Read Fortunata y Jacinta Online

Authors: Benito Pérez Galdós

Fortunata y Jacinta (120 page)

BOOK: Fortunata y Jacinta
7.68Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Y al finalizar estaba Doña Lupe radiante. Casi casi se aventuró a hacer a su sobrina una maternal caricia; tales eran su gozo y satisfacción. Un pensamiento se le salía del magín a cada instante; pero lo reservaba en la hoja más escondida de su gramática parda. Ni la sombra de este pensamiento dejaba entrever a Fortunata. Guardábalo para sí y se recreaba con él a solas. «¿Le habrá dado dinero?». Siempre que se hacía esta pregunta, se contestaba afirmativamente. «Tiene que haberle dado algo, quizás grandes cantidades. ¿Pero dónde demonios las tiene? ¿Qué hace que no me las da para que se las coloque?... Como si lo viera: es que tiene vergüenza de poner en mis manos dinero adquirido por tales medios. Esta delicadeza la honra... Y no es otra cosa; le da vergüenza de decírmelo. Pero al fin ello saldrá».

Y una tarde que el matrimonio había ido a paseo, la gran capitalista, no pudiendo enfrenar por más tiempo su curiosidad, mandó a Papitos a un recado, por quedarse sola, y con determinación admirable hizo un registro en la cómoda y baúl de Fortunata. Valiéndose del sin fin de llaves que tenía, abrió todos los cajones y revolvió en ellos cuidadosamente, esmerándose en dejar las cosas, después de bien examinadas, en la misma disposición que antes tenían. Este proceder jesuítico lo practicaba siempre que metía sus manos escudriñadoras en donde no debían estar. Busca por allí, busca por allá, y nada. Los billetes se esconden tan fácilmente, que no hay manera de encontrarlos. Pero tenía Doña Lupe tan fino olfato para descubrir dinero, que estaba segura de dar con los billetes si los había. «¿Tendralos cosidos en la ropa? —pensó—. Puede ser. Esa socarrona parece que no sabe jota, ¡y sabe más...!». En la cómoda no había nada que a dinero se pareciese, ni tampoco cartas. Algunas joyas y chucherías vio, que le parecieron recuerdo o prenda de amores; pero lo que es
guano
, ni el olor.

«Es muy particular —gruñía la viuda, registrando el baúl, después del reconocimiento minucioso que en la cómoda hizo—. ¡Y no se comprende que siendo él tan rico y ella una pobre...!». El baúl, que sólo contenía ropas viejas, no dio tampoco nada de sí. «Pues tiene que haber algo... —rezongó la señora—, tiene que haber algo. En alguna parte está el escondrijo. Dinero hay, o no hay dinero en el mundo».

Cansada de su inútil escrutinio y guardando las llaves, que formaban apretado racimo, digno del arsenal de una compañía de ladrones, Doña Lupe se sentó a meditar, y poniéndose una mano sobre el pecho de algodón y acariciándoselo, se rascó con los dedos de la otra la frente, allí donde principia el cabello, como quien estimula la generación de una idea, y dijo: «Pues si efectivamente no le ha dado nada, hay que reconocer que ese hombre es el mayor de los indecentes».

—7—

A
pretaba el calor, y las escenas que he descrito se repetían, reproduciéndose con ese amaneramiento que suele tomar la vida humana en ciertos periodos, cual fatigado artista que descuida la renovación de la forma. Los paseítos por la noche para tomar el tranvía del
barrio
; las excursiones a algún teatro de verano; las tertulias en casa de Samaniego o de Rubín; las garatusas del crítico en la calle; la romántica figura de Olimpia colgada en el balcón como una muestra o insignia que dijera: «aquí se ama por lo fino»; las extravagancias de Ballester; los espasmos de Maxi, todo continuaba repitiéndose de día en día con regularidad de programa.

