Fortunata y Jacinta (25 page)

Read Fortunata y Jacinta Online

Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
7.97Mb size Format: txt, pdf, ePub

Aquel día, el demonio lo hizo, estaba Juan mucho peor de su catarro. Era el enfermo más impertinente y dengoso que se pudiera imaginar. Pretendía que su mujer no se apartara de él, y notando en ella una tristeza que no le era habitual, decíale con enojo: «¿Pero qué tienes, qué te pasa, hija? Vaya, pues me gusta... Estoy yo aquí hecho una plasta, aburrido y pasando las de Caín, y te me vienes tú ahora con esa cara de juez. Ríete, por amor de Dios». Y Jacinta era tan buena, que al fin hacía un esfuerzo para aparecer contenta. El Delfín no tenía paciencia para soportar las molestias de un simple catarro, y se desesperaba cuando le venía uno de esos rosarios de estornudos que no se acaban nunca. Empeñábase en despejar su cabeza de la pesada fluxión sonándose con estrépito y cólera.

—Ten paciencia, hijo —le decía su madre—. Si fuera una enfermedad grave, ¿qué harías?

—Pues pegarme un tiro, mamá. Yo no puedo aguantar esto. Mientras más me sueno, más abrumada tengo la cabeza. Estoy harto de beber aguas. ¡Demonio con las aguas! No quiero más brebajes. Tengo el estómago como una charca. ¡Y me dicen que tenga paciencia! Cualquier día tengo yo paciencia. Mañana me echo a la calle.

—Falta que te dejemos.

—Al menos ríanse, cuéntenme algo, distráiganme. Jacinta, siéntate a mi lado. Mírame.

—Si ya te estoy mirando. Estás muy guapito con tu pañuelo liado en la cabeza, la nariz colorada, los ojos como tomates...

—Búrlate; mejor. Eso me gusta... Ya te daría yo mi constipado. No, si no quiero más caramelos. Con tus caramelos me has puesto el cuerpo como una confitería. Mamá...

—¿Qué?

—¿Estaré bueno mañana? Por Dios, tengan compasión de mí, háganme llevadera esta vida. Estoy en un potro. Me carga el sudar. Si me desabrigo, toso; si me abrigo, echo el quilo... Mamá, Jacinta, distraedme; tráiganme a Estupiñá para reírme un rato con él.

Jacinta, al quedarse otra vez sola con su marido, volvió a sus pensamientos. Le miró por detrás de la butaca en que sentado estaba. «¡Ah, cómo me has engañado!...». Porque empezaba a creer que el loco, con serlo tan rematado, había dicho verdades. Las inequívocas adivinaciones del corazón humano decíanle que la desagradable historia del
Pitusín
era cierta. Hay cosas que forzosamente son ciertas, sobre todo siendo cosas malas. ¡Entrole de improviso a la pobrecita esposa una rabia...! Era como la cólera de las palomas cuando se ponen a pelear. Viendo muy cerca de sí la cabeza de su marido, sintió deseos de tirarle del cabello que por entre las vueltas del pañuelo de seda salía. «¡Qué rabia tengo! —pensó Jacinta apretando sus bonitísimos dientes—, por haberme ocultado una cosa tan grave... ¡Tener un hijo y abandonarlo así!»... Se cegó; vio todo negro. Parecía que le entraban convulsiones. Aquel
Pitusín
desconocido y misterioso, aquella hechura de su marido, sin que fuese, como debía, hechura suya también, era la verdadera culebra que se enroscaba en su interior... «¿Pero qué culpa tiene el pobre niño...? —pensó después transformándose por la piedad—. ¡Este, este tunante...!». Miraba la cabeza, ¡y qué ganas tenía de arrancarle una mecha de pelo, de pegarle un coscorrón!... ¿Quién dice uno?... dos, tres, cuatro coscorrones muy fuertes para que aprendiera a no engañar a las personas.

—Pero mujer, ¿qué haces ahí detrás de mí? —murmuró él sin volver la cabeza—. Lo que digo, hoy parece que estás lela. Ven acá, hija.

—¿Qué quieres?

—Niña de mi vida, hazme un favorcito.

Con aquellas ternuras se le pasó a la Delfina todo su furor de coscorrones. Aflojó los dientes y dio la vuelta hasta ponérsele delante.

—Hazme el favorcito de ponerme otra manta. Creo que me he enfriado algo.

Jacinta fue a buscar la manta. Por el camino decía: «En Sevilla me contó que había hecho diligencias por socorrerla. Quiso verla y no pudo. Murió mamá, pasó tiempo; no supo más de ella... Como Dios es mi padre, yo he de saber lo que hay de verdad en esto, y si... —se ahogaba al llegar a esta parte de su pensamiento— si es verdad que los hijos que no le nacen en mí le nacen en otra...».

