—¡Lord Crosswell! —resopló el rector girándose hacia Eric y dándole un abrazo y una palmada cariñosa en la espalda—. ¡No puedo creer que me llames así!
Se volvió de nuevo en dirección a Acacia con una amplia sonrisa.
—Conozco a Eric desde que nació. Su abuelo, Carlyon Venton, fue mi mentor y su madre es como una hermana pequeña para mí. Por cierto, ¿cómo está Iris?
—Muy bien, gracias. Ahora se encuentra en un ciclo de conferencias en Escocia.
—Siempre trabajando tan duro —murmuró el rector.
—Y me dejó encargado de informarte que ha confirmado que Acacia es hija de Kenan y Tegen Beskeen.
La sorpresa en el rostro de Lord Crosswell fue evidente y durante una milésima de segundo, Acacia percibió algo más que no logró identificar.
—Por supuesto, veo la belleza y el encanto de tu madre en ti —respondió el rector recobrando la compostura con rapidez—. Conocí a tus padres brevemente. ¡Qué terrible desgracia! Tenían tanto talento…
El profesor Weber llegó en ese momento y les presentó al doctor Bowles.
—Confío en que hayáis disfrutado de la conferencia —comentó el doctor Bowles con una amplia sonrisa.
—Ha sido fantástica —respondió Acacia con total sinceridad—, aunque el recuerdo de algunas historias todavía hace que me estremezca.
—¿Por ejemplo?
—La matanza que siguió a los juicios de Würzburg en el siglo
XVII
.
—Ya veo. Está confirmado que ciento cincuenta y siete hombres, mujeres y niños murieron quemados vivos, aunque se cree que se ejecutaron hasta novecientas personas en el territorio que rodeaba la ciudad bávara.
—Me resulta inconcebible que se acusara a pequeños de tres años y que el canciller mandara ejecutar a niños desde los siete años. ¿Cómo puede alguien concebir que un niño sea capaz de hacer pactos con el diablo?
—Como sabemos, a veces la creencia en el mal supera en mucho a la creencia en el bien —dijo el profesor Weber.
—Hobbes llamaba a los demonios metáforas del mal, mientras Spinoza negó la misma existencia del mal. ¿De qué lado estás tú, Acacia? —preguntó Lord Crosswell.
—Me temo que todavía no he desarrollado una visión coherente sobre el tema —admitió la joven.
—Ah, entonces ¿qué puedes decirnos de otra famosa sentencia de Hobbes,
Homo homini lupus
? —continuó el rector.
—
Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit
—respondió Acacia de inmediato dando la cita completa.
—Veo que no eres partidaria del materialismo mecanicista —replicó el rector arqueando las cejas con una sonrisa divertida.
—Diría que Hobbes sacó de contexto la frase de Plauto y que su interpretación es discutible.
—¿No crees que el hombre sea un lobo para el hombre? —la interrogó el doctor Bowles con interés—. La competitividad es una motivación importante para la brujería. Cuando las fuentes son finitas, la supervivencia y la prosperidad deben obtenerse a expensas del otro. Con el empleo de fuerzas intangibles, la invocación de espíritus y la magia, lo sobrenatural nos ayuda a lograr nuestras ambiciones privadas.
—Entiendo la postura, pero me parece una manera horrible de vivir y concebir el mundo, permitiendo que el miedo, el recelo y la desconfianza empañe la interconexión que une a todos los seres vivientes —respondió Acacia, sorprendida por su propia audacia—. Plauto dijo: «Lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro». Como has mencionado antes sobre las brujas, ¿no se convierte el lobo en el otro, en un símbolo que representa aquello que no queremos admitir en nosotros mismos?
—Al fin y al cabo —intervino Eric—, cuando conocemos al otro nos damos cuenta de que es como nosotros, que somos iguales. Para ser justos, Hobbes también citó a Séneca cuando dijo «
Homo homini deus
», el hombre como un dios para el hombre, lo que indica que también somos capaces de reconocer lo sagrado en nuestro interior y en otros.
—Ah, ¿no es encantadora la inocencia y la ingenuidad de la juventud? —exclamó el rector riendo—. Vayamos a por esa copa de vino antes de cenar.
A pesar de la tranquilizadora presencia de Eric, Acacia pasó toda la velada bajo la impresión de estar siendo escrutada y evaluada. Recibió una incómoda cantidad de atención por parte de varios profesores y se esforzó por responder sin desvelar demasiado una serie de preguntas que sospechaba no tan inocentes como pretendían parecer. El doctor Muraki en particular parecía resuelto a indagar en sus orígenes familiares y el reciente descubrimiento de sus padres biológicos. Para su alivio, Eric acudió en su rescate en varias ocasiones, desviando la atención o cambiando de tema con sutil habilidad. Lord Crosswell no volvió a hacerle demasiadas preguntas directas, pero Acacia era consciente de que escuchaba con atención todo lo que se estaba diciendo a su alrededor.
