Fortunata y Jacinta (112 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
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A estas palabras, dichas con seriedad que más bien parecía broma, contestole Guillermina sentándose junto al pupitre, apoyando un codo en él, y mirando frente a frente al sobrino, cuya barba acarició con sus dedos, entre los cuales tenía enredado aún el rosario.

—Todo eso lo dices por buscarme la lengua. Eres muy pillincito. Por de pronto vengan esos maderos que no te sirven para nada.

—Carga con ellos y así te perniquiebres —repuso Don Manuel sonriendo.

—Pero no basta eso. Es preciso que pongas una orden a tu administrador para que me los entregue. Aquí, en este papelito... Ya que tienes la pluma en la mano no me voy sin la orden. Luego acabarás tu carta.

Diciendo esto, cogía de la papelera un pliego timbrado y se lo ponía delante, apartando con su propia mano la carta que estaba a medio escribir.

—¡Dios tenga compasión de mí! Y el diablo cargue con estas santas cursis, con estas fundadoras de establecimientos que no sirven para nada.

—Escribe, tontito. Si todo eso que hablas es bulla. ¡Si eres lo más bueno... y lo más cristiano...!

—¡Cristiano yo! —exclamó el caballero enmascarando su benevolencia con una fiereza histriónica—. ¡Cristiano yo! ¡Mal pecado! Para que no te vuelvas a acercar más a mí, me voy a hacer protestante, judío, mormón... Quiero que huyas de mí como de la peste.

—Vamos, no tontees. Te advierto que de ninguna manera te has de librar de mí, pues aunque te vuelvas el mismo Demonio, te he de pedir dinero y te lo he de sacar. Vamos; ponme eso.

—No me da la gana.

Y diciéndolo empezaba a redactar la orden.

—Así, así... —decía Guillermina dictando—. «señor D... haga usted el favor de dar los palos...

—Por ahí... los palos... Leña, que te den leña es lo que a ti te viene bien.

Durante el silencio de la escritura, oyose en el pasillo próximo rumor de faldas, voces de mujeres y estallido de besos. Moreno levantó la pluma diciendo:

—¿Quién es?

—No te interrumpas... ¿Qué te importa a ti? Debe de ser Jacinta. Sigue.

—Pues que pase aquí. ¿Por qué no pasa?

—Está hablando con tu hermana. ¡Jacinta, Jacintilla!, entra: el monstruo quiere verte.

Abriose la puerta y aparecieron Jacinta y Patrocinio, la hermana de Moreno. Esta se reía de ver a su hermano enzarzado con la santa, y riéndose se retiró.

—Venga usted... Jacinta por Dios —dijo Moreno echando la firma al documento—, y sáqueme de este Calvario. Crea usted que su amiguita me está crucificando.

—Calle usted, cicatero —le contestó la joven avanzando hacia la mesa—. Usted es el que la crucifica a ella, porque pudiendo darle todo lo que le pide, que bien de sobra lo tiene, no se lo da: y hace muy mal en atormentarla si piensa dárselo al fin.

—Vamos, usted se me ha pasado al enemigo. Ya no hay salvación —afirmó él quitándose los lentes y frotándose los ojos, cansados de tanto escribir—. Estamos perdidos.

—¿Eh?, ¿qué tal? ¿Tengo buenos abogados? —dijo Guillermina recogiendo su papel.

—¡Cicatero! —repitió Jacinta—. ¡Negarle tres o cuatro mil tristes duros para acabar el piso...! ¡Un hombre que no tiene hijos, que está nadando en dinero! ¡Usted que antes era tan bueno, tan caritativo...!

—Es que me he vuelto protestante, hereje, y me voy a volver judío, a ver si esta calamidad me deja en paz.

—No, no le dejaremos, ¿verdad? —insistió la santa—. Mira, Manolo: Jacinta y yo pedimos ahora juntas. Aunque te vuelvas turco, ya te cayó que hacer.

—No, Jacinta no se mete en esos enredos —dijo Moreno mirándola fijamente en los ojos.