Al ponerle la manta le dijo:

—Abrígate bien, infame.

Y a Juanito no se le ocultó la seriedad con que lo decía. Al poco rato volvió a tomar el acento mimoso:

—Jacintilla, niña de mi corazón, ángel de mi vida, llégate acá. Ya no haces caso del sinvergüenza de tu maridillo.

—Celebro que te conozcas. ¿Qué quieres?

—Que me quieras y me hagas muchos mimos. Yo soy así. Reconozco que no se me puede aguantar. Mira, tráeme agua azucarada... templadita, ¿sabes? Tengo sed.

Al darle el agua, Jacinta le tocó la frente y las manos.

—¿Crees que tengo calentura?

—De pollo asado. No tienes más que impertinencias. Eres peor que los chiquillos.

—Mira, hijita, cordera; cuando venga
La Correspondencia
, me la leerás. Tengo ganas de saber cómo se desenvuelve Salmerón. Luego me leerás
La Época
. ¡Qué buena eres! Te estoy mirando y me parece mentira que tenga yo por mujer a un serafín como tú. Y que no hay quien me quite esta ganga... ¡Qué sería de mí sin ti... enfermo, postrado...!

—¡Vaya una enfermedad! Sí; lo que es por quejarte no quedará...

Doña Bárbara entró diciendo con autoridad:

—A la cama, niño, a la cama. Ya es de noche y te enfriarás en ese sillón.

—Bueno, mamá; a la cama me voy. Si yo no chisto, si no hago más que obedecer a mis tiranas... Si soy una malva. Blas, Blas... ¿Pero dónde se mete este condenado hombre?

María Santísima, lo que bregaron para acostarle. La suerte de ellas era que lo tomaban a broma.

—Jacinta, ponme un pañuelo de seda en la garganta... Chica, no aprietes tanto que me ahogas... Quita, quita, tú no sabes. Mamá, ponme tú el pañuelo... No, quitádmelo; ninguna de las dos sabe liar un pañuelo. ¡Pero qué gente más inútil!

Pasa un ratito.

—Mamá, ¿ha venido
La Correspondencia
?

—No, hijo. No te desabrigues. Mete estos brazos. Jacinta, cúbrele los brazos.

—Bueno, bueno, ya están metidos los brazos. ¿Los meto más? Eso es, se empeñan en que me ahogue. Me han puesto un baúl mundo encima. Jacinta, quita
jierro
, que el peso me agobia... Pero, chica, no tanto; sube más arribita el edredón... tengo el pescuezo helado. Mamá... lo que digo, hacen las cosas de mala gana. Así no me pongo nunca bueno. Y ahora se van a comer. ¿Y me voy a quedar solo con Blas?

—No, tonto, Jacinta comerá aquí contigo.

Mientras su mujer comía, ni un momento dejó de importunarla:

—Tú no comes, tú estás desganada; a ti te pasa algo; tú disimulas algo... A mí no me la das tú. Francamente, nunca está uno tranquilo... pensando siempre si te nos pondrás mala. Pues es preciso comer; haz un esfuerzo... ¿Es que no comes para hacerme rabiar?... Ven acá, tontuela, echa la cabecita aquí. Si no me enfado, si te quiero más que a mi vida, si por verte contenta, firmaba yo ahora un contrato de catarro vitalicio... Dame un poquito de esa camuesa... ¡Qué buena está! Déjame que te chupe el dedo...

Iban llegando los amigos de la casa que solían ir algunas noches.

—Mamá, por las llagas y por todos los clavos de Cristo, no me traigas acá a Aparisi... Ahora le da porque todo ha de ser
obvio... obvio
por arriba,
obvio
por abajo. Si me le traes le echo a cajas destempladas.

—Vaya, no digas tonterías. Puede que entre a saludarte; pero saldrá en seguida. ¿Quién ha entrado ahora?... ¡Ah!, me parece que es Guillermina.

—Tampoco la quiero ver. Me va a aburrir con su edificio. ¡Valiente chifladura! Esa mujer está loca. Anoche me dio la gran jaqueca, con que si sacó las maderas de
seis
a treinta y ocho reales, y las
carreras de pie y cuarto
a diez y seis reales pie. Me armó un triquitraque de pies que me dejó la cabeza pateada. No me la entren aquí. No me importa saber a cómo valen el ladrillo pintón y las alfargías... Mamá, ponte de centinela y aquí no me entra más que Estupiñá. Que venga Placidito, para que me cuente sus glorias, cuando iba al portillo de Gilimón a meter contrabando, y a la bóveda de San Ginés a abrirse las carnes con el zurriago... Que venga para decirle: «Lorito, daca la pata».

