El violín del diablo (26 page)

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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Histórico, Intriga, Policíaco

BOOK: El violín del diablo
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Al cabo de tres horas y media los dos policías estaban en la capital alavesa.

La ciudad bullía de gente y estaba repleta de carteles anunciando que al día siguiente daba comienzo el renombrado Festival de Jazz.

Perdomo y Villanueva tenían una habitación reservada en el hotel Canciller Ayala, que, por hallarse situado muy cerca del Polideportivo Mendizorrotza, era el establecimiento donde estaban alojadas la mayoría de las estrellas que acudían ese año al festival. El hotel también se encontraba a veinte minutos caminando de la plaza de la Constitución, en la que estaba el Conservatorio Jesús Guridi, en el que el padre de Ane era profesor de violín.

Ya en recepción, Perdomo y Villanueva experimentaron su primer contacto con la gloria al darse cuenta de que la mujer que estaba charlando en el lobby del hotel con un venerable anciano de color, de barba blanca, no era otra que Norah Jones, la hija del mítico rey del sitar Ravi Shankar, que con sólo tres álbumes y un puñado de buenas canciones, en las que se mezclaban el pop acústico con el soul y el jazz, había logrado igualar al menos, por no decir eclipsar, la popularidad de su padre. A sus veintinueve años, Norah Jones no solamente era una de las artistas que más discos vendían en el mundo, sino una mujer extremadamente atractiva, a la que sus rasgos hindúes conferían un aire de exotismo irresistible. Perdomo casi se sintió defraudado cuando Villanueva no profirió ningún comentario obsceno al contemplar a aquella hembra tan apetecible, y se indignó consigo mismo al darse cuenta de lo mucho que había tardado en reconocer que el anciano que coqueteaba con Norah, a poca distancia del mostrador de recepción, era la otra gran estrella de esa edición del festival: Sonny Rollins, el coloso del saxo tenor.

Los policías dejaron los bártulos en la habitación y Perdomo soltó un comentario hiriente hacia el Ministerio del Interior porque dos hombres hechos y derechos se vieran obligados a compartir habitación, como si fueran dos alumnos de internado. Villanueva, que era quien se había encargado de hacer la reserva, le explicó que la habitación doble no tenía nada que ver con las restricciones presupuestarias, sino con el hecho de que, al estar la ciudad en pleno Festival Internacional, los hoteles estaban desbordados.

—Puedes dar gracias a que tengamos una cama para cada uno y no nos hayan hecho compartir una de matrimonio —bromeó el subinspector.

Perdomo estaba deseando perder de vista a Villanueva cuanto antes, así que le dijo:

—Tenemos la cita con el padre mañana a las diez en el Conservatorio. Está en la plaza de la Constitución, a quince minutos caminando desde aquí. Voy a telefonear a mi hijo a ver si está todo en regla y luego he quedado con unos amigos para cenar. ¿Tú qué vas a hacer?

—También tengo amigos en la ciudad, a los que quiero ver.

—Si vuelves al hotel después de mí, no se te ocurra encender la luz. Me cuesta mucho coger el sueño una vez que me despierto en mitad de la noche.

Villanueva abandonó la habitación de inmediato y Perdomo, tras hablar con Gregorio desde el teléfono que tenía junto a la cama y comprobar que todo estaba en orden, pidió al conserje del hotel que le reservara mesa para uno en El Portalón, tal vez el restaurante más emblemático de Vitoria. Había mentido a su compañero para no tener que pasar junto a él más horas de las estrictamente necesarias, porque lo cierto era que no conocía absolutamente a nadie en la ciudad.

El restaurante El Portalón está en una antigua posada de mercaderes de finales del siglo XV, en el corazón de la Vitoria gótica, al final de la calle Correría. Debía su nombre a las extraordinarias dimensiones de la puerta de entrada, por la que un día habían entrado y salido carruajes y caballerizas. Daban tan bien de comer que se decía que las estrellas mundiales del jazz que acudían desde hace más de treinta años al festival, lo hacían más movidas por la oportunidad de degustar los suculentos platos a base de habas, setas y caracoles, maridados con los selectos vinos de la Rioja alavesa de la bodega, que por inquietudes artísticas.

Nada más entrar, y antes siquiera de que le abordara el
maître
para comprobar su reserva, Perdomo se dio cuenta de que el restaurante estaba, efectivamente, abarrotado de músicos de jazz, por la cantidad de clientes de color que se sentaban a las mesas.

Cuando fue conducido hasta la suya, el inspector vio que la de al lado, que era también individual, estaba ocupada por el subinspector Villanueva. Ambos policías sonrieron al darse cuenta de que se habían mentido mutuamente y, para no sentirse completamente ridículos durante la cena, Perdomo le pidió al encargado que les sentaran juntos.

