Read Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones Online
Authors: Charles Bukowski
Tags: #Erótico, Humor, Relato
La mayoría habíamos huido de algo: mujeres, facturas, niños, incapacidad para soportar. Estábamos descansando y cansados, enfermos y cansados, estábamos liquidados.
—No deberías obligarle a comerse esa sandía —dije.
—Venga, cómela —dijo Herb—. ¡Cómela o te juro que te arranco la cabeza de los hombros!
El pequeño Talbot mordía aquella sandía, tragando las pepitas y el semen de Herb, llorando en silencio. A los hombres cuando se aburren, les gusta pensar cosas para no volverse locos. O quizá se vuelvan locos. El pequeño Talbot estuvo enseñando álgebra en un instituto de enseñanza media de los Estados Unidos, pero había tenido algún problema y se había largado a nuestro pozo de mierda, y ahora estaba comiendo semen mezclado con jugo de sandía.
Herb era un tipo grande, con unas manos como palas mecánicas, barba negra como de alambre y tiraba tantos pedos como aquellas enfermeras. Llevaba siempre aquel inmenso cuchillo de caza a la cadera, metido en una vaina de cuero. No lo necesitaba, podía matar a cualquiera sin él.
—Oye Herb —dije—, ¿por qué no sales ahí y terminas de una vez con esta guerra? Ya estoy harto.
—No quiero desequilibrar la balanza —dijo Herb.
Talbot había acabado con la sandía.
—Sí, ¿por qué no echas un vistazo a los calzoncillos, a ver si los tienes cagados? —preguntó a Herb.
—Una palabra más —contestó Herb— y tendrás que llevar el culo en una mochila.
Salimos a la calle y allí estaba toda aquella gente culiflaca en pantalones cortos, armados y con barba de días. Hasta algunas de las mujeres parecían necesitar un afeitado. Había por todas partes un vago olor a mierda, y de cuando en cuando ¡BURUMB... BURUMB!, oías el bombardeo. Menudo «alto el fuego»...
Entramos en un sitio, cogimos una mesa y pedimos un poco de vino barato. En el local ardían velas. Había algunos árabes sentados en el suelo, inertes y soñolientos. Uno tenía un cuervo en el hombro y de vez en cuando alzaba la palma de la mano. En la palma había una o dos semillas. El cuervo las cogía y parecía tener dificultades para tragarlas. Vaya mierda de tregua. Vaya mierda de cuervo.
Luego vino y se sentó a nuestra mesa una chica de trece o catorce años. Tenía los ojos de un azul lechoso, si es que puede concebirse un azul lechoso, y la pobrecilla no tenía más que pechos. Era sólo un cuerpo, brazos, cabeza, etc., colgando de aquellos pechos. Unos pechos mayores que el mundo, que aquel mundo que estaba matándonos. Talbot la miraba a los pechos, Herb la miraba a los pechos, yo la miraba a los pechos. Era como si nos hubiese visitado el último milagro, y sabíamos que los milagros habían terminado. Estiré la mano y toqué uno de aquellos pechos. No pude evitarlo. Luego lo apreté. La chica se echó a reír y dijo, en inglés:
—Te ponen caliente, ¿eh?
Me eché a reír. Ella vestía una cosa amarilla transparente. Llevaba bragas y sostén rojos; zapatos de tacón alto verdes y grandes pendientes verdes. Le brillaba la cara como si la hubiesen barnizado y tenía la piel entre marrón pálido y amarillo oscuro. En fin, no soy pintor, no sé decirlo exactamente. Tenía pezones. Tenía pechos. Era todo un espectáculo.