—¡Pero, qué impertinente! Ya sabes que el pobre Plácido se acuesta entre nueve y diez. Tiene que estar en planta a las cinco de la mañana. Como que va a despertar al sacristán de San Ginés, que tiene un sueño muy pesado.

—Y porque el sacristán de San Ginés sea un dormilón, ¿me he de fastidiar yo? Que entre Estupiñá y me dé tertulia. Es la única persona que me divierte.

—Hijo, por amor de Dios, mete esos brazos.

—Ea, pues si no viene Rossini, no los meto y saco todo el cuerpo fuera.

Y entraba Plácido y le contaba mil cosas divertidas, que siento no poder reproducir aquí. No contento con esto, quería divertirse a costa de él, y recordando un pasaje de la vida de Estupiñá que le habían contado, decíale:

—A ver, Plácido, cuéntanos aquel lance tuyo cuando te arrodillaste delante del sereno, creyendo que era el Viático...

Al oír esto, el bondadoso y parlanchín anciano se desconcertaba. Respondía torpemente, balbuciendo negativas.

—¿Quién te ha contado esa paparrucha?

A lo mejor, saltaba Juan con esto:

—¿Pero di, Plácido, tú no has tenido nunca novia?

—Vaya, vaya, este Juanito —decía Estupiñá levantándose para marcharse—, tiene hoy ganas de comedia.

Barbarita, que tanto apreciaba a su buen amigo, estaba, como suele decirse, al quite de estas bromas que tanto le molestaban.

—Hijo, no te pongas tan pesado... deja marchar a Plácido. Tú, como te estás durmiendo hasta las once de la mañana, no te acuerdas del que madruga.

Jacinta, entre tanto, había salido un rato de la alcoba. En el salón vio a varias personas, Casa—Muñoz, Ramón Villuendas, Don Valeriano Ruiz—Ochoa y alguien más, hablando de política con tal expresión de terror, que más bien parecían conspiradores. En el gabinete de Barbarita y en el rincón de costumbre halló a Guillermina haciendo obra de media con hilo crudo. En el ratito que estuvo sola con ella, la enteró del plan que tenía para la mañana siguiente. Irían juntas a la calle de Mira el Río, porque Jacinta tenía un interés particular en socorrer a la familia de aquel pasmarote que hace las suscriciones.

—Ya le contaré a usted; tenemos que hablar largo.

Ambas estuvieron de cuchicheo un buen cuarto de hora, hasta que vieron aparecer a Barbarita.

—Hija, por Dios, ve allá. Hace un rato que te está llamando. No te separes de él. Hay que tratarle como a los chiquillos.

—Pero mujer, te marchas y me dejas así... ¡Qué alma tienes! —gritó el Delfín cuando vio entrar a su esposa—. Vaya una manera de cuidarle a uno. Nada... Lo mismo que a un perro.

—Hijo de mi alma, si te dejé con Plácido y tu mamá... Perdóname, ya estoy aquí.

Jacinta parecía alegre, Dios sabría por qué... Inclinose sobre el lecho y empezó a hacerle mimos a su marido, como podría hacérselos a un niño de tres años.

—¡Ay, qué mañosito se me ha vuelto este nene!... Le voy a dar azotes... Toma, este por tu mamá, este por tu papá y este grande... por tu parienta...

—¡Rica!

—Si no me quieres nada.

—Anda, zalamera... quien no me quiere nada eres tú.

—Nada en gracia de Dios.

—¿Cuánto me quieres?

—Tanto así.

—Es poco.

—Pues como de aquí a la Cibeles... no al Cielo... ¿Estás satisfecho?


Chí
.

Jacinta se puso seria.

—Arréglame esta almohada.

—¿Así?

—No, más alta.

—¿Estás bien?

—No, más bajita... Magnífico. Ahora, ráscame aquí, en la paletilla.

—¿Aquí?

—Más abajito... más arribita... ahí... fuerte... ¡Ay, niña de mi vida, eres la gloria eterna!... ¡Qué dicha la mía en poseerte!...

—Cuando estás malo es cuando me dices esas cosas... Ya me las pagarás todas juntas.

—Sí, soy un pillo... Pégame.

—Toma, toma.

—Cómeme...

—Sí, que te como, y te arranco un bocado...

—¡Ay! ¡Ay!, no tanto, caramba. ¡Si alguien nos viera!...

—Creería que nos habíamos vuelto tontos rematados —observó Jacinta riéndose con cierta melancolía.

—Estas simplezas no son para que las vea nadie...

