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Authors: John Boyne

Tags: #Drama, #Cuentos

En el corazón del bosque (14 page)

BOOK: En el corazón del bosque
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—Ah, ¿tú también eres madrugador? —bromeó el anciano.

—Qué va. A veces mi padre me amenaza con arrojarme un cubo de agua si no me levanto. Es extraño… siempre me quejo cuando es hora de irme a la cama, pero luego me quejo aún más a la hora de levantarme. No tiene mucho sentido, ¿no?

—Ésa —dijo el viejo dando golpecitos con un dedo sobre la mesa— es una de las grandes paradojas de la vida. ¿Fue memorable ese amanecer que viste?

Noah tragó saliva y apartó la mirada. Esperó un rato antes de responder, y al final lo hizo casi en un susurro:

—Sí. Creo que jamás lo olvidaré.

19. Amanecer

En las semanas siguientes a la visita de Noah a la feria, su madre continuó enferma, y una noche, cuando su padre volvió a casa después de haberse marchado juntos a la ciudad, ni siquiera regresó con él.

—Tu madre estará de vuelta mañana —dijo el padre, que parecía muy cansado y más preocupado por las respuestas que iba a darle a su hijo que por decirle simplemente la verdad.

—¿Mañana? —repitió Noah, sorprendido—. Pero ¿por qué? ¿Dónde va a quedarse esta noche?

—En la ciudad. Con unos amigos.

—Pero si ella no tiene amigos en la ciudad —protestó Noah, que había oído decir muchas veces a su madre que desearía conocer a más gente allí y así tener motivos para ir a comer los sábados.

—Bueno, no son amigos exactamente —admitió el padre—. Mira, es difícil de explicar. Lo importante es que ella estará en casa mañana y esta noche sólo estamos tú y yo. Podemos jugar al fútbol si quieres.

Noah negó con la cabeza y se fue a su habitación. No quería jugar al fútbol. Quería que le dijeran la verdad.

La mañana siguiente, su madre tampoco estaba en casa. Noah tenía planeado empezar ese día la lectura de su libro número quince. Lo sacó de la estantería y lo abrió por la primera página, pero no logró concentrarse en la historia. Había alguien llamado caballero Trelawney y otro hombre que se llamaba doctor Livesey y una taberna, la Almirante Benbow, y todos empezaron a emborronarse y confundirse, no porque el libro no fuese bueno, sino porque a Noah le resultaba imposible concentrarse. Lo dejó y fue al piso de abajo a preguntarle a su padre qué pasaba.

—Dijiste que volvería hoy —protestó, y su padre lo miró abriendo y cerrando la boca como un pez.

—Te dije que volvería mañana —contestó.

—Sí, pero eso fue ayer, así que hoy es mañana.

—Por favor, Noah, ¿cómo va a ser hoy mañana?

El niño sintió una oleada de rabia. Nunca había sentido nada parecido. Era como un huracán de ira, que empezaba en la boca del estómago y se enroscaba y retorcía, recogiendo pizcas de furia y mal genio, para ascender por el centro de su cuerpo y brotar por fin de su boca en un torrente de indignación.

—¡Tengo ocho años! —exclamó, y rompió a llorar—. Ya no tengo cinco, seis ni siete. ¡Quiero saber qué está pasando!

Pero no esperó una respuesta, sino que subió hecho una furia a su habitación, cerró la puerta y se dejó caer en la cama. Unos minutos después, se negó a abrir cuando su padre llamó y le dijo que no se preocupara, que su madre no tardaría en volver. De hecho, ni siquiera bajó a cenar aquella noche, y escuchó a través de la puerta cuando oyó a su padre hablar por teléfono.

—Muy bien, esperaré —le decía a su interlocutor—. Con un poco de suerte dormirá y mañana podremos hablar con él.

Noah estaba seguro de que no conseguiría dormir, pero resultó que estaba tan agotado que cuando se metió en la cama, nada más tocar la almohada, se sumió en un sueño oscuro, del que estuvo encantado de despertar cuando una mano lo sacudió por el hombro unas horas después.

