Read Fortunata y Jacinta Online
Authors: Benito Pérez Galdós
—Romper, romper para siempre toda clase de relaciones con esa calamidad es lo que importa —manifestó la Delfina inquietísima, dando vueltas en el lecho—. Que no la veas más, que ni siquiera la saludes si te la encuentras por la calle... ¡Oh, qué mujer! Es mi pesadilla.
—Da por hecho el rompimiento, pero definitivo, absoluto. Lo deseo tanto como tú; me lo puedes creer.
Lo decía con tal expresión de ingenuidad, que Jacinta sintió grande alegría.
—Sí, hija, no aguanto más. Que se vaya con su constancia a los quintos infiernos.
—¿Y si da en perseguirte?
—Seré capaz hasta de recurrir a la policía.
—¿De modo que no vuelves más a esa casa?... Di que no vuelves, dime que no la quieres.
—¡Bah! Demasiado lo sabes. No volveré más que a despedirme.
—No; escríbele una carta. Las despedidas cara a cara no son buenas para romper.
—Haré lo que tú quieras, lo que tú me mandes, niñita de mi alma, monísima... más salada que el terrón de los mares.
A
la siguiente mañana, Jacinta se levantó muy gozosa, con los espíritus avispados, y muchas ganitas de hablar y de reír sin motivo aparente. Barbarita, que entró de la calle a las diez, le dijo:
—¡Qué retozona estás hoy!... Oye. Al volver de San Ginés, me encontré con Manolo Moreno, que llegó ayer de Londres. Le he convidado a almorzar.
Jacinta fue a su tocador. Aún dormía su marido, y ella se empezó a arreglar. A poco entró una visita, que Jacinta recibió en su gabinete. Era Severiana, que dos veces por semana llevaba a Adoración a que la viese su protectora. Ya se sabe que la Delfina, no pudiendo adoptar al
Pituso
y tomarlo por hijo, y sintiendo más fuerte e imperioso en su alma el anhelo de la maternidad, dio en proteger a la preciosísima y cariñosa hija de Mauricia la Dura. Para Jacinta no había goce más grande y puro que acariciar un pequeñuelo, darle calor y comunicarle aquel sentimiento de bondad que se desbordaba de su alma. Agradábale tanto la niña aquella, que se la habría llevado consigo si sus suegros y su marido lo permitieran; pero no siendo posible esto, se consolaba vistiéndola como una señorita, pagándole el colegio y pasando un ratito con ella. Gozaba en ver su belleza, en aspirar la fragancia de su inocencia y en examinarla para cerciorarse de sus adelantos.
—Hola, ven acá, mujer, dame un beso y un abrazo —le dijo la señorita, atrayéndola a sí con maternal cariño.
Adoración se frotó bien la cara y el cuerpo contra la cintura y falda de su protectora.
—Dice que lo que le pide a la Virgen —declaró Severiana con esa adulación de los humildes muy favorecidos y que aún quieren serlo más—, es no separarse nunca, nunca de la señorita... para estarla mirando siempre.
—Ya sé que me quiere mucho, y yo la quiero a ella, si es buena y estudia. ¡Qué elegante estás!... No te había visto el vestido nuevo.
—Anoche soñaba con la ropa nueva —dijo Severiana—, y ayer, cuando se la puso, no hacía más que mirarse al espejo. Si la tocábamos ¡ay!, nos quería pegar... Lo que ella deseaba era que la señorita la viera tan maja, ¿verdad, rica?
—No me gusta tanto afán por las composturas. Ahora lo que yo quiero es ver qué tal andan esas lecciones... Hoy no tengo tiempo de hacer preguntas; pero otro día, el jueves, veremos cómo está ese catecismo.
—¡Ah! Señorita, se lo sabe de corrido. Nos tiene mareados con lo que hicieron aquellos que se comían el maná y lo de Noé en el arca, con tantos animales como metió en ella. ¿Pues y leer? Lee mejor que mi marido.
