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Authors: Fernando Savater

Tags: #Ensayo filosófico

El valor de educar (23 page)

BOOK: El valor de educar
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Crear y enseñar son actividades en cierto sentido antitéticas. La parábola de Wilde, del varón que perdió el conocimiento de Dios y obtuvo en cambio el amor de Dios, tiene una exacta aplicación en arte.

Todos apetecemos oír el mensaje que trae nuestro amigo; pero éste olvidará las palabras sagradas, si se sienta a nuestra mesa, comparte nuestros juegos y se contamina de nuestra baja humanidad, en vez de recluirse en una alta torre de individualismo y extravagancia. En cambio de las voces misteriosas cuyo eco no recogió, ofrecerá a la especie un rudo sacrificio: la mariposa divina perderá sus alas, y el artista se tornará maestro de jóvenes.

(Julio Torri,
Ensayos y poemas)

Necesidad de superar la educación nacionalista

Uno de los problemas fundamentales de la educación en la sociedad democrática lo plantea el conflicto entre un anhelo nacionalista y un deseo social más amplio. La primitiva concepción cosmopolita y «humanitaria» sufría de vaguedad y a la vez de falta de órganos definidos de ejercicio y medios de administración. En Europa, y singularmente en los Estados continentales, la nueva idea de la importancia de la educación para el bienestar y progreso humanos fue apresada por intereses nacionales, y pertrechada para realizar una obra cuyo anhelo social era definitivamente reducido y exclusivo. Se identificaron el fin social de educación y su afán nacional, y el resultado fue un marcado oscurecimiento del significado de un fin social.

Esta confusión corresponde a la situación existente de intercambio humano. De una parte la ciencia, el comercio y el arte traspasan las fronteras nacionales. Son sumamente internacionales en calidad y método. Envuelven interdependencias y cooperación entre las gentes que habitan en diferentes países. Al mismo tiempo, la idea de soberanía nacional jamás ha estado tan acentuada en política como lo está en el momento actual. Cada nación vive en un estado de hostilidad contenida y de guerra incipiente con sus vecinos. Cada uno cree ser el supremo juez de sus propios intereses y se da por supuesto que todos tienen intereses que son exclusivamente propios. Discutir esto es discutir la idea misma de soberanía nacional, que se supone es básica en la práctica política y en la ciencia política. Esta contradicción (pues no es más que eso) entre la más amplia esfera de vida social asociada y mutuamente provechosa, y la más reducida esfera de intentos y propósitos exclusivos y, por consiguiente, potencialmente hostiles, exige de la teoría educativa una concepción del significado de «social» como función y comprobación de la educación más clara que la que hasta ahora se ha alcanzado.

¿Es posible que un sistema educativo esté dirigido por un Estado nacional y que, a pesar de ello, los fines sociales del proceso educativo no estén restringidos, constreñidos y corrompidos? Internamente, la pregunta ha de afrontar las tendencias, debidas a las actuales condiciones económicas, que dividen a la sociedad en clases, algunas de las cuales se hacen meramente instrumentos para la más elevada cultura de las otras. Externamente, la pregunta está relacionada con la reconciliación de la lealtad nacional, del patriotismo, con la suprema devoción a las cosas que unen a los hombres en fines comunes, independientemente de las fronteras políticas nacionales. Ninguna de las fases del problema puede resolverse con medios puramente negativos. No es suficiente cuidar de que no se emplee activamente la educación como instrumento para facilitar la explotación de una clase por otra. Deben conseguirse facilidades de educación de tal amplitud y eficacia que, de hecho y no de nombre, disminuyan los efectos de las desigualdades económicas y que aseguren a todas las clases de la nación igualdad de preparación para sus futuros modos de obrar. Para conseguir este fin se necesita, no sólo una adecuada provisión administrativa de facilidades de escuela y el consiguiente aumento de recursos familiares que pongan a la juventud en condiciones de aprovecharse de ellas, sino también aquella modificación de las ideas tradicionales de cultura, materias tradicionales de estudio y métodos tradicionales de enseñanza y disciplina que mantengan a toda la juventud bajo la influencia de la educación hasta que esté habilitada para ser dueña de sus actos económicos y sociales. El ideal puede parecer de remota ejecución, pero el ideal democrático de educación es un engañoso aunque trágico error, a menos que este ideal vaya dominando cada vez más a nuestro sistema público de educación.

