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Authors: Chris Pavone

Tags: #Intriga

Expatriados (7 page)

BOOK: Expatriados
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—Oh. —Las mujeres americanas, pensó Kate, últimamente hablaban sin tapujos de sus problemas de fertilidad—. Lo siento.

—Yo también. Pero así es la vida, ¿no? Una zancadilla detrás de la otra.

—Supongo.

—Aunque nosotros estamos preparados para evitar esta; hemos decidido adoptar. Pero, puesto que no tenemos el problema del reloj biológico, hemos decidido esperar hasta haber cumplido los cuarenta. Para poder dedicar esta década de nuestras vidas a divertirnos, mientras Bill gana mucho dinero. Después sentaremos la cabeza y tendremos hijos.

A Kate tanta sinceridad la dejó desconcertada. La gente que hablaba de sus intimidades sin pudor le resultaba sospechosa. No podía evitar pensar que tanta verborrea tenía por objetivo ocultar algún secreto. Cuanto más obvia parecía la personalidad de una persona, más convencida estaba de que era pura apariencia.

Y aquella tal Julia estaba haciendo saltar todas las alarmas, pero, a pesar de todo, Kate se daba cuenta de que había algo en ella que le gustaba.

—Parece muy buen plan.

—¿A que sí? —Julia dio otro sorbo de vino—. ¿Y tú a qué te dedicabas en Estados Unidos?

—Investigaba para el gobierno. Comercio internacional, desarrollo, esa clase de cosas.

—Debía de ser interesante.

—A veces —dijo Kate—. A veces era un asco.

Ambas rieron de nuevo, volvieron a beber y se dieron cuenta de que sus copas estaban casi vacías.


Monsieur
—llamó Julia a un camarero que pasaba junto a su mesa—.
Encore du vin, s’il vous plait
?

Su francés era atroz, tanto que ni siquiera se podía llamar francés.

El camarero parecía confuso y Kate se dio cuenta de que estaba intentando descifrar lo que había dicho Julia pronunciando mal todas las vocales. Por fin pareció entender.


Oui, madame
.

Regresó con una botella de
riesling
.

—¿Y tú? —preguntó Julia—. ¿No quieres más?

—No debería. Ni siquiera nos han traído el primer plato.

Julia se había comido exactamente la mitad de su ensalada y a Kate le impresionaba semejante disciplina.

—No seas ridícula.
Pour elle aussi
—le dijo Julia al camarero.

Cuando este se hubo alejado, Kate dijo:

—Hablas muy bien francés.

—Gracias por mentir, pero no es verdad —dijo Julia—. No es así. Tengo un acento horrible. La maldición del americano del medio oeste. —Su acento no parecía del medio oeste, pero lo cierto es que en Estados Unidos los acentos empezaban a confundirse. En veinte años todo el mundo en todas partes hablaría exactamente igual—. Pero sí me he estudiado el vocabulario. —Julia levantó la copa e hizo un gesto apuntando con ella a Kate—.
À ta santé
—dijo, y entrechocaron los vasos—.
Y à nouvelles amies
.

Kate miró a aquella mujer, con los ojos brillantes por el vino y las mejillas ruborizadas.

—Por las nuevas amistades —repitió en inglés.

La luz oblicua del sol le daba a Kate en los ojos, y tuvo que guiñarlos mientras veía a su marido caminar por el sendero de grava.

—¿Qué haces aquí? —preguntó.

No habían visto demasiado a Dexter durante la semana anterior. Y las pocas veces que lo habían visto se había mostrado distraído y distante. Kate se alegró de verlo allí. De hecho, estaba encantada por aquella sorpresa inesperada.

—Tengo poco trabajo —dijo Dexter inclinándose para besarla mecánicamente en los labios. A Kate le parecía que aquel tipo de besos no tenía ningún sentido, pero no se atrevía a pedirle a Dexter que dejara de dárselos. Sabía que le costaría mucho explicar sus razones y se temía que fueran interpretadas como falta de afecto, aunque para ella lo que resultaba poco afectuoso eran los besos en sí. Así que no dijo nada y se limitó a devolver el beso.

—Pensé en venir a ver qué hacéis los niños y tú después del colegio.

Recorrió con la vista el parque, dominado por un barco pirata de gran tamaño con un tobogán anexo, parecido a los de las piscinas, pero sin el agua. Jake estaba en algún lugar dentro de la estructura mientras Ben se asomaba por uno de los laterales, con el cuerpo casi fuera e incapaz de controlar la risa.

Media hora antes los niños habían rematado unos cuantos días de incesantes peleas con un puñetazo que Jake propinó a Ben, quien contestó tirándole del pelo, con lo que ambos niños terminaron gritando y llorando. Necesitaban un tiempo muerto fuera de casa, así que Kate los había castigado a permanecer sentados contra el tronco de un árbol, con las piernas cruzadas sobre las hojas caídas, lejos el uno del otro. Parecían aterrorizados allí entre los árboles y Kate se había sentido fatal, pero el castigo había dado resultado. Cuando terminó, los dos estaban arrepentidos de verdad.

