Read Fortunata y Jacinta Online
Authors: Benito Pérez Galdós
«Estará con su papá —pensó ella—, y aunque al volver me vea, no ha de decirme nada».
Después de permanecer allí largo rato, fue a la Virgen de la Paloma, a quien dijo cuatro cosas, y estaba rezándole, cuando sus ojos, al resbalar por el suelo, tropezaron con un objeto que brillaba en medio de los baldosines de mármol. Púsose un momento a gatas para cogerlo. Era un botón. «¡Es blanco y de cuatro
aujeritos
! Buena sombra» dijo guardándolo.
Se fue a su casa, y al día siguiente salió a comprar tela para un vestido. Estuvo en dos tiendas de la Plaza Mayor, tomó después por la calle de Toledo, con su paquete en la mano, y al volver la esquina de la calle de la Colegiata para tomar la dirección de su casa, recibió como un pistoletazo esta voz que sonó a su lado:
—¡Negra!
¡Ay, Dios mío!, encontrársele así tan de sopetón, ¡precisamente en uno de los pocos instantes en que no estaba pensando en él! Como que iba discurriendo la combinación que le pondría al vestido. ¿Azul o plata vieja? Le miró y se puso del color de la cera blanca. Él entonces detuvo un simón que pasaba. Abrió la portezuela, y miró a su antigua amiga, sonriendo; sonrisa que quería decir: ¿Vienes o no? Si estás rabiando por venir... ¿A qué esa vacilación?
La vacilación duraría como un par de segundos. Y después Fortunata se metió en el coche, de cabeza, como quien se tira en un pozo. Él entró detrás, diciendo al cochero:
—Mira, te vas hacia las Rondas... paseo de los Olmos... el Canal.
Durante un rato se miraban, sonreían y no decían nada. A ratos Fortunata se inclinaba hacia atrás, como deseando no ser vista de los transeúntes; a ratos parecía tan tranquila, como si fuera en compañía de su marido.
—Ayer te vi... digo, no te vi... Vi el entierro y me figuré que irías en los coches de delante.
Los ojos de ella le envolvían en una mirada suave y cariñosa.
—¡Ah! Sí, el entierro del pobre Arnaiz... Dime una cosa, ¿me guardas rencor?
La mirada se volvió húmeda.
—¿Yo?... Ninguno.
—¿A pesar de lo mal que me porté contigo?...
—Ya te lo perdoné.
—¿Cuándo?
—¡Cuándo! ¡Qué gracia! Pues el mismo día.
—Hace tiempo,
nena negra
, que me estoy acordando mucho de ti —dijo Santa Cruz con cariño que no parecía fingido, clavándole una mano en un muslo.
—¡Y yo!... Te vi en la calle Imperial... no, digo, soñé que te vi.
—Yo te vi en la calle de la Magdalena.
—¡Ah! Sí... la tienda de tubos; muchos tubos.
Aun con este lenguaje amistoso, no se rompió la reserva hasta que no salieron a la Ronda. Allí el aislamiento les invadía. El coche penetraba en el silencio y en la soledad, como un buque que avanza en alta mar.
—¡Tanto tiempo sin vernos! —exclamó Juan pasándole el brazo por la espalda.
—¡Tenía que ser, tenía que ser! —dijo ella inclinando su cabeza sobre el hombre de él—. Es mi destino.
—¡Qué guapa estás! ¡Cada día más hermosa!
—Para ti toda —afirmó ella, poniendo toda su alma en una frase.
—Para mí toda —dijo él, y las dos caras se estrujaron una contra otra—. Y no me la merezco, no me la merezco. Francamente, chica, no sé cómo me miras.
—Mi destino, hijo, mi destino. Y no me pesa, porque yo tengo acá mi idea, ¿sabes?
Santa Cruz no pensó en rogarle que explicara su idea. La suya era esta:
—¡Pero qué hermosa estás! ¿Has hecho alguna picardía en el tiempo que ha pasado sin que nos veamos?
—¿Picardías yo?... —extrañando mucho la pregunta.
