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Authors: Mira Grant

Tags: #Intriga, Terror

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—No sé… No sé si seré capaz —dijo Rick, tragando saliva—. Buffy…

—Buffy está muerta, y también Chuck. Tenemos que saber si estamos limpios. —Devolví la bolsa a Shaun, me acerqué a Rick y me agaché junto a él, recogí su unidad de análisis del suelo y le quité la tapa de plástico para dejar al descubierto la almohadilla de presión y la aguja que se escondían en su interior—. Vamos, ya sabes de qué va. Sólo es un pinchazo.

—¿Y si las luces se quedan rojas?

—Entonces esperaremos sentados contigo hasta que el equipo del CDC llegue; ellos disponen de unidades de análisis más avanzadas que las nuestras y ya están de camino —respondí, manteniendo el tono de voz lo más neutro que pude. Sentía ganas de gritarle, pero no me atreví. Rick tenía aspecto de ir a desmoronarse en cualquier momento, y si yo empezaba a chillarle podría provocarle un ataque de nervios—. No llevaremos a cabo ninguna acción contra ti a menos que empieces a sufrir la conversión.

—Si las luces se quedan en rojo, emprended acciones inmediatamente —replicó con una frialdad repentina, sin un atisbo de vacilación en la voz—. Quiero que me metáis una bala en la cabeza antes de que me entere de lo que está pasando.

—Rick…

Rick se inclinó hacia delante y metió el dedo en el compartimiento con la aguja.

—No estoy así porque le hayas disparado, Georgia. Estoy así porque Buffy tuviera que llegar tan lejos antes de que pudieras hacerlo. —Levantó el rostro y miró a Shaun antes de posar los ojos en mí—. Mi hijo se convirtió antes de morir. Por favor, tened la amabilidad de dejarme morir antes de que olvide cómo me llamo.

—Por supuesto —dije. Me enderecé y retrocedí hasta mi posición habitual al lado de Shaun. Mi hermano me apoyó la mano derecha en la espalda y colocó lentamente la izquierda en la funda de su pistola. Si hoy perdíamos a un segundo miembro del equipo, ése no caería por una bala mía. A veces hay que permitir que la culpa se reparta.

—No sabía que habías tenido un hijo, Ricky —dijo Shaun en un tono casi despreocupado—. ¿Qué más no nos has contado?

—Me gusta ponerme ropa interior femenina —respondió Rick. Entonces sonrió de una manera casi imperceptible—. Algún día te enseñaré una foto suya. Por él… por él dejé de trabajar en la prensa tradicional. Muchos compañeros lo recordaban, y muchos otros habían conocido a su madre. Demasiada gente empezó a mirarme de otro modo cuando los perdí. Todavía amaba el periodismo, pero no quería ser la noticia; de modo que busqué otra manera de continuar con mi carrera.

Las luces iban alternándose entre el rojo y el verde.

—¿Cómo se llamaba tu hijo, Rick? —le pregunté.

—Ethan —respondió Rick. Su sonrisa fue haciéndose más amplia y triste—. Ethan Patrick Cousins en recuerdo de mi padre y del abuelo de su madre. Se llamaba Lisa… Me refiero a su madre. Lisa Cousins. Era bellísima. —Cerró los ojos—. Ethan había heredado su sonrisa.

Las luces dejaron de parpadear.

—Recordaremos sus nombres cuando tú faltes, si algún día se da el caso —repuse—. De momento tendremos que esperar. Estás limpio, Rick.

—¿Limpio? —Abrió los ojos y los clavó en la unidad de análisis como si fuera un objeto extraterrestre que viera por primera vez. A continuación extrajo el dedo de la aguja y apretó el botón de transmisión—. Limpio.

—Una noticia cojonuda ya que de ningún modo iba a encargarme de tu gato sarnoso —señaló Shaun.

—Mi hermano tiene razón —dije; me acerqué a Rick y le ofrecí una mano para ayudarlo a levantarse del suelo—. Shaun habría lanzado por la ventana a la gatita en el primer bar de carretera que nos hubiéramos cruzado.

—George, no digas tonterías —me reprendió Shaun—. Habría esperado a pasar por uno con uno de esos carteles de «Cuidado con el perro». No habría estado bien impedir a
Lois
tener un amiguito.

Rick y yo nos miramos perplejos antes de romper a reír. Yo me eché a llorar al mismo tiempo y ayudé a Rick a ponerse en pie; le pasé el brazo por los hombros y me apoyé en él para no perder el equilibrio. Shaun se acercó, nos abrazó y se sumó a las carcajadas, hundiendo el rostro en mi pelo para ocultar las lágrimas que le brotaban de los ojos. Yo sabía que estaba llorando, pero Rick no tenía por qué enterarse. Hay secretos que no es necesario compartir.

