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Authors: Chris Pavone

Tags: #Intriga

Expatriados (2 page)

BOOK: Expatriados
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Aquella era su broma privada, llevaba siéndolo una década. Dexter no era ni demasiado atractivo ni especialmente sexy. Era el clásico loco de los ordenadores, desgarbado y de maneras torpes. En realidad no era feo; tenía unas facciones ordinarias, una amalgama anodina de cabello rubio rojizo, barbilla puntiaguda, mejillas sonrosadas y ojos castaños. Con un buen corte de pelo, unas clases de cómo comportarse en público y quizá algo de psicoterapia, podría ser hasta guapo. Pero lo que emanaba era honestidad e inteligencia, no presencia física o sensualidad.

Eso fue lo que le atrajo de él a Katherine en un primer momento: un hombre que carecía por completo de cinismo; de malicia, de doblez, nunca sofisticado, siempre espontáneo. Dexter era una persona directa, a la que se veía venir, de la que podía depender y, encima, agradable. Los hombres con quienes trataba en su trabajo eran siempre manipuladores, despiadados y egoístas. Dexter era lo contrario de todo ello. Un hombre constante, nada pretencioso, siempre sincero y no demasiado atractivo.

Dexter se había resignado hacía tiempo a su físico anodino y a su falta de sofisticación. Así que fomentaba su look de intelectual despistado a la manera tradicional: gafas con montura de pasta, ropas desaliñadas, arrugadas y con aspecto de haber sido escogidas al azar, pelo enmarañado. Y le gustaba bromear sobre su aspecto.

—Me dedicaré a desfilar por lugares públicos, luciéndome —siguió diciendo—. Después, si me canso, tal vez me siente y me quede ahí, simplemente siendo guapo, ¿sabes? —Se rio de su propio chiste—. Luxemburgo es la capital mundial de la banca privada.

—¿Y?

—Pues que me acaban de ofrecer un contrato de lo más jugoso en uno de esos bancos privados.

—¿Cómo de jugoso?

—Trescientos mil euros al año. Casi medio millón de dólares, al cambio de hoy. Más gastos. Más primas. La suma final podría ser tres cuartos de millón de dólares.

Desde luego era mucho dinero. Más de lo que había imaginado que Dexter fuera capaz de ganar. Aunque había trabajado en Internet casi desde sus inicios, nunca había tenido el ímpetu o la visión de futuro necesarios para hacerse rico. La mayor parte del tiempo había permanecido a un lado, mientras sus amigos y colegas recaudaban capital y asumían riesgos, se arruinaban o salían a bolsa y terminaban comprándose un avión privado. Pero Dexter no.

—Y más adelante, ¿quién sabe? Además —Dexter extendió las manos como para telegrafiar con ellas la frase final— ni siquiera tendré que trabajar mucho.

En otro tiempo ambos habían sido muy ambiciosos. Pero después de diez años juntos y cinco de ellos con hijos, solo Dexter conservaba un mínimo de ambición. Y en su mayor parte consistía en poder trabajar menos.

O al menos eso era lo que Katherine pensaba. Ahora, al parecer, quería hacerse rico. En Europa.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó.

—Conozco la envergadura de la operación, su complejidad, la clase de transacciones que implica. Sus necesidades de seguridad no resultan tan complicadas como con las que trabajo ahora. Además, son europeos, y todo el mundo sabe que los europeos no trabajan demasiado.

Dexter no era rico, pero tenía un buen sueldo, y Katherine también había ido ascendiendo en el escalafón de salarios; entre los dos habían ganado un cuarto de millón de dólares el año anterior. Pero entre la hipoteca, las interminables y cada vez de mayor envergadura reparaciones que precisaba su pequeña y vieja casa situada en las supuestamente revalorizadas estribaciones del rejuvenecido barrio de Columbia Heights y el colegio privado —Washington D. C. no es lugar para llevar a tus hijos a un colegio público— y los dos coches, siempre estaban sin blanca. Grilletes de oro era lo que tenían. No, de oro no. De bronce como mucho; tal vez incluso de aluminio. Y aquella cocina que se caía a pedazos.

—Así que estaremos forrados —dijo Katherine—. Y viajaremos mucho. ¿Y tú vendrás conmigo y con los niños? ¿O estarás siempre fuera?

Durante los últimos dos meses Dexter había viajado más de lo normal y casi no había estado presente en la vida familiar. Así que, en aquel momento, lo de los viajes era un tema delicado. Acababa de regresar de pasar unos días en España, un viaje de última hora que había obligado a Katherine a anular planes con amigos, que eran tan pocos y ocurrían tan de tanto en tanto que no eran algo a lo que renunciar tan así como así. Katherine no tenía demasiada vida social, ni tampoco muchos amigos. Pero poco era mejor que nada.

En otro tiempo el problema habían sido los viajes de trabajo de Katherine. Pero después de que naciera Jake, había dejado de viajar casi del todo y había ido reduciendo su horario laboral. A pesar de ello, incluso con este nuevo régimen de vida, rara vez lograba llegar a casa antes de las siete de la tarde. La realidad es que solo pasaba tiempo con sus hijos los fines de semana, y además intercalado con hacer la compra, limpiar la casa, llevar a los niños a clases de deporte y todo lo demás.

