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Authors: Mira Grant

Tags: #Intriga, Terror

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—Por favor, dime que no sabes eso por experiencia —replicó Rick.

—No soy tan tonto. —Shaun intentó sonar ofendido, pero fracasó.

—Conocemos a alguien que sí lo fue —dije—. ¿Cuánto tiempo pasó entre rejas?

—Dos años, pero lo hizo por el bien de la ciencia.

—Ya… —Habría insistido en el tema, pero el coche torcía en ese momento hacia un angosto callejón con un poste a la entrada donde ponía «Aparcamiento para convoy nº l 1». Me enderecé y me subí las gafas—. Hemos llegado.

—Gracias a Dios —masculló Rick.

El sol en el cielo de Sacramento no se había suavizado durante el tiempo que habíamos pasado en el coche. Me quité la chaqueta y cogí el maletín de mi ordenador portátil. Examiné los vehículos y los remolques reunidos en el aparcamiento hasta que localicé mi objetivo. Sonreí un poco.

—Furgoneta, dulce furgoneta —dijo Shaun entre dientes.

—Exacto. —Eché a andar en dirección a nuestra furgoneta con la confianza de que el personal de seguridad que nos acompañaba se ocuparía del resto del equipaje. Nuestros vehículos y la mayor parte de nuestro equipo ya estaban allí.

—¿Y esas prisas? —preguntó Rick, saliendo al trote detrás de mí. Shaun se lo quedó mirando, pero Rick no le prestó atención.

—Quiero ver si los chicos han hecho algún progreso —respondí, apretando la palma de la mano contra la almohadilla de presión colocada en la puerta de la furgoneta. Las agujas me perforaron la piel y la puerta se desbloqueó pocos segundos después. Eché un vistazo atrás por encima del hombro y pregunté—: Steve, ¿en qué caravana nos alojamos?

—Está al fondo a la izquierda, y tiene vuestro nombre escrito en la puerta. El señor Cousins se hospeda en la de al lado —respondió Steve—. Entiendo que estáis ansiosos por poneros a trabajar, ¿me equivoco?

—No, de hecho… mierda. —Me quedé callada, consternada—. El discurso inaugural…

—Yo me encargo —repuso Shaun. Debí de poner una cara de absoluta perplejidad, porque mi hermano se encogió de hombros y añadió—: Puedo ponerme un traje de etiqueta y tomar notas como un reportero. Nunca notarán la diferencia, y apuesto a que en la invitación sólo pone «Mason», ¿no, Steve?

—Así es… —dijo Steve, atónito.

—Pues decidido. Vamos, Rick, dejemos tranquila a George para que trabaje un poco. —Mi hermano agarró del brazo al pasmado reportero y se lo llevó prácticamente a rastras. Yo me quedé como una estatua frente a la puerta de la furgoneta, preguntándome qué acababa de pasar. Entonces, no siendo alguien que ponga reparos a que le regalen un poco de tiempo para trabajar, entré en el vehículo.

Habíamos sacado algunos componentes fundamentales del sistema informático antes de dejar la furgoneta en manos de las personas encargadas de trasladarla. Entre ellos, varios discos duros de seguridad, los archivos y, sobre todo, las unidades extraíbles de datos que desbloqueaban los servidores. En el interior del vehículo, me tomé mi tiempo para encender uno a uno los dispositivos y conectarlos a la red y dejé para el final las cámaras exteriores. Me sentí como si hubiera vuelto a casa cuando las pantallas a las que Buffy había dedicado tantas horas de trabajo parpadearon y empezaron a mostrar las imágenes que captaban las cámaras giratorias instaladas en el exterior. Todo estaba tranquilo. Como me gusta a mí. Cuando todo estuvo listo, puse en marcha los sistemas de seguridad, que generarían las interferencias suficientes para deshabilitar cualquier sistema de vigilancia menos sofisticado que el de la CIA, y en el caso de que la CIA estuviera detrás de nosotros, ya estaríamos muertos. Me senté frente a mi consola y abrí una ventana de chat.

