Entre sombras (21 page)

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Authors: Lucía Solaz Frasquet

Tags: #Infantil y juvenil

BOOK: Entre sombras
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¿
Se puede saber por qué sonríes
?, le preguntó por fin sabiendo que Eric podía leer sus pensamientos con tanta claridad como si los expresara en voz alta.
Deberías estar de mi parte en lugar de sonreírle a este cretino
.

Su arranque solo hizo que la sonrisa de Enstel se intensificara y Acacia fijó la mirada furiosa en el paisaje ondulante. Ni siquiera los verdes campos salpicados de plácidas ovejas, vacas y caballos con sus crías lograron aligerar su ánimo.

Iris los recibió con un abrazo en la estación de Truro y, a pesar de su malhumor, Acacia se alegró de volver a verla. Aunque la madre de Eric se percató al segundo de la tensión entre ellos, no comentó nada.

—¿Qué os parece si damos una vuelta antes de ir a St. Agnes? —sugirió mientras metían el equipaje en su pequeño coche azul.

Acacia accedió encantada. No iba a dejar que Eric estropeara el viaje y se dedicó a ignorarlo y disfrutar de la única ciudad del condado, con sus calles empedradas y su famosa arquitectura georgiana.

—Truro es el núcleo comercial de Cornualles y la mayor parte del centro es peatonal —le informó Iris al aparcar.

Acacia notó que los nombres de las calles estaban escritos tanto en inglés como en el idioma local.

—El córnico está bastante relacionado con el galés y el bretón, todas lenguas celtas. Verás que muchos de los topónimos comienzan por Tre, Pol o Pen.

—¿Lo habla mucha gente?

—No quedan muchos que lo dominen, pero el número está creciendo. Eric lo hablaba con bastante fluidez de pequeño. Vivimos aquí hasta que cumplió los cuatro años.

La ciudad estaba dominada por una impresionante catedral con tres agujas que Acacia admiró desde la distancia.

—Con todo su encanto medieval, es mucho más reciente de lo que parece —dijo Iris—. La terminaron en 1910 y es, como St. Swithuns, otro fruto del renacimiento gótico de la era victoriana. Si queréis completar la experiencia, podríamos tomar té en Charlotte's Tea House.

Efectivamente, al entrar en el establecimiento Acacia se sintió transportada en el tiempo. Todo, desde la decoración, los uniformes de las camareras, la música y el servicio de té, estaba estudiado para recrear la época victoriana. Mientras Eric se limitaba a pedir una taza de té, Acacia se dejó convencer para probar uno de los famosos bollos de azafrán. Se obligó a comerlo todo, solo porque no quería que Eric pensara que le había hecho perder el apetito. Desde la ventana se podía ver la catedral y la plaza empedrada.

—Parece construida con la piedra color miel de Bath —comentó Acacia.

—Así es —respondió Iris—. Y granito de la zona. El arquitecto recibió instrucciones de encarnar el espíritu de los edificios medievales sin incorporar elementos modernos ni copiar ninguna catedral ya existente, aunque se puede apreciar la influencia francesa. Posee tres órganos y el interior es glorioso.

Un rato más tarde, Acacia tuvo la oportunidad de contemplar por sí misma su atmósfera ligera, con sus pilares esbeltos y elegantes arcos que conducían la mirada hacia el techo abovedado. Las vidrieras, consideradas de las mejores del país, bañaban todo con su mágica luz dorada. Aunque pensó que Enstel se encontraría allí, no logró percibir su presencia.

Truro era también el lugar en el que sus padres habían sido asesinados, pero Acacia no quiso pedirle a Iris que le mostrara la casa, o lo que fuera que quedara de ella.

Después de haber estado evitándolo desde el día anterior, hubo un momento en que se encontró con Eric cara a cara y comprobó que no tenía buen aspecto. Su mirada reflejaba con mayor intensidad que nunca la lucha interna de la que había sido testigo en otras ocasiones, como si ya no fuera capaz de seguir ocultando su angustia. Para su sorpresa, Acacia sintió que una parte de su enfado se evaporaba, aunque todavía no estaba dispuesta a perdonarlo.

