Fortunata y Jacinta (91 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
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—Si está usted como un reloj, hija. Si no tiene fiebre ni ese es el camino... ¡Bah!, coqueterías... un poco de rabietina y nada más. Y que está usted guapísima con ese pañolito, ya, ya. No se le ven ni el pelo ni las orejas. Parece una hermana de la Caridad... ¡Vaya con los males de esta señora!

—Ayer estuve muy malita —dijo ella con voz apagada—. La cabeza se me partía, y como no me podía quitar de
entre mí
aquella idea, y dale con lo mismo... ¡Lo que una piensa!... Tengo que declarar que soy...

—Honrada, sí, hoy más que ayer y mañana más que hoy. Por sabido se calla.

—No, hombre, no digo eso.

—¿Cómo que no?

—Lo que soy es muy mala, la mujer más mala que ha nacido. ¿Pero usted sabe bien lo que yo he hecho? Lo que me pasa me lo tengo bien ganado, sí, bien ganado me lo tengo, ¡porque cuidado que he hecho yo perrerías en este mundo...!

—¡Quite usted allá!... No habrá sido tanto.

—Vamos ahora a otra cosa —dijo la joven, sacando de debajo del manto una mano, en la que tenía una carta—. Ayer me mandó esto.

—¿Quién? ¡Ah! Santa Cruz.

—No la he leído hasta esta mañana. Aquí se despide otra vez, dándome consejos y echándoselas de santo varón. Me manda dentro de la carta cuatro mil reales.

—Vamos... No se ha corrido que digamos.

—Quiero escribirle hoy mismo —indicó ella animándose un poco—. Escribirle, no... nada más que meter los dos billetes de dos mil reales dentro de un sobre y devolvérselos.

—Hija mía, párese usted y piense bien lo que hace —dijo el amigo, acercándose cariñosamente a ella—. Eso de devolver dinero es un romanticismo impropio de estos tiempos. Sólo se devuelve el dinero que se ha robado, y usted tenía derecho a que él le diera, no sólo eso, sino muchísimo más. Con que déjese usted de
rasgos
si no quiere que la silbe, porque esas simplezas no se ven ya más que en las comedias malas. Nada, yo me he propuesto sacarla a usted del terreno de la tontería y ponerla sólidamente sobre el terreno práctico.

—Lo que es el dinero no lo tomo —declaró la enferma del corazón, alargando los labios como los niños mimosos.

—¡Ay, qué gracia!... Eso es, y coma usted mimitos —dijo el coronel, haciendo también con sus labios la trompeta más larga que le fue posible—. ¡Devolverle los santos cuartos! Sí, para que se ría más. Eso es lo que él quiere... ¿Tiene usted ahorros?

—Tendré unos treinta duros.

—Pues eso y nada... ¿De qué va usted a vivir ahora?

—Quiero ser honrada.

—Magnífico... sublime. Lo que no veo tan claro es que para ser honrada sea preciso no comer... ¿Acaso piensa usted trabajar? ¿En qué?... Al menos, con esos cuatro mil reales tiene tiempo de pensarlo y vivir algunos meses. Con que a guardar los
monises
, y no se hable más del asunto.

No se convenció Fortunata, que era algo terca; pero aplazó la devolución de los billetes para el día siguiente. Como tenía clavada en su mente la injuria recibida, sin querer hablaba de ella.

—¡Vaya la que me ha hecho! —murmuró después de una pausa, mirando al suelo—. ¡Qué manera de pagarme! ¡Yo, que lo dejé todo por él, y a los que me habían hecho decente les di una patada!... Perdone usted si hablo mal. Soy muy ordinaria. Es mi ser natural; y como a los que me querían afinar y hacerme honrada les di con su honradez en los hocicos... ¡Qué ingrata, ¿verdad?, qué indecente he sido! Todo por querer más de lo que es debido, por querer como una leona. Y para que calcule usted si soy simple, aquí, donde usted me ve, si ese hombre me vuelve a decir tan siquiera media palabra, le perdono y le quiero otra vez.