—Quiero decir: después que volviste con tu marido, ¿no has tenido por ahí algún devaneo...?
—¡Yo! —exclamó ella con el acento de la dignidad ofendida—; ¡pero estás loco! Yo no tengo devaneos más que contigo...
—¿De cuánto tiempo puedes disponer?
—De todo el que tú quieras.
—Podrías tener un disgusto en tu casa.
—Es verdad... Pero ¿y qué?
Y en el acto se acordó de las amonestaciones de Feijoo. Claro; no había necesidad de descomponerse, ni de faltar a la religión de las apariencias.
—Pues dispongo de una hora.
—¿Y mañana?
—¿Nos veremos mañana? No me engañes, pero no me engañes —dijo ella suplicante—. Estoy acostumbrada a tus papas...
—No, ahora no... ¿Me quieres?
—¡Qué pregunta!... Bien lo sabes tú, y por eso abusas. Yo soy muy tonta contigo; pero no lo puedo remediar. Aunque me pegaras, te querría siempre. ¡Qué burrada! Pero Dios me ha hecho así. ¿Qué culpa tengo?
Tanta ingenuidad, ya conocida del incrédulo Delfín, era una de las cosas que más le encantaban en ella. Tiempo hacía que él notaba cierta sequedad en su alma, y ansiaba sumergirla en la frescura de aquel afecto primitivo y salvaje, pura esencia de los sentimientos del pueblo rudo.
—¿Me engañarás otra vez, farsantuelo? —clavándole a su vez los dedos en la rodilla.
—No claves tanto, hija, que duele. Y ahora gocemos del momento presente, sin pensar en lo que se hará o no se hará después. Eso depende de las circunstancias.
—¡Ah! Esas señoras circunstancias son las que me cargan a mí. Y yo digo: «¿Pero, Señor, para qué hay en el mundo circunstancias?». No debe haber más que
quererse
y a vivir.
—Tienes razón —abrazándola con nervioso frenesí y dándole la mar de besos—.
Quererse
y a vivir. Eres el corazón más grande que existe.
Fortunata se acordó otra vez de su amigo y maestro Feijoo. El corazón grande era un mal y había que recortarlo.
—Reconozco —prosiguió el Delfín—, que vales mucho más que yo, como corazón; pero mucho más. Soy al lado tuyo muy poca cosa,
nena negra
. No sé qué tienes en esos condenados ojos. Te andan dentro de ellos todas las auroras de la gloria celestial y todas las llamas del Infierno... Quiéreme, aunque no me lo merezco.
—¡Me muero por ti! —tirándole suavemente de las barbas—. Si no me quieres, te irás al Infierno... para que lo sepas; te irás conmigo... te llevaré yo, arrastrándote por estas barbas.
Risas.
—¡Qué feliz soy, pero qué feliz soy hoy, Dios mío! —exclamó la joven, con semblante y ojos iluminados—. No me cambiaría por todos los ángeles y serafines que están brincando delante de su Divina Majestad en el Cielo; no me cambiaría, no me cambiaría.
—Ni yo... hace tiempo que yo necesitaba una alegría. Estaba triste, y decía: «A mí me falta algo; ¿pero qué es lo que me falta a mí?
—Yo también estaba triste. Pero el corazón me está diciendo hace tiempo: «Tú volverás, tú volverás...». Y si una no volviera, ¿para qué es vivir? Vivir para que llegue un día así; lo demás es estarse muriendo siempre.
—Es tarde, y no quiero que te comprometas. Precaución, chica. No hagamos tonterías.
Volviendo a acordarse de Feijoo, repitió ella:
—Lo principal es no hacer tonterías.
—Quedamos en que...
—Mañana, a la hora que te venga mejor.
—Cochero, vuelva usted.
—Déjame a la entrada de la calle de Valencia.
—Donde tú quieras.
—Y pasado mañana también —dijo tras una pausa y con ansiedad la insensata mujer.
—Y al otro, y al otro... Pero no muerdas...