Los dos hombres decidieron no complicarse la existencia y ordenaron el menú degustación, al razonable precio de cincuenta euros por persona. Inmediatamente Villanueva, que era bastante más parlanchín que su jefe, preguntó a éste qué le parecía la noticia del día: el súbdito francés que esa misma mañana le había ido a ver a la UDEV en compañía de una mujer, había fallecido poco después en un extraño accidente con un paraguas.

Perdomo, que ese día había estado más preocupado de que su hijo estuviera perfectamente atendido que en ponerse al día sobre la actualidad, se quedó blanco y sin palabras cuando se enteró de la muerte de Lupot. De alguna manera que no alcanzaba a entender, todas las personas que entraban en contacto con el violín acababan falleciendo de muerte violenta. Todas menos el asesino de Ane Larrazábal, sobre el que por el momento no tenían la menor pista, aunque Lledó empezaba a perfilarse como uno de los posibles sospechosos. Su mente saltó luego al otro crimen no resuelto de aquellos días y preguntó a su compañero.

—¿Qué habéis averiguado del atentado contra Salvador?

Villanueva le informó de que se trataba de un ajuste de cuentas. Durante la época en que había estado en Estupefacientes, Salvador había logrado desmantelar una importante banda de narcotraficantes, comandada por un egipcio, que ahora, desde la cárcel, había ordenado atentar contra el policía.

—Mañana, cuando hablemos con los padres —señaló Perdomo cambiando otra vez de tema—, debemos ser muy cautos. Es normal que la familia esté ansiosa por que el asesino sea detenido, pero nada de darles falsas esperanzas. Podemos hacerles ver que la investigación avanza, que se ha dado ya un paso importante al desmontar la pista árabe, pero al mismo tiempo, tratar de que acepten que el esclarecimiento de un homicidio es algo muy complejo. Fíjate si tendré razón, que el caso que mencionó esta mañana Galdón en su despacho, el crimen de Burgos, os llevó tres años.

—Estás mal informado —le replicó Villanueva en tono altanero—. La investigación se demoró tanto porque al principio eran inspectores de la Policía Judicial de Burgos los que se ocupaban del caso, y se estancaron. En cuanto entró la UDEV central, las cosas empezaron a avanzar. Nunca has trabajado con Galdón, pero te aseguro que es una máquina. No descansa nunca; corre la leyenda de que nunca va a casa a dormir, sino que lo hace en el despacho, colgado del techo, como los murciélagos. A nosotros no nos va a dejar vivir hasta que encontremos al culpable.

Se produjo una pausa, en la que ninguno de los dos dijo nada, pero no porque estuvieran pensando, sino porque ambos tenían la boca llena. Al fin, Villanueva, con la comisura izquierda de los labios manchada de salsa, exclamó:

—¿Soy yo, que tenía mucha hambre, o estas cocochas de merluza están de campeonato?

Perdomo no respondió, pues su atención se había concentrado en un fabuloso plato de chipirones en su tinta que acababa de aterrizar en la mesa de los músicos de color. El negro, que a juzgar por el tamaño de las manos era contrabajista, ni siquiera debía de haber oído hablar, en su ya dilatada existencia, de un plato en el que la salsa era aún más oscura que su piel, y al principio pensó que se trataba de una broma. Pero como el camarero insistió, acabó probándolos y nada más hacerlo cayó en una especie de trance místico-gastronómico del que no se recuperó hasta que dejó el plato tan limpio como una patena.

—Ya que hemos llegado en pleno Festival —comentó Villanueva al cabo de un rato—, podríamos aprovechar para asistir a algún concierto.

—Los conciertos son por la tarde —le aclaró Perdomo— y nosotros, mañana, en cuanto hablemos con los padres, nos volvemos a Madrid. No puedo dejar tanto tiempo a mi crío solo.

—Pues yo esta noche me voy a quedar a la
jam session
del Canciller Ayala. Dicen que va a estar Tomatito.

—Haz lo que quieras —le contestó el inspector, en un tono que dejaba entrever claramente que ya había superado con creces el cupo de palabras que tenía pensado intercambiar con Villanueva aquel día—. Mañana te quiero al cien por cien, y como me despiertes esta noche a las tres de la mañana, vamos a tener más que palabras.

Los dos policías permanecieron en silencio hasta que llegó la cuenta, que pagaron a escote.

33

Madrid, la tarde del mismo día

Andrea Rescaglio siempre tenía dificultades para entrar y salir de las estaciones de metro de Madrid cuando llevaba el chelo consigo, a causa de los tornos de acceso, y por eso solía optar por cubrir las distancias en taxi o en autobús. Pero la tarde era lluviosa, el tráfico se había espesado y el italiano no tenía intención de perder dos horas de su vida atrapado en un absurdo atasco sólo porque se le hubiera terminado la resina para el arco.