—Sí, ya se conoce que es usted más tierna que el requesón —dijo Don Evaristo, meditando.

—Es que los demás me parece que no son tales hombres. Para mí hay dos clases de hombres; él a este lado, todos los demás al otro. No voy de aquí a esa puerta por todos ellos. Soy así, no lo puedo remediar.

—No me dice usted nada que yo no sepa. He visto mucho mundo —afirmó Feijoo, con tolerancia de sacerdote hecho al confesonario—. Las personas que son como usted suelen pasar una vida de perros. No hay mayor desgracia que tener el corazón demasiado grande. Cerebro grande, estómago grande, hígado grande, son males también; pero menores. Y yo he de poder poco o le he de recortar a usted el corazón, para que haya equilibrio.

—¿Equi...?

—Equilibrio.

—Ya; no lo digo bien; pero comprendo lo que es. ¿Y cómo me va usted a recortar?

—¡Oh! Se necesitan muchas lecciones... es la única manera de que usted no sea desgraciada toda la vida. ¡Ah!, este mundo es una gaita con muchos agujeros, y hay que templar, templar para que suene bien. Usted no sabe de la misa la media. Parece que acaba de nacer, y que la han puesto de patitas en el mundo. ¿Qué resulta?, que no sabe por dónde anda. Devuelve el dinero que le dan, y se chifla dos, tres veces por una misma persona. ¡Bonito porvenir! Yo le voy a enseñar a usted una cosa que no sabe.

—¿Qué?

—Vivir... Vivir es nuestra primera obligación en este valle de lágrimas, y sin embargo... ¡Qué pocos hay que sepan desempeñarla!... Se lo dice a usted un hombre que ha visto mucho mundo, que ha tenido, como usted, un corazón del tamaño de hoy y mañana. Conque prepararse, que empiezo mis lecciones.

—¿Y seré feliz? —dijo Fortunata con expectación supersticiosa, como si le estuvieran echando las cartas.

—Por de pronto, de lo que yo trato es de que sea usted práctica.

—¡Práctica! —replicó ella arrugando la nariz con salero, como hacía siempre que afectaba no comprender una cosa y burlarse de ella al mismo tiempo—. Práctica, ¿qué quiere decir eso?

—¿Y no lo sabe?... ¡No se haga usted más tonta de lo que es! —indicó Don Evaristo arrugando también su nariz.

—Pues nos haremos
pléiticas
—dijo la señora de Rubín, ridiculizando la palabra para ridiculizar la idea.

Poco más duró aquella visita, porque el señor de Feijoo no quería molestar. Despidiose, prometiendo volver pronto. Por él, volvería dentro de una hora.

—Amiguita, usted no puede estar mucho tiempo sola, porque esa cabeza se pone a trabajar... Como usted no me eche, aquí me tendrá otra vez esta tarde.

Y volvió cerca de anochecido trayendo un ramo de flores, y poco después fue un mozo de cuerda con dos o tres tiestos. A Fortunata le gustaban mucho las flores, así vivas como cortadas; tenía los balcones llenos de macetas y se pasaba buena parte de la mañana cuidándolas. Mucho agradeció al buen caballero tales obsequios, que tenían mayor precio en la estación que corría. Las flores del ramo eran de las más bellas, raras y valiosas que hay en invierno. De lo que sobre plantas se habló aquella tarde, coligió Don Evaristo que su amiga tenía gustos un poco desacordes con el gusto corriente. No le hacía gracia ninguna flor que no tuviese fragancia, y particularmente las camelias le eran antipáticas. Entre la mejor de las camelias y el más amarillo y sosón de los girasoles, no hallaba gran diferencia en cuanto al mérito. Diéranle a ella un buen clavel, un nardo, una rosa de la tierra, y en fin, todas aquellas flores que
ilusionan el sentido
en cuanto uno se acerca a ellas...

—¿Y qué tal nos encontramos esta tarde? —dijo Don Evaristo inclinándose para verle la cara.

