Read Fortunata y Jacinta Online
Authors: Benito Pérez Galdós
B
ajó Fortunata los peldaños riendo... Era una risa estúpida salpicada de interjecciones. «¡A mí, decirme...! Si no me echan, la cojo... le levanto... pero no sé, no recuerdo bien si le arañé la cara. ¡A mí decirme! Si le pego un bocado no la suelto... Ja, ja, ja...». Le temblaban tanto las piernas, que al llegar a la calle apenas podía andar. La luz y el aire parecía que le despejaban algo la cabeza, y empezó a darse cuenta de la situación. ¿Pero era verdad lo que había dicho y hecho? No estaba segura de haberle pegado; pero sí de que le dijo algo. ¿Y para qué la otra la había llamado a ella
ladrona
?... Subió por la calle de la Paz, pasando a cada instante de una acera a otra sin saber lo que hacía.
—¿Pero yo qué he hecho?... ¡Oh!, bien hecho está... ¡Llamarme a mí
ladrona
, ella que me ha robado lo mío! —Se volvió para atrás, y como quien echa una maldición, dijo entre dientes—: Tú me llamarás lo que quieras... Llámame tal o cual y tendrás razón... Tú serás un ángel... pero tú no has tenido hijos. Los ángeles no los tienen. Y yo sí... Es mi idea, una idea mía. Rabia, rabia, rabia... Y no los tendrás, no los tendrás nunca, y yo sí... Rabia, rabia, rabia...
Más allá del Banco volvió a reírse. Su monólogo era así: «¡Lo mismo que la otra, la
señora
del Espíritu Santo...! Doña Mauricia, digo, Guillermina la Dura... Quiere hacernos creer que es santa... ¡Buen peine está! Harta de retozar con los curas, se quiere hacer la obispa catoliquísima y meterse en el confesonario... ¡Perdida, borrachona, hipocritona!... púa de sacristía, amancebada con todos los clérigos... con el Nuncio y con San José...».
De pronto sus ideas variaron, y sintiendo dolorosa angustia en su alma, como impresión de horrible vacío, pensaba así: «¿Pero a quién me volveré ahora? ¡Dios mío, qué sola estoy! ¡Por qué te me has muerto, amiga de mi alma, Mauricia!... Por más que digan, tú eras un ángel en la tierra, y ahora estás divirtiéndote con los del Cielo; ¡y yo aquí tan solita! ¿Por qué te has muerto? Vuélvete acá... ¿Qué es de mí? ¿Qué me aconsejas? ¿Qué me dices?... ¡Qué ganas siento de llorar! Sola, sin nadie que me diga una palabra de consuelo... ¡Oh! ¡Qué amiga me he perdido!... Mauricia, no estés más entre las ánimas benditas, y vuelve a vivir... Mira que estoy huérfana, y yo y los huerfanitos de tu asilo estamos llorando por ti... Los pobres que tú socorrías te llaman. Ven, ven... Señor Pepe te ha hecho los gatillos... le vi esta mañana en la fragua, machacando, tin, tan... Mauricia, amiga de mi alma, ven y las dos juntas nos contaremos nuestras penas, hablaremos de cuando nos querían nuestros hombres, y de lo que nos decían cuando nos arrullaban, y luego beberemos aguardiente las dos, porque yo también quiero el aguardientito, como tú, que estás en la gloria, y lo beberé contigo para que se me duerman mis penas, sí, para que se me emborrachen mis penas».
Entró por fin en casa. Enteramente trastornada, andaba como una máquina. No había nadie más que Papitos, a quien vio, mas no le dijo nada. Encerrose en su alcoba, tiró el manto y se echó en el sofá, dando un rugido. Después de revolcarse como las fieras heridas, se puso boca abajo, oprimiendo el vientre contra los muelles del sofá, y clavando los dedos en un cojín. No tardó en caer en penoso letargo, lleno de visiones disparatadas y horribles, sin darse cuenta del tiempo que estuvo en tal disposición. Cuando volvió en sí, había poca luz en el cuarto. Fijándose bien, pudo distinguir la cara escrutadora de Doña Lupe que la observaba...
—¿Qué tienes?... Me has asustado. ¡Dabas unos mugidos...!, y de pronto te echabas a reír, ¡y se te escapaban unas palabritas...!
A las reiteradas y capciosas preguntas de su tía, contestaba evasivamente y con mucha torpeza.
