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Authors: Eduardo Punset

El viaje al amor (14 page)

BOOK: El viaje al amor
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Desde la confesión de Abelardo después de su castración («Me han cortado la parte de mi cuerpo con la que cometí el mal que les ofende»; los sicarios del tío de Eloísa le habían sorprendido durmiendo) hasta el suicidio alevoso de Sylvia Plath, enfrentada al conservadurismo moderno, es difícil imaginar un concepto más opuesto y antitético del amor que el ofrecido por la neurociencia moderna. El desamparo y el sufrimiento de la gente de la calle contrasta con los fines evolutivos bienintencionados de las hormonas y los circuitos cerebrales.

Capítulo 6
La química y la física del amor

Siempre fuiste dueño de mi corazón. ¡Eso es creer! Creer en ti.

(Mensaje hallado en el móvil de X)

La verdad es que cuando se compara el trabajo aparentemente «sin propósito» de la selección natural, como los circuitos cerebrales elaborados durante millones de años para que el amor, el placer y el sexo garanticen la supervivencia, con el trabajo «intencionado» de los políticos durante los últimos diez mil años no hay color. A favor de la primera, a pesar de las extinciones masivas. ¿Cómo hay tanta gente todavía, en las clases dirigentes y en las populares, convencida de que su mensaje es fruto de la razón, cuando decisiones tan cotidianas y repetidas como sentenciar la fealdad o la belleza de una cara están impregnadas por la fuerza de los promedios, de las fluctuaciones asimétricas o de sustancias químicas como las feromonas?

Recuerdo el caso de un buen amigo, hijo de exiliados españoles residentes en Caracas, al que no he vuelto a ver en los últimos veinte años desde su regreso a Venezuela. Estaba sentado en la terraza de un café. En la mesa contigua había dos matrimonios y la hija de uno de ellos. No sé si fue una cuestión de percepción de las fluctuaciones asimétricas, del ímpetu de la imaginación o de las feromonas, pero el hecho es que, ni corto ni perezoso, sin dudarlo un instante, mi amigo se levantó para decirles a los padres: «Me voy a casar con ella». Y así fue.

¿Por qué nos enamoramos? ¿Existe el amor a primera vista? Instantáneo, en un salón, en el metro, en la playa, donde ni las disquisiciones evolutivas ni las referentes a la simetría han tenido tiempo de cristalizar. La antropóloga Helen Fisher piensa que el amor a primera vista emana del mundo natural. Todos los animales son selectivos: ninguno quiere copular con cualquiera. Tienen favoritos, y cuando ven a un individuo con el que quieren aparearse, la atracción suele ser instantánea. Este proceso es adaptativo. Casi todos los animales tienen una estación propia para el apareamiento, y necesitan empezar el proceso de apareamiento sin demora. El amor humano, a primera vista, probablemente, sea el instinto heredado de sentir atracción instantánea por la persona que mejor encarna nuestro ideal de pareja.

El impulso ancestral de la búsqueda de otro, incluida la atracción sexual, está firmemente arraigado en los circuitos cerebrales, tal como se vio en el capítulo anterior. En la diferenciación específica, dentro de un género, para elegir a un organismo en particular en lugar de otro, intervienen factores como la simetría y la compatibilidad entre los sistemas inmunitarios de la pareja. Ahora bien, ¿y si la ejecución concreta de estos impulsos, cualquiera que fuera la causa original, resultara, como dicen muchos, ser pura química? ¿Y si la atracción entre dos organismos transcurriera por el canal de las feromonas?

La química de las feromonas

Dos sistemas olfativos se han desarrollado en los animales. El sistema olfativo común es el sensor del medio ambiente, el sentido primario que usan los animales para encontrar comida, detectar a los predadores y presas así como marcar su territorio. Se caracteriza por su amplitud y su capacidad de discriminación. Al igual que el sistema inmunológico, se trata de un sistema abierto, concebido sobre la base de que no es posible predecir con qué moléculas -eso incluye a cualquiera- tendrá que enfrentarse. Es necesario por tanto mantener un abanico sensorial indeterminado pero preciso.

Un segundo sistema olfativo accesorio se ha desarrollado con el fin específico de encontrar una pareja receptiva, una empresa lo bastante compleja como para que la evolución haya admitido la necesidad de crear un sistema independiente. Se le llama el sistema vomeronasal y es capaz de detectar las señales olfativas emitidas por una especie y un sexo determinados que contienen información no sólo acerca de la ubicación, sino también del sistema reproductivo y de su disponibilidad. En muchos insectos y mamíferos se ha demostrado que la emisión de feromonas desencadena de inmediato el cortejo sexual. En resumen: aunque el sistema olfativo humano se considere en cierta medida un lujo, para el resto del mundo animal -desde las bacterias hasta los mamíferos- la capacidad de detectar sustancias químicas en el entorno es vital para la supervivencia.