En Agosto ocurrió algo que no estaba en los papeles, y fue del modo siguiente. Una mañana fue Torquemada a ver a Doña Lupe para tratar de negocios. Con su traje de verano, tenía el buen Don Francisco aspecto semejante al de los militares que vienen de Cuba, pues a más del trajecito azul, se había encasquetado un sombrero de paja de ala ancha. Su camisa, de rayas coloradas, parecía la bandera de los Estados Unidos; y para recalcar más su facha americana, llevaba una joya en la corbata y una cadena de reloj interminable, que le daba muchas vueltas de una parte a otra del pecho. Los pantalones eran tan cortos, que al sentarse se le veía media pierna. Allí venía bien decir que el
difunto era más chico
. Todo ello parecía prendas heredadas, o venidas a su poder por embargo judicial, o cogidas a algún filibustero. Servíale el sombrero de abanico, cuando estaba en visita, con la ventaja de que las personas circunstantes participaban de la ventilación que daba aquella prenda tropical tan bien manejada.

Un rato llevaban de interesante conferencia, cuando sonó la campanilla, y a poco entró Maxi en el gabinete, que era donde su tía y Don Francisco estaban. Fortunata estaba planchando. En cuanto vio llegar a su marido, fue a ver qué se le ofrecía, pues algo desusado debía de ser. A tal hora, las diez de la mañana, no venía jamás a casa el pobre chico. Echándose un pañuelo por los hombros, porque el calor de la plancha la obligaba a estar al fresco, pasó al gabinete. Lo mismo ella que su tía se pasmaron de ver en el semblante del joven una alegría inusitada, Los ojos le brillaban, y hasta en la manera de saludar a Don Francisco advirtieron algo extraño, que las llenó de alarma.

—Hola, Don Paco; yo bien, ¿y usted?... Y Doña Silvia y Rufinita, ¿siguen tomando los baños del Manzanares?

Este lenguaje tan confianzudo, era lo más contrario al temperamento y a la timidez de Maxi.

—¿Qué traes por aquí a esta hora? —le preguntó su tía, disimulando su sorpresa.

Fortunata le examinaba atentamente, sentada lejos del grupo principal, en una silla próxima a la puerta de la alcoba de Doña Lupe. Él no se sentó, y después de aquel saludo tan campechano que le echó al usurero, se puso de espaldas al balcón con las manos en los bolsillos, mirando a todos como quien espera recibir felicitaciones.

—Pues nada —dijo—, que estoy de enhorabuena.

—Qué, ¿te ha caído la lotería?

—No es eso... ¿Para qué quiero yo loterías? Ni falta... Es mucho más que eso, porque he encontrado lo que buscaba. Ya le dije a usted que estaba pensando, que sólo me faltaba una fórmula para completar...

—¡La combinación!... Pues qué, ¿has encontrado la
panacea
? —expresó la tía con incredulidad.

—No es mal nombre si usted se lo quiere dar —dijo el pobre chico, exaltándose más a cada palabra—. De
pan
, que significa todo... y
akos
que es lo mismo que decir
remedio
. Que lo sana y purifica todo, vamos...

—¡Gracias a Dios que haces algo de provecho! —declaró Doña Lupe, recelosa, observando las miradas de Maxi, cuyo resplandor de júbilo era enteramente febril.

—Anoche estuve toda la noche discurriendo muy intranquilo, los sesos como ascuas, porque al plan, mejor dicho, al sistema no le faltaba más que una fórmula para estar completo... ¡La maldita fórmula...! Por fin, ahora, hace un ratito, se me ocurrió; di un brinco de alegría. Ballester, que no comprende esto, ni lo comprenderá nunca, se enfadó conmigo y no me quería dar papel y tinta para escribir la fórmula y dejarla consignada... Temo que se me escape, que se me vaya de la cabeza... Mi memoria es una jaula abierta, y los pájaros... pif...

Doña Lupe y Fortunata se miraron con tristeza.

—Bueno —dijo la tía, viendo que le venía encima una nube—. Tranquilízate, escribirás la fórmula, harás tu
panacea
, tendrá un gran éxito y ganaremos mucho dinero.