La habitación todavía estaba en penumbra, de modo que supo que aún no había amanecido, pero había una persona sentada en la cama a su lado, respirando con suavidad. Se incorporó asustado y encendió la luz de la mesita de noche.

—¡Mamá! —exclamó, aunque le fue difícil abrir los ojos con aquel repentino resplandor—. Has vuelto.

—Dije que volvería, ¿no? —susurró ella—. En realidad no debería estar aquí, pero no podía permanecer más tiempo lejos. De ti, quiero decir. No sé qué dirá tu padre cuando despierte y descubra que he vuelto a casa.

—Te he echado de menos —dijo Noah rodeándola con los brazos, pero, a pesar de lo contento que estaba, seguía muy cansado y le habría gustado volver a dormir y hablar con ella por la mañana, ya levantado y vestido—. ¿Qué hora es?

—Aún es de madrugada —contestó ella, inclinándose para darle un beso en la coronilla—. Pero quería enseñarte algo.

Noah echó un vistazo al reloj de la mesita de noche y esbozó una mueca.

—Ya lo sé, ya lo sé —lo tranquilizó su madre antes de que pudiese decir nada—. Pero confía en mí, valdrá la pena.

—¿No podemos hacerlo más tarde?

—No; tiene que ser ahora. Vamos, Noah, por favor. Levántate. Te prometo que no te arrepentirás.

El niño asintió con la cabeza y se levantó, y los dos bajaron por la escalera y salieron por la puerta principal para dirigirse a un extremo del jardín, desde donde se veía el horizonte a través de los árboles del bosque. La hierba estaba húmeda, y a Noah le gustó la sensación y presionó los dedos de los pies sobre la tierra.

—Ahora, mira —dijo su madre.

Él fijó la vista en la oscura distancia, sin saber qué se suponía que debía ver. Tragó saliva y bostezó, y luego volvió a bostezar, preguntándose cuándo podría volver a la cama. Oyó un susurro en la hierba a su derecha, y apareció un zorro marrón oscuro con una llamativa franja blanca en el lomo. Le sostuvo la mirada durante un largo momento, y a continuación desapareció entre las hierbas altas que separaban su casa del bosque.

—¿Qué más se supone que he de ver? —preguntó.

Se volvió hacia su madre, pero ella negó con la cabeza y señaló de nuevo a lo lejos mientras consultaba el reloj.

—Tú mira y ya está —dijo, apretándole más la mano—. Va a suceder en cualquier momento.

Noah entornó los ojos, preguntándose qué iba a ocurrir.

—Aquí viene —anunció su madre al cabo de unos instantes—. Ahora no apartes la vista del horizonte. Sigue mirando, Noah. Te va a dejar patitieso.

—Pero si ya lo estoy —respondió mirándose los pies descalzos, helados y verdosos.

Y entonces, un segundo después, ocurrió algo extraordinario. La penumbra que cubría el bosque se vio iluminada de pronto por una reluciente cortina de luz dorada que irrumpió a través de las briznas de hierba empapadas de rocío y las ramas de los árboles, cambiando el mundo entero de la noche al día en breves instantes.

—Uno no ha vivido de verdad hasta que ha visto amanecer en el bosque —dijo la madre atrayéndolo hacia sí—. Mi padre me trajo a verlo justo antes de… justo antes de que nos dejara. Y nunca lo olvidé. Es uno de los recuerdos más felices que tengo de él. Así que quería que lo viéramos juntos, sólo tú y yo, Noah. ¿Qué te parece? ¿No es maravilloso?

—Ha sido bonito —contestó él encogiéndose de hombros, y al cabo de un momento añadió—: ¿Tenemos que quedarnos aquí fuera? Me estoy congelando.

Su madre le dirigió una mirada un poco triste y negó con la cabeza.

