El viaje al amor (9 page)

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Authors: Eduardo Punset

BOOK: El viaje al amor
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El móvil de fusiones entre especies distintas como el antecesor de las mitocondrias y las células, o el inicio de organismos multicelulares, estuvo guiado por idénticas necesidades de sobrevivir. Cada organismo, unicelular o no, buscaba ansiosamente en otros la energía que no tenía, la velocidad que le faltaba, la capacidad para respirar oxígeno letal o la protección frente a la incertidumbre. ¿A dónde quiero llegar con estas premisas? A sugerir algo muy importante que afecta a la vida cotidiana de las parejas. El derroche de entrega y sacrificio que a menudo se baraja en el amor no puede ocultar el claro contraste entre esta visión ofrecida por la literatura y la que perfila la biología. La primera fundamenta el amor en la entrega y el sacrificio. La segunda, en el ánimo de supervivencia.

Capítulo 4
¿Por qué somos como somos?

¡Raquel, te quiero! Vuelvo en julio.

(Texto de una pancarta en el primer partido de España en el Mundial de fútbol de 2006)

Me extrañaría sobremanera que al final de este capítulo el lector no sacara conclusiones parecidas a las mías, y que anticipo enseguida para no generar falsas expectativas.

Somos una especie de homínidos extremadamente afable. Damos las gracias a perfectos desconocidos, cedemos el paso, simplemente, para dar prioridad a los extraños y, casi siempre, respetamos los pasos de cebra a favor de gentes de otras edades y condición. Las azafatas, las taquilleras, los acomodadores, las dependientas y las empleadas de hotel no dejan de sonreír mucho antes de que nada haya empezado. Ninguna otra especie da señales similares. Desde luego ningún reptil saluda. Entre los mamíferos, los perros, de entrada, ladran a otros perros. Entre los primates, el primero en el escalafón se desahoga dando patadas al último mono. Nosotros, en cambio, somos muy amables.

Ahora bien, ejercemos el poder de manera abyecta. Los chimpancés también pueden matar sin compasión a miembros de la tribu enemiga -como observó consternada en África la paleóntologa Jane Goodall-; eso sí, con una condición: haberse declarado la guerra abierta. A nosotros, sin embargo, nos basta con estar en guerra con nosotros mismos.

Podemos sacar la pistola y agujerear la frente de un balazo no anunciado al cajero de un banco. Podemos disimular, sonriendo a la persona que vamos a enterrar en cal viva dentro de unos instantes. Las instituciones enmascaran el sufrimiento infligido mediante textos legales que convierten en verdaderos laberintos para que los ciegos nunca den con la salida. Si alguien llama la atención sobre el peligro de muerte que puede causar seguir apretando la tuerca, arrojar una colilla o rebasar los límites permitidos de velocidad, pocos se arredran por ello. Hasta que la depresión hunde al que se tortura psicológicamente, el bosque arde aniquilando a especies desprevenidas y miles de personas se tragan el volante por la boca rodeados de niños muertos.

Pero también podemos romper las barreras del espacio y el tiempo. Soñar que volamos como los descendientes de los dinosaurios. Creer en Dios. Amar al prójimo más que a uno mismo. Navegar contra corriente empujados por nuestro caudal de emociones insospechadas. Encontrarnos a fin de año en el lugar preciso que habíamos planeado nosotros y no donde nos habían figurado los demás. A veces, la conciencia planta cara a los genes y decide abandonar a la amada para alistarse en una guerra de salvación nacional. Hemos descubierto por qué brillan las estrellas desmenuzando la naturaleza átomo por átomo, aprendido a combatir el estrés con la acupuntura y, desentrañando neurona a neurona el cerebro, la locura.

Somos contradictorios. Tomados individualmente, del todo impredecibles pero, en agregados, nos comportamos al son de dictados tan irresistibles como las leyes físicas. No es de extrañar que prosiga la búsqueda de por qué somos como somos. Lo que sigue no es sino un exponente impregnado por el pensamiento de paleontólogos y psicólogos evolucionistas. Es la versión más plausible, porque se desprende tras haber profundizado en la concepción geológica del tiempo, en lugar de reflexionar sobre imágenes instantáneas. No son digresiones en torno a arquetipos supuestamente estáticos, sino un testimonio de la evolución de la diversidad que nos ha marcado.

