hasta la elocuencia.

—Porque mira tú, chulita, no predico yo la hipocresía. En cierta clase de faltas, la dignidad consiste en no cometerlas. No transijo, pues, con nada que sea apropiarse lo ajeno, ni con mentiras que dañan al honor del prójimo, ni con nada que sea vil y cobarde; tampoco transijo con menospreciar la disciplina militar: en esto soy muy severo; pero en todo aquello que se relaciona con el amor, la dignidad consiste en guardar el decoro... porque no me entra ni me ha entrado nunca en la cabeza que sea pecado, ni delito, ni siquiera falta, ningún hecho derivado del amor verdadero. Por eso no me he querido casar... Claro, es preciso contener algo a la gente y asustar a los viciosos; por eso se hicieron diez mandamientos en vez de ocho, que son los legítimos; los otros dos no me entran a mí. ¡Ah!, chulita, dirás que yo tengo la moral muy rara. La verdad, si me dicen que Fulano hizo un robo, o que mató o calumnió o armó cualquier gatería, me indigno, y si le cogiera, créelo, le ahogaría; pero vienen y me cuentan que tal mujer le faltó a su marido, que tal niña se fugó de la casa paterna con el novio, y me quedo tan fresco. Verdad que por el decoro debido a la sociedad, hago que me espanto, y digo: «¡Qué barbaridad, hombre, qué barbaridad!». Pero en mi interior me río y digo: «Ande el mundo y crezca la especie, que para eso estamos...».

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