—Eso me gusta... El mes que entra la pondremos en un colegio, interna. Ya es grandecita... es preciso que vaya aprendiendo los buenos modales... su poquito de francés, su poquito de piano... Quiero educarla para maestrita o institutriz, ¿verdad?
Adoración la miraba como en éxtasis.
—¿Y esa mujer? —preguntó luego Jacinta a Severiana, refiriéndose a la madre de Adoración.
—Señora, no me la nombre. A poco de salir de las Micaelas, parecía algo enmendada. Volvió a correr pañuelos de Manila y algunas prendas; estaba en buena conformidad; pero ya la tenemos otra vez en danza con el maldito vicio. Anteanoche la recogieron tiesa en la calle de la Comadre... ¡Qué vergüenza...!
Jacinta hizo un gesto de pena.
—¡Pobrecita mía! —exclamó abrazando más estrechamente a su protegida.
—Por esto —añadió la otra—, yo quería hablar a la señorita para ver si Doña Guillermina tenía proporción de meterla en cualquier parte donde la sujetaran. En las Micaelas no puede ser, a cuento de que allí la tuvieron que echar por escandalosa... Pero bien la podrían poner, si a mano viene, en un hospicio, o casa de orates, al menos para que no diera malos ejemplos.
—Veremos... —dijo distraída Jacinta levantándose, porque había oído el repique del timbre con que su marido llamaba.
Faltaba algo antes de que Adoración se despidiera. Su protectora le daba siempre una golosina, y aquel día hubo de olvidarse. Quedose parada la niña en medio del gabinete aun después de los últimos besos de la despedida. Jacinta cayó en la cuenta de su distracción.
—Espérate un momento.
A poco volvió con lo que la chiquilla deseaba, y repetida la recomendación de portarse bien y estudiar mucho, acompañolas hasta la puerta. Cuando Severiana y su sobrinita salían, entraba Moreno—Isla, y Jacinta que le vio subir, se detuvo en el recibimiento. Subía despacio y jadeante, a causa de la afección al corazón que padecía. Estaba muy envejecido, de mal color, y con más aire extranjero que antes.
—¡Oh, puerta del paraíso! ¡Qué manos te abren...! Dispense usted... Me canso horriblemente —dijo Moreno, saludándola con tanta urbanidad como afecto.
Estupiñá, que entraba detrás, le echó también un gran saludo a Don Manuel, permitiéndose abrazarle, porque eran antiguos amigos.
—Estás hecho un pollo —le dijo Moreno, palmoteándole en los hombros.
—Vamos tirando... ¿Y usted...?
—Así, así.
—¡Siempre por esas tierras de extranjis!... Caramba, también es gusto, teniendo aquí tantos que le quieren bien...
El forastero le contestó con la benevolencia un tanto fría que saben emplear los superiores bien educados. Separáronse en el pasillo, porque Estupiñá tenía que ir hacia el comedor. Moreno siguió a Jacinta hasta el salón y de allí al gabinete.
—No me había dicho Guillermina que estaba usted en Madrid. Lo supe hoy por mamá —dijo ella por decir algo.
—¿Guillermina? ¡Buena tiene ella la cabeza para acordarse de anunciarme! ¿Sabe usted que cada vez que vengo a España me la encuentro más tocada? Ayer, cuando entré en casa, lo primero que hizo, mientras me saludaba, fue un registro de todos los bolsillos de mi ropa. Me desplumó. Lo que yo decía: «apenas se pone el pie en España, no se da un paso sin tropezar con bandoleros—. Ahora pretende que entre todos los parientes le hagamos un piso... Friolera.
—¡Pobrecilla! Es una santa.
Llegó entonces Don Baldomero, anunciándose antes de entrar con estas alegres voces:
—¿En dónde está ese antipatriota?
Cuando apareció en la puerta, con los brazos abiertos, fue Moreno a dejarse estrechar en ellos.