Buena parte del trabajo en red se realiza a través de un foro —siempre de texto y no del todo en tiempo real— y hoy en día también por videoconferencia. Poca gente recuerda ya los viejos IRC que antes dominaban. Eso es bueno. Si la charla es a través de un servidor controlado por uno de los interlocutores se puede eludir los sistemas de control hasta resultar prácticamente invisible.

Tenía la suerte de mi parte. Dave estaba esperándome cuando me conecté.

«¿Qué cuentas?», escribí. Mis palabras aparecieron blancas en el fondo negro de la pantalla.

«¿Georgia? Solicito confirmación.»

«Contraseña: tintinabulación.»

«Contraseña confirmada. ¿Has mirado el correo electrónico?»

«Todavía no. Acabamos de llegar.»

«Sal del chat y entra en tu cuenta de correo. No quiero que pierdas el tiempo en unos planes que vas a tener que desechar.»

Me quedé mirando un buen rato esas palabras de un blanco luminoso sobre el fondo negro.

«¿Malas noticias?»

«Bastante malas.»

Entré en mi cuenta de correo electrónico.

Tardé casi una hora en leer los documentos que Dave y Alaric me habían enviado. Dejar de hiperventilar me llevó otros veinte minutos. Cuando mis pulmones se relajaron y supe que volvía a controlar mi cuerpo cerré el ordenador portátil, lo guardé de nuevo en el maletín y me levanté. Tenía que vestirme; había llegado el momento de aguar una fiesta.

Veinticuatro

A

pesar de mi prisa, las normas impuestas para el discurso inaugural del senador y para la cena de gala que se celebraría posteriormente no admitían discusión: se exigía a los asistentes que vistieran de etiqueta, incluidos los miembros de la prensa. La exigencia debía de estar dirigida sobre todo a los miembros de la prensa, pues, después de todo, todos los demás asistentes habían pagado mil quinientos dólares por el privilegio de asistir al banquete y sentarse codo con codo con el senador Ryman, mientras que nosotros estábamos allí sin rascarnos el bolsillo, amparándonos en la condenada «libertad de prensa». Si nos dejaban fuera, corrían el riesgo de que empezáramos a jugar sucio. En cambio, si nos dejaban entrar, nos mimaban, nos agasajaban y nos ofrecían una silla, podían dar cierta imagen de control sobre nosotros. Tal vez con esta actitud nunca se haya evitado que un escándalo genuino salga a la luz, pero ha ayudado a que muchos otros escándalos menores hayan permanecido sepultados bajo la mesa del interesado.

El personal de la candidatura había sido muy atento con nuestro equipaje y había dejado las maletas de mi hermano y las mías en nuestros respectivos lados de la caravana en la que nos alojaríamos mientras estuviéramos en Sacramento. Sin embargo, todo orden había desaparecido en cuanto Shaun se había lanzado sobre las maletas a la búsqueda de su esmoquin. Mis maletas estaban enterradas bajo una montaña de ropa, de armas, de papeles y de todo tipo de trastos de mi hermano. Tardé casi diez minutos en encontrarlas y otros cinco en dar con la maleta que contenía mi vestido. Todo ese tiempo lo pasé maldiciendo a mi hermano. Al menos así me mantenía distraída.

El atuendo de gala masculino es cómodo y práctico: pantalones, chaqueta y faja. Incluso la corbata puede llegar a ser útil si se necesita improvisar un torniquete o estrangular a alguien. El atuendo de gala femenino, por el contrario, no ha cambiado un ápice desde el Levantamiento, y todavía parece diseñado para que las mujeres mueran asesinadas a las primeras de cambio. Por ahí no paso. Mi vestido está modificado; la falda es fácil de quitar, el canesú me deja el espacio necesario para esconder en la parte interior una grabadora y una pistola, y tiene un bolsillo secreto en la cintura para guardar munición extra. Pese a todos esos arreglos, sigue siendo la prenda más constrictiva que tengo, y además, las situaciones en las que no tengo más remedio que ponérmelo me exigen también medias y tacones. Al menos, las medias modernas están confeccionadas con las fibras de un polímero que hacen el tejido prácticamente impenetrable.

