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Authors: Chris Pavone

Tags: #Intriga

Expatriados (6 page)

BOOK: Expatriados
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—Ya veo. —El agente sostuvo la mirada a Dexter sin parpadear—. ¿Hay algún problema?

Dexter le devolvía la mirada a través del cristal tratando de sonreír, pero lo único que conseguía era dar la impresión de que necesitaba ir al cuarto de baño.

—¿Alguno de ustedes tiene trabajo aquí, señor Moore?

—Yo.

A Kate le latía el corazón a mil por hora. Es muy fácil ponerse nervioso cuando estás lejos de casa y alguien de uniforme al otro lado de un cristal a prueba de balas tiene tu pasaporte.

El agente la miró a los ojos. Kate no había superado aún esa fase de su vida, cuando, por principio, siempre le preocupaban los secretos que escondía. Cuando no se le habría pasado por la imaginación que alguien pudiera sospechar de su marido, y no de ella.

El agente se volvió hacia Dexter.

—¿Tiene usted permiso de trabajo?

—Sí. Lo tengo —dijo Dexter.

—No tenemos constancia de él, de su permiso de trabajo. Sin embargo se supone que el gobierno de Luxemburgo tiene que enviarnos copia de todos los permisos de trabajo expedidos a estadounidenses.

Dexter cruzó los brazos sobre el pecho, pero no dijo nada.

—¿Cuándo fue expedido?

—¿Perdón?

—Su permiso de trabajo, señor Moore. ¿Cuándo fue expedido?

—Pues…, no estoy seguro… Hace poco.

Los dos hombres se miraron a través del cristal.

—Tiene que haberse traspapelado —dijo Dexter.

—Sin duda.

—¿Necesita una copia?

—Pues sí.

Kate notaba la tensión que emanaba de Dexter como un campo magnético.

—Entonces volveré —dijo Dexter— y traeré la copia. ¿Tenemos que venir los dos?

—No, señor Moore. Solo usted.

—Una última cosa, Katherine.

Esta había estado mirando fijamente la superficie de la mesa, liberando a su cerebro de la información corporativa. Aquella situación continuaría el día siguiente, y el siguiente, hasta quién sabía cuándo, mientras alguien revisaba su expediente, los datos sobre sus proyectos y datos personales, repasando los mismos detalles una y otra vez y asegurándose de que no mentía.

—¿Hay algo que quieras añadir ahora acerca de tu decisión, hace cinco años, de abandonar el servicio activo?

Miró a Adam en un gesto de abierto desafío y suprimió una oleada de pánico. Una visión de la que le había resultado imposible sustraerse la noche anterior: se veía escoltada hasta un aparcamiento, al interior de una furgoneta sin ventanas, en teoría de camino a otra oficina, pero en realidad a un aeródromo y a una avioneta privada, acompañada por dos tipos corpulentos en un vuelo de nueve horas de duración; después, depositada a la entrada de una cárcel en el norte de África, donde, durante un mes, le propinaban palizas diarias hasta que moría de hemorragia interna sin haber vuelto a ver a su marido ni a sus hijos.

—No. Me parece que no.

Adam dejó caer ambas manos sobre sus muslos, exactamente la misma pose que si se estuviera preparando para entrar en acción.

Kate sacudió el paraguas y lo puso a secar en el felpudo de la entrada. El teléfono parpadeaba, señal de que había un mensaje. Primero había que sentar a los niños frente al televisor, una vez seleccionado el programa adecuado, en francés. Había que sacar las bolsas de la compra y preparar la comida con los electrodomésticos alemanes. La docena de opciones de su horno incluía cosas tales como
Ober-Unterhitze
,
Intensivbacken
y
Schnellaufheizen
. Le encantaba cómo sonaba
Intensivbacken
, así que era la única opción que usaba.

Entonces se le cayó una botella de zumo de melocotón, que se hizo añicos en el suelo de baldosa, esparciendo trozos grandes y pequeños de cristal por todas partes y también salpicaduras y charcos de jugo espeso y pegajoso. Le llevó quince minutos limpiarlo todo, a cuatro patas en el suelo, ayudándose de papel de cocina, bayetas y la aspiradora barata que había venido con los muebles alquilados.

Era imposible exagerar lo mucho que odiaba lo que estaba haciendo.

Transcurrió media hora antes de que pulsara el botón del contestador del teléfono.

—Hola, soy yo —Dexter—. Lo siento, pero no voy a llegar a tiempo para la cena.

Otra vez. Empezaba a resultar cansado.

—Tengo una cosa a las seis y luego otra a las ocho. Llegaré a casa sobre las nueve y media. Diles a los niños que les quiero.

Borrar mensaje.

—Hola, Kate. Soy Karen, del CMAL. —«¿Qué coño será el CMAL?»—. Solo quería darte un toque y decirte que acaba de llegar otra pareja americana a la ciudad. —«¿Y a mí qué me importa?»—. Deberíais conoceros.

—¿Estás segura? —había preguntado Adam.

Se había esforzado por respirar con normalidad.