Al sentarse en el coche, la joven se sintió repentinamente cansada tras una noche en la que apenas había conseguido dormir. Recorrieron en silencio las nueve millas que los separaban de St. Agnes, una aldea encantadora que recapturó su interés.

—Está rodeada de tanta belleza natural. Es el lugar perfecto para desconectar y recargar las baterías —dijo Iris mientras recorrían las calles—. Tiene algo más de dos mil habitantes y, para una aldea de este tamaño, es notablemente autosuficiente. Eric te la mostrará mañana.

—¿Qué son esos edificios con la chimenea?

—Allí se guardaba la maquinaria de las minas, para extraer agua y subir y bajar a los mineros —apuntó Eric desde el asiento de atrás.

Era lo más extenso que se había atrevido a dirigirle en todo el día y Acacia continuó ignorándolo.

—Esta zona solía depender de la pesca, la agricultura y las minas de cobre y estaño —continuó Iris tratando de disipar la densidad de la atmósfera—. Ahora es un destino turístico bastante popular y sus playas son de las mejores del país para hacer surf. La minería decayó en los años veinte y ya no queda ninguna mina en funcionamiento, pero algunas de ellas están abiertas al público.

Se dirigieron hacia el oeste de la aldea, donde Iris aparcó frente a una bonita casa cuadrada de piedra grisácea y techo de pizarra. Las ventanas eran blancas y una de las paredes laterales estaba cubierta de hiedra. El interior resultó ser muy acogedor, con un aire ligero y tranquilo, paredes blancas y pocos muebles. Iris le mostró su habitación, no demasiado grande, pero cómoda y con vistas al jardín de atrás.

—Aquí tienes unas toallas y el cuarto de baño está al final del pasillo. Por favor, no dudes en pedirme cualquier cosa que necesites.

—Muchas gracias, Iris.

—Gracias a ti por venir —respondió la mujer con una sonrisa cálida—. Ahora dejaré que te instales y te llamaré en cuanto la cena esté lista. Creo que a los tres nos convendría acostarnos temprano esta noche.

Iris había preparado una cena a base de productos locales, pescado fresco con verduras y patatas hervidas y un surtido de quesos. Durante la cena Iris le preguntó a Acacia sobre su familia y lo que habían estado haciendo en Tavistock. Fue la que mantuvo la conversación viva y evitó mencionar la Orden o cualquier asunto demasiado serio. Le contó algunas de las costumbres del condado, historias de piratas y naufragios, antiguos círculos de piedra, pozos sagrados y leyendas protagonizadas por gigantes, sirenas y fantasmas.

Tan pronto como terminaron, Acacia se excusó y subió a su cuarto, agotada y con el corazón apesadumbrado. Se duchó y se metió en la cama con una novela de Margaret Atwood hasta que notó que se le cerraban los ojos. Apagó la luz preguntándose dónde estaría Enstel. Había desaparecido al llegar a Truro y lo echaba de menos.

23

Eric llamó con suavidad a la puerta. Al no recibir respuesta, giró el pomo y empujó con cuidado. La habitación estaba delicadamente iluminada con el resplandor dorado de Enstel, sentado en una butaca entre la cama y la ventana. Acacia estaba profundamente dormida.

Eric se quedó mirándolos, inmóvil y sin saber qué hacer. Entonces Enstel le sonrió, se levantó grácil como un bailarín y se inclinó sobre la joven al tiempo que comenzaba a desvanecerse.

—¿Qué ocurre, mi amor? —musitó Acacia todavía medio dormida.

Se sentó en la cama con lentitud, los ojos entrecerrados, y sonrió al notar la caricia de Enstel en su mejilla. Eric los contempló mientras el espíritu la besaba con ternura en la frente antes de desaparecer por completo.

