Authors: Eduardo Punset
Justamente, en las condiciones cambiantes y complejas del mundo moderno, Daniel Goleman ya formuló la gran pregunta hace unos años. ¿Podemos manejar nuestras emociones, si nos lo proponemos, algo mejor que nuestros antepasados?
A menudo se olvida lo que quiso decirme el neurocientífico Joseph Ledoux en su despacho de la Universidad de Nueva York. Yo quería saber qué pasaría en el futuro con las dificultades de comunicación entre la parte emocional del cerebro y la razón. ¿Disminuirían o aumentarían los malentendidos entre los instintos y la inteligencia?
«La gente tiende a creer que el aumento de la capacidad de la parte más desarrollada del cerebro no va aparejada con un aumento paralelo de la capacidad del cerebro primordial; del sistema límbico», fue su respuesta. Ledoux sugería que las dificultades de comunicación entre la neocorteza y la amígdala -entre el órgano rector de la razón y el de las emociones- no disminuirían con la sofisticación creciente del primero y la atrofia de la segunda. Los dos cerebros se estaban sofisticando y manteniendo, por consiguiente, su poderío respectivo.
Si un día llegamos a gestionar y controlar mejor nuestras emociones, la vía no habrá sido la de reducir a un papel insignificante nuestros resortes instintivos o emocionales, a raíz de la creciente preponderancia de la neocorteza, sino una mejor integración y plasticidad de los dos cerebros. El heredado del resto de los mamíferos y el nuestro.
En cuanto al ejemplo cargado de sentido histórico y nada banal, elegí las conversaciones en la isla de Yalta al término de la segunda guerra mundial entre Winston Churchill, primer ministro de Gran Bretaña, Franklin D. Roosevelt, presidente de Estados Unidos, y Iosif Stalin, jefe de la URSS.
«Hablando la gente se confunde.» Winston Churchill, Franklin D. Roosevelt y Iosif Stalin fotografiados en la conferencia de Yalta, celebrada en febrero de 1945.
Como se puede comprobar con la lectura del texto de aquella negociación, el intercambio verbal constituyó lo que hoy se tildaría de «diálogo de sordos». Lo que importaba no era entenderse, sino sobrevivir defendiendo acérrimamente los intereses propios.
Ni siquiera eso se desprende de las conversaciones de los líderes mundiales de entonces, sino del acuerdo final. Lo cual alerta sobre un aspecto adicional e importante de la evolución del lenguaje: su relevancia surge con la innovación de la escritura y, particularmente, el carácter vinculante de los acuerdos o contratos suscritos. El lenguaje gestual y hablado ha supuesto una introducción prolongada durante millones de años; un divertimento social antes de entrar, realmente, en materia mediante la escritura y los contratos.
Suele decirse que el lenguaje es traicionero en clara alusión a que no siempre se dice lo que se quiere decir, ni se entiende lo que se quiere transmitir. Decía Miguel de Unamuno que cuando dos personas se encuentran no hay dos, sino seis personas distintas: una es como uno cree que es, otra como el otro lo ve y otra como realmente es; esto multiplicado por dos da seis. Una cosa es lo que uno dice, otra lo que el otro entiende que ha dicho y otra lo que realmente se quería decir.
En la famosa negociación de Yalta, en febrero de 1945, ¿qué papel desempeñó el lenguaje? ¿Qué querían conseguir los participantes? ¿Qué acuerdo alcanzaron? ¿En qué realizaciones se plasmaron sus palabras? ¿Cómo influyó el resultado de esta negociación en la configuración del orden mundial que se instauró durante décadas?
Tras la segunda guerra mundial toda Europa oriental y los Balcanes estaban ocupados por los soviéticos y la gran mayoría de los países de la región, con excepción de Grecia, se convirtieron en «democracias populares». La ocupación de esa parte del continente se realizó entre el verano de 1944 y la primavera de 1945. Cuando comenzó la negociación de Yalta, el ejército ruso poseía todos los territorios disputados e intervenía en las disposiciones internas de todos los países invadidos.
¿Qué pretendían los distintos actores con la negociación? Stalin quería redefinir las nuevas fronteras soviéticas. Churchill pretendía recuperar el equilibrio de la vieja Europa devolviendo a Francia, Gran Bretaña y Alemania su papel de viejas potencias mediante la reducción, entre otras cosas, de las exigencias de Moscú en materia de reparaciones posbélicas. Por su parte, Roosevelt buscaba un acuerdo sobre los procedimientos de voto en las Naciones Unidas y quería asegurarse la participación soviética en la guerra contra Japón.