El cuervo voló una vez alrededor del local en un falso círculo, aterrizó otra vez en el hombro del árabe. Yo, allí sentado, pensaba en los pechos, y en Herb y en Talbot también. En Herb y en Talbot, en que jamás me habían dicho qué les había llevado allí y en que yo jamás había dicho qué me había llevado allí y en que éramos unos absolutos fracasos, unos imbéciles que nos escondíamos, intentando no pensar ni sentir, pero sin decidirnos todavía a matarnos, vegetando aún por el mundo. Nuestro sitio era aquél. Pertenecíamos a aquello. Luego cayó una bomba en la calle y la vela de nuestra mesa se desprendió de su soporte. Herb la cogió y yo besé a la chica, acariciándole los pechos. Estaba volviéndome loco.
—¿Quieres joder? —preguntó ella.
Me indicó el precio, pero era demasiado alto. Le dije que éramos sólo recolectores de fruta y que cuando aquello acabase tendríamos que ir a trabajar a las minas. Las minas no eran ninguna juerga. La última vez la mina estaba en la montaña. En vez de cavar en el suelo, derribamos la montaña. El filón estaba en la cima y el único medio de extraerlo era desde abajo. Así que excavamos aquellos agujeros hacia arriba formando un círculo, cortamos la dinamita, cortamos las mechas y metimos los cartuchos en aquel círculo de agujeros. Había que unir todas las mechas a una mecha general más larga, encenderla y largarle. Tenías dos minutos y medio para alejarte lo más posible. Luego, después de la explosión, volvías y paleabas toda aquella mierda y luego repetías el proceso. Subías y bajabas corriendo aquella escalerilla como un mono. De vez en cuando, encontraban una mano o un pie, y nada más. Los dos minutos y medio no habían bastado. O una de las mechas estaba mal, y el fuego se había corrido. El fabricante había hecho trampas, pero estaba demasiado lejos para preocuparse. Era como tirarse en paracaídas: si no se abría, no había a quién reclamar en realidad.
Subí con la chica. El cuarto no tenía ventana, y la luz era también de velas. Había un colchón en el suelo. Nos sentamos los dos en él. Ella encendió la pipa de hash y me la pasó. Le di una chupada y se la pasé, contemplando otra vez aquellos pechos. Me parecía casi ridícula, allí colgada de aquellas dos cosas. Era casi un crimen. Ya dije casi. Y, después de todo, hay otras cosas además de los pechos. Las cosas que van con ellos, por ejemplo. En fin, yo no había visto nada parecido en Norteamérica. Pero claro, en Norteamérica, cuando había algo como aquello, los ricos le echaban mano y lo escondían hasta que se estropeaba o cambiaba, y entonces nos dejaban probar a los demás.
Pero yo estaba furioso contra Norteamérica porque me habían echado de allí. Siempre habían intentado matarme, enterrarme. Hubo incluso un poeta conocido mío, Larsen Castile, que escribió un largo poema sobre mí en el que al final encontraban un montículo en la nieve una mañana y paleaban la nieve y allí estaba yo. «Larsen, gilipollas —le dije—, eso es lo que tú quieres.»
En fin, me lancé a los pechos, chupando primero uno, luego el otro, me sentía como un niño. Al menos sentía lo que yo imaginaba que podría sentir un niño. Me daban ganas de llorar de lo bueno que era. Tenía la sensación de poder estar allí chupando aquellos pechos eternamente. A la chica parecía no importarle. ¡De hecho, brotó una lágrima! ¡Era tan delicioso, el que brotara una lágrima! Una lágrima de plácido gozo. Navegando, navegando. Dios, ¡lo que tienen que aprender los hombres! Yo había sido siempre hombre de pierna, mis ojos siempre quedaban atrapados por las piernas: las mujeres que salían de los coches me dejaban siempre absolutamente extasiado. No sabía qué hacer. Ay, cuando salía una mujer de un coche y yo veía aquellas PIERNAS... SUBIENDO. Todo aquel nylon, aquellas trampas, toda aquella mierda... ¡SUBIENDO! ¡Demasiado! ¡No puedo soportarlo! ¡Piedad! ¡Que me capen como a los bueyes!... Sí, era demasiado... Y ahora, me veía chupando pechos. En fin.
