Read Fortunata y Jacinta Online
Authors: Benito Pérez Galdós
»El día aquel fue día de pruebas para mí. Era un viernes de Dolores, y las siete espadas, señores míos, estaban clavadas aquí... Me pasaban como unos rayos por la frente. Una idea era lo que yo necesitaba, y más que una idea, valor, sí, valor para lanzarme... De repente noté que aquel valor tan deseado entraba en mí, pero un valor tremendo, como el de los soldados cuando se arrojan sobre los cañones enemigos... Trinqué la mantilla y me eché a la calle. Ya estaba decidida, y no crean, alegre como unas Pascuas, porque sabía lo que tenía que hacer. Hasta entonces yo había pedido a los amigos; desde aquel momento pediría a todo bicho viviente, iría de puerta en puerta con la mano así... Del primer tirón me planté en casa de una duquesa extranjera, a quien no había visto en mi vida. Recibiome con cierto recelo; me tomó por una trapisondista; pero a mí, ¿qué me importaba? Diome la limosna y, en seguida, para alentarme y apurar el cáliz de una vez, estuve dos días sin parar subiendo escaleras y tirando de las campanillas. Una familia me recomendaba a otra, y no quiero decir a ustedes las humillaciones, los portazos y los desaires que recibí. Pero el dichoso maná iba cayendo a gotitas a gotitas... Al poco tiempo vi que el negocio iba mejor de lo que yo esperaba. Algunos me recibían casi con palio; pero la mayor parte se quedaban fríos, mascullando excusas y buscando pretextos para no darme un céntimo. «Ya ve usted, hay tantas atenciones... no se cobra... el Gobierno se lo lleva todo con las contribuciones...». Yo les tranquilizaba. «Un
perro chico
, un
perro chico
es lo que me hace falta». Y aquí me daban el
perro
, allá el duro, en otra parte el billetito de cinco o de diez... o nada. Pero yo tan campante. ¡Ah! Señores, este oficio tiene muchas quiebras. Un día subí a un cuarto segundo, que me había recomendado no sé quién. La tal recomendación fue una broma estúpida. Pues señor, llamo, entro, y me salen tres o cuatro tarascas... ¡Ay, Dios mío, eran mujeres de mala vida!... Yo, que veo aquello... lo primero que me ocurrió fue echar a correr. «Pero no —me dije—, no me voy. Veremos si les saco algo». Hija, me llenaron de injurias, y una de ellas se fue hacia dentro y volvió con una escoba para pegarme. ¿Qué creen ustedes que hice? ¿Acobardarme? Quiá. Me metí más adentro y les dije cuatro frescas... pero bien dichas... ¡Bonito genio tengo yo...! ¡Pues creerán ustedes que les saqué dinero! Pásmense, pásmense... la más desvergonzada, la que me salió con la escoba fue a los dos días a mi casa a llevarme un napoleón.
»Bueno... pues verán ustedes. La costumbre de pedir me ha ido dando esta bendita cara de vaqueta que tengo ahora. Conmigo no valen desaires ni sé ya lo que son sonrojos. He perdido la vergüenza. Mi piel no sabe ya lo que es ruborizarse, ni mis oídos se escandalizan por una palabra más o menos fina. Ya me pueden llamar
perra judía
; lo mismo que si me llamaran
la perla de Oriente
; todo me suena igual... No veo más que mi objeto, y me voy derechita a él sin hacer caso de nada. Esto me da tantos ánimos que me atrevo con todo. Lo mismo le pido al Rey que al último de los obreros. Oigan ustedes este golpe: Un día dije: «Voy a ver a Don Amadeo». Pido mi audiencia, llego, entro, me recibe muy serio. Yo imperturbable, le hablé de mi asilo y le dije que esperaba algún auxilio de su real munificencia. «¿Un asilo de ancianos?» me preguntó. «No señor, de niños». «¿Son muchos?». Y no dijo más. Me miraba con afabilidad. ¡Qué hombre! ¡Qué bocaza! Mandó que me dieran seis mil
guealés
... Luego vi a Doña María Victoria, ¡qué excelente señora! Hízome sentar a su lado; tratábame como su igual; tuve que darle mil noticias del asilo, explicarle todo... Quería saber lo que comen los pequeños, qué ropa les pongo... En fin, que nos hicimos amigas... Empeñada en que fuera yo allá todos los días... A la semana siguiente me mandó montones de ropa, piezas de tela y suscribió a sus niños por una cantidad mensual.