Es cierto que cada nuevo desafío agudiza la inteligencia. Así ocurrió con nuestros antepasados cuando tuvieron que abandonar la selva y adentrarse al descubierto en la sabana africana. Pero mucho peor -o mucho mejor, como se verá- que cualquier sabana es convivir con el prójimo. El mayor desafío con el que se enfrentó el ser humano fue su manía de convivir con otros.

Un aeropuerto, escenario de tantos encuentros humanos (y del autor).

Debemos a Richard D. Alexander, profesor emérito de la Universidad de Michigan, la primera contribución evolutiva a la comprensión de este fenómeno. «Sólo los propios humanos podían constituir una amenaza suficiente -dice Alexander- para explicar el desarrollo de la inteligencia y de la evolución. Cuando el león ataca una manada de gacelas, el peor enemigo no es el león, sino las gacelas que corren más de prisa.»

Se nos repite constantemente que somos primates sociales. Y es cierto que, desde hace diez mil años, vivimos apelotonados como en un enjambre. Podemos pasar meses sin hablar con el vecino, pero convivimos con él y con muchos más en la escalera. La curiosidad, que en muchas especies constituye un instrumento de supervivencia, en los homínidos puede ser absolutamente gratuita. Curiosear la vida del vecino sobrepasa el nivel de la sociabilidad implícita en las sesiones de grooming, característica de los chimpancés. Hay animales tan curiosos como nosotros, pero no tan chismosos.

Soportar a los demás nos hace más inteligentes

La vorágine social del chismorreo mantiene a la gente en un estado de ansiedad y alerta muy superior al que exigiría el simple ánimo de sobrevivir y reproducirse. La ostentación, tanto como su inversa -«que no se note demasiado»-, obligan a ejercicios mentales cada vez más alambicados para intuir lo que piensan los demás.

La vida social en Manhattan, Nueva York, arroja claros ejemplos, en el contexto de la ultramodernidad, de esos procesos mentales tan alambicados. La liturgia en torno al dating, es decir las citas amorosas, sorprende a los recién llegados de otras latitudes menos modernas. El promotor de la cita asume, invariablemente, el coste económico de la primera cena. Hacer el amor es un objetivo que puede anticiparse para la tercera cita. Los dos géneros aceptan que la realización del deseo no tiene por qué estar vinculada al amor. La premura de tiempo, sumada al ritmo acelerado del trabajo y otros compromisos, obligan a la ejecución paralela de varias citas para no retrasar en exceso la necesidad imperiosa de hacer el amor. En todo este proceso, la existencia de un rito con sus procedimientos suaviza las exigencias de lidiar con la búsqueda del placer sexual, pero no libera, por supuesto, de la necesidad de desarrollar la inteligencia social.

La vertiente positiva de este estado de ánimo es un aprendizaje constante de los avatares del dominio social y el desarrollo de la inteligencia. Ningún otro animal sería capaz, por supuesto, de tanto desafío innecesario y continuado para azuzar los mecanismos cerebrales de los demás. En el resto de los animales, la convivencia con humanos sobreexcitados, por grados extremos de sociabilidad, también desembocó en niveles de inteligencia más elevados para ellos.

Nicholas Humphrey da un paso más, aduciendo que la interacción continuada con organismos equipados con habilidades mentales semejantes, cuyas motivaciones pueden ser muy mal intencionadas, genera demandas formidables e imperecederas de profundizar en el conocimiento de las cosas y las personas. El que no se espabila en un entorno así pierde, seguro, la partida. En este sentido, el amor ha sido un estímulo constante para la innovación. Partiendo del puro encontronazo de una mujer y un hombre en un aeropuerto, hace falta cavilar mucho, como acabamos de ver en el contexto de Manhattan, para dar cabida a lo que llamaba antes «una motivación mal intencionada», como la de darse un beso más tarde y hacer el amor.