Metí las manos bajo aquellos pechos, los alcé. Toneladas de carne. Carne sin boca ni ojos. CARNE CARNE CARNE. Me la metí en la boca y volé al cielo.
Luego me lancé a su boca y empecé a bajarle las bragas rojas. Luego la monté. Pasaban navegando vapores en la oscuridad. Me echaban chorros de sudor por la espalda los elefantes. Temblaban en el viento flores azules. Ardía trementina. Eructaba Moisés. Un neumático bajó rodando una verde ladera. Y así terminó todo. No tardé mucho. Bueno... en fin.
Ella sacó una pequeña palangana y me lavó y luego me vestí y bajé la escalera. Herb y Talbot estaban esperándome. La eterna pregunta:
—¿Qué tal?
—Bueno, casi como las demás.
—¿Quieres decir que no se lo hiciste en los pechos?
—Demonios. Yo sólo sé que se lo hice en algún sitio.
Herb subió.
—Voy a matarle —me dijo Talbot—. Le mataré esta noche con su propio cuchillo cuando esté dormido.
—¿Te cansaste de comer sandías?
—Nunca me gustaron las sandías.
—¿No quieres probarla? Quizá lo haga también.
—Los árboles están casi vacíos. Creo que pronto tendremos que irnos a las minas.
—Al menos allí no estará Herb apestando los pozos con sus pedos.
—Ah sí, no me acordaba. Vas a matarle.
—Sí, esta noche, con su propio cuchillo. No me lo estropearás, ¿verdad?
—No es asunto mío. Supongo que me lo dices como un secreto.
—Gracias.
—De nada...
Luego bajó Herb. Las escaleras se estremecían con sus pisadas. Todo el local se estremecía. No podías diferenciar el ruido de las bombas del ruido que hacía Herb. Luego bombardeó
él.
Pudimos oírlo, FLURRRRPPPP, luego pudimos olerlo, por todas partes se extendió el olor. Un árabe que había estado durmiendo apoyado en la pared, despertó, soltó un taco y salió corriendo a la calle.
—Se la metí entre los pechos —dijo Herb—. Y luego fue como un mar debajo de su barbilla. Cuando se levantó, le colgaba como una barba blanca. Necesitó dos toallas para limpiarse. Después de hacerme a mí, tiraron el molde.
—Después de hacerte a ti se olvidaron de tirar de la cadena —dijo Talbot.
Herb se limitó a sonreír.
—¿No vas a probarla tú, pajarillo? —le dijo.
—No, cambié de idea.
—Miedo, ¿eh? Me lo figuraba.
—No, es que tengo otra cosa en la cabeza.
—Probablemente la polla de alguien.
—Puede que tengas razón. Me has dado una idea.
—No hace falta mucha imaginación. Basta con que te la metas en la boca. En fin, haz lo que quieras.
—No es eso lo que pienso.
—¿Sí? ¿Y qué es lo que piensas? ¿Que te la metan por el culo?
—Ya lo descubrirás.
—Lo descubriré, ¿eh? ¿Qué me importa a mí lo que hagas con la polla de otro?
Luego, Talbot se echó a reír.
—Este pajarillo se ha vuelto loco. Ha comido demasiada sandía.
—Quizá, quizá —dije yo.
Bebimos un par de rondas de vino y nos fuimos. Era nuestro día libre, pero nos habíamos quedado sin dinero. Lo único que podíamos hacer era volver, tumbarnos en los catres y esperar el sueño. Hacía mucho frío allí de noche, y no había calefacción y sólo nos daban dos mantas muy finas. Tenías que echar encima de las mantas toda la ropa: chaquetas, camisas, calzoncillos, toallas, todo. Ropa sucia, ropa limpia, todo. Y cuando Herb tiraba un pedo, tenías que taparte la cabeza con todo aquello. Volvimos, pues, y yo me sentía muy triste. Nada podía hacer. A las manzanas les daba igual, a las peras les daba igual. Norteamérica nos había echado o nosotros habíamos escapado. A dos manzanas de distancia cayó una bomba encima de un autobús escolar. Los niños volvían de una excursión. Cuando pasamos había trozos de niños por todas partes. La carretera estaba llena de sangre.