El documento top secret de las negociaciones terminaba con la afirmación contundente por parte de Stalin de la necesidad de una Polonia libre y totalmente independiente. En términos más generales, Churchill y Roosevelt aceptaban las fronteras soviéticas y Stalin y sus aliados una Europa que garantizara elecciones libres, así como el establecimiento de regímenes políticos democráticos en toda Europa oriental.
El verdadero resultado de la negociación es de sobras conocido. Los intereses de Stalin -no manifestados literalmente en la negociación- quedaron reflejados en la realidad geopolítica de la posguerra; sellaron la decadencia internacional del Reino Unido en beneficio de dos países que se consolidaron rápidamente como las dos potencias más poderosas del planeta: Estados Unidos y la URSS.
Cuando un tiempo después los norteamericanos optaron por la política de rearme frente al expansionismo comunista, lo hicieron sobre la base de que el jefe del Kremlin no había cumplido el acuerdo de la negociación de Yalta. En el texto que llevaba el sello top secret antes citado no había ni rastro del detonante que configuró más tarde la política internacional: la larga carrera armamentística que el mundo ha vivido y que, con distintos actores, sigue vigente en la actualidad.
Las conversaciones de Yalta muestran la complejidad no sólo del proceso de comunicación, sino la ambigüedad de su herramienta fundamental, el lenguaje, que, lejos de servir para entenderse, fue utilizado en esta ocasión histórica para confundir al futuro adversario y ocultar el designio propio.
Para el tercer y último ejemplo le pido al lector que intente remontarse conmigo -a pesar de las dificultades insuperables que existen para ello- a su más tierna infancia. Cuando estaba en la cuna balbuceando nunca me sentí estresado por no poder recurrir todavía al lenguaje hablado. Mis nietas tampoco. Un llanto muy insistente y, a veces, un simple lloriqueo bastaban para revolucionar el mundo a mi alrededor. Como a mis antecesores de hacía cuatro millones de años, me bastaban los gestos de las manos primero y los chillidos después. En mi mente -gesticulando o vocalizando- todo el mundo hablaba, incluidos los muñecos y los animales de los primeros cuentos. Tenía ya tres años, pero nunca sentí la urgencia de hablar -al revés de lo que me pasaba con la comida cada cuatro horas-; ni desde luego se me habría ocurrido que aquello fuera algo tan trascendental que me iba a distinguir para siempre del resto de los animales con los que jugaba.
Con los años, si acaso, fui descubriendo que la capacidad de hablar me ayudaba a traficar con afectos y a chismorrear sobre cosas irrelevantes como la altura exagerada de una niña del vecindario o los nidos de barro de las golondrinas. Hacía prosa sin saberlo, como el famoso personaje de Molière: ejecutaba al pie de la letra, por supuesto, el gran secreto de la evolución, es decir que lo fundamental no era hacerse entender, sino intuir lo que los demás pensaban para poder sobrevivir.
Es el momento de regresar a los recodos de la telaraña de la pareja. Una pista útil para la armonía en la convivencia de los enamorados es compartir aquel secreto de la evolución. Las palabras no son, fundamentalmente, un canal para explicitar las convicciones propias, sino el conducto para poder intuir lo que está cavilando la mente del otro. Sólo cuando esto se descubre surge la oportunidad de ayudarle o influirle. La mayoría de las parejas, por desgracia, dedica mucho más tiempo a intentar explicar lo que piensa cada uno que a intuir lo que piensa el otro.
La fusión entre dos organismos -el primer rellano de la escalera de la convivencia- está prácticamente libre de obstáculos. Con o sin lenguaje, los primeros embates de la vida de la pareja ocurren en la etapa de la fusión. La mente y el cuerpo están plenamente dedicados a fusionar dos seres vivos de procedencia y naturaleza distintas. Un porcentaje significativo de las horas transcurre en el dormitorio. Se trata de dar rienda suelta al ánimo de fusión amorosa. Claro que la pareja debe atender, también, a otros menesteres; pero su vida transcurre bajo el influjo de la fusión de los dos cuerpos para dar cauce al amor. El resto de sus actividades pasa por el filtro del ánimo de fusión recíproca. Esta etapa puede durar varios años.
La marcha de la evolución explica otro rasgo sorprendente del periodo de fusión del amor: su relativa brevedad. En promedio, el enamoramiento pervive durante el tiempo necesario para alcanzar los fines evolutivos. Es necesario que la pareja se mantenga el tiempo suficiente para engendrar y cuidar los hijos, lo que parece corresponderse con la sabiduría popular y la investigación de los psicólogos, que lo cifran en unos siete años.