Algunos primates sociales viven aislados en parejas. Otros, en la más absoluta promiscuidad. Los humanos suelen vivir emparejados, rodeados por infinidad de otras parejas. Es una situación excepcional con relación a otras especies. En un entorno así, resulta imprescindible descifrar lo que está cavilando el cerebro del interlocutor o el vecino. E, invariablemente, las especulaciones giran en torno a conductas discutibles, a las fragilidades o negocios del que está ausente, los sentimientos, la sexualidad, la envidia, la música y el arte.

El lenguaje -que requería un cerebro importante- nunca fue diseñado para entenderse, sino para confundirse. Por lo demás, todavía hoy podemos comprobar que las modalidades del habla, como el tono o el timbre de la voz, equivalen a más del 60% del contenido reflejado en la conversación. Cuando dos rostros pretenden expresarse, la mirada absorbe un 70% del esfuerzo. Y en el amor, es imposible enamorarse sin mirar fijamente a los ojos. El lenguaje corporal y el inconsciente son imprescindibles para barruntar lo que está pasando por la cabeza del otro.

Así llegamos a otra importante contribución evolutiva a los mecanismos del amor. Se la debemos al joven profesor de psicología de la Universidad de Nuevo México Geoffrey Miller, para quien «la neocorteza es, básicamente, un mecanismo para seducir y retener a la pareja sexual: su función específica evolutiva consiste en entretener a los demás y valorar, a su vez, sus intentos de estimularnos». Geoffrey se fija, particularmente, en la música y el arte, construyendo el concepto de entretenimiento como puntal básico de la selección sexual.

Cuando se contempla cómo se desparrama la actual demanda de entretenimiento, no sólo en los periodos de ocio, sino en clase y durante la jornada laboral, resulta difícil cuestionar la tesis de Miller. Que nadie pretenda enseñar sin entretener. De la misma manera que se procura adornar el trabajo puro y duro con una cultura corporativa. Así es más fácil entender por qué somos como somos. Nos cautiva que nos entretengan y nos arranquen de la soledad.

«Eduardo, si pudiéramos tirar una bola del tamaño de la Tierra contra el firmamento -el físico amigo al que me refería en el primer capítulo investigaba en el perímetro de Toronto, Canadá-, las posibilidades de que esa bola chocara con algún otro cuerpo son prácticamente nulas. Las distancias estelares son inconcebibles.»

No obstante, el cielo -como ocurre con un barrio urbano- parece repleto de estrellas. La distancia entre los humanos, a juzgar por el peso de la soledad, también es engañosa. Esta soledad es la base de la demanda creciente de entretenimiento que lo inunda todo y la materia prima de la selección sexual. A pesar de la proximidad, la distancia que separa a unas personas de otras se asemeja a las estelares. Tanto la ostentación unas veces, como los comportamientos recatados o las actitudes defensivas otras, han convertido aquellas distancias en insondables. La contrapartida es una demanda de entretenimiento sin fin que induce a los actores a competir y seducir.

Un pavo real con la cola desplegada, su gran instrumento de seducción.

Incordiar al vecino o entretenerle pueden parecer actividades demasiado frívolas en el contexto de la selección natural. El amor, como cualquier otra característica o singularidad de los animales, ha sido modelado por la selección natural. Es cierto que la selección natural está reñida con lo superfluo y, por ello, cualquier característica inútil saldrá, finalmente, del patrimonio genético. Sin embargo, los seres vivos poseen características que parecen frívolas o decorativas, como ocurre con la cola del pavo real: la cola no le ayuda a volar mejor, o más alto, ni puede ser usada como arma. Más bien lo contrario: la cola majestuosa le convierte en presa más fácil de los depredadores.

Darwin fue el primero en sugerir que el macho o la hembra de una especie pueden adquirir características superfluas si éstas son percibidas como atractivas por el sexo opuesto, ofreciendo así una ventaja sobre los rivales sexuales.

