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Authors: John Boyne

Tags: #Drama, #Cuentos

En el corazón del bosque (9 page)

BOOK: En el corazón del bosque
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—Me gustaría tener esa capacidad —comentó Noah—. En realidad, no soy muy buen corredor. Aunque no se me da mal el ajedrez.

—Hum —repuso el anciano—. Pero no es exactamente un deporte, ¿no?

—Es un deporte de la mente —respondió Noah, sentándose más tieso y sonriendo.

—Sí, es cierto. Pero ahora no tendrás con quién jugar al ajedrez, imagino. Ahora que te has escapado de casa, quiero decir.

—No —admitió Noah, bajando de nuevo la vista hacia la mesa para concentrarse en un nudo de la madera y rascarlo con la uña del pulgar.

—Entonces supongo que ha sido por tu familia —continuó el viejo mientras se ponía en pie, para retirar las cosas del almuerzo—. Son las únicas personas que quedan. Debes de haberte escapado de ellas. Bueno, ¿qué te parece esto? —preguntó mostrándole la marioneta de un orangután, resultado de la hora que llevaba tallando.

—Es muy buena —repuso Noah, tomándola de manos del anciano para examinarla con atención—. Y muy real, por la forma en que ha tallado la madera para que parezca pelaje de mono.

—Sí, supongo —respondió el viejo con una leve decepción—. En realidad no era un orangután lo que intentaba tallar, pero no importa.

—¿De veras? ¿Qué pretendía que fuera?

El anciano negó con la cabeza y se acercó a una cesta llena de maderas que había en un rincón, seleccionó una, la examinó, asintió con la cabeza y volvió a sentarse.

—No importa —repitió en voz baja, y tomó el formón—. Volveré a intentarlo. Un día de éstos me saldrá bien. Creo que hay algo de postre si te apetece.

—Si no es mucha molestia… —contestó Noah, que aún tenía hambre—. Y no me he escapado a causa de mi familia, por cierto. Es sólo que… bueno, ellos están allí y yo estoy aquí, eso es todo.

—Pero deben de ser malas personas si no quieres estar con ellos —comentó el anciano. Hizo chasquear los dedos para llamar a la nevera, que apareció ante ellos con tremenda agilidad, considerando lo llena que estaba de dulces. El viejo abrió la puerta y observó su interior—. Me temo que no tengo gran cosa que ofrecerte. Sólo gelatina y helado, un pastel de chocolate, una tarta de crema de plátano y un poco de flan con doble ración de cerezas. ¿Te bastará con eso?

—Sí, de sobra —respondió Noah.

No le gustó que el viejo creyera que su familia era mala gente y por eso había huido. Después de todo, no eran malos en absoluto. En realidad eran personas muy agradables.

—Pero, si son tan agradables, ¿por qué has huido? —preguntó el viejo, sorprendiendo a Noah, pues estaba seguro de que no había expresado sus pensamientos en voz alta.

—Es mejor así y ya está —dijo.

—¿Te encierra tu padre en la carbonera?

—No —contestó Noah, horrorizado.

—¿Te obliga tu madre a comer en la caseta del perro?

—Claro que no. Jamás haría una cosa así. Además, no tenemos perro. Mi madre y yo solemos salir de excursión por ahí y lo pasamos muy bien. O al menos lo hemos hecho durante estos últimos meses.

—Ah, ¿sí? Eso parece interesante.

—Sí, bueno, una vez fuimos a una cafetería donde había un
flipper
—dijo Noah, y le contó cómo había conseguido 4 500 000 puntos y había alcanzado el primer puesto en la lista de los mejores jugadores—. Y en otra ocasión me salvó de un guardia de seguridad que me acusaba de haber robado unos naipes. Y hace sólo unas semanas construyó nuestra propia playa privada.

El viejo enarcó una ceja, sorprendido.

—¿Una playa privada? ¿Junto a un bosque? No parece muy verosímil.