—¿En dónde has estado hoy? Tú has salido.
—Fui a comprar aquella tela...
—¿Y dónde está?
—¿Que dónde está la tela?... Pues no sé...
—Parece que estás en Babia. A ti te pasa algo. Levántate de ese sofá.
Pero no se levantaba. Empezó a sospechar la viuda que aquel espíritu estaba perturbado, y tembló. Vinieron a su pensamiento pasadas vergüenzas y desdichas, y se prometió vigilar mucho. Estuvo la señora de morros toda la noche, y Fortunata de más morros todavía, sintiendo que se apoderaba de su alma la aversión a toda aquella familia. No les podía ver. Eran sus carceleros, sus enemigos, sus espías. A cualquier parte de la casa que fuese, seguíala Doña Lupe. Se sentía vigilada, y el rechinar de las zapatillas de su tía le causaba violentísima ira. Al día siguiente, después de almorzar, y cuando Maxi se había marchado a la botica, tuvo tanto miedo Fortunata a que la ira estallase, que para evitarlo se ató una venda a la cabeza, fingiendo jaqueca, y encerrándose en su alcoba, acostose en su cama. A la media hora le entró, como el día anterior, la embriaguez aquella, el desvanecimiento de las ideas, que se emborrachaban con tragos de dolor y se dormían.
En tal situación siente vivos impulsos de salir a la calle; se levanta, se viste, pero no está segura de haberse quitado la venda. Sale, se dirige a la calle de la Magdalena, y se para ante el escaparate de la tienda de tubos, obedeciendo a esa rutina del instinto por la cual, cuando tenemos un encuentro feliz en determinado sitio, volvemos al propio sitio creyendo que lo tendremos por segunda vez. ¡Cuánto tubo!, llaves de bronce, grifos, y multitud de cosas para llevar y traer el agua... Detiénese allí mediano rato viendo y esperando. Después sigue hacia la plaza del Progreso. En la calle de Barrionuevo, se detiene en la puerta de una tienda donde hay piezas de tela desenvueltas y colgadas haciendo ondas. Fortunata las examina, y coge algunas telas entre los dedos para apreciarlas por el tacto. «¡Qué bonita es esta cretona!». Dentro hay un enano, un monstruo, vestido con balandrán rojo y turbante, alimaña de transición que se ha quedado a la mitad del camino darwinista por donde los orangutanes vinieron a ser hombres. Aquel adefesio hace allí mil extravagancias para atraer a la gente, y en la calle se apelmazaban los chiquillos para verle y reírse de él. Fortunata sigue y pasa junto a la taberna en cuya puerta está la gran parrilla de asar chuletas, y debajo el enorme hogar lleno de fuego. La tal taberna tiene para ella recuerdos que le sacan tiras del corazón... Entra por la Concepción Jerónima; sube después por el callejón del Verdugo a la plaza de Provincia; ve los puestos de flores, y allí duda si tirar hacia Pontejos, a donde la empuja su pícara idea, o correrse hacia la calle de Toledo. Opta por esta última dirección, sin saber por qué. Déjase ir por la calle Imperial, y se detiene frente al portal del Fiel Contraste a oír un pianito que está tocando una música muy preciosa. Éntranle ganas de bailar, y quizás baila algo: no está segura de ello. Ocurre entonces una de estas obstrucciones que tan frecuentes son en las calle de Madrid. Sube un carromato de siete mulas ensartadas formando rosario. La delantera se insubordina metiéndose en la acera, y las otras toman aquello por pretexto para no tirar más. El vehículo, cargado de pellejos de aceite, con un perro atado al eje, la sartén de las migas colgando por detrás, se planta, a punto que llega por detrás el carro de la carne con los cuartos de vaca chorreando sangre, y ambos carreteros empiezan a echar por aquellas bocas las finuras de costumbre. No hay medio de abrir paso, porque el rosario de mulas hace una curva, y dentro de ella es cogido un simón que baja con dos señoras. Éramos pocos... A poco llega un coche de lujo con un caballero muy gordo. Que si pasas tú, que si te apartas, que sí y que no. El carretero de la carne pone a Dios de vuelta y media. Palo a las mulas, que empiezan a respingar, y una de estas coces coge la portezuela del simón y la deshace... Gritos, leña, y el carromatero empeñado en que la cosa se arregla poniendo a Dios, a la Virgen, a la hostia y al Espíritu Santo que no hay por dónde cogerlos.