—No. Puedes volver a entrar. Sólo quería que lo viéramos juntos una vez, nada más. Ahora, si ves amanecer alguna vez en el futuro, a lo mejor pensarás en mí.

Noah asintió con la cabeza y echó a correr de vuelta a la casa, se precipitó escaleras arriba y arrojó la bata al suelo. Justo antes de meterse en la cama, echó un rápido vistazo por la ventana y le sorprendió comprobar que su madre seguía donde la había dejado, pero se había encaramado a los dos travesaños de la cerca como si fuese una escalera y estaba de pie a unos palmos del suelo, la única persona visible, perfilada contra la gran extensión de bosque más allá —la única persona despierta en el mundo entero, se dijo Noah—, con los brazos extendidos a la mañana radiante y soleada, la cabeza echada atrás para que el calor del sol le diera en la cara. Fue un espectáculo extraordinario.

Se metió enseguida en la cama, pero, pese a lo cansado que estaba, no consiguió dormirse. Sólo cuando oyó a su madre entrar en la casa y subir despacio la escalera se sintió a salvo.

Fue entonces cuando la oyó emitir un grito de dolor. Se incorporó en la cama y se quedó inmóvil. Oyó abrirse la puerta de la habitación de sus padres, y a su padre abalanzarse escaleras abajo llamándola por su nombre.

20. Noah y el viejo

—Creo que empiezo a entenderlo. Puede ser una vida muy solitaria, cuando uno deja atrás a toda la gente que quiere. Tienes que estar muy seguro de lo que estás haciendo. Llega un momento en que es demasiado tarde para volver a casa.

—Pero usted volvió —señaló Noah—. Cumplió su promesa. Una vez que hubo recibido la carta en que le decían que su padre estaba enfermo, regresó a su casa.

—La cosa no es tan sencilla —repuso con tristeza el anciano, tendiendo una mano para agarrar otra madera y estudiarla un rato antes de empezar a tallar un par de piernas en la base—. En realidad, todavía no he acabado mi historia. Pero mira qué hora es. ¿No crees que sería buena idea no escaparte, después de todo? Aún puedes llegar a casa antes de que oscurezca, si quieres hacerlo.

—Creo que si volviera a casa ahora tendría serios problemas —respondió Noah, que parecía un poco arrepentido—. Será mejor que siga con mi plan inicial.

—Estoy seguro de que tus padres te perdonarían. Estarían encantados de tenerte de vuelta.

Noah lo pensó un poco. Aunque sólo llevara unas horas lejos de casa, empezaba a echarla de menos. Pero, cada vez que pensaba en su casa, pensaba también en que regresar supondría enfrentarse a las consecuencias de su acto, y no sabía si estaba preparado para eso.

—Pero ¿por qué no? —preguntó el viejo sorprendiendo a Noah, que estaba seguro de no haber hablado en voz alta—. ¿Qué consecuencias serían ésas?

—Malas —contestó el niño.

—¿Cómo de malas?

—¿De verdad nunca tuvo madre?

—No, nunca —repuso el viejo con voz triste—. Sólo un padre. Deseé muchas veces tener una madre, por supuesto. Siempre he pensado que la mayoría de ellas parecen personas muy agradables. Hasta hoy, claro.

—¿Por qué? ¿Qué tiene hoy de distinto?

—Bueno —contestó el anciano sonriendo—, estás contándome todas esas historias maravillosas sobre tu madre, sobre lo buena y atenta que se mostraba contigo, y sin embargo has huido de ella. Sólo puedo deducir que no es tan agradable como la pintas.

—¡Pero eso no es así! —exclamó Noah con tono de frustración, y se puso en pie para acercarse a la ventana; advirtió que en la calle había una especie de alboroto—. Mire, hay un montón de gente reunida ahí fuera.

