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Authors: John Boyne

Tags: #Drama, #Cuentos

En el corazón del bosque (13 page)

BOOK: En el corazón del bosque
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—Si mi padre acepta —contesté mirando a papá en busca de su aprobación—, lo haré encantado.

—No estoy seguro —repuso él en voz baja, con el dolor de la pérdida inminente ya reflejado en su rostro—. Se celebran muy lejos. Y hay que pensar en tu educación. ¿No preferirías quedarte aquí conmigo? Ya sé que esta vida no es la más emocionante, pero…

—Lo tendrá de vuelta antes de que se percate de que se ha ido —le aseguró Quaker, pues no quería que me desanimara, y añadió dirigiéndose a mí—: Pero cuéntame, muchacho, me dicen que no hace mucho que corres.

—Así es —confirmé—. Antes no podía correr tan rápido. Mis piernas no daban la talla, pero desde que cumplí los ocho… bueno, las cosas han mejorado un poco.

—¿En qué sentido?

—A mi hijo no le gusta hablar del pasado —intervino mi padre, saliendo de detrás del mostrador para rodearme los hombros con un brazo protector—. Baste decir que, antes de mudarnos a este pueblo, mi hijo era un chaval muy distinto. Pero cuando decidió convertirse en un niño… en un buen niño, quiero decir, en el niño que siempre había querido ser… bueno, pues desde entonces se ha dado cuenta de que tiene ciertas dotes. La capacidad de correr muy rápido es una de ellas.

—Oh, no tiene que preocuparse por eso, estimado amigo —repuso Quaker con una sonrisa de oreja a oreja—. En mi trabajo, uno se encuentra con toda clase de personas, y yo nunca las juzgo. Me reservo mi opinión y no juzgo a nadie —repitió, como si quisiera recalcar ese punto—. ¿Sabe que una vez trabajé con un chico que se había pasado los primeros cinco años de su vida atrapado tras un espejo? Tenía dotes extraordinarias para el potro y las paralelas, pero, lamentablemente, quedó el último en las pruebas eliminatorias, y sufrió una gran decepción. Quedó destrozado, el pobre. Y en las penúltimas Olimpiadas, un chico del que se esperaba que ganaría el oro en la carrera de cuadrigas, perdió el sentido del humor en el tren que lo llevó a las finales, de manera que fue incapaz de concentrarse en la competición. Nunca volvió, por supuesto. Todavía sigue allí, buscándolo, pero jamás lo encontrará. Y me atrevo a decir que habrán oído hablar de Edward Bunson, del pueblo siguiente, ¿no es así?

—No, señor —contesté, sintiendo curiosidad.

—Era la gran esperanza en la competición de esgrima —recordó con un suspiro el señor Quaker—. Pero el día de la competición de florete se sintió abrumado por la cantidad de gente que había acudido a verlo, le entró un tembleque terrible y no pudo seguir. Después no volvió a practicarla. Fue una lástima.

—Hay cosas peores en la vida que no ganar medallas —intervino papá—. La juventud es un trofeo en sí misma. Míreme a mí, soy viejo y mis piernas ya no funcionan como deberían. Tengo artritis en la espalda. Estoy ciego de una oreja y sordo de un ojo.

—Lo has dicho al revés, papá —le dije.

—Qué va. No lo he dicho al revés, hijo mío. Y eso lo vuelve todavía peor.

—Todo esto es muy interesante —intervino Quaker, y consultó el reloj—, pero he de tomar un tren y no puedo quedarme aquí charlando todo el día. Confío en poder informar a mi comité que has accedido a participar. Lo consideraríamos un gran honor.

—Me encantaría, de verdad —contesté con una sonrisa de oreja a oreja.

—Pero ¡y el colegio! —exclamó papá, consternado—. ¡Y tu educación!