Podía tratarse de lo que había ocurrido en Barbados, una operación que no había sido del todo autorizada. O tal vez se tratara del expediente desaparecido de aquellos matones salvadoreños, algo en lo que ella no había tenido nada que ver, en realidad. O tal vez era que Joe no se fiaba de ella, sin más.

Pero lo más seguro era que se tratara de Torres. Durante los últimos cinco años Kate había estado convencida de que el asunto de Torres regresaría un día para hacerle la vida imposible. Para vengarse.

Aunque quizá era simple protocolo.

—Sí —dijo—. Estoy segura.

Adam la miró y Kate reunió el valor suficiente para sostenerle la mirada. A ver quién era el más chulo. Cinco segundos, diez. Medio minuto de silencio.

Adam podría seguir así para siempre. Era su trabajo.

Pero ella también.

No era el recuerdo de Torres lo que atormentaba a Kate, sino aquella mujer inesperada. Aquella mujer inocente.

—Muy bien —dijo Adam. Consultó su reloj, garabateó algo en el cuaderno—. Deja tu identificación sobre la mesa.

Kate se quitó la cinta del cuello, dudó un momento y después la depositó en la mesa.

Adam arrancó la hoja de su bloc. Se puso de pie y rodeó la mesa hasta llegar junto a Kate con el brazo extendido.

—Mañana a las nueve de la mañana tienes que ir a este sitio.

Kate miró el papel sin haber comprendido todavía que aquella fase estaba superada. Las cosas siempre terminan de manera más súbita de lo que se espera. El enfrentamiento que había estado temiendo no se iba a producir. Hoy no, ahora no. Y si no era así, entonces, ¿cuándo?

—Pregunta por Evan —dijo Adam.

Kate le miró tratando de contener su asombro por el hecho de que no surgiera el tema de Torres.

—¿Cuánto va a llevar todo esto? —preguntó, más que nada por tener algo de lo que hablar y alejar la atención del inmenso alivio que sentía. Todavía no era demasiado tarde para cagarla. Nunca era demasiado tarde.

—Por lo menos un par de días. No creo que mucho más. Lo mejor es que cuentes con dos semanas, durante las cuales seguirás cobrando el sueldo. Los trámites no durarán tanto, pero es mejor fijar un plazo concreto. Que es el habitual, por otra parte.

—Claro.

—Pues entonces ya está. —Adam sonrió extendiendo de nuevo la mano, esta vez para estrechar la de Kate—. A partir de este momento dejas de ser una empleada de la Agencia Central de Inteligencia. Buena suerte, Katherine.

5

—Soy Julia —dijo la mujer—. Encantada de conocerte.

—Y yo Katherine, Kate. —Se sentó en la silla de rejilla del café y miró a la nueva americana sentada al otro lado de la mesa que le habían endilgado las del CMAL, que ahora sabía que eran las siglas del Club de Mujeres Americanas en Luxemburgo, al que, para más inri, ella también pertenecía. Al parecer, era lo que una hacía si era americana y estaba en Luxemburgo.

—¿Qué tal te estás aclimatando? —preguntó Kate.

Se sentía una hipócrita haciendo esta pregunta, la misma que otras mujeres le hacían a ella todo el tiempo. Una pregunta así daba por hecho que quien la hacía ya estaba aclimatada y que tal vez estaba en situación de ofrecer consejo, o ayuda, y Kate ni lo estaba ni podía.

—Bien, supongo —dijo Julia—. Pero no sé cómo se hace nada aquí. Pero nada.

Kate asintió.

—¿Tú has conseguido saber cómo se hacen las cosas que necesitas hacer?

—No. —Kate negó con la cabeza—. Pero en lo que sí soy experta, lo que de verdad sé hacer, es montar muebles de Ikea. Aquí las casas no tienen armarios.

—¡Ni uno! —dijo Julia—. Tienes razón. Estos edificios tan antiguos se construyeron antes de que se inventaran los armarios.

—Así que me he pasado el último mes montando cómodas y armarios roperos. Y también lámparas. ¿Por qué la electricidad es aquí distinta que en Estados Unidos? ¿Qué sentido tiene?

—Ninguno. Pero ¿esas cosas no las hace tu marido? ¿Lo de montar muebles?

—Jamás. Lo único que hace mi marido es trabajar. Todo el tiempo.

—El mío igual.

Ambas miraron sus copas de vino. Llegó el camarero y les tomó nota.

—Y entonces —siguió hablando Julia—, ¿cuánto tiempo llevas aquí?

—Cuatro semanas.

—No es mucho.

—No, no lo es.

La situación era lo más parecido a un infierno. Kate sentía deseos de inventarse una excusa, ponerse de pie y marcharse. Aquel era uno de los muchos aspectos de la vida de expatriados para el que se sentía muy poco preparada: mantener conversaciones banales con extraños.

—Así que eres de Washington —empezó de nuevo Julia—. Tiene que ser emocionante.

¡Pues anda que esto! Menudo sopor.

Pero Kate estaba decidida a intentarlo. Necesitaba hacer amigos, y así es como se consigue, hablando con desconocidos. Todo el mundo era desconocido, todos tenían el mismo grado de extranjería. Las cosas que te definen en el lugar de donde eres —familia, colegio, vivencias— aquí carecían de importancia. Todos empezaban de cero y no había otra opción que sentarse con un desconocido y hablar de trivialidades.