Bajó la vista hacia la pequeña multitud plantada enfrente; miraban hacia la juguetería y tomaban notas. El perro salchicha que tan servicial se había mostrado con él estaba entre ellos, cada vez más enérgico a medida que discutía con un hombre de mediana edad y de cara colorada que parecía estar al mando allí, pues hacía grandes aspavientos y pedía a todos que se callaran para que pudiera pensar. El burro se estaba comiendo una banana que una mujer distraída sostenía en una mano mientras miraba hacia la acera de enfrente.

—¿Qué quieren? —preguntó Noah.

—Oh, yo que tú no me preocuparía —contestó el anciano sin dignarse mirarlos siquiera—. De vez en cuando se plantan ahí y anotan cosas. Entonces redactan artículos para denunciarme en el boletín informativo que todo el mundo recibe pero nadie lee. No es que tengan algún problema conmigo, o con la tienda. El motivo de sus protestas es ese árbol —añadió señalando las ramas, que se mecían un poco a la brisa del atardecer y dejaron de hacerlo en cuanto se sintieron observadas—. Aseguran que lo que ocurre aquí no es normal, pero yo digo que me importa un pimiento. Además, ¿quién les ha pedido su opinión? El salchicha estará de mi parte, no te preocupes. Y el burro también. Mantendrán a raya a los agitadores. Bueno, ¿qué te parece esto?

Noah se volvió en redondo y tomó de manos del viejo la marioneta que acababa de tallar. Parecía una especie de mangosta.

—Está muy bien —respondió—. ¿Cómo la ha hecho tan deprisa?

—Tengo mucha experiencia.

Noah observó unos instantes más a la multitud y luego se sentó en la repisa de la ventana.

—Papá dice que los médicos harán que mamá se recupere —dijo al cabo de un momento—. Al menos eso decía antes. Ahora dice que tengo que ser muy valiente.

—¿Y tu madre? ¿Tengo razón si pienso que está en el hospital?

—Lo estuvo —contestó Noah, y se volvió para que el viejo no viera las lágrimas que le afloraban—. Ahora está en casa otra vez. En la cama. Verá, llegó a casa ayer. Insistió en hacerlo. Dijo que era donde quería estar cuando… cuando… —No logró pronunciar las palabras y apretó los puños y los labios para serenarse.

—Pero si está en casa y no se encuentra bien, ¿no deberías estar con ella?

Noah se volvió hacia el anciano.

—Usted también se fue de casa.

—Pero volví cuando me enteré de que mi padre estaba enfermo.

—¿Tardó mucho en hacerlo? —preguntó Noah, y se levantó para ayudarlo a recoger los últimos vasos y tazas de la mesa. Por fin tenía la barriga llena, y aunque había una bandeja con bombones en la encimera a su lado, sólo les echó un vistazo, dejándolos arrastrarse con desánimo de vuelta a un armario—. ¿Llegó a tiempo tras recibir la carta que le informó de que su padre estaba enfermo? ¿Llegó a casa antes de que… antes de que estuviera…?

—¿Muerto? —concluyó el viejo—. ¿Qué pasa, muchacho? ¿No puedes pronunciar esa palabra? Sólo es una palabra, ¿sabes? Sólo unas letras unidas al azar. La palabra en sí no es nada comparada con su significado.

—Ajá. —Noah miró el suelo y apretó los dientes y los puños, éstos con tanta fuerza que le pareció que los dedos le atravesarían las palmas. Vio que quedaba una última marioneta en el cofre, y la sacó para observarla: parecía un viejo conejo al que se le retorcían los bigotes cuando uno tiraba del cordel; la dejó en la mesa junto a las demás—. ¿Consiguió llegar a casa antes de que su padre muriera?

21. La marioneta del doctor Wings

Cuando llegué a la juguetería, todo parecía exactamente igual que cuando me había ido. Las paredes seguían cubiertas de juguetes, aún había serrín desparramado por el suelo, y detrás del mostrador unos botes de pintura con las tapas medio abiertas, con viscosos churretes de colores en los lados. De la caja registradora pendían unas telarañas.

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