Me pondría las medias y me pondría los tacones. Incluso me daría una capa de brillo en los labios para que pareciera que me había maquillado para la ocasión. Pero de ningún modo me pondría las lentillas para lo que no era más que una operación relámpago para llegar al senador y a mi equipo, convencerles de que tenía noticias frescas y traerlos de vuelta al Centro. Sin dejar de maldecir, saqué el chal a juego con el vestido del bolsillo lateral de la funda, me enganché la placa de identificación en el lado derecho del pecho y salí como una exhalación de la caravana en dirección al aparcamiento.

Steve estaba de guardia, de pie y con cierto aire, escuchando relajado los canales de radio por si se daba una urgencia de seguridad u ocurría algo en los vehículos estacionados. Se enderezó en cuanto me vio aparecer y se me quedó mirando con la barbilla pegada al pecho cuando reparó en mi vestimenta. Era imposible verle los ojos ocultos tras las gafas de sol, pero no se molestó en disimular el movimiento de la cabeza, que fue elevando lentamente mientras miraba el vestido, el chal alrededor de los hombros y finalmente, enarcando una ceja, las gafas de sol.

—¿Vas a algún lado? —inquirió.

—Estaba pensando en colarme en una fiesta —respondí—. ¿Te apetece llevar a la chica en tu coche?

—¿No has enviado a tu hermano para que te sustituyera?

—Ha surgido un imprevisto. Tengo que ir; es importante.

Steve me miró de arriba abajo con una expresión implacable en el rostro. Yo adopté el mismo gesto, y no aparté la mirada. Ambos éramos unos expertos, pero yo era quien más tenía que perder si metía la pata. Sin embargo, fue Steve quien cedió e hizo un leve gesto de asentimiento con la cabeza.

—¿Tiene algo que ver con Eakly, Georgia?

Su compañero había muerto allí. Ambos sabíamos que había una conspiración en marcha y era improbable que consiguiéramos sobrevivir si nuestro equipo de seguridad estaba involucrado. Seguramente había micrófonos cerca; yo no podía hacer nada para remediarlo y estábamos llegando al final de la partida. Había llegado el momento de poner toda la carne en el asador.

—Tiene mucho que ver con Eakly. Y con el rancho. Y con la muerte de Chuck y de Buffy. Por favor, necesito que me lleves a la cena.

Steve permaneció en silencio unos instantes, meditando sobre lo que acababa de decirle. Era un hombre grande, y la gente da por hecho que los hombres grandes son lentos. Yo nunca había pensado eso de Steve, y tampoco lo iba a pensar en ese momento. El agente estaba viendo por primera vez una situación con la que mi equipo y yo llevábamos meses lidiando y a cuya compañía nos había costado acostumbrarnos. Cuando Steve se puso en movimiento, lo hizo con rapidez y sin vacilar un instante.

—Mike, Heidi, encargaos de esta entrada. Si alguien pregunta por mí, decidle que he ido al baño y que le llamaré cuando vuelva. Si veis que se pone muy pesado podéis decirle para que se calle que he cenado salchichas y judías.

Heidi soltó una risa ahogada; un sonido estridente y nervioso que no casaba con su imagen de estricta profesional. El ceño de Mike mostraba su confusión.

—Sí, claro. Pero ¿por qué…? —dijo Mike.

—Te contratamos después de lo del rancho, así que no voy a machacarte la cabeza por hacerme esa pregunta. Existen motivos. —Steve me lanzó una mirada fugaz—. Y supongo que si fuera seguro explicar esos motivos en un espacio al aire libre como éste, ya estarían explicados.