—Vaya que sí me meto. El asilo es mío; lo he comprado.

—¿Sí?, pues si ha dado usted dos pesetas por él ha hecho un mal negocio. Todavía está a la mitad y ya se está cayendo.

—Primero te caerás tú.

—Es mío —afirmó la señora de Santa Cruz avanzando más y poniendo la palma de la mano sobre el pupitre—. A ver, rico avariento, dé usted para la obra de Dios.

—¡Otra! Ya he dado unas vigas que valen cualquier cosa —replicó Manolo, mirando embelesado, tan pronto la cara de la mendicante como su mano de ángel, sonrosada y gordita.

—Eso no basta. Necesitamos acabar el piso principal, y...

—Eso... eso... —interrumpió Guillermina—. Pero no te dará ni una mota. ¿Sabes? Se va a hacer mormón, y necesita el dinero para tantísimas mujeres como tendrá que mantener.

—Poco a poco, señoras mías —observó el rico avariento, echándose sobre el respaldo del sillón—. La cosa varía de aspecto. ¡Jacinta metida a santa fundadora! ¡Qué compromiso! Ahora sí que no sé cómo salir del paso, porque ahora sí que me condeno de veras, si me obstino en la negativa. Porque no hay duda de que esta mano que pide, mano del Cielo es...

—Y tan del Cielo —indicó la propia Delfina sacudiendo la mano—. Decidirse pronto, caballero. Es la primera vez que ejerzo de santa. Si me echa la limosnita, usted me estrena.

—¿Sí?... —dijo él moviéndose en el sillón con gran desasosiego—. Pues doy, pues doy.

Guillermina empezó a dar palmadas, gritando: «Hosanna... ya le tenemos cogido». Y con vivacidad, semejante a la de una jovenzuela, echó mano a la llave que estaba puesta en uno de los cajones de la mesa.

—¡Eh...! ¿Qué libertades son ésas? —gritó su sobrino sujetándole la mano.

—El talonario del Banco... —decía la
rata eclesiástica
, luchando por desasirse y por sofocar la risa—. Aquí, aquí lo tienes, perro hereje... sácalo pronto y pon cuatro números, cuatro letras y el garabato de tu firma. Jacinta, abre... sácalo... no tengas miedo.

—Orden, orden, señoras —arguyó Moreno a quien la risa cortaba la respiración—. Esto ya es un allanamiento, un escalo. Tengan calma, porque si no me veré en el caso de llamar a una pareja.

—¡El talonario, el talonario! —chillaba Jacinta, dando también palmadas.

—Paciencia, paciencia. No tengo aquí el talonario. Está abajo, en el escritorio. Luego...

—¡Bah!... ¡Se está burlando de nosotras!...

—No, no —dijo Guillermina con ardor—, ya no puede volverse atrás.

—Yo no me voy ya sin la firma.

—Más que la firma —manifestó Moreno muy serio, poniéndose la mano sobre aquel corazón que no valía ya dos cuartos—, vale mi palabra.

Estaba pálido, casi blanco, del color del papel en que escribía.

—¿De veras?

—No hay más que hablar.

—Eso, sí —dijo la santa—, él es un pillo, un hereje; pero lo que es palabra, la tiene...

Dichas otras cuantas bromas, retiráronse las dos santas fundadoras, dejando al hereje con su médico. Iban tan contentas, que cuando entraron en el cuarto de Guillermina, a esta le faltaba poco para ponerse a bailar.

—¿Pero de veras nos mandará el talón? —preguntó Jacinta, incrédula.

—Como tenerlo en la mano... Has estado muy hábil... Como tiene conmigo tanta confianza, se pone muy pesado. Pero a ti no te había de negar... ¡Qué alegría!... ¡Ya tenemos piso principal! ¡Viva San José bendito! ¡Vivaaaa!... ¡Viva la Virgen del Carmen!... ¡Vivaaaa! Porque a ellos se le debe todo. Tarde o temprano, Manolo me habría dado esos cuartos. ¡Ah! Yo le conozco bien. ¡Si es un angelote, un bendito, un alma de Dios...!