Los circuitos cerebrales responsables del vínculo amoroso -los mecanismos subcorticales en la región de los ganglios basales de motivación y recompensa- son distintos de los activados por emociones como el impulso sexual. Lo que no quiere decir que la frecuencia y los modos de ejercer este impulso no influyan sobre el amor romántico. La escritora Claire Rayner, comadrona de profesión en los primeros años de su vida profesional, alude a uno de los errores cotidianos más comunes. Se trata de creer que un médico puede tranquilizar a un paciente ansioso por saber la respuesta sugiriéndole el número de veces que es «normal» hacer el amor. Es tan normal, desde un punto de vista clínico, varias veces por día, como por semana, mes o año. Los únicos hechos comprobados por la experiencia sexual son que cuanto más se practica más ganas se tiene de repetirlo y a la inversa; que el rechazo de un miembro de la pareja a las aperturas sexuales del otro tiene un impacto psicológico insospechado y que, a medio plazo, la abstinencia sexual afecta al vínculo del amor romántico.
La segunda etapa está caracterizada por la construcción del nido. Se asumen nuevos compromisos que garanticen una infraestructura adecuada para la vida en común. Si es preciso, se cambia de lugar geográfico o incluso de trabajo. Durante varios años los pensamientos y las labores transcurren con la finalidad de ordenar y fijar las bases físicas de la convivencia. El amor se expresa menos en besos y caricias y más en desvelos, trabajo y contratos que cimenten una plataforma común sostenible.
Los niños, particularmente cuando tienen hermanos, piden y exigen más a los padres de lo que éstos pueden dar. Por una razón muy sencilla: los niños necesitan recabar no sólo el amor de sus padres, sino el amor del resto del mundo. Los padres mediocres no ofrecen ni lo que ellos, por sí solos, podrían dar. Los buenos son impotentes para conseguir el amor del resto del mundo, por mucho que se empeñen. Es el segundo, a la vez, cimiento y escollo serio en la vida común de los enamorados: la irrupción de su descendencia en el hogar.
La novelista de origen canadiense Rachel Cusk expresaba así el drama de partida: «El ser puro y diminuto de mi hija requiere un mantenimiento considerable. Al inicio, mi relación hacia ella es la de un riñón. Dispongo de sus desechos. Cada tres horas pongo leche en su boca. Pasa por una serie de tubos, sale de nuevo y la tiro. Cada veinticuatro horas sumerjo a la criatura en agua y la limpio. Le pongo ropa limpia. Cuando lleva un tiempo dentro de casa, la saco fuera. Pasa un tiempo más, y la llevo dentro. Cuando duerme la dejo sola. Cuando se despierta la tomo en brazos. Cuando llora la acuno con amor, y me preocupo de si le estoy dando demasiados o demasiado pocos cuidados. Ampararla es como ser responsable del tiempo, o del crecimiento de la hierba».
Desde que la neurociencia ha aportado pruebas difíciles de cuestionar sobre los efectos a largo plazo en la neocorteza de los adultos o de las equivocaciones cometidas durante el proceso del cuidado maternal de los niños, no debería sorprender el efecto negativo acumulado sobre el comportamiento de la especie. Bastará una muestra de lo que estoy diciendo. Ni siquiera las parejas más voluntariosas e inteligentes tienen hoy día respuestas más válidas que las de sus predecesores para dilemas que ya acongojaban a sus abuelas y tatarabuelos.
¿Es mejor dejar llorar al niño por la noche un buen rato para que se acostumbre a un cierto grado de independencia o, por el contrario, lo correcto es precipitarse para acunarlo con vistas a interrumpir el estrés del miedo de la separación? ¿Pueden los niños manipular a sus padres mediante el llanto? ¿Cuál de las dos posturas es la mejor para la estabilidad emocional del niño: que duerma solo y separado de los padres en una habitación -los occidentales somos los únicos en hacerlo, frente al resto de los animales y del mundo-, o bien que duerma en el mismo lecho? ¿Existe el riesgo de que una disciplina exagerada o abandonos continuados terminen abocando al niño a una situación, cuando sea adulto, en la que sea incapaz de crear lazos afectivos con otras personas?
La mayoría de las respuestas a esas preguntan pueden rastrearse en dos descubrimientos básicos de la neurociencia moderna. En primer lugar, el cerebro de un niño no está dotado todavía para afrontar por sí solo la consecución del equilibrio y el bienestar. En segundo lugar, las resonancias magnéticas de cerebros infantiles sometidos a periodos prolongados de estrés revelan una disminución del volumen del hipocampo, que aumenta su vulnerabilidad a la depresión, la ansiedad y el consumo de droga o alcohol en su etapa adulta.