Y el pianito sigue tocando aires populares, que parecen encender con sus acentos de pelea la sangre de toda aquella chusma. Varias mujeres que tienen en la cuneta puestos ambulantes de pañuelos, recogen a escape su comercio, y lo mismo hacen los de la
gran liquidación por saldo, a real y medio la pieza
. Un individuo que sobre una mesilla de tijera exhibe el gran invento para cortar cristal, tiene que salir a espeta perros; otro que vende los lápices más fuertes del mundo (como que da con ellos tremendos picotazos en la madera sin que se les rompa la punta), también recoge los bártulos, porque la mula delantera se le va encima. Fortunata mira todo esto y se ríe. El piso está húmedo y los pies se resbalan. De repente, ¡ay!, cree que le clavan un dardo. Bajando por la calle Imperial, en dirección al gran pelmazo de gente que se ha formado, viene Juanito Santa Cruz. Ella se empina sobre las puntas de los pies para verle y ser vista. Milagro fuera que no la viese. La ve al instante y se va derecho a ella. Tiembla Fortunata, y él le coge una mano preguntándole por su salud. Como el pianito sigue blasfemando y los carreteros tocando, ambos tienen que alzar la voz para hacerse oír. Al mismo tiempo Juan pone una cara muy afligida, y llevándola dentro del portal del Fiel Contraste, le dice: «Me he arruinado, chica, y para mantener a mis padres y a mi mujer, estoy trabajando de escribiente en una oficina... Pretendo una plaza de cobrador del tranvía. ¿No ves lo mal trajeado que estoy?» Fortunata le mira, y siente un dolor tan vivo como si le dieran una puñalada. En efecto; la capa del señorito de Santa Cruz tiene un siete tremendo, y debajo de ella asoma la americana con los ribetes deshilachados, corbata mugrienta, y el cuello de la camisa de dos semanas... Entonces ella se deja caer sobre él, y le dice con efusión cariñosa: «Alma mía, yo trabajaré para ti; yo tengo costumbre, tú no; sé planchar, sé repasar, sé servir... tú no tienes que trabajar... yo para ti... Con que me sirvas para ir a entregar, basta... no más. Viviremos en un sotabanco, solos y tan contentos». Entonces empieza a ver que las casas y el cielo se desvanecen, y Juan no está ya de capa sino con un gabán muy majo. Edificios y carros se van, y en su lugar ve Fortunata algo que conoce muy bien, la ropa de Maxi, colgada de una percha, la ropa suya en otra, con una cortina de percal por encima; luego ve la cama, va reconociendo pedazo a pedazo su alcoba; y la voz de Doña Lupe ensordece la casa riñendo a Papitos porque, al aviar las lámparas, ha vertido casi todo el mineral... y gracias que es de día, que si es de noche y hay luz, incendio seguro.
L
o que había soñado se le quedó a la señora de Rubín tan impreso en la mente cual si hubiera sido realidad. Le había visto, le había hablado. Completó su pensamiento, amenazando con el puño cerrado a un ser invisible: «Tiene que volver... ¿Pues tú qué creías? Y si él no me busca, le buscaré yo... Yo tengo mi idea, y no hay quien me la quite». Incorporose después, quedándose apoyada en un codo y mirando a los ladrillos. Sus ojos se fijaron en un punto del suelo. Con rápido impulso saltó hacia aquel punto y recogió un objeto. Era un botón... Mirolo tristemente, y después lo arrojó con fuerza lejos de sí, diciendo:
—Es negro y de tres
aujeritos
. Mala sombra.
Vuelta otra vez a la cavilación: «Porque si le encuentro y no quiere venir, me mato, juro que me mato. No vivo más así, Señor; te digo que no me da la gana de vivir más así. Yo veré el modo de buscar en la botica un veneno cualquiera que acabe pronto... Me lo trago, y me voy con Mauricia». Esta idea parecía darle cierto aplomo, y salió del cuarto. En pocas palabras la puso Doña Lupe al tanto de la gran burrada que había hecho Papitos.
—Nada, hija, que si es de noche y se vierte el mineral con la luz encendida, aquí perecemos todos achicharrados... Es muy perra esta chica, y me va a consumir la vida.
Pasado el berrinche, se fijó en la cara de su sobrina, encontrando en ella un oscurísimo jeroglífico que no podía descifrar: «Pero estate sin cuidado que ya te lo acertaré yo... Conmigo no juegas tú».
