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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, #Policíaco

Expediente 64 (27 page)

BOOK: Expediente 64
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—Hemos venido porque deseamos saber más de Curt Wad, de quien has escrito tanto. ¿Puedes concedernos diez minutos?

—Sí, hombre, pero llevo cinco años sin escribir sobre él. Me cansé.

Conque sí, ¿eh, amiguito? Entonces ¿por qué has estado girando la copa entre tus dedos sin parar?, pensó Carl.

—He mirado tus datos —mintió—. No estás en el paro, así que ¿con qué te ganas la vida en este momento, Louis?

—Estoy empleado en un organismo —informó, tratando de sondear cuánto sabía Carl en realidad.

Por eso Carl hizo un gesto afirmativo.

—Sí, ya sabemos. Y dinos, ¿de qué clase de organismo se trata?

—Bueno, pero antes, por ejemplo, ¿puedes decirme qué homicidio estáis investigando?

—¿He dicho que investigáramos un homicidio? No, no he dicho eso, ¿verdad, Assad?

Assad sacudió la cabeza.

—Tranquilo, hombre —lo sosegó Assad—. No sospechamos nada concreto de ti.

Era verdad, pero aun así tuvo cierto efecto en el hombre.

—¿Quién es sospechoso de qué? Por cierto, ¿puedo ver vuestras placas?

Carl sacó la placa y la puso a tal altura que todos los de alrededor pudieron verla.

—¿Quieres ver, o sea, la mía también? —preguntó Assad, atrevido.

El gesto negativo de Louis Petterson mostró a las claras que prefería pasar. Ya iba siendo hora de que encontraran algún tipo de legitimación para Assad. Cualquier cosa. Una tarjeta de visita con algún símbolo de la Policía podría valer.

—Investigamos cuatro desapariciones que tuvieron lugar en el mismo día —informó Carl—. ¿Te dice algo el nombre de Gitte Charles? Era auxiliar de enfermería y vivía en Samsø.

El hombre sacudió la cabeza.

—¿Rita Nielsen? ¿Viggo Mogensen?

—No —respondió, volviendo a sacudir la cabeza—. ¿Cuándo desaparecieron esas personas?

—A principios de septiembre de 1987.

Lució una sonrisa.

—Yo tenía doce años.

—Pues entonces no has sido tú, entonces —dijo Assad con una sonrisa.

—¿Y Philip Nørvig? ¿Te dice algo?

Petterson echó la cabeza atrás contra el respaldo e hizo como que se devanaba los sesos, pero no engañó a Carl. Petterson sabía bien quién era Philip Nørvig, se le notaba a la legua.

—Para tu información, era un abogado de Korsør con domicilio en Halsskov. Antiguo miembro activo de Ideas Claras, expulsado en 1982, pero entonces solo tenías siete años, así que tampoco sería por tu culpa —continuó Carl con una sonrisa.

—No, el nombre no me dice nada en este momento. ¿Debería conocerlo?

—Bueno, has escrito columnas y más columnas sobre Ideas Claras, así que habrás leído su nombre, ¿no?

—Sí, tal vez. No estoy seguro.

¿Y por qué no lo estás, amiguito?, pensó Carl.

—Bueno, eso se puede mirar en la hemeroteca. La Policía es especialista en leer artículos de periódico, ya lo sabías, ¿no?

El hombre ya no tenía tan buen color.

—¿Qué has escrito sobre La Lucha Secreta? —preguntó Assad. Vaya, Carl no pensaba preguntar aquello todavía.

El periodista sacudió la cabeza. Quería decir que nada, y sería verdad.

—Te das cuenta de que vamos a comprobarlo, ¿verdad, Louis Petterson? Quiero que sepas también que tu lenguaje corporal nos comunica que sabes bastante más de lo que te ha parecido contarnos. No sé qué es, puede que sean cosas intrascendentes, pero entonces creo que deberías decírnoslas. ¿Trabajas para Curt Wad?

—¿Estás bien, Louis? —preguntó su amigo Mogens, que se había acercado un poco.

—Sí, sí, estoy bien. Son estos dos, que andan descaminados.

Luego se volvió hacia Carl, y dijo con toda calma:

—No, no tengo nada que ver con ese hombre. Trabajo para una organización llamada Benefice; es una organización independiente patrocinada por voluntarios. Mi labor es reunir información sobre fallos cometidos por el Partido de Dinamarca y los partidos del Gobierno durante los diez últimos años, y te aseguro que hay material suficiente.

—Sí, estoy seguro de que no te faltará qué hacer. Pero gracias, Louis Petterson; menos mal, así no tenemos que investigarlo. ¿Y para quién reúnes esa información?

—Para todos los que piden permiso para verla.

Se enderezó en el asiento.

—Mirad, siento no poder seros de más ayuda. Si queréis saber más sobre Curt Wad podéis leer. Por lo visto, ya tenéis mis artículos; ahora estoy en otra fase de mi vida. Así que, a menos que tengáis preguntas concretas sobre esos cuatro casos de desaparición que investigáis, lamento comunicaros que es mi día libre.