—Pues esto es lo que solemos hacer —dijo Kate. Estaba sentada delante de la mesa metálica de una terraza con un café y una botella de agua para cuando los niños aparecieran, como siempre, anunciando que tenían sed. Tenía el libro de gramática francesa abierto casi por la primera página, qué vergüenza.

Dexter miró cómo los niños se movían despacio y en silencio.

—¿Qué hacen?

Kate trató de no poner mala cara mientras contestaba en voz apenas audible:

—Están jugando a los espías.

No quería tener que explicar aquel juego que se había inventado.

—¿Cómo?

—A los espías —repitió más alto—. Es un juego que me he inventado.

Dexter pareció, cosa extraña, ponerse tenso. Después esbozó una sonrisa forzada y preguntó:

—¿Y cómo se juega?

—¿Ves las servilletas que llevan en los bolsillos de atrás? —Había encontrado un uso más para las servilletas finas que se doblaban en tres. Estaba pensando en escribir un libro titulado
101 usos para las servilletas finas
—. Cada vez que le quitas al otro la servilleta del bolsillo tienes un punto. Hay que hacerlo acercándote por detrás sin que te vea. Se consigue con paciencia, cuidado y resolución.

Dexter miró a su alrededor sonriendo.

—No está mal, ¿verdad?

El sol estaba bajo en el cielo del sur, formando lo que parecía ser un ángulo invernal, aunque todavía era septiembre. Hacía un día relativamente cálido y los niños iban en mangas de camisa. Pero aquel sol bajo auguraba algo distinto. Kate sabía que al atardecer el tiempo empeoraría; siempre era así.

Antes de recoger a los niños del colegio había pasado el día sola, haciendo las tareas diarias: lavar y tender la ropa, comprar comida, fregar los cuartos de baño. Los baños y la cocina de la casa estaban siempre cubiertos de restos minerales que contenía el agua, por lo que recordaban a un observatorio abandonado de la Antártida. Tenía que comprar algo para descalcificar, o lejía, o tal vez las dos cosas. Así que había ido hasta el
hypermarché
, una tienda mucho más grande que un supermercado, y, una vez allí, se había dado cuenta de que todas las etiquetas estaban en francés o en alemán y que eran precisamente las palabras que no había dado en sus clases de francés antes de la mudanza y que jamás aprendería aquí, en sus dos clases semanales en Berlitz.

Así que volvió a casa a por su diccionario de bolsillo y condujo de nuevo hasta el hipermercado, chupándose un atasco de tráfico causado por varias docenas de tractores aparcados en mitad de la calle. Eran productores de leche protestando por alguna cosa. Por las vacas locas o por los impuestos, aunque lo segundo era más probable. Allí todo el mundo estaba furioso por los impuestos. Los impuestos estaban necesitados de un buen publicista.

En total, había necesitado dos horas para comprar un producto de limpieza que costaba cuatro euros.

No podía contarle eso a Dexter; no podía quejarse. No estaba en situación de quejarse de la vida que llevaba, todavía no. Y probablemente nunca lo estaría. Había querido esto, le había dicho a su marido que estaba convencida de que esto le gustaría. Así que nada de lloriquear.

—No —dijo—. No esta mal.

Kate había sido la candidata perfecta. Había elegido ir a una universidad en Washington, lo que revelaba un interés por trabajar en la administración pública. Además estaba estudiando no solo ciencias políticas, sino también español, en un momento en que las principales amenazas extranjeras venían de Latinoamérica y las tareas de inteligencia se desarrollaban sobre todo al sur de la frontera del país. Su padre y su madre habían muerto y no mantenía apenas relación con ningún otro familiar; de hecho, no la mantenía con nadie. Incluso sabía manejar un arma; su padre había sido cazador y ella había disparado su primer Remington de repetición manual con solo once años.

Así pues, encajaba a la perfección con el perfil. El único inconveniente era que no se sentía especialmente patriótica. Se creía traicionada por cómo su país había abandonado a sus padres, que murieron por ser pobres. El capitalismo era desalmado. La red de prestaciones sociales en Estados Unidos era vergonzosamente insuficiente y sus resultados inhumanos, salvajes. Después de doce años de hegemonía republicana, la sociedad se estaba volviendo más estratificada, y no al revés. Bill Clinton no había conseguido nada más allá de bombardear al resto del mundo con la palabra
esperanza
.

Pero no le resultaba difícil guardarse sus reservas para sí misma, como había hecho siempre con todo lo demás. Jamás había escrito una carta de protesta a su senador, ni una redacción crítica en clase. Jamás había llevado una pancarta en solidaridad con un sindicato en huelga, no había participado en ninguna protesta. Era a principios de la década de 1990 y no había demasiado activismo político al que adherirse y por el que dejarse persuadir a falta de convicciones propias.