—Se asombraría de las cosas que es capaz de hacer mi madre cuando se empeña —dijo Noah con una leve sonrisa—. Está llena de sorpresas.

11. Una excursión inesperada

La madre de Noah nunca había sido de las que hacen cosas inesperadas, pero aquello había cambiado unos meses atrás, después de que cancelaran las vacaciones de primavera en casa de la tía Joan. Solían ir allí cada Pascua desde que Noah recordaba, y siempre había deseado ese viaje, no sólo porque vivían junto al mar y podía pasarse horas chapoteando en el agua y haciendo castillos en la arena, sino también porque su primo Mark era su mejor amigo, aunque sólo se vieran unas pocas veces al año. (La costa, donde vivía la tía Joan, quedaba muy lejos del bosque donde residía la familia Barleywater).

Todo el mundo decía que Mark era muy distinto de Noah. Era alto para su edad, y sus padres aseguraban que iban a ponerle un ladrillo en la cabeza para impedir que creciera más, porque la ropa sólo le duraba unos meses antes de quedársele pequeña. Y tenía una buena mata de pelo rubio, mientras que el de Noah era negro. Y tenía ojos azules, no verdes como los de Noah. Y se parecía a una estrella de fútbol o rugby, dos deportes que a Noah le gustaba practicar pero en los que no destacaba. Por algún motivo, siempre se confundía cuando jugaban en el colegio (los lunes, miércoles y viernes, al fútbol; los martes y jueves, al rugby), y atrapaba el balón con las manos para arrojárselo de lado a los otros niños del equipo, o chutaba la pelota de rugby para lanzarla al fondo de la red y gritar «¡Gooooool!» a pleno pulmón y luego correr alrededor del campo con la camiseta levantada, tapándose la cabeza, hasta que se caía. De no ser porque en general resultaba simpático a los demás niños, es muy posible que le hubiesen dado de patadas en el trasero.

—Ha habido un pequeño cambio de planes —anunció su madre una noche a la hora de la cena—, con respecto a las vacaciones en casa de la tía Joan.

—Pero vamos a ir, ¿verdad? —se apresuró a decir Noah levantando la vista del pastel de pescado, al que estaba mareando en el plato con la esperanza de encontrar algo comestible en aquel revoltijo blandengue. (Su madre era muchas cosas, pero buena cocinera no era una de ellas).

—Sí, sí, vamos a ir —repuso la madre buscando con la vista la sal y la pimienta para camuflar el sabor y al mismo tiempo no mirarlo a los ojos—. Bueno, cuando digo que vamos a ir quiero decir que iremos. En algún momento, claro. Pero no dentro de dos semanas como teníamos planeado.

—¿Por qué no? —quiso saber Noah, los ojos abiertos de sorpresa.

—Será otra semana —intervino el padre—. Por ejemplo, en verano, si todo va bien.

—Pero si está todo organizado —insistió Noah, mirando de uno a otro, consternado—. Le escribí a Mark la semana pasada y decidimos que la primera tarde iríamos a buscar cangrejos y…

—La última vez que fuiste a buscar cangrejos con Mark, llenasteis un cubo entero, y cuando uno se salió y se subió a tu brazo, los dejaste caer todos en el suelo de la cocina de la tía Joan —le recordó su madre—. Todos escaparon, excepto un cangrejo desafortunado al que se le rompió el caparazón al caer. En todo caso, imagino que la población de cangrejos estará encantada de enterarse de que no vas de visita esta Pascua.

—Sí, pero entonces sólo tenía siete años —adujo Noah—. Nadie sabe cómo comportarse a los siete. Pero ahora tengo ocho. Trataré a los cangrejos con más respeto.

—¿Quieres decir que conservarás intactos sus caparazones antes de dejarlos caer, todavía vivos, en una olla de agua hirviendo? —preguntó el padre, que se definía como un defensor de causas perdidas y se sentía orgulloso de ello.