—Bien, padrino; está usted hecho un muchacho.
—¿Y tú, perdido? Me dijeron que estabas algo delicado.
—Me canso horriblemente —replicó el forastero, tocándose el corazón—. Algo aquí... Pero dicen que es nervioso.
—Sí, sí, nervioso —afirmó Santa Cruz como si tuviera en el dedillo toda la medicina.
—Nervioso, claro —repitió Jacinta.
Y Barbarita, que a la sazón entraba, también dijo:
—¿Qué ha de ser sino nervioso...?
—Vaya, vaya con este perdis —decía Don Baldomero mirando mucho a su amigo y pariente y no atreviéndose a decir que le encontraba muy desmejorado—. Siempre tan extranjerote.
—No quiere nada con nosotros —dijo Barbarita, examinándole la ropa—. Mira, mira que levita gris cerrada... y botines blancos... Pero, Manolo, ¡qué zapatones usan por allá! Esos guantes pasarían aquí por guantes de cochero.
Moreno se echó a reír. Su persona tenía tal aire inglés, que quien le viera, tomaríale por uno de esos lores aburridos y millonarios que andan por el mundo sacudiéndose la morriña que les consume. Hasta cuando hablaba desmentía, no por afectación, sino por hábito, su progenie española, porque arrastraba un poco las erres y olvidaba algunos vocablos de los menos usuales. Se había educado en el célebre colegio de Eton; a los treinta años volvió a Inglaterra y allí vivía de continuo, salvo las cortas temporadas que pasaba en Madrid. Poseía el arte de la buena educación en su forma más exquisita, y una soltura de modales que cautivaba. Era ahijado de Don Baldomero I, y por esto seguía llamando
padrino
a Don Baldomero II.
—Ya saben ustedes que no transijo con la patria —dijo sonriendo—. Mientras más la visito, menos me gusta. Por respeto a mi padrino, no me atrevo a decir más.
Los gustos extranjeros de aquel hombre y el desamor que a su patria mostraba, eran ocasión de empeñadas reyertas entre él y Don Baldomero, que defendía todo
lo del Reino
con sincero entusiasmo. A veces perdía los estribos el buen español, sosteniendo que en todo lo
de fuera
hay mucho de farsa, y Moreno, extremando sus antipatías, sostenía que en España no hay más que tres cosas buenas: la Guardia Civil, las uvas de albillo y el Museo del Prado.
—Vamos a ver —dijo Don Baldomero con alegría, que le retozaba en la cara—. ¿Qué me dices del Rey que hemos traído? Ahora sí que vamos a estar en grande. Verás cómo prospera el país y se acaban las guerras.
—Es guapo chico. Varios españoles residentes en Londres le acompañamos en el tren hasta Dover. Yo le regalé un magnífico reloj... Es muy despejado chico, pero muy despejado. ¡Lástima de Rey! Yo le dije: «Vuestra Majestad va a gobernar el país de la ingratitud; pero Vuestra Majestad vencerá a la hidra—. Esto lo dije por cortesía; pero yo no creo que pueda barajar a esta gente. Él querrá hacerlo bien; pero falta que le dejen.
En esto entró Juan, y él y su pariente se dieron los abrazos de ordenanza. Para ponerse a almorzar no faltaba más que Villalonga.
—¿Pero qué? —dijo el Delfín—, ¿le esperamos? Sabe Dios a qué hora vendrá. Anoche se retiraría a las tres de la tertulia del Ministro de la Gobernación, y estará todavía en la cama.
Acordaron, pues, no aguardar más, y durante el cordial almuerzo, que quieras que no, la conversación versó sobre si en España es todo malo, o si en Francia e Inglaterra es de buena ley todo lo que admiramos. Moreno—Isla no cedía una pulgada de terreno antipatriótico en que su terquedad se encerraba.