Las razones de la incomprensible inversión parental
Ha llegado el momento de abordar las tres razones evolutivas que están en la base de por qué somos como somos en materia de amor.

Me estoy refiriendo, en primer lugar, al cambio del modo de locomoción de cuadrúpedos arborícolas a bípedos en la sabana africana. Esta novedad mejoró el rendimiento energético del homínido pero disminuyó el tamaño de la pelvis, justo cuando aumentaba el del encéfalo craneal. El tamaño de la pelvis tiene relación con el tamaño de los pies. Este dato explica por qué las mujeres con pies pequeños suelen tener más dificultades a la hora de alumbrar naturalmente. Dado que el bebé descenderá a través del canal del parto y la pelvis, el tamaño de ésta tiene un impacto sobre la potencial facilidad, o dificultad, del alumbramiento. Éste es sólo uno de los factores que tendrá un impacto directo en el nacimiento; también serán importantes la eficacia de las contracciones, la facilidad de dilatación del cuello del útero, el tamaño del bebé y su posición.

No debería sorprendernos que, entre las señales sexuales secundarias desarrolladas a lo largo de la evolución, figuren las nalgas y las caderas bien marcadas, que debían dar la seguridad -la medicina moderna ha demostrado que no es así- de que el feto gozaba de espacio suficiente para moverse y salir. Lo que sigue es un magnífico ejemplo de cómo millones de personas durante millones de años también pueden equivocarse. En otras palabras, la evolución puede imponer comportamientos tan sesgados y equivocados como la conciencia y la razón. La ciencia acaba de dictaminar que no es el tamaño de la cadera lo que determina el espacio disponible para que el feto pueda navegar por el canal del parto, sino la forma y la anchura de la pelvis.

El aumento del tamaño del cerebro, debido a motivos evolutivos, creó un problema práctico importante: los bebés humanos tienen la cabeza tan grande, que pasa con mucha dificultad por el canal de nacimiento. Sólo queda una opción: los bebés humanos nacen doce meses antes de tiempo.

Una criatura prematura es extremadamente vulnerable. Su gran cerebro -que crece a un ritmo fortísimo en los dos primeros años de vida- tiene enormes necesidades metabólicas. Criar niños y prepararlos para que puedan valerse por sí solos es una tarea que supera con creces la capacidad de una sola persona, por mucha entrega que se derroche. El proceso de formación intelectual de niños y jóvenes en la vida moderna no ha hecho más que agravar esta situación. La biología de la indefensión y la dependencia del recién nacido no ha cambiado, pero las tareas necesarias para facilitar su integración en las sociedades modernas requieren mucho más tiempo y esfuerzo.

Recuerdo una conversación con la escritora Susan Blackmore en su casa de Londres. Mientras me exponía con vivacidad y llaneza la supuesta lucha entre los genes -replicantes biológicos- y los memes -replicantes del intelecto concebidos por su admirado maestro Richard Dawkins, a los que ya nos hemos referido en el capítulo 1-, yo caí en la cuenta de que destilar memes en los cerebros de las generaciones jóvenes es mucho más complicado y seguramente menos divertido que transmitir genes.

«No depende de las caderas. Estábamos equivocados.» Una cadera ancha y otra estrecha.

«¿Sabes? – me dijo Susan Blackmore casi de carrerilla-. Si yo tuviera quince hijos, como podría haberlos tenido hace cien años, no podría haber escrito libros. Así que ésta es una manera de los memes de competir con los genes, a través del control de la natalidad, a través de los matrimonios modernos, las ideas modernas de tener sólo dos hijos… ¡Yo tengo dos hijos y ya tengo bastante -¡gracias!-, porque quiero escribir libros!».