Asentí con la cabeza. Yo no habría dado tantas explicaciones si antes Steve no hubiera invocado el fantasma de Eakly, pero no podía mentir al hombre al que había acudido en busca de ayuda. Incluso aunque hubiera pensado que podía engañarlo, cosa que no habría ocurrido, habría estado mal hacerlo.

—Limítate a hacer lo que te dice, Mike —dijo Heidi, dándole un codazo a su compungido compañero en el costado. El vigilante aguantó estoicamente el golpe y sólo dejó escapar un ligero gruñido. Heidi encogió el codo—. Entendido, Steve. Vigilaremos la entrada, estaremos atentos a la radio y no diremos a nadie que te has marchado.

—Perfecto. ¿Señorita Mason? Sígame. —Steve dio media vuelta y comenzó a andar a grandes zancadas hacia uno de los vehículos más pequeños del parque automovilístico. El coche era un Jeep modificado, con una carrocería negra y rígida que le daba el aspecto de una especie nueva y extraña de escarabajo. Sacó las llaves del bolsillo y apretó un botón. Las cerraduras de las puertas se abrieron con un pitido—. Me perdonarás que no te abra la puerta, ¿verdad?

—Por supuesto —respondí.

En un vehículo de dos plazas tan nuevo habría unidades de análisis de sangre incorporadas a los tiradores de las puertas para evitar que algún desafortunado conductor se quedara atrapado en el interior con un infectado. Aún quedan caballeros; lo único que ocurría era que este caballero en cuestión quería asegurarse de que yo no era un zombie antes de entrar en el coche.

Aunque tan preocupado como para abandonar su puesto, porque eso había hecho, pues no había informado por radio a la base de nuestro paradero, Steve condujo con precaución y sin perder la calma en ningún momento. Levantó el pie del acelerador para respetar el límite de velocidad máxima permitida cuando nos incorporamos a la carretera que nos llevaba a la ciudad y no encendió las luces de emergencia, ya que habrían llamado demasiado la atención, sobre todo la de los miembros de nuestra comitiva, que podrían empezar a preguntarse qué demonios estaba haciendo Steve fuera de su puesto. Nuestra salida de los barracones había sido registrada por las cámaras, pero las grabaciones estaban legalmente protegidas y sólo podían visionarse en el caso de que se produjera un brote, cuando las leyes de protección de la privacidad quedaban suspendidas.

El salón donde tenían lugar el discurso inaugural del senador Ryman y la cena posterior, se encontraba en el centro de la ciudad, en una de las zonas reconstruidas tras el Levantamiento. Shaun y yo habíamos hecho, hace ya unos años, una serie de artículos sobre las áreas «malas» de Sacramento, para la que nos introdujimos, equipados con cámaras, en varias áreas acordonadas que nunca habían recibido los permisos para ser repobladas. Esqueletos de edificios consumidos por antiguos incendios miraban fijamente el asfalto agrietado, todavía con la cinta de alerta biológica atravesando resplandeciente los huecos de las ventanas y de las puertas. En el paraíso de mármol blanco y cromo resplandeciente del salón de la asamblea, uno nunca llegaría a conocer la existencia de esa otra cara de Sacramento, a menos que la hubiera visitado.

Tuve que someterme a tres controles de sangre hasta llegar al foyer. El primero en la entrada del aparcamiento subterráneo, donde unos mozos con las manos enfundadas en guantes de plástico se acercaron con unos paneles de análisis, esperando que aceptáramos la ilusión de cortesía y no prestáramos atención a los guardias con armas automáticas de la caseta. Sin embargo, allí estaban, como estatuas, y se me erizó el vello de los brazos; no se trataba de la presencia en sí de las fuerzas de seguridad, sino del descaro con el que se habían desplegado. Nadie protestaría si nos cosían a balazos. Los dispositivos de grabación que llevaba encima estaban en marcha, pero sin un entramado de seguridad, no podía permitirme retransmitir por un espacio aéreo que seguramente estaría colapsado, y sin Buffy no disponía de una seguridad en la que pudiera confiar. Necesitábamos terriblemente a Buffy. Siempre la habíamos necesitado.

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