—Eso es. Así pues, ¿podemos ir?

—No —contestó su madre.

—Pero ¿por qué no?

—Porque no podemos.

—¿Por qué no podemos?

—Porque yo lo digo.

—Pero ¿por qué lo dices?

—Porque ahora mismo no es posible.

—Pero ¿por qué no es posible ahora mismo?

—¡Porque no lo es!

—¡Eso no es una respuesta!

—Bueno, pues es la única respuesta que van a darte, Noah Barleywater —espetó la madre, y él supo que ahí acababa el asunto, porque su madre sólo lo llamaba por el nombre y el apellido cuando había tomado una decisión y no había vuelta atrás—. Ahora, cómete el pastel de pescado antes de que se enfríe.

—Odio el pastel de pescado —gruñó Noah; en realidad le gustaba cuando estaba bien hecho. (Por alguien que supiera cocinar, por ejemplo).

—No, no es verdad —repuso ella—. Cuando salimos a cenar fuera siempre pides pastel de pescado.

—No odio el auténtico pastel de pescado —explicó Noah, revolviendo la bazofia rosácea y blancuzca en el plato; algunos trozos se veían tan crudos e incomibles que un veterinario experimentado habría podido devolverles la vida—. Pero esto, madre… Esto… la verdad…

La mujer exhaló un suspiro. Sabía que Noah sólo la llamaba «madre» cuando estaba seguro de algo y no había forma de convencerlo de lo contrario.

—¿Qué tiene de malo? —preguntó al cabo de unos instantes.

—Sabe a vómito —repuso el niño encogiéndose de hombros.

—¡Noah! —exclamó el padre, dejando de enredar en su propio plato para mirar a su hijo—. Eso que has dicho es inaceptable.

—Déjalo, tiene razón —intervino la madre con un suspiro y apartó el plato—. Soy una cocinera pésima, lo sé.

—Haces una sopa de tomate bastante buena —concedió Noah.

—Ya —admitió ella—. Sé abrir una lata como el mejor. Pero mi pastel de pescado no da la talla.

—Para ser francos —dijo el padre—, sí que parece algo ante lo que el perro arrugaría el hocico. Si tuviésemos un perro, claro.

—Vayamos a cenar fuera —propuso la madre, poniéndose en pie para retirar los platos—. Así podréis pedir lo que queráis.

Noah sonrió, con la decepción por lo de las vacaciones momentáneamente olvidada, y saltó de la silla, pero justo en ese instante a su madre se le escurrieron los platos que llevaba, y los tres se estrellaron contra el suelo, diseminando por todas partes patatas, gambas, bacalao, guisantes y toda clase de ingredientes viscosos. Noah dio un respingo, esperando oírla decir que era una patosa incorregible y que siempre se le caía todo, pero en lugar de ello estaba apoyada contra el aparador, aferrándose los riñones con una mano y gimiendo suavemente, emitiendo un sonido extraño e inquietante, un gimoteo desgarrador que no le había oído nunca. Su marido corrió hacia ella, y Noah dio un paso también, pero no había otra forma de pasar sobre el pastel de pescado desparramado que dando un gran salto, y no podía hacerlo sin dar primero un paso atrás.

—Sube a tu habitación, Noah —ordenó su padre antes de que pudiera moverse.

—¿Qué le pasa a mamá? —preguntó él con nerviosismo.

—¡Sube a tu habitación! —repitió su padre levantando la voz, y pareció tan serio que Noah obedeció inmediatamente.

Una vez en su cuarto, trató de no pensar en qué estaba pasando en realidad en el piso de abajo.

Y ahí acabó el asunto, por el momento.

Dos semanas después, el día en que deberían haberse marchado a casa de la tía Joan de no haber cambiado los planes, Noah estaba ante el espejo de su habitación midiéndose los músculos cuando su madre entró muy decidida. Había pasado unos días enferma en la cama, pero ya parecía mejor y todo el día anterior había estado fuera, en lo que describió como una misión secreta de la que Noah sabría algo muy pronto.