—2—

N
o les duró mucho el regocijo, porque oyeron el reloj de la Puerta del Sol dando las diez, y ambas mudaron súbitamente la expresión de su rostro.

—Las diez, ya veremos si viene —dijo Guillermina, que aún conservaba resplandores de alegría en su cara—. Prometió venir; pero esa palabra no debe de ser tan de fiar como la de Manolo.

Y permaneciendo ambas en pie, la fundadora dijo a su amiguita:

—Esto no lo hago yo más que por ti... ¡Meterme en vidas ajenas! La impresión que saqué el otro día es que por el momento no es ella quien te le distrae. Sería una actriz consumada si así no fuese. Como venga hoy, le echaremos la sonda más abajo a ver si sale algo. De todas suertes, ya la sermonearé bien para que le reciba a cajas destempladas, si él intentara... ¿Creerás una cosa? ¿Que esa mujer no me parece enteramente mala?

—Podrá ser... Pero si usted hubiera visto la cara que me puso el otro día, una cara de rencor como usted no puede figurarse...

—Dice que después le pesó...

—¡Bribona! —exclamó Jacinta, frunciendo los labios y apretando los puños.

—Pero, en fin, hoy la tantearemos otra vez. Como quiera que sea, su sermoncito no hay quien se lo quite. Y por si viene pronto... quedamos en que de diez a once... debes marcharte ya, no sea que te pille aquí.

Después de un rato de silencio, la Delfina dijo con resolución:

—Yo no me voy.

—¡Hija, qué me dices!... ¿Estás loca?

—Yo no me voy. Me esconderé en la alcoba. Quiero oír lo que diga...

—Eso sí que no te lo consiento. ¿En mi casa escenas de comedia? No, no lo esperes.

—¡Pero qué tonta, y qué exagerada, y qué puntillosa es usted, hija! ¿Qué mal hay en eso?, a ver... Le digo a usted que no me voy.

—Pues te quedas aquí... ¡Ah!, no, eso tampoco. Márchate, niña de mi alma, y no me pongas en tan mal paso. No es de mi carácter eso.

—Déjeme... ¡Por Dios! ¿Pero qué le importa a usted?... vaya... Yo me meto en la alcoba y me estoy allí como en misa.

—Hija, ni en los teatros resulta eso con sentido común... Para salir diciendo luego con voz hueca: «¡Lo he oído todo!

—Yo no chistaré. No haré más que oír... Vamos, remilgada, déjeme usted.

—Ya me figuraba yo que habías de salir con alguna tontería. Eres una voluntariosa. De esa manera me agradeces lo que hago por ti...

—¿Pero qué mal hay?... Vaya, que es usted terca. Pues que no me voy, que no me voy.

Sonó la campanilla.

—¿Apostamos a que es ella?... Lo siento —dijo Guillermina, asomándose a la puerta.

Jacinta no creyó prudente discutir más, y sin decir nada metiose en la alcoba, cerrando cuidadosamente las vidrieras. Guillermina, no conformándose con el escondite, quiso salir con ánimo de recibir la visita en otra habitación; mas dispuso la fatalidad que su prima Patrocinio, al ver entrar a Fortunata, la tomara por una de las muchas personas que iban allí a pedir socorros, y la introdujese, como si dijéramos, a boca de jarro, en el gabinete de la santa. Esta se vio algo confusa, sin saber cómo salir de aquel atolladero.

—¡Ah! ¿Era usted?... No la esperaba... Pase y tome asiento.