—La cosa ha tomado unos derroteros sorprendentes —tuvo que reconocer Carl cinco minutos más tarde, en la calle—. Y yo que solo quería hacer unas preguntas concentradas en Curt Wad… ¿Qué coño se traía el pavo entre manos?

—Te lo diré dentro de poco, Carl. Porque en este momento está el pavo pegado al teléfono. No mires atrás. No nos quita ojo desde la ventana. Tendremos que pedirle a Lis que descubra a quién está, o sea, llamando.

22

Septiembre de 1987

Nete despertó aquella mañana con un dolor de cabeza espantoso. No sabía si sería por los experimentos llevados a cabo la víspera con aquellos líquidos hediondos en la mesa del cuarto herméticamente cerrado, o por saber que aquel día, el más decisivo de su vida, iba a matar a seis personas en menos de doce horas.

Lo que sí sabía era que si no tomaba sus pastillas contra la migraña todo iba a irse al garete. Quizá bastara con dos pastillas, pero tomó tres, y se quedó una o dos horas mirando el reloj, mientras sus capilares cerebrales se sosegaban y la luz podía llegar a la pupila sin sentirla como descargas eléctricas.

Después colocó las tazas de té sobre el aparador de caoba de su agradable sala de estar, alineó con cuidado las cucharillas de plata y colocó el frasco de extracto de beleño de forma que pudiera sacarlo sin problemas y verter en las tazas lo que hiciera falta cuando llegara el momento.

Repasó por décima vez el plan, y luego se puso a esperar oyendo a sus espaldas el tic-tac del reloj de péndulo inglés. Al día siguiente por la tarde iba a despegar su vuelo a Mallorca, y el reflejo de la vegetación de Valldemossa, de color verde claro, ocuparía su mente, dejando escapar el pasado y demás fantasmas.

Hasta entonces, solo se trataba de llenar bien la cámara mortuoria.

La familia de acogida a la que la envió su padre después de su aborto espontáneo en el arroyo recibió a Nete como a una paria, y eso fue lo que siguió siendo.

La habitación de la criada estaba apartada, y el trabajo diario era exigente, así que el único momento en que tenía trato con la familia era a las horas de comer, y eso en absoluto silencio. Si alguna rara vez abría la boca la hacían callar, por mucho que ella se esforzaba en hablar educadamente. Incluso la hija y el hijo, que eran de su misma edad, apenas la miraban. Era una desconocida, y sin embargo la trataban como si tuvieran un derecho ilimitado sobre su vida. Pocas experiencias agradables, y nada de palabras amorosas. Eso sí, exigencias, seriedad y amonestaciones no faltaban.

Veinte kilómetros separaban el hogar de su infancia de la familia de acogida de Nete, no era más que una hora en bici. Pero no tenía bici, así que cada día se conformaba con esperar que su padre anunciara su llegada. Pero nunca lo hizo.

Cuando apenas llevaba año y medio con la familia, la llamaron al salón familiar, donde estaba el guarda rural hablando con su padre adoptivo. Estaba sonriendo, pero en cuanto vio a Nete cambió su expresión.

—Nete Hermansen: siento comunicarte que tu padre se ahorcó en su casa el domingo pasado. Por ello, las autoridades han propuesto que esta buena familia sean tus guardianes permanentes. Eso significa que tienen autoridad sobre ti hasta que cumplas veintiún años. Creo que deberías estar agradecida. Tu padre no dejó más que deudas.

Eso sí que era parquedad. Nada de pésames ni información sobre el entierro.

Le hicieron un breve saludo con la cabeza. La vida de Nete se derrumbaba. La audiencia había terminado.

Estuvo llorando en el prado, mientras las chicas y los chicos cuchicheaban como se hace cuando se habla de los que no están en el grupo. Y a veces se sentía tan sola que le dolía. A veces tenía tanta necesidad de contacto físico que le ardía la piel.

Si al menos le hubieran hecho alguna caricia, un ligero roce en la mejilla… Pero a Nete le enseñaron a pasar sin ellas.

Cuando aquel fin de semana llegaron las ferias al pueblo, las demás chicas de la granja fueron allí en autobús sin decirle nada. Así que se colocó junto a la carretera con dos coronas en el bolsillo y se puso a hacer dedo.

La camioneta que se detuvo no era muy ostentosa, con el remolque arañado y los asientos blandos, pero al menos el conductor sabía sonreír.

No debía de saber quién era ella.

Dijo que se llamaba Viggo Mogensen y que era de Lundeborg. En el remolque llevaba pescado ahumado para un tendero que lo vendía en un puesto del mercado. Dos cajas enteras que olían a mar y humo; en suma, un acontecimiento inusual.

Cuando las demás chicas la vieron entre tiovivos y puestos de tiro con un helado en la mano y acompañada de un joven apuesto, sus miradas se llenaron de algo que no había visto nunca. Después lo interpretó como envidia, pero en el momento se quedó asustada; tampoco le faltaban razones para ello.

Era un día caluroso, como los veranos con Tage, y Viggo hablaba con tal entusiasmo del mar y la vida libre que Nete lo vivía casi como si le pasara a ella. Una creciente sensación de felicidad la embargó y dio a Viggo más libertad de acción que lo que otras circunstancias habrían permitido.