La única tienda de la ciudad donde siempre tenían en stock su marca preferida, Pirastro —para los buenos chelistas existía un abismo entre emplear uno u otro producto—, estaba a dos pasos de la estación de metro de Ópera, de manera que, aunque sabía lo engorrosa que iba a ser la entrada y la salida al suburbano, no se lo pensó dos veces y se zambulló en el subsuelo madrileño.

Nada más entrar, comprobó con desagrado el estado lamentable en que la huelga de empleados de limpieza del metro estaba dejando tanto los pasillos como los andenes de la terminal, por no hablar de las papeleras, que parecían estar a punto de desfondarse y caer al suelo estrepitosamente por el peso de las inmundicias apiladas sobre ellas. Si no dio media vuelta en el acto fue porque la posibilidad de llegar a la tienda de instrumentos cuando ésta estuviera ya cerrada, después de haber sufrido el martirio del tráfago madrileño, se le hacía aún más insoportable que tener que caminar a través de aquel vertedero.

Tal como había temido, la funda del chelo se le enganchó al salir de la estación en una de las barras del torno y Rescaglio tuvo que forcejear con el artilugio mientras blasfemaba en voz baja y en italiano, para no herir los oídos de los pasajeros que hacían cola impacientes detrás de él, esperando a que solucionase su pequeño contratiempo.

Nada más encaminarse a la puerta que le convenía, comenzó a escuchar música de violín, proveniente de uno de los pasillos de salida. Sonrió al recordar los tiempos en que él también había probado fortuna como músico callejero, cuando aún era un aprendiz del instrumento. Su sorpresa fue mayúscula cuando, al acceder al pasillo, en vez de tropezarse con un grupo de músicos de Europa del Este —checos, húngaros y rumanos parecían haber logrado una clara preeminencia en el difícil repertorio de la música callejera para cuerda— se encontró con un par de muchachos que no tendrían más de trece años y que habían logrado llenar de monedas y billetes la caja del violín, que descansaba sobre el suelo con la boca abierta, como si fuera un sapo hambriento. La pieza, «Eight Days a Week», de los Beatles, sonaba bien afinada y a un tempo y con un
swing
que a Rescaglio le parecieron muy musicales. Uno de los dos chicos tocaba la melodía con el arco y el otro se había colocado el violín sobre el pecho, como si fuera una mandolina, y rasgueaba con la mano derecha los acordes de acompañamiento.

La canción estaba a punto de concluir y el italiano se detuvo un momento, intrigado por averiguar la reacción de los viandantes una vez que la pieza hubiera terminado. ¿Recibirían aquellos jovencísimos intérpretes la ovación que se merecían?

Pasados unos segundos, comprobó que no solamente eran festejados con aplausos, sino con gritos de «¡Bravo!» y «¡Otra!», a los que los dos chicos correspondieron con solemnes reverencias, como si fueran dos profesionales saludando al respetable desde el proscenio del Carnegie Hall.

Los improvisados espectadores permanecieron luego unos momentos a la espera, para ver si continuaba el espectáculo, pero al ver que los chicos destensaban los arcos y guardaban los instrumentos, continuaron su camino después de haberse aligerado los bolsillos de monedas, que depositaron en el interior de la caja.

Fue entonces cuando Rescaglio se dio cuenta de que el violinista que había llevado la voz cantante era Gregorio Perdomo, el hijo del inspector que estaba tratando de resolver el asesinato de su prometida.

—Hola, ¿te acuerdas de mí? —le dijo el italiano.

Habían tenido la ocasión de conocerse en la cafetería Intermezzo, junto al Auditorio Nacional, el día en que Ane Larrazábal había sido asesinada.

Por la sonrisa que le devolvió el muchacho, era evidente que sí.

—¡Claro, tú eres el novio de Ane! Pero no me acuerdo de tu nombre.

—Andrea. Aquí en España se ha puesto de moda bautizar así a las chicas, porque como acaba en
a
, la gente se piensa que es un nombre de mujer. Pero en Italia, si te diera por llamar Andrea a una niña, el cura se troncharía de risa; es como si aquí le pusieras Isabel a un varón solo porque el nombre acaba en
el
, como Miguel o Gabriel.

—No lo sabía —respondió divertido Gregorio—. Bueno, él es Nacho —añadió, volviéndose en dirección a su acompañante—. Está en el mismo curso de violín que yo.

El chelista le tendió la mano y se la sacudió efusivamente.

—Mucho gusto, Nacho. Me ha encantado lo poco que he podido oír. ¿De dónde habéis sacado los arreglos?

—¿Qué arreglos? Esto lo estábamos tocando de oído —respondió orgulloso Gregorio.

—¿En serio? —Rescaglio no podía disimular su asombro y admiración por aquellos dos mocosos—. ¡Pues entonces tiene todavía más mérito!

Los dos muchachos se inflaron como globos al escuchar semejantes halagos en boca de un músico profesional y bajaron un poco la mirada, como si tuvieran dificultades para digerir un elogio tan rotundo. Luego, Nacho miró el reloj y dijo a su compañero:

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