Acacia miró a su alrededor y descubrió con cierta alarma una figura inmóvil, pero enseguida recordó que Enstel no la hubiera dejado en peligro. Estiró una mano en busca del interruptor de la lámpara de noche.

Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz, vio a Eric en pie cerca de la puerta y le lanzó una mirada hosca.

—¿Qué pasa ahora? —masculló.

—Vengo a disculparme.

—¿A las dos de la mañana?

—Por favor, permíteme que te explique.

Aunque todavía resentida, Acacia se descubrió haciéndole un gesto en dirección a la cama.

—Gracias —dijo Eric con humildad mientras se sentaba a un lado, sin mirarla directamente ni decidirse a hablar.

—¿Y bien?

—No tienes idea del tormento que me ha supuesto llegar hasta aquí —dijo el joven pronunciando las palabras con cuidado—, luchando contra una atracción que creía que me iba a volver loco.

Eric se detuvo y tomó aire.

—Creo que será mejor que empiece por el principio.

—Buena idea —respondió Acacia con sequedad, todavía no muy convencida de sus intenciones.

—La primera vez que te escuché cantar, en Jericho Tavern —comenzó Eric—, me ocurrió algo de lo más peculiar. Cada molécula de mi ser se puso alerta y el corazón pareció abandonarme el pecho para volar hacia ti. No sabía quién eras, pero no hubo nada que pudiera hacer por detenerlo. Me sentí trasportado hacia el escenario como si mis piernas tuvieran vida propia y al verte comprendí sin duda alguna que había encontrado una parte de mí mismo que ni siquiera sospechaba que me faltaba.

Eric hizo una breve pausa, mirándose las manos que mantenía en el regazo.

—Entonces percibí a Enstel y eso lo complicó todo. Indagué con discreción y hablé con mi madre. ¿Cómo era posible que alguien tan joven tuviera la capacidad de controlar a semejante espíritu? Durante unas semanas horrorosas pensé que podrías estar en el otro lado. Cuando ya no pude esperar más, me decidí a presentarme y salir de dudas. Con lo que me contaste, mi madre pudo confirmar que eras la hija de Tegen y Kenan y me sentí morir.

—No entiendo…

—Hace tiempo que empecé a sospechar que mi verdadero padre no fue Ennor, sino Kenan. Aunque no llegué a conocer a mi padre y Kenan murió cuando yo tenía tres años, crecí rodeado de fotos e historias de ellos tres pasando juntos cada verano y luego estudiando en Oxford. Sabía que su relación fue compleja y que mi madre los adoraba a los dos. Aunque finalmente eligió a Ennor, algo me hizo pensar que mantuvo relaciones con ambos hasta justo antes de decidirse. Yo nací seis meses después de la boda.

Acacia pensó en las implicaciones de lo que Eric le acababa de contar.

—Pero no estás seguro, ¿verdad?

Eric movió negativamente la cabeza.

—Miraba las fotos de Ennor y no veía nada de él en mí. Me hubiera gustado preguntarle abiertamente a mi madre, pero no quería hacerle sufrir más removiendo el pasado. Para ella fue extremadamente doloroso perder a su marido justo antes de dar a luz y ver a su propio padre consumirse en una larga enfermedad. La muerte de Kenan y la desaparición de tu madre fue la gota que colmó el vaso y la sumió en una depresión de la que tardó años en recuperarse.

Permanecieron un momento en silencio.

—Lo entiendes, ¿verdad?, la tortura de pensar que me podía haber enamorado perdidamente de mi medio hermana. Me horrorizaba y avergonzaba tanto que pudieras percibir mi deseo. A veces apenas lograba reprimirme.

—¿Por eso has estado manteniendo las distancias con tanto denuedo?

Eric asintió en silencio.

—Lo siento tanto…

Acacia se acercó a él y le tomó la mano. Esta vez, Eric no rehuyó el contacto.