—Miren ustedes... hablando ahora con toda seriedad —dijo, después de apurar bien el tema de las comidas, y pasando a ciertas ideas de cultura general—. Yo he hecho una observación que nadie me desmentirá. Desde que se pasa la frontera para allá y se entra en Francia, no le pica a usted una pulga.
(Risas)
.
—¡Pero qué tendrán que ver las pulgas...!
—¿Y sostienes tú que en Francia no hay pulgas?
—No las hay, créame usted, padrino, no las hay. Es un resultado del aseo general, de la limpieza de las casas y de las personas. Vaya usted a San Sebastián. Se lo comen vivo...
—Hombre, por Dios, ¡qué argumentos!...
Sonó la campanilla. «¡Ahí está! —dijeron todos, y Barbarita miró al lugar vacío que estaba destinado a Villalonga en la mesa. Este entró muy alegre, saludando a la familia, y dando un apretón de manos a Moreno.
—Indulgencia, señora. He venido volando por no hacerme esperar.
—Amigo, desde que está usted en candelero, no hay quien le vea. ¡Qué caro se cotiza!
—Es que no me dejan vivir. Anoche duró el jubileo hasta las tres. Doscientas personas entrando y saliendo. Y que no pretenden nada...
—Preparando las elecciones, ¿eh?
—¡Oh!, pues si pasamos al terreno político... —indicó Moreno.
—No, no pases —replicó Santa Cruz—. En ese terreno concedo, concedo...
Después hubo debate sobre quesos, diciendo Don Baldomero que los del Reino son también muy buenos. Luego tratose de las casas, que Moreno calificó de inhabitables. «Por eso todo el mundo vive en la calle».
—Pues mire usted —dijo Villalonga—: las casas serán todo lo malas que usted quiera; pero hay en las del extranjero una costumbre que maldita la gracia que tiene. Me refiero a la falta de maderas en los balcones y ventanas, por lo cual entra la luz desde que Dios amanece, y no puede usted pegar los ojos.
—¿Pero usted cree que por allá hay alguien que se esté durmiendo hasta el medio día?
Sobre esto se habló mucho, y el forastero sacó a relucir otras cosas.
—Yo de mí sé decir que cuando paso la frontera para acá recibo las más tristes impresiones. Habrá algo que admirar; a mí se me esconde, y no veo más que la grosería, los malos modos, la pobreza, hombres que parecen salvajes, liados en mantas; mujeres flacas... Lo que más me choca es lo desmedrado de la casta. Rara vez ve usted un hombrachón robusto y una mujer fresca. No lo duden ustedes, nuestra raza está mal alimentada, y no es de ahora; viene pasando hambres desde hace siglos... Mi país me es bastante antipático, y desde que me meto en el
express
de Irún ya estoy renegando. Por la mañana, cuando despierto en la Sierra y oigo pregonar el
botijo e leche
, me siento mal; créanlo ustedes... Al llegar a Madrid, y ver la gente de capa, las mujeres con mantones, las calles mal adoquinadas, y los caballos de los coches como esqueletos, no veo la hora de volverme a marchar.
—¡Hombre, en qué tonterías te fijas! —observó Don Baldomero, continuando la apología de la patria en términos calurosos que el otro oía con benevolencia.
Cuando tomaban el café, notaron todos que Moreno se sentía mal; pero él disimulaba, y llevándose la mano al corazón, decía otra vez:
—Algo aquí... No es nada. Nervioso quizás. Lo que más me molesta es el ruido de la circulación de la sangre. Por eso me gusta tanto viajar... Con el ruido del tren, no oigo el mío.
Hubo un momento de silencio y tristeza en la mesa; pero aquello pasó, y siguieron charlando. Jacinta observaba que alguien le hacía telégrafos desde la puerta, alzando un poco el cortinón. Salió: era Guillermina.
—No, yo no paso. Tengo que irme al momento a la obra —le dijo con secreteo—. Vengo para encargarte que le hables. Saca la conversación como puedas, y que se entere bien de la necesidad en que estamos.