Permanecimos así hasta que el ruido de neumáticos nos alertó de la llegada del equipo especializado en desastres biológicos. Nos separamos precipitadamente y cada uno por su cuenta intentó recobrar algo cercano a la compostura; Rick se limpió la cara con la mano mientras Shaun se enjugaba las lágrimas de las mejillas y yo me pasaba la mano por el pelo y me subía las gafas de sol. Me volví a mi hermano, le hice un gesto con la cabeza y me dirigí hacia el estruendo de los vehículos que se acercaban, sujetando en una mano la bolsa que contenía mi unidad de análisis y en la otra, mi licencia.

El convoy se detuvo a unos veinte metros de nuestro vehículo más avanzado: mi desdichada moto, abandonada fuera de la carretera. El CDC de Memphis no se andaba con jueguecitos. Habían enviado una unidad completa: dos vehículos de transporte de tropas con sus habituales bastidores estilo Jeep envueltos por un blindaje transparente de plástico reforzado con acero, una furgoneta médica blanca dos veces más grande que la nuestra y, lo que resultaba más inquietante, dos unidades de los enormes vehículos blindados que la prensa especializada denomina «camiones de bomberos». Eran descomunales, del color naranja de las señales de peligro y con los símbolos de advertencia de riesgo biológico pintados en rojo en ambos costados. Sus mangueras no arrojaban agua, sino una asquerosa variedad de napalm de alto octanaje mezclado con un insecticida muy concentrado. Cuando un «camión de bomberos» rocía un lugar con el contenido de sus depósitos lo deja estéril; el suelo se mantiene yermo durante décadas, y todo aquello que estaba vivo en la zona antes de la llegada de los camiones ha dejado de respirar tras su partida. Sin embargo, la zona quedaba limpia.

Uno de los hombres del primer vehículo para transporte de tropas se llevó un micrófono a la boca según nos acercábamos y el altavoz colocado en la parte frontal del carro rugió:

—Depositen en el suelo sus unidades de análisis de sangre y retrocedan. Las recogeremos y en su lugar dejaremos unas unidades nuevas. No se acerquen a nuestro personal. Si no obedecen las instrucciones serán eliminados.

Los faros de los vehículos que componían el convoy emitían una luz que me resultaba cegadora, a pesar de que llevaba puestas las gafas de sol. Me llevé la mano con la que sostenía mi licencia a los ojos para protegérmelos.

—¿Joe? ¿Eres tú? —pregunté, parpadeando, dirigiéndome al vehículo para el transporte de tropas.

—Será rápido, cariño —respondió la voz en un tono menos formal—. Si sois tan amables, acercaos un poco y dejad las unidades en el suelo.

—Dejaré mi licencia junto con mi unidad —grité—. Contiene información médica importante. —Si estos tipos me obligaban a quitarme las gafas de sol, el resplandor de sus faros me dejaría ciega.

Una voz nueva, femenina y perteneciente a una persona notablemente más versada en temas médicos, surgió del altavoz.

—Tenemos conocimiento de su afección de retina, señorita Mason. Por favor obedezca las instrucciones que les hemos transmitido.

—¡Ya estamos obedeciéndolas, caramba! —exclamó Shaun, dejando caer la bolsa con su unidad de análisis y depositando encima de ella su licencia. Me agaché para hacer lo mismo, aunque de un modo más solícito. Rick me imitó. Los tres empezamos a retroceder.

Habíamos recorrido unos seis metros cuando la voz de Joe volvió a rugir por el altavoz.

—Es suficiente, cariño. Quedaos donde estáis. —La puerta de la furgoneta médica se abrió, y tres técnicos en trajes de protección biológica emergieron del vehículo. Desde donde yo estaba podía oír los resoplidos de sus unidades de presión positiva, que renovaban el aire evitando que las partículas externas penetraran en el área esterilizada.

Los técnicos avanzaron con la extraña ligereza que sólo se adquiere después de cientos, si no miles, de horas enfundados en esos aparatosos trajes, recogieron nuestras unidades y licencias, y dejaron en su lugar tres nuevas unidades precintadas. Una vez cumplido su cometido, retrocedieron.

—Por favor, acercaos, abrid las unidades de análisis y no os mováis hasta que se compruebe que el resultado obtenido es negativo —ordenó Joe.

—Esto es como jugar a Simón dice —masculló Shaun cuando echamos a andar.

—En mi pueblo, Simón no te apuntaba con un camión lleno de napalm —comentó Rick.

—Mariquita —farfulló Shaun.

Las unidades dejadas por los técnicos del CDC eran unas Apple XH—229, sólo una pizca menos avanzadas que sus hermanas del modelo más reciente. Shaun silbó entre dientes al verlas.

—¡Guau! ¡Representamos una verdadera amenaza!

—Algo así —dije. Cogí la primera unidad de análisis, rasgué el precinto con la uña del pulgar y le quité la tapa de plástico. El dispositivo estaba diseñado para que se introdujera en su interior toda la mano hasta la muñeca. A primera vista, se apreciaban no menos de quince puntos de contacto. Hice una mueca, me arremangué y metí la mano.