—No hace falta que se preocupe en ese sentido, señor —terció Quaker, golpeando tres veces el bastón contra el suelo en rápida sucesión, de forma que lo miré fijamente, preguntándome si iba a hacer un truco de magia—. Es nuestra política que, por cada centenar de menores en nuestro equipo, haya disponible un tutor plenamente cualificado para darles clases. Nos tomamos muy en serio la educación de nuestros jóvenes atletas.

—¿Y cuántos niños van a viajar a esos Juegos? —quiso saber mi padre, escéptico—. ¿Habrá otros de su edad?

—Sólo su hijo —respondió Quaker con orgullo—. Lo que significa que no habrá necesidad de un tutor y que nos ahorraremos el gasto, y que por tanto no desperdiciaremos un solo penique de esos impuestos que tantos esfuerzos le han supuesto, señor. —Se inclinó y asestó un suave puñetazo al mostrador—. Todos somos ganadores en esta carrera, ¿no es así, señor?

Mi padre suspiró y apartó la mirada para negar con la cabeza, agotado.

—¿De verdad quieres ir? —me preguntó al cabo de unos instantes, observándome realizar una serie de calistenias.

—¡Sí, claro! —exclamé.

—¿Y prometes que volverás?

—La vez anterior volví, ¿no?

—¿Lo prometes? —insistió papá.

—Lo prometo.

—Entonces, si de verdad es eso lo que deseas de corazón, no me interpondré en tu camino. Debes ir.

Para asombro de todo el mundo, me convertí en la primera persona que ganaba el oro en los 100 metros, los 200 metros, los 400 metros, los 800 metros, los 1500 metros y los 10 000 metros en los mismos Juegos Olímpicos. Hasta conseguí la plata en los 400 metros vallas, pero quedé tan decepcionado por aquel relativo fracaso que preferí no volver a hablar de él, hasta ahora, y se borró rápidamente de mi biografía oficial. Y me convertí en el único olímpico que ha ganado los 4 x 400 metros relevos en solitario, pasándome a mí mismo el testigo en una complicada maniobra que no tardó en convertirse en leyenda.

Nadie era capaz de correr más rápido que yo; ésa era la pura y simple verdad.

En cuanto los Juegos llegaron a su fin recordé la promesa hecha a mi padre y me dije que era hora de volver a casa, pero entonces empezaron a llegar ofertas emocionantes.

En Japón, el emperador solicitó ver al chico que había privado al atleta estrella del país, Hachiro Tottori-Gifu, de tantas medallas en los Juegos, y crucé Europa corriendo para internarme en Rusia hasta Kazajistán, atravesar China y llegar a Tokio, donde hice unos cuantos circuitos alrededor de la Ciudad Imperial para el Soberano Celestial sobre Las Nubes. Su propio hijo, el príncipe heredero, me retó a una carrera, y aunque fue claramente derrotado, me mostré lo bastante generoso para no ganarle por mucho margen. Al fin y al cabo, los japoneses pagaban mi alojamiento y todos mis gastos.

—Muchas gracias por todo —dije finalmente a las multitudes que me aclamaban—. Ahora es tiempo de regresar a casa, porque debo cumplir una promesa.

Sin embargo, me marché a Sudamérica, donde un grupo de guerrilleros me invitó a participar en su Día del Desarme, una celebración semestral en que los miembros de dos bandos enfrentados en una disputa política se reunían durante veinticuatro horas y ofrecían una suerte de espectáculo de talentos. Se ocupaban de traer un invitado internacional todos los años, y aquél me tocó a mí.

—Te crees muy rápido, ¿verdad? —me dijo un general mientras fumaba un puro, después de haberme visto correr a través de los bosques en tiempo récord—. Te crees un tipo muy listo, ¿eh?

Parecía un poco ofendido por mi presencia, aunque era él quien me había invitado.

—Así es, señor, sí —contesté tras haber probado uno de sus puros y vomitado sobre mis zapatillas—. Y ahora he de regresar a casa, porque debo cumplir una promesa.