—¡Aquí estás! —exclamó sonriente—. ¿Qué te parecería una excursión?

—¡Guay! —contestó Noah, dejando la cinta métrica para tomar nota en su libreta de medidas—. ¿Adónde iremos esta vez? ¿Volvemos a la cafetería del
flipper
?

—No, tengo un plan mucho mejor. Puesto que no podemos ir al mar, he pensado traer el mar a nosotros. ¿Qué te parece?

Noah suspiró y negó con la cabeza.

—Vivimos junto a un bosque, madre. No creo que vayamos a encontrar ninguna playa por aquí cerca.

—Si piensas que voy a dejar que un detalle como ése se interponga en mi camino, es que no me conoces —contestó ella; le sacó la lengua y esbozó una mueca—. Ya sabes que soy la madre más increíble del mundo, ¿no? —Noah asintió pero no dijo nada, de modo que su madre dio dos rápidas palmadas, como alguien en un programa de televisión a punto de hacer un hechizo, y dijo—: Ve por el bañador y una toalla. Te espero abajo dentro de cinco minutos.

Noah lo hizo, preguntándose qué demonios le estaría pasando a su madre. Era la segunda vez que lo sacaba en una excursión imprevista. La primera vez, la del
flipper
, lo habían pasado genial, y si podía basarse en eso, esta de ahora sería incluso mejor. Antes, su madre no hacía esa clase de cosas, pero últimamente, y de repente, parecían estar de moda. Sin embargo, no lograba imaginar cómo llevaría el mar hasta el bosque. Su madre era muchas cosas, pero maga no.

—¿Adónde vamos? —preguntó cuando iban en el coche, con la capota abierta por una vez. (En el pasado, la señora Barleywater decía que no le gustaba abrirla por si pillaba un resfriado, pero eso ya no parecía preocuparla y se la veía contenta disfrutando de la fresca brisa de verano. «Sólo se vive una vez», había comentado al abrirla).

—Ya te lo he dicho, a la playa.

—Sí, pero en la vida real —insistió él.

—Noah Barleywater —repuso ella mirándolo un instante, para luego volver a centrarse en la carretera—, espero que no estés sugiriendo que voy a defraudarte. Me has dicho que te encanta ir a la playa.

—Sí, pero está a cientos de kilómetros de aquí. No vamos a conducir cientos de kilómetros, ¿verdad?

—Claro que no —respondió su madre—. No tendría energías suficientes para eso. No, deberíamos llegar en unos quince minutos.

Y en efecto, un cuarto de hora después, tras haberse alejado del bosque en dirección a la cercana ciudad, llegaron a un hotel que Noah nunca había visto y dejaron el coche en el aparcamiento.

—No digas nada —dijo la madre al advertir la escéptica expresión de su hijo—. Confía en mí y ya está.

Entraron en el hotel y la señora Barleywater le hizo una seña con la mano a una recepcionista, que salió de detrás del mostrador con una sonrisa en el rostro y le tendió una llave.

—Gracias, Julie —dijo la madre guiñándole un ojo.

Noah frunció el entrecejo, sorprendido, porque estaba seguro de conocer a todos los amigos de su madre, y esa Julie era nueva para él. A continuación siguió a su madre, sólo volviéndose para echar un vistazo a la recepcionista, que estaba con otra compañera y los observaba alejarse. Movía la cabeza como si estuviera muy triste por algo, y le habló a su amiga, que se quedó boquiabierta, como si acabaran de contarle un terrible secreto.

—Es por aquí —indicó la madre llevándolo de la mano pasillo adelante—. Y ahora, subamos al ascensor. ¿Quieres apretar tú el botón?

Noah suspiró y negó con la cabeza.

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