—Pobres niños —dijo Herb—. Nunca les joderán.
Yo pensé que ya lo habían hecho. Seguimos nuestra ruta.
es un bar que queda cerca de la estación de ferrocarril, ha cambiado de dueño seis veces en un año. pasó de bar top-less a restaurante chino, después a mejicano y luego a varias cosas más, pero a mí me gustaba sentarme allí a mirar el reloj de la estación por una puerta lateral que siempre dejan entornada, es un bar bastante aceptable: no hay mujeres que molesten, sólo un grupo de comedores de mandioca y jugadores del volante que me dejan en paz. están siempre allí sentados viendo la aburrida retransmisión de un partido de algo en la tele, se está mejor en el cuarto de uno, por supuesto, pero hemos aprendido con los años de trinque que si bebes solo entre cuatro paredes, las cuatro paredes no sólo te destruyen sino que les ayudan a ELLOS a destruirte. No hay por qué darles victorias fáciles. Saber mantener el equilibrio justo entre soledad y gente, ésa es la clave, ésa es la táctica, para no acabar en el manicomio.
así que estoy allí sentado muy serio cuando se sienta a mi lado el mejicano de la Sonrisa Eterna.
—necesito tres verdes, ¿puedes dármelos?
—los muchachos dicen que «no»... por ahora, ha habido muchos problemas últimamente.
—pero lo necesito.
—todos lo necesitamos, págame una cerveza.
la Sonrisa Mejicana Eterna me paga una cerveza.
a) está tomándome el pelo.
b) está loco.
c) quiere liarme.
d) es un poli.
e) no sabe nada.
—quizá pueda conseguirte tres verdes —le digo.
—ojalá, perdí a mi socio, él sabía cómo agujerear una caja fuerte, sabía encontrarle el punto débil y aplicar la presión necesaria hasta que la plancha saltaba, todo perfecto, sin un ruido, ahora le han cazado, y yo tengo que usar el martillo, sacar la combinación y dinamitar el agujero, muy anticuado y muy ruidoso, pero necesito tres verdes hasta que me salga un asunto.
me cuenta todo esto muy bajo, acercándose, para que nadie oiga, apenas puedo oírle.
—¿cuánto hace que eres policía? —le pregunto.
—te equivocas conmigo, soy estudiante, de la escuela nocturna, estudio trigonometría superior.
—¿y para eso necesitas robar cajas fuertes?
—claro, y cuando acabe yo también tendré cajas fuertes y una casa en Beberly Hills, donde no lleguen los motines.
—mis amigos me dicen que la palabra es Rebelión, no Motín.
—-¿qué clase de amigos tienes?
—de todas clases, y de ninguna, quizá cuando llegues al cálculo superior, entiendas mejor lo que quiero decir, creo que te queda mucho por delante.
—por eso necesito tres verdes.
—un préstamo de tres verdes significa cuatro verdes dentro de treinta y cinco días.
—¿cómo sabes que no voy a largarme?
—nunca lo ha hecho nadie, tú ya me entiendes.
tomamos otras dos cervezas, mientras veíamos el partido.
—¿cuánto hace que eres policía? —volví a preguntarle.
—me gustaría que dejases eso. ¿te importa que te pregunte yo algo?
—bueno —dije.
—te vi por la calle una noche hace unas dos semanas, hacia la una, con la cara llena de sangre, y también la camisa, una camisa blanca, quise ayudarte pero parecías no saber dónde estabas, me asustaste: no te tambaleabas pero era como si anduvieras en sueños, luego vi cómo entrabas en una cabina de teléfonos y más tarde te recogió un taxi.
—bueno —dije.
—¿eras tú?
—supongo.
—¿qué pasó?
—tuve suerte.