»Conque ya ven ustedes cómo así, a lo tonto a lo tonto, ha venido sobre mi asilo el pan de cada día. La suscripción fija creció tanto que al año pude tomar la casa de la calle de Alburquerque, que tiene un gran patio y mucho desahogo. He puesto una zapatería para que los muchachos grandecitos trabajen, y dos escuelas para que aprendan. El año pasado eran sesenta y ya llegan a ciento diez. Se pasan apuros; pero vamos viviendo. Un día andamos mal y al otro llueven provisiones. Cuando veo la despensa vacía,
me echo a la calle
, como dicen los revolucionarios, y por la noche ya llevo a casa la libreta para tantas bocas. Y hay días en que no les falta su extraordinario, ¿qué creían ustedes? Hoy les he dado un arroz con leche, que no lo comen mejor los que me oyen. Veremos si al fin me salgo con la mía, que es un grano de anís, nada menos que levantarles un edificio de nueva planta, un verdadero palacio con la holgura y la distribución convenientes, todo muy propio, con departamento de esto, departamento de lo otro, de modo que me quepan allí doscientos o trescientos huérfanos, y puedan vivir bien y educarse y ser buenos cristianos.
—
U
n edificio
ad hoc
—dijo con incredulidad el marqués de Casa—Muñoz, que era uno de los presentes.
—
Ad... hoc
, sí señor —replicó Guillermina, acentuando las dos palabras latinas—. Pues está usted adelantado de noticias. ¿No sabe que tengo el terreno y los planos, y que ya me están haciendo el vaciado? ¿Sabe usted el sitio? Más abajo del que ocupan las
Micaelas
, esas que recogen y corrigen las mujeres pérdidas. El arquitecto y los delineantes me trabajan gratis. Ahora no pido sólo dinero, sino ladrillo recocho y pintón. Con que a ver...
—¿Tiene usted ya la memoria de cantería? —preguntó con vivo interés Aparisi, que era hombre fuerte en negocio de berroqueña.
—Sí, señor. ¿Me quiere usted dar algo?
—Le doy a usted —dijo Aparisi, acompañando su generosidad de un gesto imperial—, la friolera de sesenta metros cúbicos de piedra sillar que tengo en la Guindalera.
—¿A cómo? —preguntó Guillermina, mirándole con los ojos guiñados y apuntándole con la aguja de media.
—A nada... La piedra es de usted.
—Gracias, Dios se lo pague. Y el marqués, ¿qué me da?
—Pues yo... ¿Quiere usted dos vigas de hierro de doble T que me sobraron de la casa de la Carrera?
—¿Pues no las he de querer? Yo lo tomo todo, hasta una llave vieja, para cuando se acabe el edificio. ¿Saben ustedes lo que me llevé ayer a casa? Cuatro azulejos de cocina, un grifo y tres paquetitos de argollas. Todo sirve, amigos. Si en algún tejar me dan cuatro ladrillos, los acepto y a la obra con ellos. ¿Ven ustedes cómo hacen los pájaros sus nidos? Pues yo construiré mi palacio de huérfanos cogiendo aquí una pajita y allá otra. Ya se lo he dicho a Bárbara, no ha de tirar ni un clavo, aunque esté torcido, ni una tabla, aunque esté rota. Los sellos de correo se venden, las cajas de cerillas también... ¿Con qué creen ustedes que he comprado yo el gran lavabo que tenemos en el asilo? Pues juntando cabos de vela y vendiéndolos al peso. El otro día me ofrecieron una petaca de cuero de Rusia. «¿Para qué le sirve eso?» dirán estos señores. Pues me sirvió para hacer un regalo a uno de los delineantes que trabajan en el proyecto... ¿Ven ustedes a este marqués de Casa—Muñoz, que me está oyendo y me ha ofrecido dos vigas de doble T? Bueno: ¿cuánto apuestan a que le saco algo más? ¿Pues qué, creen ustedes que el señor marqués tiene sus grandes yeserías de Vallecas para ver estos apuros míos y no acudir a ellos?