—No mucho —dijo Dexter, y a Kate no se le escapó el tono evasivo.

—¿Adónde irás?

—A Londres, a Zúrich. A los Balcanes tal vez. Una vez al mes, probablemente. Igual dos.

—¿A los Balcanes?

—Sarajevo quizá. Belgrado.

Katherine sabía que Serbia era uno de los últimos lugares que Dexter tenía ganas de visitar.

—El banco tiene negocios allí —dijo encogiéndose un poco de hombros—. Pero, vamos, que los viajes no serán la parte más importante del trabajo. En cambio, vivir en Europa sí.

—¿Te gusta Luxemburgo? —preguntó Kate.

—Solo he estado un par de veces, no es que me haga mucha idea de cómo es.

—Pero ¿te haces alguna? Porque evidentemente yo podía haber confundido hasta el continente en el que está.

Una vez Katherine había empezado una mentira tenía que seguirla hasta el final. Ese era el secreto de las mentiras: no tratar de encubrirlas. Y siempre le había resultado inquietantemente fácil mentirle a su marido.

—Sé que es un país rico —dijo Dexter—. Tiene el PIB per cápita más alto del mundo desde hace varios años.

—Eso no puede ser —dijo Katherine, aunque sabía que sí podía ser—. El país más rico tiene que ser uno de los productores de petróleo. Los Emiratos Árabes, a lo mejor. O Qatar, o Kuwait. No un sitio que, hasta hace cinco minutos, yo creía que era un estado de Alemania.

Dexter no dijo nada.

—Vale. ¿Y qué mas?

—Bueno, pues… es pequeño.

—¿Cómo de pequeño?

—Una población total de medio millón de habitantes. Tiene el tamaño de Rhode Island, más o menos. Aunque me parece que Rhode Island es más grande. Un poquito.

—¿Y la capital? Porque tendrá una capital, ¿no?

—Hay una capital que también se llama Luxemburgo, donde viven ochenta mil personas.

—¿Ochenta mil? Eso no es una ciudad. Eso es…, no sé…, un campus universitario.

—Pero un campus muy bonito. Y en pleno centro de Europa. Y donde me van a pagar un montón de dinero. Así que no es un campus universitario tipo Armherst. Y además tú no tendrás que trabajar.

Katherine dejó de picar carne al escuchar la parte que llevaba esperando oír desde hacía diez minutos, en cuanto Dexter le había preguntado qué le parecería irse a vivir a Luxemburgo. Eso quería decir que tendría que dejar su trabajo, para siempre. Al darse cuenta de ello, lo primero que sintió fue alivio, alivio por aquella solución inesperada a un problema inabordable. Tendría que dejar el trabajo. No por decisión suya, sino porque no tenía elección.

Jamás le había reconocido a su marido —en realidad tampoco se lo había reconocido a sí misma— que quería dejar su trabajo. Y ahora tendría que admitirlo.

—Entonces, ¿qué haría? —preguntó—. En Luxemburgo, que, por cierto, aún no estoy segura de que no sea un lugar inventado.

Dexter sonrió.

—Tendrás que reconocer —dijo Katherine— que suena a milonga.

—Te dedicarás a no hacer nada.

—En serio.

—Estoy hablando en serio. Puedes dar clases de tenis. Planear nuestros viajes. Decorar la casa, estudiar idiomas, escribir un blog.

—¿Y cuando me aburra?

—¿Si te aburres? Pues te buscas un trabajo.

—¿De qué?

—Washington no es el único sitio donde se escriben informes de situación institucionales.

Katherine volvió los ojos a la cebolla picada y siguió picando, en un esfuerzo por ignorar el tema que acababa de colarse de rondón en la conversación.

—En eso tienes razón.

—De hecho —continuó Dexter—, Luxemburgo es una de las tres capitales de la Unión Europea, junto con Bruselas y Estrasburgo. —Ahora se había convertido en un publicista del dichoso lugar—. Así que imagino que habrá un montón de ONG deseosas de contar con una estadounidense de gran experiencia en su nómina de empleados bien remunerados. —También parecía el representante de una agencia de empleo. De esos que llevan la raya del pantalón caqui perfectamente planchada y mocasines de hebillas relucientes.

—¿Y para cuándo sería? —Katherine apartó de su cabeza toda duda, todo pensamiento sobre sus perspectivas, su futuro. Escondiéndose.

—Bueno… —Dexter suspiró demasiado fuerte, era un mal actor que sobreestimaba sus capacidades—. Esa es la parte mala.

No siguió hablando. Era uno de sus hábitos más molestos, obligarla a preguntarle las cosas en lugar de decirle lo que sabía que quería oír.

—¿Y bien?

—Lo antes posible —admitió como si estuviera bajo coacción, preparándose para las críticas, para la avalancha de huevos podridos.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Que tendríamos que marcharnos a finales de mes. Y lo más seguro es que yo tenga que ir antes una o dos veces solo. El lunes, por ejemplo.