De camino a casa, me encontré en Italia, donde el Papa me desafió a dar mil vueltas a la plaza de San Pedro en una sola tarde. Cuando la multitud reunida me vitoreó, descubrí que me gustaba toda esa atención y no quería que aquello acabara.

—Ven a mis dependencias privadas, hijo mío —me dijo después el Papa, rodeándome los hombros con el brazo—. Tómate un tiramisú conmigo.

—No me será posible, Santidad —contesté—. De veras que tengo que regresar a casa. Debo cumplir una promesa.

Y, de camino a casa, me encontré en España, corriendo delante de los toros en Pamplona. Después me dirigí hacia el este, hasta llegar a Barcelona para la Diada de Sant Jordi, donde atendí todos los puestos de libros y rosas de la ciudad, precipitándome de uno a otro cada vez que se acercaba un cliente, y la ciudad entera quedó paralizada mientras corría como un rayo por las calles.

Más cerca de casa, me sentí un poco cansado por una vez y decidí descansar unos días en el oeste de Cork, donde fui uno de los jueces del concurso de la Doncella de las Islas de Skibbereen, un festival anual en que cada hombre, mujer y niño irlandés acude a la ciudad durante veinticuatro horas para competir en carreras, entonar canciones protesta y hablar de la recesión. Me invitaron a pronunciar un discurso, pero dije que prefería demostrarles lo rápido que era, y en ese momento una mujer de la multitud arrojó un juego de llaves al escenario.

—Creo que me he dejado un grifo abierto —dijo, y me dio una dirección en Donegal, a más de cuatrocientos kilómetros de distancia—. ¿Podrías ir hasta allí y comprobarlo, chico?

—No te lo habías dejado abierto —contesté unos momentos después, devolviéndole las llaves junto con una gruesa chaqueta de lana roja—, pero he pensado que podías necesitar esto más tarde. Parece que va a hacer frío.

—¡Tus padres pueden estar orgullosos de ti, ya lo creo! —exclamó la mujer, jubilosa, y la multitud volvió a aclamarme.

—Muchas gracias —respondí—, pero no tengo madre, sólo padre. Y más vale que vuelva a su lado a toda pastilla. Le hice una promesa.

Desde allí, tomé un barco hasta Londres, donde me detuve un par de días para asistir a un festival literario, en el que entraba y salía con tanta velocidad de las lecturas de los autores que el viento que generaba les pasaba las páginas de los libros, dejándoles libres las manos para beber y gesticular. No importaba cuánto empeño pusiera: por más que lo intentaba no conseguía volver al pueblo. Parecía imposible, pero siempre había otra multitud que deseaba verme, siempre otra invitación que aceptar, otro festival al que asistir, otra carrera en que participar… Mi padre estaba muchas veces presente en mis pensamientos, pero al final traté de olvidar la promesa de volver a casa, pese a saber que los años pasaban, que mis días de colegial estaban quedando muy atrás y que mi padre no estaría rejuveneciendo precisamente.

No fue hasta que me entretuvieron en San Petersburgo y me encontré corriendo como un hámster en una rueda gigante, sin tomarme el menor respiro ni cansarme, cuando las cosas alcanzaron un punto crítico. Llegó una carta para mí, así que dejé de correr y bajé de la rueda. Leí la carta una y otra vez y las lágrimas afloraron a mis ojos. Le pregunté a un joven guardia por los horarios de los trenes desde San Petersburgo y me enteré de que eran terriblemente lentos, terriblemente escasos y terriblemente fríos.

—Pero tengo que llegar a mi casa —expliqué—, mi padre se está muriendo.

—Lo siento —contestó el joven encogiéndose de hombros, y parecía lamentar de veras no poder ayudarme—, pero no hay trenes.

—Entonces, será mejor que corra. Y prometo que esta vez nada se interpondrá en mi camino.

Y al menos esa promesa sí la cumplí.

18. Noah y el viejo

—Qué suerte haber tenido un padre como el suyo —comentó Noah—. Si yo quisiera hacer algo parecido, mis padres no me lo permitirían.