El líquido antiséptico que me recorrió la palma tenía, al parecer, una función balsámica, una sensación que sólo se esfumó en el instante previo a que las agujas se me clavaran en la mano maltrecha y empezaran a analizar mi sangre en busca de partículas virales en estado activo. Las luces de la unidad iniciaron su ciclo de intermitencias saltando del rojo al amarillo y al verde, tal como exigían los procedimientos médicos más modernos.

Yo estaba tan concentrada en las luces y en lo que pudieran determinar respecto a mi futuro que no distinguí las pisadas que se acercaban por mi espalda del ruido de las unidades de presión positiva, ni sentí la inyección hipodérmica hasta que ya tenía la aguja hundida en el cuello. Una intensa sensación de frío me recorrió el cuerpo y caí desplomada al suelo.

Lo último que vi fue la hilera de luces detenidas en un refulgente verde permanente. Luego mis ojos se cerraron y ya no vi nada más.

… la pregunta que me han hecho con más frecuencia desde mi paso de los medios de comunicación tradicionales al mundo de la red es: «¿Por qué?» ¿Qué me había llevado a abandonar una carrera estable para lanzarme a la aventura de un medio desconocido para mí hasta el momento, donde mi experiencia no sólo sería motivo de burla, sino que se volvería contra mí? ¿Cómo era posible que un hombre en su sano juicio (y la mayoría de la gente así me considera) quisiera hacer algo así?

A menudo he respondido con las típicas mentiras que siempre quedan bien: necesitaba un nuevo reto, quería poner a prueba mis capacidades y creo en la necesidad de contar la verdad y de informar. Sólo esta última parte es cierta, pues creo en la necesidad de contar la verdad. Y eso es a lo que me dedico actualmente.

Me casé joven. Mi esposa se llamaba Lisa. Era una mujer inteligente, hermosa y, por encima de todo, estaba tan perdidamente enamorada de mí como yo de ella. Yo iba a convertirme en periodista, y ella en profesora… unos planes que quedaron en suspenso cuando, tres días después de acabar la carrera, la prueba de embarazo dio positivo. Superamos esa prueba y lo hicimos con alegría. Fue la única prueba que superamos.

Nuestro hijo, Ethan Patrick Cousins, nació el 5 de abril de 2028 con un peso de tres kilos y ochocientos gramos. Un examen rutinario de sus fluidos corporales y de sus constantes vitales reveló un sistema invadido por el virus de Kellis-Amberlee. Su madre lo había condenado sin siquiera enterarse; pruebas posteriores demostraron que el virus se había instalado en sus ovarios, donde había estado reproduciéndose sin llegar a infectarla ni a provocar un cambio mínimo en su calidad de vida. Nuestro hijo no había sido tan afortunado.

Tuve suerte. Disfruté de mi hijo durante nueve años pese a las precauciones y a las cuarentenas que conllevaban su afección. Le encantaba el béisbol. En sus últimas Navidades escribió a Papá Noel para pedirle una cura para que «mamá y papá dejen de estar tristes». Sufrió una amplificación viral espontánea dos meses y seis días después de su noveno cumpleaños. Su cadáver pesaba veintiocho kilos y trescientos dieciséis gramos. Lisa se quitó la vida. ¿Y yo? Pues emprendí una nueva carrera.

Una carrera en la que todavía se me permite contar la verdad.

Extraído de
La verdad desde otra perspectiva
,

blog de Richard Cousins,

21 de abril de 2040

Diecinueve

M

e desperté sobre una cama en una habitación blanca, vestida con un pijama de algodón blanco, y el empalagoso olor a lejía metido en la nariz. Me incorporé con un grito ahogado, apretando los ojos en un gesto mecánico para evitar que las luces del techo me los quemaran, hasta que me di cuenta de que los había tenido abiertos mientras había estado tumbada boca arriba en la cama. Miré directamente a las luces y no me provocaron ningún dolor. La falta de sensibilidad al dolor es uno de los numerosos síntomas de la amplificación del Kellis-Amberlee. ¿Sería ése el motivo que había hecho que nos atacara el equipo del CDC? ¿Me encontraba en algún jodido centro de investigación? Después de todo, abundan los rumores sobre el tema, de modo que alguno podría ser cierto.

Con cuidado me llevé las manos al rostro, y toqué con los dedos una delgada cinta de plástico, que tenía colocada sobre los ojos sin que me presionara ni el puente nasal ni los costados de la cabeza. Supe lo que era en cuanto lo toqué; desde hacía quince años se utilizaban cintas polarizadas que bloqueaban los rayos ultravioleta para los tratamientos hospitalarios del Kellis-Amberlee de la retina. Valen un riñón, una sola tira incrementa en quinientos dólares la factura del hospital, aun si dispones de un seguro, y encima son muy delicadas; sin embargo, filtran la luz mejor y son más discretas que cualquier otro tratamiento de los que existen en la actualidad. Me relajé. No estaba experimentando una amplificación. Simplemente era víctima de un secuestro por parte del CDC.

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