Catherine Dulac y su equipo descubrieron que en el ratón de la pradera, el macho modula su comportamiento hacia los demás ratones en función de las feromonas, que son hormonas que viajan por el aire. El ratón detecta estas feromonas con el órgano vomeronasal, un tejido muy sensible a los olores que una mutación parece haber eliminado o inhibido en los humanos, aunque hay discrepancias sobre ello.

Y sobre todo, ¿por qué nos enamoramos de una mujer o de un hombre en concreto y no de otros? Asumamos la posibilidad de que se debiera a un tipo de feromonas, las sexuales, unas sustancias químicas emitidas por determinados organismos que detectan otros miembros de la especie y a las que responden.

Las feromonas se han identificado, entre otros muchos grupos de organismos, en bacterias, algas, insectos, reptiles, primates y peces. La única omisión llamativa de esta lista son los pájaros, quizás porque, salvo algunas excepciones, tienen el sentido del olfato muy poco desarrollado. Cuanto menos sofisticada es la forma de vida, más utilidad parecen tener las feromonas, especialmente en los insectos. Insectos sociales como las abejas y las hormigas han desarrollado con las feromonas formas de comunicación muy complejas, que utilizan dentro de su misma especie.

Las feromonas tienen un uso extendido y diverso para la búsqueda de pareja. Pueden atraer a los machos, proclamar un determinado estatus sexual o someter a una posible pareja. Las feromonas que inciden en la copulación suelen ser emitidas por las hembras, porque el sexo dominante entre los insectos sociales son las hembras. De acuerdo con Gordon M. Shepherd, neurólogo de la Universidad de Yale, en New Haven, Connecticut, una de las feromonas mejor caracterizadas en los mamíferos es la de búsqueda del pezón del conejo. Los gazapos la detectan a través de su sistema olfativo central, y se estimula una conducta típica de búsqueda del pezón que permite que la cría lo localice con facilidad -algo particularmente importante para el gazapo, ya que la madre sólo amamanta a sus crías una vez al día durante unos cuatro minutos, siendo por tanto urgente encontrar un pezón, debido a la competencia de los demás hermanos para poder sobrevivir.

Fue con mujeres con quien se realizó la primera demostración de que las feromonas también funcionaban en los humanos. A un grupo de mujeres se les humedecieron ligeramente los labios superiores con algodones impregnados de moléculas del sudor de las axilas de otras mujeres situadas en un lugar geográfico distinto. El resultado fue una sincronización de sus respectivos ciclos menstruales.

Se ha sugerido que tendemos a enamorarnos de personas con tipos de personalidad conformados por un perfil químico complementario al nuestro. En otras palabras, existirían estructuras de atracción entre determinados patrones químicos, y esta complementariedad podría ser una de las razones de los flechazos que dicen haber experimentado el 10 % de los enamorados.

Estamos fabricados para enamorarnos, y en este encaje con la pareja es probable que busquemos -y reconozcamos- aquellos tipos de personalidad químicamente compatibles o complementarios. El poeta Pablo Neruda intuía algo de esto en uno de sus sonetos:

De las estrellas que admiré, mojadas

por ríos y rocíos diferentes,

yo no escogí sino la que yo amaba

y desde entonces duermo con la noche.

La prueba incontestable del papel desempeñado por las feromonas en la búsqueda de pareja en los insectos y en los mamíferos se halló en la mosca del vinagre (Drosophila melanogaster) y en el ratón o topillo de la pradera de Norteamérica (Microtus ochrogaster). En el caso de la primera, machos y hembras tienen los mismos genes y circuitos cerebrales requeridos para copular, pero lo que nadie podía imaginar es que bastaría activar el gen masculino no expresado en la hembra para que ésta desplegara de inmediato las características típicas del macho cuando corteja. En el caso de los ratones de la pradera, como se vio en el capítulo anterior, si a un ratón se le inactiva un gen determinado es incapaz de detectar la identidad sexual de los individuos de su misma especie. En ambos casos son feromonas las que desatan el proceso del cortejo.

Se está afirmando que la inhibición de un gen en los conductos señalizadores olfativos impide la activación sensual de las neuronas localizadas en el sistema olfativo por diversas feromonas, entre ellas, de la orina; las mismas que en condiciones normales ponen en marcha el complicado mecanismo del cortejo. Las pruebas son irrefutables y todo llevaría a pensar que en los humanos puede pasar exactamente lo mismo.

No obstante, si profundizamos en la supuesta semejanza de los mecanismos sexuales en la mosca del vinagre o en mamíferos como los ratones o los conejos y en los humanos, debemos constatar que el debate sigue abierto; por lo menos, hasta que no se haya dado con el gen equivalente en los humanos, se conozcan los canales concretos de acción de las feromonas y no se haya dilucidado la supuesta pérdida de complejidad del segundo sistema accesorio olfativo en los humanos (el órgano vomeronasal, responsable del diálogo con las feromonas en el resto de los animales).