El mismo principio tiene aplicación por parte de las consideraciones que afectan a las relaciones entre una nación y otra. No es suficiente enseñar los horrores de la guerra y evitar todo lo que estimularía la desconfianza y la animosidad internacional. El énfasis debe colocarse sobre todo lo que une a las gentes en empresas y resultados cooperativos, aparte de limitaciones geográficas. El carácter secundario y provisional de la soberanía nacional con respecto a la más plena, más libre y más provechosa asociación y trato de los seres humanos unos con otros debe iniciarse como una disposición operativa de la mente. Si estas aplicaciones parecen ser remotas en consideración a la filosofía de la educación, esa impresión demuestra que no se ha captado convenientemente el significado de la idea de educación previamente desarrollada. Esta conclusión va ligada a la idea misma de educación como una liberación de la capacidad individual en un desarrollo progresivo encaminado a fines sociales. De otra manera, el criterio democrático de educación sólo puede aplicarse de manera inconsistente.

(John Dewey,
Democracia y educación)

Educación religiosa y educación moral

No puedo aceptar ese punto de vista de los políticos que, incluso si no hay Dios, consideran deseable que la mayoría de la gente sea creyente porque tal creencia anima a una conducta virtuosa. En lo que concierne a los niños, muchos librepensadores adoptan esa actitud: ¿cómo puede uno enseñar a los niños a ser buenos, preguntan, si no se les enseña religión? ¿Y cómo les vamos a enseñar a ser buenos, respondo yo, si habitual y deliberadamente se les miente acerca de un asunto de la mayor importancia? ¿Y cómo puede ninguna conducta genuinamente deseable necesitar creencias falsas como motivo? Si no tenéis argumentos válidos en favor de lo que consideráis «buena» conducta, lo que falla es vuestra concepción de lo bueno. Y en cualquier caso suele ser la autoridad paterna más que la religión lo que influye en la conducta de los niños. Lo que la religión consigue proporcionarles en la mayoría de los casos son ciertas emociones, no muy directamente ligadas a las acciones y frecuentemente poco deseables. Indirectamente, sin duda, esas emociones tienen efectos sobre la conducta, aunque en absoluto los efectos que los educadores religiosos aseguran desear. [...]. Hasta donde yo recuerdo, no hay ni una palabra en los Evangelios en elogio de la inteligencia; y en este aspecto los ministros de la religión siguen la autoridad evangélica mucho más de cerca que en otros casos. Debe reconocerse que esto es un serio defecto de la ética que se enseña en los centros educativos cristianos.

(Bertrand Russell,
La educación y el orden social
, cap. 8)

Lecciones de Juan de Mairena

El oyente de la clase de Retórica, en quien Mairena sospechaba un futuro taquígrafo del Congreso, era, en verdad, un oyente, todo un oyente, que no siempre tomaba notas, pero que siempre escuchaba con atención, ceñuda unas veces, otras sonriente. Mairena le miraba con simpatía no exenta de respeto, y nunca se atrevía a preguntarle. Sólo una vez, después de interrogar a varios alumnos, sin obtener respuesta satisfactoria, señaló hacia él con el dedo índice, mientras pretendía en vano recordar un nombre.

—Usted...

—Joaquín García, oyente.

—Ah, usted perdone.

—De nada.

Mairena tuvo que atajar severamente la algazara burlona que este breve diálogo promovió entre los alumnos de la clase.

—No hay ningún motivo de risa, amigos míos; de burla, mucho menos. Es cierto que no distingo entre alumnos oficiales y libres, matriculados y no matriculados; cierto es también que en esta clase, sin tarima para el profesor ni cátedra propiamente dicha —Mairena no solía sentarse o lo hacía sobre la mesa—, todos dialogamos a la manera socrática; que muchas veces charlamos como buenos amigos, y hasta algunas veces discutimos acaloradamente. Todo esto está muy bien. Conviene, sin embargo, que alguien escuche. Continúe usted, señor García, cultivando esa especialidad. [...].

Veo con satisfacción —habla Mairena a sus alumnos— que no perdemos el tiempo en nuestra clase de Sofística. Por el uso —otros dirán abuso— de la vieja lógica, hemos llegado a ese concepto de
las cosas bien entendidas
, que será punto de partida de nuestro futuro procurar entenderlas mejor. Porque ésta es la escala gradual de nuestro entendimiento: primero, entender las cosas o creer que las entendemos; segundo, entenderlas bien; tercero, entenderlas mejor; cuarto, entender que no hay manera de entenderlas sin mejorar nuestras entendederas. Cuando esto lleguéis a entender, estaréis en condiciones de entender algo, o sea en los umbrales de la filosofía, donde yo tengo que abandonaros, porque a los retóricos impenitentes nos está prohibido traspasar esos umbrales. [...]