Miraba ella al porvenir, y su radiante felicidad se nublaba con la idea de que los días venideros desmintieran aquel en que estaba.
—Porque ahora no serás tan malito como antes. ¿Verdad, pillín mío?... ¿No serás, no, verdad, rico mío?
—Que no, que no... Vas a ver... Tú te convencerás...
—Júramelo... ¡Ah! ¡Qué tonta! ¡Como si los juramentos valieran! En fin, que ahora tomaré mis precauciones... Si mi idea se cumple...
—¿Y cuál es tu idea?, ¿qué idea es esa?
—No te lo quiero decir... Es una idea mía: si te la dijera, te parecería una barbaridad. No lo entenderías... ¿Pero qué te crees tú, que yo no tengo también mi talento?
—Lo que tú tienes,
nena negra
, es toda la sal de Dios —besándola con romanticismo.
—Pues eso... junto con la sal está la idea... Si mi idea se cumple... No te quiero decir más.
—Mañana me lo dirás.
—No, mañana tampoco... El año que viene.
—
Ya llegó el instante fiero
...
—
Silvia de la despedida
. Déjame aquí. Adiós, hijo de mi vida. Acuérdate de mí. ¡Que no fueran los minutos horas! Adiós... me muero por ti.
—Que no faltes. Y no te olvides del número.
—¿Qué me he de olvidar, hombre? Primero me olvidaré de mi nombre.
—A la una en punto. Adiós, negra salada.
—Hasta mañana.
—Hasta mañana.
FIN DE LA PARTE TERCERA
Madrid.—Diciembre de 1886.
En la calle del Ave-María
S
egismundo Ballester (el licenciado en Farmacia que estaba al frente de la botica de Samaniego) tenía frecuentes altercados con Maxi por los garrafales errores en que este incurría. Llegó el caso de prohibirle que hiciese por sí solo ningún medicamento de cuidado. «¡Carambita, hijo, si da usted en confundirme los
alcoholatos
con las
tinturas alcohólicas
, apaga y vámonos. Este frasco es el
alcohol de coclearia
, y este otro la
tintura de acónito
... Vea usted la receta y fíjese bien... Si seguimos así, lo mejor sería que Doña Casta cerrase el establecimiento».
Y expresándose así, con ínfulas y asperezas de dómine, Ballester le quitó de las manos a su subalterno lo que entre ellas tenía. «Pero ¿qué demonios ha echado usted aquí? —dijo luego con enojo, llevándose el potingue a la nariz—. O esto es
valeriana
o no sé lo que me pesco. ¡Cuando digo...! Hoy está usted muy malo. Más vale que se retire a su casa. Yo me las arreglo mejor solo. Cuidarse; llévese usted un derivativo... Mire, mire, llévese también un preparado de hierro. El derivativo se lo zampa en ayunas... Luego en cada comida se atiza una píldora de
hierro reducido por el hidrógeno
, con
extracto de ajenjos
... por la noche al acostarse se atiza usted otra... Con estos calores, conviene no abusar mucho del hierro, ¿sabe?, y sobre todo, paséese usted y no lea tanto».
Relevado por su regente de la obligación de trabajar, Rubín se fue al laboratorio, y tomando de debajo de la silla un librote, se puso a leer. Profundísima tristeza se revelaba en su rostro enjuto y granuloso. Caía en la lectura como en una cisterna; tan abstraído estaba y tan apartado de todo lo que no fuera el torbellino de letras en que nadaban sus ojos y con sus ojos su espíritu. Tomaba extrañas e increíbles posturas. A veces las piernas en cruz subían por un tablero próximo hasta mucho más arriba de donde estaba la cabeza; a veces una de ellas se metía dentro de la estantería baja por entre dos garrafas de drogas. En los dobleces del cuerpo, las rodillas juntábanse a ratos con el pecho, y una de las manos servía de almohada a la nuca. Ya se apoyaba en la mesa sobre el codo izquierdo, ya el sobaco derecho montaba sobre el respaldo de la silla, como si esta fuera una muleta, ya en fin, las piernas se extendían sobre la mesa cual si fueran brazos. La silla, sustentada en las patas de atrás, anunciaba con lastimeros crujidos sus intenciones de deshacerse; y en tanto el libro cambiaba de disposición con aquellos extravagantes escorzos del cuerpo del lector. Tan pronto aparecía por arriba, sostenido en una sola mano, como agarrado con las dos, más abajo de donde estaban las rodillas; ya se le veía abierto con las hojas al viento como si quisiera volar, ya doblado violentamente a riesgo de desencuadernarse. Lo que nunca variaba ni disminuía era la atención del lector, siempre intensa y fija al través de todos los sacudimientos de la materia muscular, como el principio que sobrevive a las revoluciones.