—¡Ah!... —exclamó él con la expresión que se da a toda idea de un trabajo abrumador—. No crea usted... para exponer el sistema completo con claridad bastante para que todos lo comprendan, se necesita quemarse las cejas... ¡Digo! Tendré que pasar las noches de claro en claro. No importa; cuando esto empiece a correr, verán ustedes; adquiriré una reputación y una gloria tan grandes, pero tan grandes que...

—Adiós mi dinero —murmuró Doña Lupe, y Fortunata dijo para sí algo parecido.

—El problema que quedaba por resolver —dijo Maxi acercándose a su tía y dando castañetazos con los dedos—, era el de la emanación de las almas. ¿De dónde emana el alma? ¿Es parte de la sustancia divina, que se encarna con la vida y se desencarna con la muerte para volver a su origen?... ¿O es una creación accidental hecha por Dios, subsistiendo siempre impersonal? Aquí estaba el intríngulis.

Doña Lupe dio un gran suspiro, mirando a Don Francisco que guiñaba los ojos de una manera entre burlesca y compasiva.

—¡Hijo, por Dios! —dijo Fortunata acercándose—, no discurras esas cosas que dan dolor de cabeza... Sí, está muy bien; pero todo lo que hay que averiguar sobre esto, está ya averiguado... No te calientes la cabeza.

—Querida mía —rechazándola con dulzura y tomando un tonillo enfático—, si en este
via crucis
de trabajos y persecuciones que me espera; si en el camino doloroso y glorioso de este apostolado, no me quieres acompañar tú, lo sentiré por ti más que por mí; pero tú al fin vendrás. ¿Cómo no, si eres pecadora, y para los pecadores, para su redención y para su salvación es para lo que yo pienso lo que pienso y propongo lo que propongo?

Fortunata volvió a la apartada silla en que antes estuvo, y Doña Lupe, después de llevarse las manos a la cabeza, hizo un gesto de conformidad cristiana. Le faltaba poco para echarse a llorar. En este punto creyó oportuno Torquemada intervenir, con esperanza de que sus discretas razones enderezaran el torcido
intellectus
del desdichado joven.

—Mire usted, amigo Maximiliano, yo creo que todo lo que debemos saber sobre eso, ya nos lo han enseñado. Y lo que no, más vale que no lo sepamos... porque el mucho apurar las cosas le quita a uno la fe. Esta vida no es más que un mediano pasar: así lo encontramos y así lo hemos de dejar; y por mucho que miremos para el Cielo no ha de caer el maná... «Ganarás el pan con el sudor de tu frente», dijo quien dijo, y no hay más. ¿Qué saca usted de ponerse a cavilar sobre si el alma es esto o aquello? Si al fin nos hemos de morir... Tengamos la conciencia tranquila; no hagamos cosas malas, y ruede la bola... y no temamos el materialismo de la muerte; que al fin polvo somos, y...».

—Basta, no siga usted —dijo Maxi, ceñudo, cortándole el discurso—. Si usted es materialista, nunca nos entenderemos.

—No, si lo que yo digo es que el alma tiene el pago que merece, y como el cuerpo no es más que a la manera de un cascarón, cuando este se pudre, a mí no me asusta el materialismo de hacerse uno polvo.

—Ya... comprendido —dijo el otro con mayor exaltación, y acentuando la contrariedad que experimentaba—. Usted es de la escuela de mi hermano Juan Pablo:
fuerza y materia
. Ya discutiremos eso. Yo expondré mi doctrina; que exponga Juan Pablo la suya, y veremos quién se lleva tras sí a la señora humanidad.

Diciendo esto giró sobre un tacón, y rápidamente salió, marchándose a su cuarto. Su mujer fue tras él muy afligida. Maxi se sentó en la mesilla en que tenía algunos libros y recado de escribir. Apoyando la mano en el hombro de él, su mujer miró los garrapatos que trazaba con febril mano sobre un papel.