Katherine estaba boquiabierta. Aquel cambio no solo era inesperado, es que además era inminente. Empezó a procesar información a gran velocidad, tratando de imaginar cómo podría dejar el trabajo tan pronto. Sería difícil y despertaría sospechas.

—Ya lo sé —dijo Dexter—. Es todo muy precipitado. Pero tanto dinero implica algún sacrificio. Y este sacrificio no me parece demasiado grande. Solo mudarnos a Europa cuanto antes. Y mira. —Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y desdobló lo que parecía ser un documento legal, alisándolo sobre la encimera. Parecía una hoja de cálculo y en la parte superior decía: «Presupuesto Luxemburgo».

»Además, el momento no podía ser mejor —continuó Dexter como a la defensiva, pero sin explicar por qué corría todo tanta prisa. Katherine no lo sabría hasta mucho, muchísimo tiempo después—. Porque son las vacaciones de verano, así que podríamos estar en Luxemburgo a tiempo de que los niños empiecen el curso en un nuevo colegio.

—¿Y qué colegio sería ese?

—Un colegio inglés privado. —Dexter tenía respuestas preparadas para todo. Madre mía, si hasta había hecho una hoja de cálculo. Qué romántico—. Pagado por el banco.

—¿Es un buen colegio?

—Yo diría que la capital mundial de la banca con la renta per cápita más alta del planeta tendrá un buen colegio. O incluso dos.

—No hace falta que te pongas estupendo. Solo estoy preguntándote por pequeños detalles. La educación de nuestros hijos, dónde viviríamos. Ya sabes, cosillas sin importancia.

—Perdóname.

Katherine dejó que Dexter padeciera su enfado unos segundos antes de volver al ataque:

—¿Y cuánto tiempo estaríamos en Luxemburgo?

—El contrato sería por un año. Renovable por otro más, con aumento de sueldo.

Katherine miró la hoja de cálculo y buscó el balance final, unos ahorros netos de casi doscientos mil al año. ¿Dólares o euros? Daba igual.

—¿Y después, qué? —preguntó, animada por la cifra. Hacía tiempo que se había reconciliado con la idea de ser pobre. Para siempre. Pero ahora todo apuntaba a que ese «para siempre» tenía, después de todo, un final.

—Quién sabe.

—Vaya porquería de respuesta.

Dexter rodeó la estropeada encimera de la cocina y la abrazó desde detrás, cambiando así por completo el tono de la conversación.

—Por fin ha llegado nuestra oportunidad, Kat —dijo, y ella notó su aliento cálido en la piel—. No es como la habíamos imaginado, pero está aquí.

De hecho, era exactamente lo que habían estado soñando: empezar una nueva vida en el extranjero. Ambos tenían la sensación de haberse perdido experiencias importantes, impedidos por circunstancias que eran incompatibles con la despreocupación propia de la juventud. Ahora, cuando se acercaban a la cuarentena, seguían soñando con lo que se habían perdido; todavía pensaban que era posible. O, al menos, no estaban dispuestos a aceptar que fuera imposible.

—Podemos hacerlo —dijo Dexter susurrándole al cuello.

Katherine apoyó el cuchillo en la tabla. Adiós a las armas. No sería la primera ni la última vez.

Esa noche, con una copa de vino, hablaron de ello con mayor seriedad. Al menos, con toda de la que eran capaces a esas horas y algo ebrios. Decidieron que, aunque no sabían si instalarse en otro país les resultaría difícil, desde luego dejar Washington sería de lo más fácil.

—Pero ¿Luxemburgo? —preguntó Katherine. Las tierras extranjeras que había imaginado eran lugares como Provenza o Umbría, Londres o París. Tal vez Praga, Budapest. Estambul incluso. Sitios románticos a los que siempre habían querido ir…, ellos y todo el mundo. Pero Luxemburgo no estaba en la lista; de hecho no debía de estar en ninguna lista. Nadie sueña con irse a vivir a Luxemburgo.

—¿Sabes por lo menos —preguntó— qué idioma hablan en Luxemburgo?

—Se llama luxemburgués. Es un dialecto del alemán, mezclado con francés.

—No puede ser.

Dexter la besó en el cuello.

—Pues es. Aunque también hablan alemán normal, además de francés e inglés. Es un sitio muy internacional, así que no vamos a tener que aprender luxemburgués.

—Lo mío es el español. He estudiado un año de francés, pero el español lo hablo.

—No te preocupes. El idioma no va a ser un problema.

La besó de nuevo acariciándole el vientre hasta llegar a la cintura de la falda, que empezó a levantar recogiendo puñados de tela con la mano. Los niños estaban en casa de unos amigos.

—Tú confía en mí.

2

Katherine los había visto muchas veces, en aeropuertos internacionales, con su montañas de maletas baratas, sus rostros mezcla de preocupación, confusión y cansancio, los niños desplomados en una silla y los padres sujetando nerviosos pasaportes rojos o verdes que los separaban de los estadounidenses de pasaporte azul.

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