—En realidad no soy de Washington —dijo—. He vivido allí quince años, pero soy de Bridgeport, Connecticut. ¿Y tú? ¿De dónde eres?

El camarero les trajo las ensaladas.

—Chicago. ¿Lo conoces?

—No —admitió Kate ligeramente avergonzada y tratando de poner expresión contrita. Era algo sobre lo que Dexter solía tomarle el pelo y ella le seguía la corriente, de manera que se había convertido en una de sus bromas privadas: que Kate odiaba tanto Chicago que se negaba a poner un pie en esa ciudad. Incluso se negaba a hacerse amiga de nadie que fuera de Chicago.

—Qué pena —dijo Julia abandonando por un momento la compleja tarea de partir en dos su tostada de queso de cabra, de hecho, de partir su
salade composée
, ensalada compuesta, en dos mitades—. Es una ciudad muy agradable.

La verdad era que Kate no odiaba Chicago en absoluto. Simplemente, nunca había tenido ocasión de ir.

—Quizá cuando volváis a Estados Unidos —dijo Julia—. ¿Cuándo tenéis pensado volver?

—No tenemos fecha.

—Nosotros tampoco.

—¿Y qué hace tu marido?

—Algo de finanzas que no te sabría explicar. —Julia estaba mirando a Kate fijamente—. ¿Y el tuyo?

—Lo mismo.

—Todos trabajan en cosas de finanzas que no entendemos, ¿no?

—Desde luego es lo que parece.

Para eso estaba Luxemburgo: para hacer dinero y evadir impuestos.

—Yo tengo una ligera idea de lo que hace el mío —admitió Julia—. Compraventa de divisas. Ahora, qué quiere decir eso exactamente, no te lo puedo explicar. ¿Y el tuyo?

—Es experto en sistemas de seguridad, especializado en software internacional para instituciones financieras.

Era la descripción que se había aprendido de memoria.

—¡Vaya! Eso es bastante específico. Pero entonces ¿qué es lo que hace exactamente?

Kate movió la cabeza.

—Si te soy sincera, no tengo demasiada idea.

Lo que sabía era que, en términos generales, el trabajo de Dexter consistía en hacer imposible —o lo más difícil que fuera posible— que piratas informáticos robaran dinero durante las transacciones electrónicas. Esta se había convertido de alguna manera en la especialidad de Dexter en los últimos diez años, pasando de proveedor de servicio de Internet de un banco a otro hasta que, más o menos hacía un año, había montado su propia consultora. Y después llegó Luxemburgo.

—¿Dónde trabaja? —preguntó Julia.

—Tiene un despacho en el Boulevard Royal, pero es autónomo.

—¿Quiénes son sus clientes?

Kate se puso colorada.

—No tengo ni idea.

Julia se rio y Kate se unió a ella, y ambas parecieron presas de un ataque de risa hasta que Julia de repente hizo una mueca.

—Dios mío —dijo agitando las manos como si intentara salir volando—, se me ha metido el vino por la nariz. ¡¡Aaaah!!

Cuando se les pasó la risa, Julia continuó con el interrogatorio:

—¿Y tú? ¿Estás trabajando?

—No tengo un trabajo remunerado, no. Me ocupo de los niños y de la casa.

Esta era otra frase que Kate había pronunciado docenas de veces. Y todavía no conseguía hacerlo con naturalidad, seguía apartando la mirada cada vez que la decía.

—¿Y tú?

—Soy decoradora de interiores. Bueno, lo era. No creo que aquí trabaje mucho. Más bien nada, creo.

Kate nunca se habría imaginado en una cita a ciegas para comer con una mujer que fuera decoradora de interiores.

—¿Por qué no?

—Tienes que conocer a muchísima gente para ser decoradora, tus conocidos son tus clientes. Y también tienes que conocer a proveedores, a todos lo que saben hacer las cosas que hace falta hacer, y todas las tiendas, los recursos. Yo no conozco a nadie aquí, ni sé dónde está nada. Así que no puedo ser decoradora en Luxemburgo.

Kate examinó de cerca a aquella americana nueva. Pelo rubio a la altura de los hombros —casi seguro que era teñido, pero en una buena peluquería—, rizado y despuntado, acondicionado y peinado con secador. Aquella mujer daba mucha importancia a su aspecto. Ojos azul grisáceo, un toque de rímel y de sombra, pero sutil, sin excesos. Bonita pero no guapa, atractiva pero no de una forma agresiva. Algo más alta que Kate, tal vez un metro setenta y ocho, y muy delgada, estrecha por todas partes, el cuerpo de una mujer que no ha tenido hijos. Tendría unos treinta y cinco años. Como mínimo.

—¿Cuánto tiempo llevas casada, Julia?

—Cuatro años.

Kate asintió.

—Sé lo que estás pensando —añadió Julia—. Casada cuatro años, treinta y tantos años…, ¿dónde están los niños? Así que, para no hacerte perder tiempo, te lo diré directamente: no puedo tenerlos.

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