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Authors: Larson Erik

Tags: #Intriga, #Bélico, #Biografía

En el jardín de las bestias (52 page)

BOOK: En el jardín de las bestias
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* * *

Durante un tiempo después de dejar Berlín, Martha siguió flirteando en secreto con la inteligencia soviética. Su nombre en clave era «Liza», pero todo parece indicar más melodramatismo que una realidad apoyada por los datos. Su carrera como espía parece que consistió sobre todo en palabras y posibilidades, aunque es cierto que la perspectiva de una participación menos vaporosa mantuvo interesados a los funcionarios soviéticos. Un telegrama secreto desde Moscú a Nueva York, en enero de 1942, decía que Martha era «un mujer con talento, lista y educada»,
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pero observaba que «requiere control constante sobre su conducta». Un operativo soviético bastante más mojigato no estaba nada impresionado: «Se considera a sí misma comunista y asegura que acepta el programa del partido. En realidad, “Liza” es la representante típica de la bohemia americana, una mujer de sexualidad decadente, dispuesta a acostarse con cualquier hombre guapo».
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A través de Martha su marido también se alistó en el KGB.
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Su nombre en clave era «Louis». Martha y Stern hablaban públicamente de su interés por el comunismo y las causas izquierdistas, y en 1953 atrajeron la atención del Comité de Actividades Antiamericanas del Congreso, presidido entonces por el diputado Martin Dies, que emitió citaciones para que testificaran. Ellos volaron a México, pero la presión de las autoridades federales aumentaba y volvieron a trasladarse, estableciéndose al final en Praga, donde vivían con un estilo muy poco comunista en una mansión de tres pisos y doce habitaciones y atendidos por criados. Se compraron un Mercedes negro nuevo.
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Al principio la idea de ser fugitivos internacionales gustaba a Martha, que se consideraba a sí misma una mujer adicta al peligro, pero a medida que pasaban los años empezó a cansarse. Durante los primeros años de exilio de la pareja, su hijo empezó a mostrar señales de graves problemas psíquicos, y se le diagnosticó esquizofrenia. Martha llegó a «obsesionarse» (un término de su marido) con la idea de que la conmoción de su huida y subsiguientes viajes habían causado la enfermedad de Robert.
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A Martha y Stern Praga les parecía un lugar extraño, con una lengua indescifrable. «No podemos decir que nos guste esto, para ser totalmente sinceros»,
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le escribía a una amiga. «Naturalmente, preferiríamos irnos a casa, pero en casa no nos aceptan aún… Es una vida de considerables limitaciones, intelectual y creativamente (tampoco hablamos el idioma; un gran inconveniente), y nos sentimos aislados y a menudo muy solos.» Ella pasaba el tiempo haciendo de ama de casa y cuidando el jardín: «árboles frutales, lilas, verduras, flores, pájaros, insectos… ¡sólo una serpiente en cuatro años!».

Durante ese tiempo Martha se enteró de que uno de sus ex amantes, Rudolf Diels, había muerto, de una manera muy inesperada para un hombre tan apto para la supervivencia. Tras dos años en Colonia,
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pasó a ser comisionado regional en Hannover, y al final le echaron por mostrar demasiados escrúpulos morales. Cogió un trabajo como director de transporte nacional de una compañía civil, pero le arrestaron en la enorme redada que siguió al intento de asesinato de Hitler el 20 de julio de 1944. Diels sobrevivió a la guerra y durante los juicios de Núremberg testificó a favor de la acusación. Más tarde fue funcionario de alto rango del gobierno de Alemania occidental. Su suerte se acabó el 18 de noviembre de 1957, durante una partida de caza. Cuando sacaba una escopeta de su coche, el arma se disparó y le mató.

* * *

Martha estaba cada vez más desilusionada con el comunismo tal y como se practicaba en la vida cotidiana. Su desencanto se convirtió en disgusto puro y duro durante la Primavera de Praga de 1968, cuando se despertó un día y vio los tanques pasar retumbando por la calle junto a su casa, durante la invasión soviética de Checoslovaquia. «Fue», decía, «una de las imágenes más feas y repugnantes que habíamos visto jamás».
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Renovó antiguas amistades por correo. Ella y Max Delbrück se enzarzaron en una correspondencia vehemente. Ella se dirigía a él como «Max, amor mío»; él la llamaba «mi bienamada Martha».
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Bromeaban acerca de sus crecientes achaques físicos. «Estoy bien, bien, bastante bien», le decía él, «excepto por una pequeña enfermedad del corazón y un pequeño mieloma múltiple». El juraba que la quimioterapia había hecho que le volviera a crecer el pelo.