—Esta noche he decidido que ya era hora de aclararlo con mi madre de una vez por todas. Después de cenar le he confesado mis dudas y, ¿te lo puedes creer?, tras meses de angustia, se ha echado a reír con tanta fuerza que no sé cómo no te ha despertado. Para que luego hablen de la sensibilidad de las madres.

—¿Por qué se ha reído?

—Al parecer, se ha acordado de cuando era pequeño y creaba la situación más dramática posible alrededor de las cosas más simples. Dice que durante mucho tiempo pensó que, con tal imaginación, me iba a dedicar a la literatura. Después ha estado revolviendo un rato entre las cosas de mi padre hasta encontrar una foto de mi abuelo paterno cuando era joven. Ha sido casi como mirarme en un espejo. A veces, el parecido físico se salta una generación, me ha dicho, todavía con lágrimas de risa en los ojos. Me he ido a la cama, pero no conseguía dormir y, en un impulso, he venido a verte para poder explicártelo todo.

—Entonces no eres mi hermano.

—No.

—¿Y me quieres decir por qué estamos perdiendo el tiempo hablando cuando podríamos estar besándonos?

Iris la encontró trabajando con el portátil en la mesa de la cocina.

—Estoy terminando de revisar la bibliografía —le explicó Acacia—. En cuanto regrese a Oxford tengo que presentarla al comité junto al título de la tesis, la sinopsis y una carta de apoyo de mi supervisor.

—¿Vas a trabajar en la tesis durante las vacaciones de verano?

—Esa es la idea. Al menos una tercera parte debe estar lista para revisión al inicio del primer trimestre. Apenas puedo creer que dentro de unos meses empezaré mi último año… ¿Qué quieres que hagamos hoy?

—Bueno, quería hablar contigo de varias cosas. ¿Una taza de té?

—Claro.

—Como sabes, mi padre, Carlyon Venton, fue Gran Maestro de la Orden antes de Alexander Crosswell —comenzó Iris mientras ponía el agua a hervir—. Es un cargo vitalicio que se obtiene por votación. Mi padre era decano de la Facultad de Medicina de Imperial College en Londres cuando conoció a Alexander. Por aquel entonces yo tenía doce años y Alexander era un invitado frecuente en casa. Todavía recuerdo las acaloradas discusiones que solían sostener. Alexander era uno de los alumnos más brillantes de mi padre, pero disentían en aspectos fundamentales.

—¿Cómo de fundamentales? —preguntó Acacia tomando la taza que le tendía Iris.

—Mis padres siempre sostuvieron que el mal no tiene una existencia real. Cuando era joven, no podía entender qué querían decir. Para mí era evidente que la historia de la humanidad estaba plagada de ejemplos que demostraban lo contrario: crueles dictadores de todo tipo, guerreros salvajes, inquisidores, guerras cruentas, conflictos entre razas y religiones, luchas de poder. Mis padres opinaban que eso es solo parte de la experiencia humana, que muchos de nosotros tomamos como real, incluida la ilusión del mal.

—¿Creían que lo que llamamos realidad es una ilusión?

—Eso es.

—Y ¿quién crea esa ilusión?

—Nosotros mismos. Nuestras creencias y expectativas, muchas veces inconscientes, desempeñan un papel fundamental, así como aquello en lo que concentramos nuestra atención. La postura de mis padres, aunque incomprensible para mí en ese momento, me empujó a reflexionar y continuar investigando. Me intrigaba su noción de Dios y de la naturaleza del bien y del mal. Sin embargo, no todos estaban de acuerdo con mis progenitores. Había un grupo, entre ellos Alexander, que sostenían que la vida es una lucha constante contra los ignorantes. Mi padre le decía que no se puede combatir la violencia con violencia, la intolerancia con intolerancia. La lucha, en todo caso, debía llevarse a cabo contra la ignorancia en sí y no contra los que la padecían.

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