Aunque no tuvieron oportunidad de hablar a solas, el gesto de Eric al despedirse le indicó que había superado la prueba. Pese a esto, Acacia no consiguió empezar a relajarse hasta encontrarse de nuevo entre los brazos de Enstel, a salvo en la quietud de su cuarto.
A principios de abril, Acacia y Eric viajaron juntos a Tavistock, donde habían de pasar una semana antes de continuar su camino a St. Agnes y reunirse con Iris. Bill y Lillian Corrigan lo habían conocido en una de sus visitas a Oxford, cuando se unió a ellos para tomar té en The Old Parsonage, y estaban encantados de tenerlo con ellos. Era el primer chico que Acacia llevaba a la granja desde James.
Eric mostró una inesperada curiosidad por todo. Recorrió cada rincón de la granja haciendo preguntas constantes sobre su infancia, los diferentes animales y tipos de cultivo; le pidió que le mostrara la gran acacia bajo la cual Enstel la había depositado veinte años atrás, Burton College y hasta la iglesia en la que solía cantar. Alejado del ambiente de Oxford, Eric pareció perder parte de su seriedad habitual y se mostraba mucho más relajado y con una actitud más ligera. Acacia lo observó desplegar unas insospechadas dotes sociales y un encanto sencillo que conquistaron a la señora Robinson y al resto de los residentes del centro de la tercera edad cuando fueron a visitarlos.
La joven empezó a apreciar su ingenio y tranquilo sentido del humor, algo que le había pasado casi desapercibido hasta entonces y, cuando Millie llegó de Edimburgo para pasar unos días con sus padres durante las vacaciones de Pascua, salieron una tarde los tres juntos. El tiempo pareció volar entre anécdotas, risas y conversaciones distendidas sobre todo tipo de temas.
—¿Me acompañas al tocador? —le preguntó su vieja amiga cuando terminaron sus cafés.
Llevaba toda la tarde poniéndole caras y Acacia la conocía demasiado bien para saber que, si no accedía, era muy capaz de soltar cualquier barbaridad delante de Eric.
En cuanto cerró la puerta, Millie la tomó de los hombros y comenzó su interrogatorio.
—Por Dios Santísimo, ¿de dónde has sacado a semejante portento? Y, lo que es más importante, ¿hay más como él? Está claro que me he equivocado de universidad.
Acacia se rió.
—Sé que te encanta la astrofísica, Millie, pero sigo creyendo que el mundo se pierde una gran actriz.
—De verdad, Acacia, es guapísimo, tiene un cerebro a juego y no puede apartar los ojos de ti.
—Solo somos amigos.
—Lo siento, no me lo trago —replicó Millie con una mueca.
Acacia no podía explicarle que sospechaba que era el brillo de Enstel lo que fascinaba a Eric y no ella misma.
—¿Sabes que Robbie vino a verme cantar a Oxford? —le preguntó en un esfuerzo por cambiar de tema.
—¿En serio? La última vez que lo vi me dijo que, cuando lo expulsaron por tercera vez, decidió dejar los estudios.
—Robbie siempre ha sabido coger las indirectas, ¿verdad? Ahora trabaja en una discográfica en Londres y quiere hablar conmigo sobre la posibilidad de grabar un disco.
—¡Qué oportunidad más fabulosa! Por fin el mundo entero podrá conocer tu talento.
Acacia le contó las últimas noticias de James, que estaba muy contento en Nueva York y había empezado a salir con una estudiante de música de Juilliard, uno de los conservatorios más prestigiosos del mundo. Aliviada por haber conseguido desviar la atención de Millie, regresaron junto a Eric.
Cuando Andy y Lorraine llegaron a pasar el fin de semana con ellos, los padres de Acacia no pudieron ocultar la profunda satisfacción que les proporcionaba tener a la familia reunida. El domingo de Pascua lo pasaron en grande buscando los huevos de chocolate que Bill había escondido por toda la casa y por el jardín como cuando eran pequeños.
—Me gusta mucho Eric —le dijo Andy a Acacia cuando se encontraron a solas en la cocina—. Mamá me ha dicho que, a pesar de su torpeza, ha estado ayudándola en el huerto con las lechugas y las endivias y a plantar petunias y begonias en el jardín.
—Creo que es la primera vez que pisa una granja en su vida —respondió Acacia riendo—. Tenías que haberlo visto intentando ordeñar a una de las vacas.
—Creo que podría ser el chico para ti.
Acacia se puso repentinamente seria.
—Andy, ¿crees que existe una persona adecuada para nosotros, un alma gemela?
—A veces sí. Yo la he encontrado en Lorraine.
—No sé… —suspiró Acacia—. Eric no parece interesado en mí en ese sentido.
Andy la miró con una sonrisa.
—¿Tú crees?
—¿Dónde está Enstel? —preguntó Eric parándose a sacar agua de su mochila—. Apenas lo he visto desde que llegamos a Tavistock.
—A Enstel le gusta corretear por ahí —respondió Acacia—. Suele regresar cada noche, aunque a veces tarda unos días en aparecer.