En lo que Susan, probablemente, se equivocaba era en creer que reflotar quince hijos en la Edad Media requería mucho más esfuerzo y tiempo que preparar a dos para la vida moderna. Siendo ella escritora, lo lógico sería confiar en que de adultos sus hijos ejercieran una profesión que suscitara un reconocimiento social parecido al que inspira la suya. En todo caso, no inferior. Formar a dos hijos para que puedan ejercer profesiones equivalentes a la de escritor exige esfuerzos meticulosos y prolongados que pasan hoy por la elección de las escuelas adecuadas y la consecución de una plaza, por el aprendizaje de idiomas en el extranjero, la obtención de títulos de posgrado o prácticas en una empresa que suponen aplazar la consecución de un trabajo remunerado, sufragando entretanto los gastos de mantenimiento de los dos hijos hasta que encuentren trabajo.

La inversión parental es ahora clamorosamente mayor y, por lo tanto, no es de extrañar que el amor perdure más allá y rebase con creces el antiguo límite de entre dos y siete años sugerido por la historia de la evolución.

Cuando los poetas, novelistas o historiadores divagan sobre el amor al margen de las consideraciones anteriores, suelen sacar la conclusión de que el amor o el apego afectivo es una verdadera locura, una especie de obnubilación sobrevenida. ¿Qué nos están contando? ¿Que enamorarse es una enfermedad que los psiquiatras comparan con la obsesión compulsiva? Por el contrario, el paso del tiempo muestra que el trastorno amoroso no es una enfermedad que llega y desaparece, sino que está enraizado en una inversión parental ineludible para sobrevivir y perpetuar la especie. Es una ley del comportamiento con una fuerza equivalente a las leyes de la física.

Hace medio millón de años las hembras ya producían un óvulo mucho mayor que el espermatozoide. Las hembras y los machos efectúan un tipo muy distinto de inversión parental. Las primeras pueden, como mucho, producir un hijo al año; tal vez cuatrocientos óvulos en toda la vida. Un hombre, en cambio, podría fecundar miles de hijos al año -tres mil espermatozoides por segundo-, si tuviera mucho éxito y se enfrentara a muchos hombres. De manera que la mujer pone un cuidado especial en discriminar la calidad o la preparación del hombre con que se empareja, mientras que el varón podría elegir a la que fuera, si pudiera seguir emparejándose con otras. La selección natural primó, no obstante, y desde muy pronto, a los genes de los varones que también invertían en sus hijos. ¿Por qué?

Es fácil imaginar que hace medio millón de años las mujeres ya elegían a los varones dotados con buenos genes, fijándose en su apariencia de salud y sabiendo si podrían confiar en ellos para proveer de lo necesario a sus niños. Es fascinante constatar hasta qué punto la hembra es puntillosa y altamente selectiva a la hora de elegir pareja. Esta característica no se da en ninguna otra especie, por lo menos en este grado. En menor medida, también los hombres son extrañamente selectivos. Debe haber razones muy poderosas para que hayan aflorado conductas tan discriminatorias. Las hay y, como se ha visto antes, tienen que ver con el tamaño del cerebro y esa inversión parental. A una hembra o a un macho chimpancé le da igual acostarse con uno que con otra.

Los hombres ya eran particularmente celosos por el miedo inconsciente de que su inversión sirviera para amamantar a los hijos de los demás. Esto favoreció las relaciones de pareja que, con toda probabilidad, caracterizaron ya a las sociedades humanas de cazadores recolectores. La historia de la evolución sentó, pues, desde tiempos remotos, el marco de la pareja para que se explayara y se prolongara el instinto de fusión. Parece innegable que la selección sexual favorecería la perpetuación de aquellos espermatozoides que no se perdieran en encuentros múltiples, aleatorios y, a menudo, infructuosos; que premiara la eficacia implícita de concentrar la atención y el esfuerzo en una sola persona; que garantizara, en definitiva, un mayor porcentaje de aciertos en los intentos reproductivos.

Análisis recientes de dimorfismo sexual en el Australopithecus afarensis confirman que los primeros homínidos eran, primordialmente, monógamos. ¿Y por qué los chimpancés o los bonobos no? Antes de contestar esta pregunta conviene abordar la segunda circunstancia capital que explica nuestra fórmula amorosa.

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