A otros hombres les había ido peor en el reconocimiento retrospectivo de Martha. El príncipe Louis Ferdinand se había convertido en «ese asno»,
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y Putzi Hanfstaengl en «el bufón real».
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Pero un gran amor parecía arder con el mismo brillo de siempre. Martha empezó a escribirse con Bassett, su primer marido (el primero de sus tres grandes amores), y pronto establecieron una correspondencia como si volvieran a tener veinte años, analizando su antiguo romance para intentar averiguar qué era lo que había fallado. Bassett confesaba que él había destruido todas las cartas de amor que ella le envió,
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al darse cuenta de que «aunque hubiese pasado el tiempo, no podía soportar leerlas, y mucho menos que otras personas las compartieran, después de que yo me hubiese ido».

Martha, sin embargo, había conservado las de él. «¡Qué cartas de amor!»,
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escribió.

«Una cosa es segura»,
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decía ella en una carta de noviembre de 1971, cuando tenía sesenta y tres años. «De haber seguido juntos, habríamos tenido una vida muy vital, variada y apasionante… Me pregunto si habrías sido feliz con una mujer tan poco convencional como soy y como ya era entonces, aunque nunca habríamos tenido las complicaciones que tuve yo más tarde. Aun así, he tenido alegría y tristeza, productividad, belleza y emoción. Os he amado a ti y a Alfred, y a otro más, y aún os amo. Esta es el ave extraña, todavía viva, a quien amaste en tiempos y con quien te casaste.»

En 1979 un tribunal federal les absolvió a ella y a Stern de todos los cargos,
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aunque a regañadientes, refiriéndose a la falta de pruebas y la muerte de los testigos. Ellos deseaban regresar a Estados Unidos, y pensaron en hacerlo, pero se dieron cuenta de que otro obstáculo se interponía en su camino. Durante todos aquellos años en el exilio no habían pagado los impuestos de Estados Unidos. La deuda acumulada era prohibitivamente elevada.

Pensaron en mudarse a otro sitio, quizá Inglaterra o Suiza, pero surgió otro obstáculo, el más insalvable de todos: la vejez.

Por aquel entonces, los años y la enfermedad habían tenido un grave efecto en el mundo que recordaba Martha. Bill hijo había muerto en octubre de 1952 de cáncer, dejando mujer y dos hijos.
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Pasó los años posteriores a Berlín yendo de trabajo en trabajo, y acabó como administrativo en la sección de libros de Macy’s de San Francisco. Entre tanto, sus simpatías izquierdistas habían hecho que se enemistase con el Comité Dies, que le había declarado «no apto» para ser empleado por ninguna agencia federal, en un momento en que precisamente trabajaba para el Comité Federal de Comunicaciones. Su muerte convirtió a Martha en la única superviviente de la familia. «Bill era un chico fenomenal, una persona cálida y agradable, que también había sufrido frustración y dolor… quizá más de lo que le correspondía»,
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escribió Martha en una carta a la primera mujer de Bill, Audrey. «Le echo de menos muchísimo, y me siento vacía y sola sin él.»

Quentin Reynolds murió el 17 de marzo de 1965 a la edad no demasiado avanzada de sesenta y dos años. Putzi Hanfstaengl, cuyo tamaño parecía hacerle invulnerable, murió el 6 de noviembre de 1975 en Múnich. Tenía ochenta y ocho años. Sigrid Schultz, el Dragón de Chicago, murió el 14 de mayo de 1980, a los ochenta y siete. Y Max Delbrück, presumiblemente con la cabeza llena de pelo, falleció en marzo de 1981, su exuberancia acallada al fin. Tenía setenta y cuatro años.

Ese gran decaimiento era muy triste y suscitaba algunas preguntas. En marzo de 1984, cuando Martha tenía setenta y cinco años y Stern ochenta y seis, Martha le preguntó a un amigo: «¿Dónde crees que deberíamos morir, si pudiéramos elegir? ¿Aquí o en el extranjero? ¿Sería más fácil si el superviviente se quedase aquí, con tantos recuerdos dolorosos? ¿O sería mejor largarse e irse solo a un sitio nuevo, o es mejor que nos vayamos juntos, y luego nos veamos privados y entristecidos por los sueños sin realizar y por ningún amigo o pocos en un entorno nuevo, pero aun así, teniendo unos pocos años para establecer un hogar en otro sitio?».
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La que sobrevivió fue Martha. Stern murió en 1986. Martha se quedó en Praga aunque, como escribió a sus amigos: «En ningún sitio podría sentirme más solitaria que aquí, ahora».
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Ella murió en 1990 a la edad de ochenta y dos años, no precisamente como una heroína, pero sí como una mujer de principios que nunca desfalleció en su creencia de que había hecho lo correcto al ayudar a los soviéticos contra los nazis, en una época en la que la mayoría del mundo se sentía poco inclinado a hacer nada. Ella murió aún bailando al borde del peligro: una extraña ave en el exilio, prometedora, coqueta, llena de recuerdos, incapaz después de Berlín de encajar en su papel de ama de casa, y necesitando verse una vez más como algo grandioso y brillante.