Aquella noche hizo Maxi mil extravagancias, y a la mañana siguiente se puso tan encalabrinado y vidrioso, que no se le podía aguantar.
—Hay que tener mucha paciencia —dijo Doña Lupe a Fortunata—. ¿Sabes lo que te aconsejo? Que no le lleves la contraria en nada. Hay que decirle a todo que sí, sin perjuicio de hacer lo que se deba. El pobrecito está mal. Me ha dicho esta mañana Ballester que tiene algo de reblandecimiento cerebral. Dios nos tenga de su mano.
Sentía Fortunata vivos deseos de salir a la calle, y no sabía qué pretexto inventar para procurarse escapatorias. Ofrecíase a hacer compras de que Doña Lupe tenía necesidad, e inventaba menesteres que motivaran una salidita. La taimada viuda de Jáuregui comprendió que una sujeción absoluta sería perjudicial, y empezó a darle libertad. Un día le leyó la cartilla en estos términos:
—Puedes salir; no eres una chiquilla y ya sabes lo que haces. Yo creo que no nos darás ningún disgusto, y que has de mirar por el decoro de la familia lo mismo que miro yo. La dignidad, hija, la dignidad es lo primero.
Pero Doña Lupe empezaba a hacérsele horriblemente antipática, y por nada del mundo le habría hecho una confidencia. Hablando con verdad, lo que más disgustada tenía a Doña Lupe era, no que Fortunata saliese, sino que no le comunicase nada de lo que pensaba o sentía. El pensar que tal vez estaría a la sazón la señora de Rubín jugando una gran trastada al decoro de la familia, la mortificaba, sí, pero no tanto como el ver que no la consultaba ni le pedía consejo sobre aquello desconocido y oscuro que sin duda le ocurría. «El tapujito es lo que me revienta. Como yo lo descubra va a ser sonada. En hora maldita entró aquí esta loquinaria. No, yo nunca la tragué, el Señor es testigo... siempre me dio la cara. El ganso de Nicolás fue quien lo echó a perder tomándolo por lo religioso... Si al menos se llegara a mí y me dijera: «tía, yo me veo en este conflicto, yo he faltado o voy a faltar, o puede que falte si no me atajan...». Demasiado sabe ella que con este mundo que yo tengo y con lo bien que discurro, gracias a Dios, le abriría camino para poner a salvo el honor de la familia. Pero no... la muy bestia se empeña en gobernarse sola, ¿y qué hará?... Alguna barbaridad, pero gorda. Si no, allá lo veremos».
Fortunata se echó a la calle, y en la Plaza del Progreso vio muchos coches; pero muchos. Era un entierro, que iba por la calle del Duque de Alba hacia la de Toledo. Por las caras conocidas que fue viendo mientras el fúnebre séquito pasaba, vino a comprender que el entierro era el de Arnaiz el Gordo, que se había muerto el día antes. Pasaron los Villuendas, los Trujillos, los Samaniegos, Moreno—Isla... Pues irían también Don Baldomero y su hijo... quizás en los coches de delante, haciendo cabecera... «Toma; también Estupiñá». Desde el simón en que iba con uno de los
chicos
, el gran Plácido le echó una mirada de indignación y desdén. Siguió ella tras el entierro, y al llegar a la parte baja de la calle de Toledo, tomó a la derecha por la calle de la Ventosa y se fue a la explanada del Portillo de Gilimón, desde donde se descubre toda la vega del Manzanares. Harto conocía aquel sitio, porque cuando vivía en la calle de Tabernillas, íbase muchas tardes de paseo a Gilimón, y sentándose en un sillar de los que allí hay, y que no se sabe si son restos o preparativos de obras municipales, estábase largo rato contemplando las bonitas vistas del río. Pues lo mismo hizo aquel día. El cielo, el horizonte, las fantásticas formas de la sierra azul, revueltas con las masas de nubes, le sugerían vagas ideas de un mundo desconocido, quizás mejor que este en que estamos; pero seguramente distinto. El paisaje es ancho y hermoso, limitado al Sur por la fila de cementerios, cuyos mausoleos blanquean entre el verde oscuro de los cipreses. Fortunata vio largo rosario de coches como culebra que avanzaba ondeando; y al mismo tiempo otro entierro subía por la rampa de San Isidro, y otro por la de San Justo. Como el viento venía de aquella parte, oyó claramente la campana de San Justo que anunciaba cadáver.