Eric asintió y miró a su alrededor, aspirando el familiar aroma a coco de los arbustos de aulaga. Habían salido temprano y en ese momento se encontraban en medio de una zona particularmente escabrosa de Dartmoor, donde Acacia le había mostrado los robustos caballos salvajes.
A primera hora de la tarde del día siguiente partían hacia Cornualles, una de las naciones celtas pobladas de mitos y leyendas. A pesar de la vecindad del condado, Acacia solo había estado allí en una ocasión cuando, a los doce años y deslumbrada por las leyendas del rey Arturo y los Caballeros de la Tabla Redonda, sus padres la sorprendieron llevándola a Tintagel, el lugar donde se decía que había nacido el legendario monarca. Si bien la enorme belleza del lugar resultaba innegable, fue decepcionante para ella comprobar que no quedaba nada del castillo del conde de Cornualles y que los escasos restos visibles pertenecían al aburrido siglo
XIX
. Ahora sentía una gran curiosidad por conocer la tierra de sus padres biológicos. Todavía no le había contado nada de ellos a su familia, pues no quería mentirles ni creía que podía desvelarles la verdad a medias.
—¿Dónde está el resto de tus parientes? —le preguntó a Eric.
—Diseminados por todo el mundo. El hermano mayor de mi madre lleva años en Canadá, mientras la hermana de mi padre vive en Australia, aunque viaja mucho. En total tengo tres primos hermanos. No somos una familia muy prolífica.
—¿Pertenecen todos a la Orden?
Eric asintió en silencio y Acacia percibió la sombra que oscurecía su rostro.
—¿Qué te parece si trabajamos un poco? —sugirió el joven antes de que Acacia pudiera continuar indagando.
En Oxford habían dado los ejercicios telepáticos por superados y en esta ocasión Eric le mostró cómo acelerar el crecimiento de las plantas. Con gran regocijo, Acacia no tardó en conseguir hacer florecer una campanilla azul. El control sobre el clima era otro de los ejercicios en los que Acacia había demostrado una gran habilidad y fue capaz de disolver unas nubes que amenazaban con descargar una considerable cantidad de agua sobre ellos. A continuación hicieron levitar y perseguirse en el aire varias rocas de distintos tamaños. Se tomaron un descanso en el entrenamiento para disfrutar de un improvisado picnic sobre la hierba rodeados de las florecillas silvestres que salpicaban el paisaje. Por la tarde, Acacia descubrió que manipular el nivel molecular de las piedras hasta lograr su desintegración le resultaba más costoso de dominar que jugar con los fotones y crear destellos y haces de luz.
Con la proximidad del anochecer, decidieron regresar a la granja. Cuando se hallaban cerca del lugar en el que habían dejado las bicicletas unas horas antes, la roca sobre la que se había subido Acacia se desprendió inesperadamente, haciéndole perder el equilibrio. En un movimiento reflejo, Eric la sujetó por los brazos y fue como si una corriente eléctrica los sacudiera con fuerza. Se miraron con los ojos muy abiertos, las pupilas dilatadas, y todo lo que les rodeaba pareció desvanecerse. Cuando sus labios se encontraron, Acacia se sintió embargada por una intensa euforia y la extraña sensación de haber llegado por fin al hogar. Sus dedos se enredaron entre los suaves rizos de Eric, algo que tanto habían deseado hacer, y notó sus corazones latiendo al unísono en un momento de perfecta sincronicidad.
Somos uno
, pensó, deleitándose en esa nueva comprensión.
De repente, Eric la tomó con fuerza por los hombros y la apartó de sí, jadeando y luchando por recobrar el control. Dejó caer los brazos y se alejó unos pasos de ella. Acacia contempló su expresión mortificada sin entender.
—Lo siento tanto —dijo Eric por fin con el rostro enrojecido y la mirada baja—. Esto no puede pasar.
—¿Por qué? —preguntó confusa—. No me digas que has hecho un voto de castidad.
Eric cerró los ojos y negó con la cabeza.
—No te gustan las mujeres —señaló la joven en voz baja.
—No es eso —respondió Eric frotándose la frente con fuerza.
—Entonces es que te repugno, ¿no es así? —exclamó Acacia sin poder contenerse—. ¿Es por mi relación con Enstel?
—¡No, no, no! —exclamó Eric moviéndose como un león enjaulado, sujetándose la cabeza entre las manos sin saber qué hacer ni qué decir.
—¡Entonces dime de qué se trata de una puñetera vez! —exigió la joven.
—¡No puedo!
Acacia le lanzó una mirada tormentosa, tratando de controlar la frustración, la ira y la indignación que amenazaban con explotar. Se giró y se alejó de él con pasos furibundos.
El viaje en tren a Cornualles transcurrió en un incómodo silencio. Eric no había tratado de explicarse y Acacia no le había vuelto a dirigir la palabra desde la tarde anterior. Los dos trataban de mantener las distancias mientras Enstel los miraba con una leve sonrisa.