—¿Cierras los ojos? Duérmete, a... rorró...

—Eso es, quieres que me duerma para echar a correr a darle cuerda a esa maniática de Guillermina. Tú eres responsable de que se chifle por completo, porque le fomentas el tema del edificio... Ya estás deseando que cierre yo los ojos para irte. Más que estar conmigo te gusta el palique. ¿Sabes lo que te digo? Que si me duermo, te tienes que estar aquí, de centinela, para cuidar de que no me destape.

—Bueno, hombre, bueno; me estaré.

Quedose aletargado; pero en seguida abrió los ojos, y lo primero que vieron fue los de Jacinta, fijos en él con atención amante. Cuando se durmió de veras, la centinela abandonó su puesto para correr al lado de Guillermina con quien tenía pendiente una interesantísima conferencia.

—IX—

Una visita al Cuarto Estado

—1—

A
l día siguiente, el Delfín estaba poco más o menos lo mismo. Por la mañana, mientras Barbarita y Plácido andaban por esas calles de tienda en tienda, entregados al deleite de las compras precursoras de Navidad, Jacinta salió acompañada de Guillermina. Había dejado a su esposo con Villalonga, después de enjaretarle la mentirilla de que iba a la Virgen de la Paloma a oír una misa que había prometido. El atavío de las dos damas era tan distinto, que parecían ama y criada. Jacinta se puso su abrigo, sayo o
pardessus
color de pasa, y Guillermina llevaba el traje modestísimo de costumbre.

Iba Jacinta tan pensativa, que la bulla de la calle de Toledo no la distrajo de la atención que a su propio interior prestaba. Los puestos a medio armar en toda la acera desde los portales a San Isidro, las baratijas, las panderetas, la loza ordinaria, las puntillas, el cobre de Alcaraz y los veinte mil cachivaches que aparecían dentro de aquellos nichos de mal clavadas tablas y de lienzos peor dispuestos, pasaban ante su vista sin determinar una apreciación exacta de lo que eran. Recibía tan sólo la imagen borrosa de los objetivos diversos que iban pasando, y lo digo así, porque era como si ella estuviese parada y la pintoresca vía se corriese delante de ella como un telón. En aquel telón había racimos de dátiles colgados de una percha; puntillas blancas que caían de un palo largo, en ondas, como los vástagos de una trepadora, pelmazos de higos pasados, en bloques, turrón en trozos como sillares que parecían acabados de traer de una cantera; aceitunas en barriles rezumados; una mujer puesta sobre una silla y delante de una jaula, mostrando dos pajarillos amaestrados, y luego montones de oro, naranjas en seretas o hacinadas en el arroyo. El suelo intransitable ponía obstáculos sin fin, pilas de cántaros y vasijas, ante los pies del gentío presuroso, y la vibración de los adoquines al paso de los carros parecía hacer bailar a personas y cacharros. Hombres con sartas de pañuelos de diferentes colores se ponían delante del transeúnte como si fueran a capearlo. Mujeres chillonas taladraban el oído con pregones enfáticos, acosando al público y poniéndole en la alternativa de comprar o morir. Jacinta veía las piezas de tela desenvueltas en ondas a lo largo de todas las paredes, percales azules, rojos y verdes, tendidos de puerta en puerta, y su mareada vista le exageraba las curvas de aquellas rúbricas de trapo. De ellas colgaban, prendidas con alfileres, toquillas de los colores vivos y elementales que agradan a los salvajes. En algunos huecos brillaba el naranjado que chilla como los ejes sin grasa; el bermellón nativo, que parece rasguñar los ojos; el carmín, que tiene la acidez del vinagre; el cobalto, que infunde ideas de envenenamiento; el verde de panza de lagarto, y ese amarillo tila, que tiene cierto aire de poesía mezclado con la tisis, como en la
Traviatta
. Las bocas de las tiendas, abiertas entre tanto colgajo, dejaban ver el interior de ellas tan abigarrado como la parte externa, los horteras de bruces en el mostrador, o vareando telas, o charlando. Algunos braceaban, como si nadasen en un mar de pañuelos. El sentimiento pintoresco de aquellos tenderos se revela en todo. Si hay una columna en la tienda la revisten de corsés encarnados, negros y blancos, y con los refajos hacen graciosas combinaciones decorativas.

Other books

A Deadly Draught by Lesley A. Diehl
Strangely Normal by Oliver, Tess
South Riding by Winifred Holtby
On Dangerous Ground by Jack Higgins
Lord of the Isle by Elizabeth Mayne
Maestra by L. S. Hilton
Famished by Hammond, Lauren
Uncharted Territory by Connie Willis