Fortunata, que iba vestida con mucha sencillez, entró como entraría una planchadora que va a entregar la ropa. Avanzaba tímidamente, deteniéndose a cada palabra del saludo, y fue preciso que Guillermina la mandase dos o tres veces sentarse para que lo hiciera. Su aire de modestia, su encogimiento, que era el mejor signo de la conciencia de su inferioridad, hacíanla en aquel instante verdadero tipo de mujer del pueblo, que por incidencia se encuentra mano a mano con las personas de clase superior. Mucho la cohibía el temor de no saber usar términos en consonancia con los que emplearía la confesora, pues en todas las ocasiones difíciles recobraba su popular rudeza, y se le iban de la memoria las pocas enseñanzas de lenguaje y modales que había recibido en su corta y accidentada vida de señora.

Pero lo verdaderamente singular era que Guillermina, tan dueña de su palabra normalmente, estaba también azorada aquel día, y no sabía cómo desenvolverse. El escondite de su amiga la llenaba de confusión, porque era un engaño, un fraude, una superchería indigna de personas formales. Lo primero que a la santa se le ocurrió, para empezar, fue una ampliación de lo que había dicho en la casa de Severiana.

—Si quiere usted que seamos amigas y que le dé buenos consejos, es preciso que tenga conmigo mucha confianza y no me oculte nada, por feo y malo que sea. Hay en su vida de usted un punto muy oscuro. Usted está casada y no quiere a su marido; así me lo confesó el otro día. Crea que esto me ha dado qué pensar. Dice usted que se casó sin saber lo que hacía... Explicación escurridiza. Tengamos sinceridad, y hablemos claro. La sinceridad es difícil; pero así como los niños, que confiesan por primera vez, no confesarían si el cura no les sacara los pecadillos con cuchara, así yo voy a ayudarle a usted preguntando y echándole el anzuelo de la respuesta. Veremos si pica... Cuando usted se determinó a casarse, ¿no hizo allá en el fondo de su pensamiento, la reserva de que el matrimonio le permitiera pecar libremente, no digo que con este y con el otro, sino con el que usted quería?

Fortunata miraba al techo, recordando.

—¿No había esa reserva? A ver... busque usted bien; busque más adentro, más abajo.

—Puede que sí la hubiera —dijo la otra al fin, con voz muy apagada y trémula—. Puede que sí...

—¿Ve usted cómo salen las heces cuando se las quiere sacar?

—Pero también le diré a usted que yo no contaba con volverle a ver... Pensé que no se acordaba de mí. Yo me llegué a creer que podría ser buena y honrada... me lo tragué. ¿Pero cómo fue ello?, que él me buscó... sí señora, me buscó y me encontró. Sin saber cómo, de repente, el casamiento y mi marido se me pusieron a cien mil leguas de distancia. Yo no sé explicarlo, no sé explicarlo.

En cuanto la conversación se corría del lado de Juanito Santa Cruz, Guillermina se aterraba. Quería apartarla de aquel extremo peligroso, y no sabía cómo llevar a su penitente a un terreno puramente ideal.

—Pero su conciencia... eso es lo que quiero saber.

—¡Mi conciencia!... Esto sí que es raro... Se lo cuento a usted como pasó... No se me alborotaba cuando cometía yo aquellos pecados tan refeos... Le diré a usted más, aunque se horrorice... Mi conciencia me aprobaba... vamos al caso, me decía una cosa muy atroz, me decía que mi verdadero marido...

—No siga usted —interrumpió la santa alarmadísima, creyendo sentir ruido en la alcoba. Es horrible. No siga usted. ¡Virgen del Carmen! Está usted muy dañada.

—Parecíame a mí —prosiguió la penitente sin poder contener la efusión de su sinceridad—, que aquel hombre me pertenecía a mí y que yo no pertenecía al otro... que mi boda era un engaño, una ilusión, como lo que sacan en los teatros.

—Calle, cállese por Dios...

—Pero aguárdese usted... A mí me había dado palabra de casamiento... como esta es luz... Y me la había dado antes de casarse... Y yo había tenido un niño... Y a mí me parecía que estábamos los dos atados para siempre, y que lo demás que vino después no vale... eso es.

Guillermina se llevó las manos a la cabeza... Discurrió que lo mejor era diferir la conferencia para otro día, pretextando que tenía que salir.

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