—Guillermina —dijo Casa—Muñoz algo conmovido—, cuente usted con doscientos quintales, y del blanco, que es a nueve reales.
—¿Qué dije yo? Bueno. Y este señor de Ruiz ¿qué hará por mí?
—Hija de mi alma, yo no tengo ni un clavo ni una astilla, pero le juro a usted por mi salvación que un domingo me salgo por las afueras y robo una teja para llevársela a usted... robaré dos, tres, una docena de tejas... Y hay más. Si quiere usted mis dos comedias, mis folletos sobre la
Unión ibérica
y sobre la
Organización de los bomberos en Suiza
, mi obra de los
Castillos
, todo está a su disposición. Diez ejemplares de cada cosa para que hagan lotes en una
tómbola
.
—¿Lo ven ustedes? Cae el maná, cae. Si en estas cosas no hay más que ponerse a ello... Mi amigo Baldomero también dará algo.
—Las campanas —dijo el insigne comerciante—, y si me apuran, el pararrayos y las veletas. Quiero concluir el edificio, ya que el amigo Aparisi lo quiere empezar.
—La primera piedra no hay quien me la quite —expresó Aparisi con toda la hinchazón de su amor propio.
—Algo más daremos, ¿verdad Baldomero? —apuntó Barbarita—, por ejemplo, toda la capilla, con su órgano, altares, imágenes...
—Todo lo que tú quieras, hija. Y eso que las
Micaelas
nos han llevado un pico. Les hemos hecho casi la mitad del edificio. Pero ahora le toca a Guillermina. Ya sabe ella dónde estamos.
El grupo que rodeaba a la fundadora se fue disolviendo. Algunos, creyendo sin duda que lo que allí se trataba más era broma que otra cosa, se fueron al salón a hablar
seriamente
de política y negocios. Don Baldomero, que deseaba echar aquella noche una partida de mus, el juego clásico y tradicional de los comerciantes de Madrid, esperó a que entrase Pepe Samaniego, que era maestro consumado, para armar la partida. Durante un largo rato no se oía en el salón más que
envido a la chica... envido a los pares... órdago
.
Las tres señoras estuvieron un momento solas, hablando de aquel proyecto de Guillermina, que seguía cose que te cose, ayudada por Jacinta. Hacía algún tiempo que a esta se le había despertado vivo entusiasmo por las empresas de la Pacheco, y a más de reservarle todo el dinero que podía, se picaba los dedos cosiendo para ella durante largas horas. Es que sentía un cierto consuelo en confeccionar ropas de niño y en suponer que aquellas mangas iban a abrigar bracitos desnudos. Ya había hecho dos visitas al asilo de la calle de Alburquerque y acompañado una vez a Guillermina en sus excursiones a las miserables zahúrdas donde viven los pobres de la Inclusa y Hospital.
Había que oírla cuando volvió a aquella su primera visita a los barrios del Sur. «¡Qué desigualdades! —decía, desflorando sin saberlo el problema social—. Unos tanto y otros tan poco. Falta equilibrio y el mundo parece que se cae. Todo se arreglaría si los que tienen mucho dieran lo que les sobra a los que no poseen nada. ¿Pero qué cosa sobra?... Vaya usted a saber». Guillermina aseguraba que se necesita mucha fe para no acobardarse ante los espectáculos que la miseria ofrece. «Porque se encuentran almas buenas, sí —decía—; pero también mucha ingratitud. La falta de educación es para el pobre una desventaja mayor que la pobreza. Luego la propia miseria les ataca el corazón a muchos y se lo corrompe. A mí me han insultado; me han arrojado puñados de estiércol y tronchos de berza; me han llamado
tía bruja
...».