—Eso no lo sabes con certeza. ¿Se lo has preguntado?

—Bueno, no —admitió Noah—. Pero es que nadie ha llamado a la puerta para invitarme a formar parte del equipo olímpico. Después de todo, sólo tengo ocho años.

—Y sólo ganaste la medalla de bronce en los quinientos metros en el colegio.

—¡El tercer puesto no está mal! ¿Por qué no para ya de decir eso?

—Yo no era mucho mayor que tú cuando el señor Quaker vino en mi busca —repuso el viejo encogiéndose de hombros—. Aunque eran otros tiempos, supongo.

El niño suspiró y dejó la marioneta del señor Quaker en la mesa junto a las del príncipe, el señor Wickle y la señora Shields. Se quedaron ahí, mirándolo y sin parecer muy cómodas tan cerca unas de otras. Noah pensó que llevaban tanto tiempo juntas en el cofre que agradecerían un poco de libertad, pero no se las veía muy contentas.

Sin previo aviso, un cuco entró volando por la ventana, se detuvo en el aire entre Noah y el viejo, los miró un instante, soltó un par de graznidos y salió volando de nuevo para desaparecer en una nube.

—Oh, Dios santo —exclamó el hombre consultando el reloj—. No puede ser ya tan tarde, ¿no?

—Ese cuco… —dijo Noah levantándose de un brinco para asomarse a la ventana y ver adónde se dirigía el pájaro—. ¿Hace eso cada vez? O sea, lo de anunciar la hora.

—Por supuesto —contestó el viejo como si fuera lo más natural del mundo—. Es un reloj de cuco. En el sitio del que vienes también tenéis, ¿no?

—Sí. En casa tenemos uno en la sala de estar, al lado de la foto de la tía Joan, pero no se parece en nada a ése. No sabía que hicieran eso en la vida real.

—Claro que lo hacen, si se les adiestra como es debido. En realidad es el segundo reloj de cuco que he tenido —comentó el viejo con cierta pena—. Su padre hizo ese mismo trabajo durante muchos años, pero sufrió un desafortunado accidente un día que olvidé dejar la ventana abierta. —Titubeó un instante y luego levantó las manos con las palmas bien abiertas—. ¡Pataplaf! —añadió con gesto de resignación. Lo lamenté mucho y pensé que ahí acababa mi relación con esa familia, pero por suerte su hijo pequeño comprendió que había sido una desgracia involuntaria y me perdonó. Desde entonces viene siempre.

—¿Y lo despierta por las mañanas?

—Bueno, lo intenta. Aunque suelo estar levantado cuando llega. A veces desayunamos juntos, pero puede estar de muy mal humor a esas horas tempranas. Siempre tengo que valorar si es conveniente hablarle o no. Me levanto muy temprano, por cierto; siempre lo he hecho. Cuando era un chaval solía salir a correr muy pronto por las mañanas. Ahora ya no puedo hacerlo, por supuesto. Mis piernas no lo aguantarían. Aunque sólo yo tengo la culpa de eso, claro.

—Difícilmente es culpa suya —opinó Noah—. No puede evitar hacerse viejo.

—Ahora ya no puedo, eso es verdad —admitió el anciano, asintiendo con la cabeza—. Pero yo no tenía que envejecer. Fue una decisión que tomé.

—¿Cómo puede haber…? —empezó Noah, pero ahora fue el viejo quien miró por la ventana.

—El sol va a ponerse muy pronto —comentó—. Recuerdo una vez que vi ponerse el sol en la bahía de Watson, en Sídney, y esa misma noche corrí hasta la punta más al sur de España para verlo salir otra vez.

—Debió de cansarse mucho —dijo Noah con cara de asombro.

—Bueno, sí; no soy más que un ser humano —contestó el viejo sonriendo.

—Yo sólo he visto salir el sol una vez —dijo Noah en voz baja—. En mi casa, por supuesto.

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