Echábaselas de médico; pero examinaba la cara por lo bonita que le parecía, no por buscar en ella síntomas hipocráticos; y como avanzara la noche y no había luz, tenía que acercarse mucho para ver bien. Continuaba ella en el propio sitio y postura que por la mañana.

—Estoy lo mismo —replicó sin moverse—. Desde que usted se fue, estuve llorando hasta ahorita.

—Pues no hay que devanarse los sesos para encontrar el remedio. Con no moverme de aquí... Pero podría ser el remedio peor que la enfermedad, y al fin tendría usted que llorar para que me marchase... Vamos, hija, modere esos suspiros tan fuertes, que parece se le va a salir el alma por la boca. Ya nos iremos consolando. El tiempo es un médico que se pinta solo para curar estas cosas; y todavía he de ver yo a mi amiga más contenta que unas Pascuas, sin acordarse para nada de lo que tanto la aflige hoy. Y pronto, muy pronto... Y es preciso distraerse. ¿Sabe usted jugar al tresillo?

—¿Yo? No sé más que el tute.
Ese
quiso enseñarme el tresillo; pero nunca lo pude aprender. No sabe usted bien lo torpe que soy.

—¿Le gusta a usted el teatro?

—Eso sí, sobre todo los dramas en que hay cosas que la hacen llorar a una.

—¡Ave María Purísima!... Esas obras en que sale aquello de «¡hijo mío!... ¡padre mío!...

—Esas, y otras en que hay pasos de mucha aflicción, y sacan las espadas, y se desmaya una actriz porque le quitan el hijo.

—¡Alabado sea el Santísimo!... —dijo Feijoo con socarronería—. En eso sí que son contrarios nuestros gustos, porque yo, en cuanto veo que los actores pegan gritos y las actrices principian a hacerme pucheritos, ya estoy bufando en mi butaca y mirando para la puerta... Nada de lágrimas. Lo que le conviene a usted ahora es reírse con las piececitas de Lara y Variedades. Para dramas, hija, los de la realidad... ¿Le gustan a usted los bailes de máscaras?

—Se va usted a reír —replicó Fortunata incorporándose—. En el poco tiempo que anduve yo suelta en Barcelona, de la ceca a la meca, solía ir a bailes y divertirme algo; después no... Este año me llevó Juan dos veces, y otra vez fui yo sola con una amiga, por ver si le sorprendía pegándomela con algún trasto... ¿Creerá usted que no me he divertido ni esto? La careta me da un calor que me abrasa... me la quiero quitar. Pues digo... si me pongo a dar bromas, yo misma me río de mi poca gracia. No puede usted figurarse lo
desaborida
que soy. No se me ocurre nada más que sandeces. Juan me decía que no sirvo para nada, y que no me merezco el palmito que tengo. Él se empeñaba en que yo fuera de otro modo; pero la cabra siempre tira al monte. Pueblo nací y pueblo soy; quiero decir, ordinariota y salvaje... ¡Ah, si viera usted lo furioso que se ponía cuando le decía yo que me gusta un guisado de falda y pechos como los que se comen en los bodegones! Pues nada; que tenía que esconderme para comer a mi gusto. ¿Y cuando me sermoneaba porque no tengo ese aire de francesa que tiene la Antoñita, esa que está con Villalonga, y otra que llaman Sofía la Ferrolana? «Hasta en la manera de sentarse se diferencian de ti —me decía—. Fíjate bien en aquel aire de abandono o de viveza según los casos; en aquella gracia, en aquel modo de andar por la calle. Tú cuando vas por ahí con tu velito y ese pasito reposado, sin mirar a nadie, parece que vas de casa en casa pidiendo para una misa». ¿Ve usted lo que me decía? ¿Y cuando se empeñaba en que me pusiera yo esos cuerpos tan ceñidos, tan ceñidos que con ellos parece que enseña una todo lo que Dios le ha dado?...