Las demás razones, si las hay, de que el amor por pura química no funcione en nuestra especie exactamente como en la mosca del vinagre, los ratones y los conejos hay que buscarlas en otros niveles. Podrían desempeñar un papel significativo los factores culturales que modelan determinados aspectos del amor de los humanos. El que haya sugerido, de entrada, que no pueden desvincularse esos factores del soporte biológico, ni exagerar su importancia, no entraña ni mucho menos que sean irrelevantes.

Hedos: el cálculo en el amor

Estoy dispuesto a echar piedras sobre mi propio tejado revelando a los lectores una poderosa razón susceptible de cuestionar mi convicción del papel desempeñado por la química en el amor. Nadie menciona esta razón, entre los partidarios de los sistemas inmunitarios, reflejados en las fluctuaciones asimétricas y activadas las preferencias mediante feromonas. Me alertó de ello la ansiedad generada por un amor truncado.

Si las feromonas son responsables de la activación de las preferencias dimanantes de las exigencias inmunitarias, ¿por qué cesa el amor cuando la naturaleza de los respectivos sistemas inmunitarios no ha cambiado, ni las feromonas sus mecanismos de actuación? ¿Por qué motivos los factores biológicos que desencadenaron el amor se inhiben cuando este amor se extingue?

En el siguiente capítulo doy cuenta de cómo nació mi gran amor por Hedos. No llegué a conocer del todo las entrañas de ese nombre con tintes griegos. Su nivel de mutaciones lesivas estaba netamente por debajo del promedio. Le obsesionaba el sexo. No le bastaba un solo género para colmar sus expectativas y, como descubrí más tarde, era lo que ella calificaba, con cierta naturalidad, de bisexual. Detestaba la idea de tener hijos y había renunciado expeditivamente a uno de sus anteriores maridos ante el malogrado deseo de éste de fundar una familia. Después, o mejor dicho, igual que el sexo, a Hedos le interesaba el dinero. Procedía de una familia humilde y había conseguido aposentarse en un medio adinerado a base de inteligencia y tesón.

Ese amor estaba expuesto a todos los vendavales posibles. Extrovertida, vacilaba siempre en la cuerda floja de un sexo impetuoso que, en muchas ocasiones, hipotecaba su otro caudal imprescindible en el que no quería dejar de flotar: el dinero. Maridos, amantes, jefes y amigos con negocios millonarios eran los hitos de su camino cotidiano. Su belleza, su inagotable energía e intuición podían con todo, o casi todo. Mi última cena con Hedos fue en el River Café, en Brooklyn, desde donde puede contemplarse, de noche, con el East River de por medio, todo el esplendor incomparable de Manhattan bajo las estrellas, incluido Wall Street, el centro financiero del mundo. Al abonar la cuenta, le espetó en voz alta al camarero, que le acababa de desear un fin de semana lleno de éxitos: «Y sexo, sexo. No olvide el sexo».

De regreso al hotel, me pidió la tarjeta para poder regresar a mi habitación más tarde, al cabo de un rato, porque le apetecía ir al bar a tomar una copa y trabajar con el ordenador. Vencido por el sueño, al cabo de dos horas decidí bajar al bar a por mi tarjeta. Tema trabajo muy pronto al día siguiente y no podía contemplar la posibilidad de que me despertaran en plena noche. Después de todo, Hedos tenía su propia habitación en el mismo hotel.

Perdura en la memoria, ya recóndita, mi irrupción en la barra del bar abarrotado. Estaba espléndida, sonriendo de pie con una copa en la mano, flirteando con un grupo de desconocidos cautivados por su lenguaje corporal. Recuperé mi tarjeta y, en mi mente, le dije adiós para siempre. Su abandono previsible -su mano ya no buscaba las mías con la intensidad de antaño, debajo del mantel de las comidas de trabajo- apuntaló mi decisión resignada de no volver a verla. Los sistemas inmunitarios y las feromonas respectivas seguían siendo los mismos, pero el amor se había desvanecido. Durante unos días reflexioné sobre esta bifurcación anómala y repentina de la biología por un lado y la conciencia por otro, en las razones no biológicas del final de un amor. Y las hay. Suficientes para cuestionar mi propia convicción sobre el papel irremediable de las fluctuaciones asimétricas y las feromonas. ¿Se impusieron esas razones en el caso de Hedos?

Ella no pertenecía, realmente, a nadie. Ni a su marido ni a sus amantes y amigos. Tal y como estoy descubriendo al hilo de la escritura de esta trilogía sobre la felicidad, el amor y lo que yo llamo el poder molecular, los tres están irremediablemente concatenados. Sin el último desfallecen los dos primeros. En el espacio emocional, la bisexualidad de Hedos impedía ubicarla en un entorno familiar. No estaba en ninguna parte y estaba en todas. El cerebro de los mamíferos, incluido el nuestro, se maneja ya de por sí muy mal en el entorno espacio-tiempo porque -a diferencia de lo que ocurre con la vista o el oído- no existe en el cerebro un espacio específico para orientarse. Para Hedos, el amor y el deseo eran dos variables totalmente independientes. ¿Cómo se le había ocurrido al resto de la gente vincular las dos cosas?

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