En la primavera de su tercer año en la universidad un profesor de relaciones internacionales, académico de larga carrera que Kate más tarde descubrió que era un reclutador a tiempo parcial, en busca de estudiantes candidatos a agentes, la invitó a tomar una copa de jerez. Una semana más tarde tomaron café en una cafetería del campus y el profesor le pidió que se reuniera con ella en su despacho. Una delegación del gobierno estaba reclutando becarios, según dijo. Por lo general preferían a estudiantes licenciados, pero en ocasiones también cogían a universitarios que reunían las condiciones.

La delegación decidió que Kate era material perfecto, y lo cierto es que lo era. Y también resultó que la CIA era perfecta para Kate. En su vida solo había habido largos periodos de decepción intercalados con fugaces atisbos de su potencia. Necesitaba algo que llenara el inmenso vacío que sentía, que canalizara su potencial y lo convirtiera en algo concreto. Además le seducía la aventura y le excitaban las posibilidades que aquello ofrecía.

Así que se tragó el adoctrinamiento, eso sí, con los dedos cruzados detrás de la espalda. Aceptó que desempeñaba un papel importante en una misión crucial contra enemigos mortales. Desde luego era cierto que en Estados Unidos, por muy imperfecto que fuera, no se sufría tanto en comparación con Cuba o Nicaragua, por no hablar de los despojos de la difunta Unión Soviética o de China, el gigante dormido, o incluso en las democracias socialistas estancadas e ineficaces de la Europa del Este. Estados Unidos era la única superpotencia que quedaba en pie, y todos quieren aliarse con el más fuerte. O casi todos.

Kate fue recibida en el seno de su nueva familia del Directorio de Operaciones, un grupo unido y a la vez global, integrado por gente como ella, personas inteligentes celosas de su intimidad. Le gustaba su trabajo, aunque en ocasiones se despertaba en plena noche empapada de un sudor frío. Pronto destacó en el Servicio Clandestino.

Y después, casi por equivocación, encontró la manera de hacer sitio a Dexter en su vida. Y poco después, para los niños. Conforme la vida de Kate se llenaba con su nueva familia —su familia de verdad—, los secretos pasaron a ser un problema, una molestia constante, como la artritis de la psique. Tenía que dejar a un lado su antigua vida, la vida prefabricada cimentada en sentimientos que no tenían nada que ver con el amor. Pasó a necesitar a la Compañía cada vez menos, y a su marido y a sus hijos cada vez más. Empezó a sacrificar su vieja identidad para vivir la nueva.

Después de todo, una nueva vida era lo que siempre había querido.

6

—Es como el primer año de universidad, ¿no?

Dexter escupió espuma de pasta de dientes.

—¿Qué quieres decir?

Kate miró a su marido en el espejo de tres cuerpos, cada uno orientado en una dirección diferente, recogiendo reflejos y creando un todo fracturado. Cubismo de cuarto de baño.

—Conoces a un montón de gente nueva, tratando de saber quién será tu amigo, quién tu enemigo, quién el pringado del que tendrás que huir en las fiestas… —El cepillo de dientes le colgaba de una de las comisuras de la boca y se lo cambió de lado—. Intentas imaginar adónde irás cuando salgas, dónde tomarás café, todo eso. Y todos están en tu misma situación. Básicamente cada uno se busca la vida aunque estemos todos juntos.

—Desde luego suena mucho a la vida de universidad —dijo Dexter—. Pero la mía no es así. Me paso los días delante de una pantalla, solo. —Cogió agua en el cuenco de la mano para limpiarse la boca de los restos de dentífrico; era un hombre aseado y ordenado, un compañero de piso considerado—. No haciendo amigos.

Kate escupió también y se aclaró la boca.

—¿Sabes que hoy —continuó Dexter— literalmente no he hablado con nadie? Excepto cuando he pedido un sándwich en la panadería.
Un petit pain jambon fromage, merci
. Eso es todo lo que he dicho. —Repitió la frase contando con los dedos—. Diez sílabas. Y a un extraño.

Kate tampoco tenía amigas. Sabía los nombres de personas, pero a ninguna de ellas podía llamarla amiga. Aunque ahora que Dexter había dejado claro que él estaba más solo que ella, pensó que era ridículo quejarse.

—Yo hoy he comido con una mujer —dijo—. Julia. Más o menos nos organizaron una cita a ciegas.

Kate dejó la crema de contorno de ojos en el armario del baño, junto a un frasco de cristal de perfume puramente decorativo. La última vez que había llevado perfume fue en la universidad, un frasco pequeñito que le regaló un aspirante a novio en el día de San Valentín. Pero en su trabajo los perfumes estaban desterrados; llamaban la atención y servían para identificar, para recordar a una persona, para seguirle el rastro. Precisamente todas esas cosas que se busca evitar.

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