Por eso dejó que le echara el brazo al hombro cuando la llevó de vuelta. Por eso lo miró con esperanza y mejillas encendidas cuando él detuvo el coche en una arboleda y la atrajo hacia sí. Y por eso no pareció peligroso cuando él se puso el condón y dijo que así iba a ser maravilloso y que no había ningún peligro.

Pero su expresión cambió cuando, tras sacar el miembro, observó que el condón estaba rasgado. Nete preguntó qué iba a pasar si se quedaba embarazada, y esperó tal vez que él dijera que no era imposible, y que desde luego la llevaría a casa con él.

Pero no lo dijo, y ella sí que se quedó embarazada, y las demás chicas no tardaron en enterarse.

«Si vomitas en los sembrados es porque hay simiente en la barriga», gritó una de ellas. Y todas se echaron a reír hasta caérseles los pañuelos de cabeza.

Media hora más tarde estaba ante su madre adoptiva, quien con voz trémula la amenazó con todo tipo de castigos y con la Policía si no se deshacía del feto. Aquel mismo día llegó un taxi al patio de la granja, y enviaron fuera al hijo. No querían que nadie lo relacionara con la inmundicia que había traído Nete a su vida. Y Nete sostenía que se trataba de un joven simpático de Lundeborg que conoció en las ferias, pero no le sirvió de nada, porque las chicas, que la habían visto con él, sostenían lo contrario: o sea, que era un charlatán que colaba su virilidad bajo las faldas de las chicas para pasárselo bien y nada más.

El resultado de la conversación fue un ultimátum. O volvía a la consulta del médico de su pueblo para que se deshiciera de aquello, o tendrían que pedir a la asistencia pública que llevara el caso a la Policía y al resto de autoridades.

—Ya has probado antes lo de deshacerte de un feto — le dijo su madre adoptiva sin la menor compasión. Después su padre adoptivo la llevó en coche y la dejó ante la casa del médico. Cuando hubiera terminado podía volver en el autobús, porque no disponía de todo el día para ella. No le deseó suerte, pero en su sonrisa quizá hubiera cierto aire de disculpa. Quizá de alivio.

Nete nunca sabía qué pensaba su padre adoptivo.

Pasó un buen rato removiéndose en su asiento, esperando, entrechocando sus rodillas en la sala de espera verde. El olor a bolitas de alcanfor y medicamentos le hacía sentirse mal, le daba miedo. El temor al instrumental médico y a las camillas la invadió, y los minutos avanzaron a paso de tortuga mientras los pacientes con sus toses y sus pies doloridos recibían tratamiento a puerta cerrada. Oía la voz del médico, grave y sosegada, pero no era nada tranquilizadora.

Cuando llegó su turno —era la última paciente del día, un médico que era más joven que el que había esperado le dio la mano y la saludó con voz cálida. Fue aquella voz la que le hizo olvidar su reserva inicial. Y cuando el médico añadió que claro que se acordaba de ella y luego le preguntó si se encontraba bien con su nueva familia, ella asintió en silencio y se puso a su merced.

No se extrañó cuando el médico dijo a la enfermera que podía marcharse, y tampoco cuando cerró la puerta con llave. Lo que sí le resultó raro fue que fuera el hijo, y no el padre, quien la examinara, como si lo hubiera hecho muchas veces. Pero solo se habían visto la única vez que el viejo médico fue a su casa después de su aborto.

—Tienes el honor de ser mi primera paciente ginecológica, Nete. Mi padre me acaba de pasar la consulta, así que ahora es a mí a quien debes decir «señor doctor».

—Pero mi padre adoptivo ha llamado a su padre, señor doctor. ¿Ya sabe lo que tiene que hacer?

Él estuvo examinándola de una manera que a Nete no le gustó. Fue a la ventana y corrió la cortina; después se volvió hacia ella con una mirada que decía que tras la bata y aquellos ojos había algo que era muy íntimo.

—Claro que lo sé —respondió él por fin, poniéndose frente a ella y dejando de mirarle el cuerpo—. Y, por desgracia, resulta que en este país no pueden realizarse interrupciones de embarazo de cualquier manera, así que ya puedes estar contenta de que tenga un carácter compasivo como mi padre. Pero eso ya lo sabes.

Entonces le puso la mano en la rodilla.

—También sabrás que ambos vamos a estar en apuros si sale de aquí el menor comentario acerca de la consulta de hoy.

Nete asintió con la cabeza y le extendió la mano con el sobre. Dentro, aparte de cinco monedas de dos coronas, había todo lo que había ahorrado en los últimos dos años, y también un billete de cien, contribución de su madre adoptiva. Cuatrocientas coronas en total. Esperaba que fuera suficiente.

—Espera un poco con eso, Nete. Primero túmbate en la camilla. Puedes dejar las bragas en la silla.

Ella obedeció, luego se quedó mirando las sujeciones para las piernas y pensó que no podría subirlas tan arriba. Sofocó una risa, aunque estaba asustada. Todo parecía irreal y cómico.

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