Bassett, el viejo y leal Bassett, la sobrevivió otros seis años más. Había abandonado la magnífica haya roja de Larchmont por un apartamento en el Upper East Side de Manhattan, donde murió pacíficamente a la edad de ciento dos años.
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Colofón

«CHARLA DE SOBREMESA»

Años después de la guerra salió a la luz un alijo de documentos
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que resultaron ser transcripciones de conversaciones entre Hitler y sus hombres, grabadas por su ayudante Martin Bormann. Una de esas transcripciones hacía referencia a una conversación durante una cena en octubre de 1941 en Wolfsschanze, o la Guarida del Lobo, el reducto de Hitler en Prusia oriental. Salió el tema de Martha Dodd.

Hitler, que una vez le besó la mano, dijo: «Y pensar que no había nadie en todo ese ministerio que pudiera echarle las garras a la hija del antiguo embajador norteamericano, Dodd… y sin embargo, no era difícil acercarse a ella. Ese era su trabajo, y tenían que haberlo hecho. En resumen, tenían que haber sometido a la chica… En los viejos tiempos, cuando queríamos asediar a un industrial, le atacábamos a través de sus hijos. El viejo Dodd, que era un imbécil, lo podríamos haber sujetado a través de su hija».

Uno de los compañeros que cenaba con Hitler preguntó: «¿Al menos era guapa?».

Otro comensal bufó: «Espantosa».

«Pero hay que sobreponerse a eso, mi querido amigo», dijo Hitler. «Son gajes del oficio. De otro modo, os pregunto, ¿por qué íbamos a pagar a nuestros diplomáticos? En ese caso, la diplomacia ya no sería un servicio, sino un placer. ¡Y hasta podría acabar en boda!»

FUENTES Y AGRADECIMIENTOS

El club de campo donde se encontraba la granja de los Dodd

No me daba cuenta, al aventurarme en los días oscuros del gobierno de Hitler, de lo mucho que se infiltraría esa oscuridad en mi propia alma. Generalmente me enorgullezco de poseer un distanciamiento de periodista, la capacidad de lamentar la tragedia y al mismo tiempo apreciar su potencia narrativa, pero vivir entre nazis día sí día no resultó una experiencia de una dureza especial. Durante un tiempo tuve en mi escritorio un ejemplar de
Hitler 1889-1936
, de Ian Kershaw, una obra de gran alcance que me servía como guía de campo para la política de la época. En la cubierta se ve una foto de Hitler que me resultaba tan repulsiva (disculpas a sir Ian) que tenía que mantener el libro en mi escritorio boca abajo, porque empezar cada día echando un vistazo a esos ojos llenos de odio, esas mejillas fláccidas y ese pedazo de estropajo que pasaba por bigote era demasiado descorazonador.

Existe una vasta obra histórica sobre Hitler y la Segunda Guerra Mundial que hay que leer, por muy pequeño que sea el episodio que uno quiere estudiar. Todas esas lecturas agravaron más aún mi malestar espiritual, no por el volumen del trabajo en sí, sino por los horrores que revelaban. Resulta difícil comprender la amplitud y la profundidad del paisaje de guerra creado por Hitler: las deportaciones de judíos a campos de exterminio, incluso después de que la inevitable derrota de Alemania resultase obvia para todo el mundo; las batallas de tanques contra las fuerzas rusas que costaban decenas de miles de vidas en cuestión de días; las muertes por represalias, por las cuales los nazis se hicieron tristemente famosos, y mediante las cuales una soleada tarde en un pueblo de Francia arrebataban a una docena de hombres y mujeres de sus hogares y tiendas, los colocaban ante una pared y los fusilaban. Sin preámbulo alguno, sin adioses; sólo quedaba el canto de los pájaros y la sangre.

Algunos libros, y el de Kershaw el que más entre ellos, resultaron excepcionalmente útiles para detallar el amplio juego de fuerzas y hombres en los años que precedieron a la Segunda Guerra Mundial. Incluyo aquí un par de clásicos antiguos, pero que todavía tienen valor, como
Hitler: estudio de una tiranía
de Allan Bullock y
Auge y caída del Tercer Reich
de William Shirer, así como las obras más recientes del doble en erudición de Kershaw, Richard J. Evans, cuyos
El Tercer Reich en el poder, 1933-1939
y
El Tercer Reich en guerra (1939-1945)
son volúmenes enormes y rebosantes de detalles muy atractivos, aunque estremecedores.

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