Ya hemos dicho que pretendemos no ser pedantes. Hicimos, sin embargo, algunos distingos. Quisiéramos hacer todavía algunos más. ¿Qué modo hay de que un hombre consagrado a la enseñanza no sea un poco pedante? Consideramos que sólo se enseña al niño, porque siempre es niño el capaz de aprender, aunque tenga más años que un palmar. Esto asentado, yo os pregunto: ¿Cómo puede un maestro, o si queréis, un pedagogo, enseñar, educar, conducir al niño sin hacerse algo niño a su vez y sin acabar profesando un saber algo infantilizado? Porque es el niño quien en parte hace al maestro. Y es el saber infantilizado y la conducta infantil del sabio lo que constituye el aspecto más elemental de la pedantería, como parece indicarlo la misma etimología griega de la palabra. Y recordemos que se llamó
pedantes
a los maestros que iban a las casas de nuestros abuelos para enseñar Gramática a los niños. No dudo yo de que esos hombres fueran algo ridículos, como lo muestra el mismo hecho de pretender enseñar a los niños cosa tan impropia de la infancia como es la Gramática. Pero al fin eran maestros y merecen nuestro respeto. Y en cuanto al hecho mismo de que el maestro se infantilice y en cierto sentido se
apedante
en su relación con el niño
(pais, paidós)
, conviene también distinguir. Porque hemos de comprender como niños lo que pretendemos que los niños comprenden. Y en esto no hay infantilismo, en el sentido de retraso mental. En las disciplinas más fundamentales (Poesía, Lógica, Moral, etc.) el niño no puede disminuir al hombre. Al contrario: el niño nos revela que casi todo lo que él puede comprender apenas si merece ser enseñado, y, sobre todo, que cuando no acertamos a enseñarlo es porque nosotros no lo sabemos bien todavía.

(Antonio Machado,
Juan de Mairena
, XXVI, XXXIX)

Reforma de planes de estudio

En
mi
academia platónica, las clases elementales recibirían cursos de crítica de la economía política, y deberían extraer todas las consecuencias de ella. Se las educaría para convertirlas en dialécticos activos, y se las familiarizaría con la práctica. Obviamente, en las clases superiores tendrían que comprender a Mallarmé, sin olvidar lo primero.

(Max Horkheimer,
Apuntes
, 1956)

Paradojas de la educación moderna

En el mundo moderno, el problema de la educación consiste en el hecho de que por su propia naturaleza la educación no puede dar de lado la autoridad ni la tradición, y que debe sin embargo ejercerse en un mundo que no está estructurado por la autoridad ni retenido por la tradición. Pero esto significa que no corresponde solamente a los profesores y a los educadores sino a cada uno de nosotros, en la medida en que vivimos juntos en un solo mundo con nuestros hijos y con los jóvenes, adoptar respecto a ellos una actitud radicalmente diferente a la que adoptamos los unos con los otros. Debemos separar firmemente el dominio de la educación de los otros dominios, y sobre todo de el de la vida política y pública. Y es sólo en el dominio de la educación donde debemos aplicar una noción de autoridad y una actitud hacia el pasado que le convienen, pero que no tienen valor general y no deben pretender tener un valor general en el mundo de los adultos.

En la práctica, resulta que primeramente haría falta comprender que el papel de la escuela es enseñar a los niños lo que es el mundo y no inculcarles el arte de vivir. Dado que el mundo es viejo, siempre más viejo que ellos, el hecho de aprender está inevitablemente vuelto hacia el pasado, sin tener cuenta de la proporción de nuestra vida que se dedicará al presente. En segundo lugar, la línea que separa a los niños de los adultos debería significar que no se puede ni educar a los adultos, ni tratar a los niños como si fuesen personas mayores. Pero sería preciso lograr que esa línea no se convirtiese en un muro que aislara a los niños de la comunidad de los adultos, como si no viviesen en el mismo mundo y como si la infancia fuese una fase autónoma en la vida del hombre, y como si el niño fuese un ser humano autónomo, capaz de vivir según leyes propias. No se puede establecer una regla general que determinase en cada caso el momento en que se borra la línea que separa la infancia de la vida adulta; varía a menudo en función de la edad, de país a país, de una civilización a otra, y también de individuo a individuo. Pero a la educación, en la medida en que se distingue del hecho de aprender, se le debe poder asignar un término. En nuestra civilización ese término coincide probablemente con la obtención del primer diploma superior
(graduation from college)
mejor que con el diploma de estudios secundarios
(graduation from high school)
, pues la preparación para la vida profesional en las universidades o en los institutos técnicos, aunque siempre tenga que ver con la educación, no deja de ser por ello más bien un tipo de especialización. La educación no pretende ya ahí introducir al joven en el mundo como un todo, sino más bien en un sector limitado muy particular. No se puede educar sin enseñar al mismo tiempo; la educación sin instrucción es vacía y degenera fácilmente en mera retórica emocional y moral. Pero se puede muy fácilmente instruir sin educar, y puede uno seguir aprendiendo hasta el fin de sus días sin educarse nunca por ello. Pero todo esto no son más que detalles, que debemos verdaderamente abandonar a los expertos y a los pedagogos.

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