Ballester iba y venía, trabajando sin cesar, y cantaba entre dientes estribillos de zarzuelas populares. Era un hombre simpático, no muy limpio, de barba inculta, la nariz muy gruesa, personalidad negligente, terminada por arriba en una caballera de matorral, que debía de tener muy poco trato con los peines, y por abajo en anchas y muy usadas pantuflas de pana, que iba arrastrando por los ladrillos de la rebotica y laboratorio.
—Pero, alma de Dios, ya que no trabaja usted... al menos despache menudencias —dijo, parándose ante Rubín—. Mire, allí está esa mujer esperando hace un cuarto de hora... Diez céntimos de diaquilón. En aquella gaveta está. Vamos, menéese.
Rubín salía a la tienda y despachaba.
—¿En dónde están los frascos de
Emulsión Scott
?
—Mírelos, mírelos; si los tiene casi en la mano. Dígole que es preciso cuidar esa cabeza... ¡Otra vez a leer! Bueno; usted se acordará de mí... leer, leer, y el aparato cerebro—espinal que lo parta un rayo... Tararí, tararí...
Seguía cantando y el otro ¡plum!, se chapuzaba otra vez en su lectura.
—¿Y qué lee?... vamos a ver —dijo Ballester mirando el libro—.
La pluralidad de mundos habitados
... Bueno va... ¡Cualquier día me iba yo a ocupar de si había personas en Júpiter! Cuando digo que usted, amigo Rubín, va a acabar mal. Aquí para entre los dos: ¿a usted qué le va ni qué le viene con que haya gente en Marte o deje de haberla? ¿Le van a dar a usted algo por el descubrimiento? Tararí... tararí. Yo doy de barato —añadió luego, poniéndose a machacar en el mortero—, yo doy de barato que haya familia en las estrellas; es más, declaro que la hay. Bueno, ¿y qué? La consecuencia es que estarían tan jorobados como nosotros.
Rubín no contestaba. A cierta hora, dejó el libro, metiéndolo en un rincón de la anaquelería, que apestaba a fénico, entre dos potes de este líquido; después se restregaba los ojos y estiraba los brazos y el cuerpo todo, tardando lo menos cinco minutos en aquel desperezo que activaba la circulación de su poca sangre. Cogía el hongo que de una percha colgaba, y a la calle. Poco tenía que andar por ella para ir a su casa. Entró en esta con la cabeza baja, las cejas fruncidas. Su tía le dijo que Fortunata no había venido aún y que le esperarían para comer. Maxi ocupó su sitio en la mesa, Doña Lupe le recogió el sombreo, y volviendo al poco rato, sentose en el sofá de paja; ambos esperaron un rato en silencio.
—Cuidado que hoy tarda más que nunca —observó Doña Lupe; y como notase en el rostro de su sobrino señales de desasosiego, se apresuró a entablar conversación más amena—. Todo el día me he estado acordando de lo que hablamos anoche. ¡Ah! Si tú fueras otro, si tú tuvieras ambición, pronto seríamos todos ricos. El farmacéutico que no hace dinero en estos tiempos es porque tiene vocación de pobre. Tú sabes bastante, y con un poco de trastienda y otro poco de farsa y mucho anuncio, mucho anuncio, negocio hecho. Créeme, yo te ayudaría.