A Barbarita le daba aquella noche por hablar de arquitectura y no perdía ripio. Entró a la sazón Moreno Isla, y le recibieron con exclamaciones de alegría. Llamole la señora y le dijo: «¿Tiene usted cascote?».
Las tres se reían viendo la sorpresa y confusión de Moreno, que era una excelente persona, como de cuarenta y cinco años, célibe y riquísimo, de aficiones tan inglesas que se pasaba en Londres la mayor parte del año; alto, delgado y de muy mal color porque estaba muy delicado de salud.
—¡Que si tengo cascote!... ¿Es para usted?
—Usted conteste y no sea como los gallegos, que cuando se les hace una pregunta hacen otra. Puesto que está usted de derribo, ¿tiene cascote, sí o no?
—Sí que lo tengo... y pedernal magnífico. A sesenta reales el carro, todo lo que usted quiera. El cascote a ocho reales... ¡Ah, tonto de mí! Ya sé de qué se trata. La santurrona les está embaucando con las fantasmagorías del asilo que va a edificar... Cuidado, mucho cuidado con los timos. Antes de que ponga la primera piedra, nos llevará a todos a San Bernardino.
—Cállate, que ya saben todos lo avariento que eres. Si no te pido nada, roñoso, cicatero. Guárdate tus carros de pedernal, que ya te los pondrán en la balanza el día del gran saldo final, ya sabes, cuando suenen las trompetas aquellas, sí, y entonces, cuando veas que la balanza se te cae del lado de la avaricia, dirás: «Señor, quítame estos carros de piedra y cascote que me hunden en el Infierno», y todos diremos: «no, no, no... échenle carga, que es muy malo».
—Con poner en el otro platillo los perros grandes y chicos que me has sacado, me salvo —díjole Moreno riendo y manoseándole la cara.
—No me hagas carantoñas, sobrinillo. Si crees que eso te vale, gran miserable, usurero, recocho en dinero —repitió Guillermina con tono y sonrisa de chanza benévola—. ¡Qué hombres estos! Todavía quieres más, y estás derribando una manzana de casas viejas para hacer casas domingueras y sacarles las entrañas a los pobres.
—No hagan ustedes caso de esta
rata eclesiástica
—indicó Moreno, sentándose entre Barbarita y Jacinta—. Me está arruinando. Voy a tener que irme a un pueblo porque no me deja vivir. Es que no me puedo descuidar. Estoy en casa vistiéndome... siento un susurro, algo así como paso de ladrones; miro, veo un bulto, doy un grito... Es ella, la rata que ha entrado y se va escurriendo por entre los muebles. Nada; por pronto que acudo, ya mi querida tía me ha registrado la ropa que está en el perchero y se ha llevado todo lo que había en el bolsillo del chaleco.
La fundadora, atacada de una hilaridad convulsiva, se reía con toda su alma.
—Pero ven acá, pillo —dijo secándose las lágrimas que la risa había hecho brotar de sus ojos—, si contigo no valen buenos medios. Anda, hijo, el que te roba a ti... ya sabes el refrán... el que te roba a ti se va al Cielo derecho.
—A donde vas tú a ir es al
Modelo
...
—Cállate la boca, bobón, y no me denuncies, que te traerá peor cuenta...
No siguió este diálogo, que prometía dar mucho juego, porque del salón llamaron a Moreno con enérgica insistencia. Oíase desde el gabinete rumor de un hablar vivo, y la mezclada agitación de varias voces, entre las cuales se distinguían claramente las de Juan, Villalonga y Zalamero, que acababan de entrar.
Moreno fue allá, y Guillermina, que aún no había acabado de reír, decía a sus amigas.