—Ved aquí fijados los puntos capitales —balbucía él, escribiendo—. Solidaridad de sustancia espiritual. La encarnación es un estado penitenciario o de prueba. La muerte es la liberación, el indulto o sea la vida verdadera. Procuremos obtenerla pronto...

—Chico, descansa ahora un ratito —díjole su esposa, tratando de quitarle la pluma de la mano—. Bastante has trabajado hoy con esos cálculos tan difíciles... Mañana seguirás... No, no creas que me parece mal; yo te ayudaré a pensar... hablaremos de esto. Yo también discurro.

Contra lo que esperaba, Maxi no se irritó. Tenía su semblante expresión seráfica; sus modales eran suaves y más parecía un iluminado antiguo, cuya demencia se elaboraba en la soledad claustral, que el insensato de estos tiempos, educado para el manicomio en los febriles apetitos de la sociedad presente.

—Tú también discurres —le dijo con dulzura—. Lo sé, tú piensas, porque sientes; tú me comprendes, porque amas. Has pecado, has padecido; pecar y padecer son dos aspectos de una misma cosa; por consiguiente, tienes el sentimiento de la liberación... Usando una parábola, te escuece en las muñecas el grillete de la vida.

Fortunata se quedó en ayunas de toda esta cantinela, pero por no contrariarle, respondía que sí.

—Lo que es por padecer no ha de quedar, porque toda mi vida ha sido un puro suplicio... Pero ahora no te ocupes más de eso.

Doña Lupe miraba por el hueco de la puerta entornada.

—Tú me ayudarás —prosiguió Maxi con ráfagas de inspiración religiosa en sus ojos encandilados—, tú me ayudarás a propagar esta gran doctrina, resultado de tantas cavilaciones, y que no habría llegado a ser completamente mía sin el auxilio del Cielo. El gran misterio de la revelación se ha renovado en mí. Lo que sé, lo sé porque me lo ha dicho quien todo se lo sabe.

Observando entonces que su tía le miraba, extendió la mano para llamarla, y le dijo:

—Tía, pase usted... Aquí no hablamos en secreto. También usted será conmigo en la inmensa... en la inmensa y dolorosa propaganda... Por cierto que no me explico, que no sé cómo ustedes dejan entrar aquí a ese materialista...

—¡Don Francisco...! Hijo, ¿pues qué mal puede hacerte?

—Mucho, tía, mucho, porque todos los de esa infame secta no me pueden ver ni pintado, y si ese hombre sigue entrando en esta casa con tanta confianza, podría intentar el descrédito de mi sistema, robándome antes mi honor.

Y miraba a Fortunata como para buscar en su rostro la aseveración o apoyo de lo que decía. Ella lo comprendió.

—Tiene razón, tía... ese materialista que no entre más aquí.

—Pues no entrará, hijo, no entrará... Vaya. Yo le diré que se largue con su materialismo a los infiernos.

—¿Te sientes bien? ¿Quieres tomar algo? —le dijo su mujer con cariño.

—Me siento tan bien como nunca me he sentido, créanmelo —demostrando en su tono y semblante la placidez de su alma—. Desde que di con la tan rebuscada fórmula, paréceme que soy otro... Antes mi vida era un martirio, ahora no me cambio por nadie. No me duele nada, me siento bien, y para colmo de felicidad no tengo ganas de comer ni de dormir...

—Pues es preciso que tomes algo.

—No lo necesito... créanmelo. Verán cómo no lo necesito. Si soy otro, si no tengo ya carne ni para nada la quiero. No tengo más que el esqueleto, y él se basta para llevar el alma.

A Fortunata se le humedecieron los ojos. Poco después, cuando salió un instante, encontró a Doña Lupe lloriqueando.

BOOK: Fortunata y Jacinta
7.68Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Angel Manor (Lucifer Falls Book 1) by Noordeloos, Chantal
The Queen's Blade by T. Southwell
Close Range by Nick Hale
Limits of Justice, The by Wilson, John Morgan
Deeper Into the Void by Mitchell A. Duncan
Indomitable by W. C. Bauers
The House at World's End by Monica Dickens