«Esta mujer me vuelve loco —pensaba Feijoo, experimentando, al oír a Fortunata, una sensación de inefable contento—. Si estoy chocho, si no sé lo que me pasa... ¡Ay Dios mío, a mi edad!... No hay remedio, me declaro... Pero no, refrénate, compañero, aún no es tiempo...».

Al buen señor se le ponían los ojos encandilados oyéndole contar aquellas cosas con tan encantadora sinceridad. Sonrisa de alegría y esperanza contraía sus labios, mostrando su dentadura intachable. Su cara, que era siempre sonrosada, poníasele encendida, con verdaderos ardores de juventud en las mejillas. Era, en suma, el viejo más guapo, simpático y frescachón que se podía imaginar; limpio como los chorros del oro, el cabello rizado, el bigote como la pura plata; lo demás de la cara tan bien afeitadito, que daba gloria verle; la frente espaciosa y de color marfil, con las arrugas finas y bien rasgueadas. Pues de cuerpo, ya quisieran parecérsele la mayor parte de los muchachos de hoy. Otro más derecho y bien plantado no había.

«No, lo que es hoy no le digo nada —pensaba—. Temo hacer el bisoño. Calma, compañero, y repliégate un poco; tiempo tienes de picar espuelas. Hoy lo recibiría mal. Está muy reciente la herida».

—2—

«
P
ues lo que es hoy sí que no me quedo con esto dentro del cuerpo —pensó mi hombre al otro día, entrando en la sala, hecho un sol de limpio y despidiendo, como todas las mañanas al salir de su casa, un fuerte olor a
colonia
—. ¿Y dónde está?, ¿qué hace que no sale? Es un encanto esa mujer, y tengo al tal Santa Cruz por el gaznápiro más grande que come pan... ¡Cuánto me hace esperar! Paréceme que oigo trastazos como de dar con el zorro en los muebles. Estará de limpieza, aunque hoy no es sábado. Pero no importa que no sea sábado. Eso le conviene: trabajar, hacer ejercicio, distraerse, andar de aquí para allí. ¡Magnífico!... Sí, sí, sin duda está de limpieza. Es un diamante en bruto esa mujer. Si hubiera caído en mis manos, en vez de caer en las de ese simplín, ¡qué facetas, Dios mío, qué facetas le habría tallado yo!... Y sigue el traqueteo allá dentro. Parece que arrastran muebles... Bien, muy bien, dale duro. Para cosas del corazón, sudar, sudar. ¡Ay qué contento estoy hoy! Tiempo hacía, compañero, mucho tiempo hacía que no te sentías tan feliz como te sientes hoy. Desde que estuviste en Filipinas... Pues ahora parece que están moviendo la cama de hierro. ¡Cómo rechina el metal!... ¡Ah!, por fin sale...».

—Dispénseme usted, amigo Don Evaristo —dijo Fortunata apareciendo en la puerta del gabinete, con bata de diario, un delantal muy grande y pañuelo liado a la cabeza—. Estoy de limpia.

Tras ella se veía una atmósfera polvorienta, turbia y luminosa; el sol entraba por el balcón, de par en par abierto.

—Porque yo tengo esta costumbre... Cuando me siento con ganas de llorar y dada a todos los demonios, ¿sabe usted qué hago?, pues coger el zorro, las escobas, una esponja grande y un cubo de agua. Siempre que tengo una pena muy grande le meto mano al polvo.

—Pues ¡ay, hija mía!, la compadezco a usted... porque la casa está como una plata...

—¡Cómo ha de ser!... Sí, esta es mi única distracción. Y no sé ninguna labor delicada; no sé coser en fino; no bordo ni toco el piano. Tampoco pinto platos como esa Antonia, amiga de Villalonga, la cual está siempre de pinceles; yo apenas sé leer y no le saco sentido a ningún libro... ¿Qué he de hacer?, fregar y limpiar. Con esto no me acuerdo de otras cosas.

«Me la comería —pensó Don Evaristo, que la contemplaba embobado, sin decir nada».

—Conque lo mejor es que se vaya usted ahora, y vuelva más tarde. Le vamos a llenar de polvo y basura.

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