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Authors: Fernando Savater

Tags: #Ensayo filosófico

El valor de educar (16 page)

BOOK: El valor de educar
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Pero es que, en segundo lugar, la sociedad nunca es un todo fijo, acabado, en equilibrio mortal. En ningún caso deja de incluir tendencias diversas que también forman parte de la tradición que los aprendizajes comunican. Por más oficialista que sea la pretensión pedagógica, siempre resulta cierto lo que apunta Hubert Hannoun en
Comprendre l'éducation
: «la escuela no transmite exclusivamente la cultura dominante, sino más bien el conjunto de culturas en conflicto en el grupo del que nace». El mensaje de la educación siempre abarca, aunque sea como anatema, su reverso o al menos algunas de sus alternativas. Esto es particularmente evidente en la modernidad, cuando la complejidad de saberes y quereres sociales tiende a convertir los centros de estudio en ámbitos de contestación social a lo vigente, si bien eso es algo que de un modo u otro ha ocurrido siempre. Pedagogos como Rousseau, Max Stirner, Marx, Bakunin o John Dewey han marcado líneas de disidencia colectiva a veces tan espectaculares como las que confluyeron en el año 68 de nuestro siglo, pero la historia de la educación conoce nombres revolucionarios muy anteriores: empezando por Sócrates o Platón y siguiendo por Abelardo, Erasmo, Luis Vives, Tomás Moro, Rabelais, etc. Los grandes creadores de directrices educativas no se han limitado a confirmar la autocomplacencia de lo establecido ni tampoco han pretendido aniquilarlo sin comprenderlo ni vincularse a ello: su labor ha sido fomentar una insatisfacción creadora que utilizase aquellos elementos postergados y sin embargo también activos en un contexto cultural dado.

Quien pretende educar se convierte en cierto modo en
responsable
del mundo ante el neófito, como muy bien ha señalado Hannah Arendt: si le repugna esta responsabilidad, más vale que se dedique a otra cosa y que no estorbe. Hacerse responsable del mundo no es aprobarlo tal como es, sino asumirlo conscientemente porque es y porque sólo a partir de lo que es puede ser enmendado. Para que haya futuro, alguien debe aceptar la tarea de reconocer el pasado como propio y ofrecerlo a quienes vienen tras de nosotros. Desde luego, esa transmisión no ha de excluir la duda crítica sobre determinados contenidos de conocimiento y la información sobre opiniones «heréticas» que se oponen con argumentos racionales a la forma de pensar mayoritaria. Pero creo que el profesor no puede cortocircuitar el ánimo rebelde del joven con la exhibición desaforada del propio. No hay peor desgracia para los alumnos que el educador empeñado en compensar con sus mítines ante ellos las frustraciones políticas que no sabe o no puede razonar frente a otro público mejor preparado. En vez de explicar el pasado al que pertenece, se desliga de él como si fuese un recién llegado y bloquea la perspectiva crítica que deberían ejercer los neófitos, a los que se enseña a rechazar lo que aún no han tenido oportunidad de entender. Se fomenta así el peor conservadurismo docente, el de la secta que sigue con dócil sublevación al gurú iconoclasta en lugar de esperar a rebelarse, a partir de su propia joven madurez bien informada, contra lo que llegarán por sí mismos a considerar detestable: así se convierte el inconformismo en una variedad de la obediencia. «Precisamente para preservar lo que es nuevo y revolucionario en cada niño debe ser la educación conservadora —sostiene Hannah Arendt—; debe proteger esa novedad e introducirla como un fermento nuevo en un mundo ya viejo que, por revolucionarios que puedan ser sus actos, está, desde el punto de vista de la generación siguiente, superado y próximo a la ruina.»

La educación transmite porque quiere conservar; y quiere conservar porque valora positivamente ciertos conocimientos, ciertos comportamientos, ciertas habilidades y ciertos ideales. Nunca es neutral: elige, verifica, presupone, convence, elogia y descarta. Intenta favorecer un tipo de hombre frente a otros, un modelo de ciudadanía, de disposición laboral, de maduración psicológica y hasta de salud, que no es el único posible pero que se considera preferible a los demás. Nótese que esto es igualmente cierto cuando es el Estado el que educa y cuando la educación la lleva a cabo una secta religiosa, una comuna o un «emboscado» jungeriano, solitario y disidente. Ningún maestro puede ser verdaderamente neutral, es decir escrupulosamente indiferente ante las diversas alternativas que se ofrecen a su discípulo: si lo fuese, empezaría ante todo por respetar (por ser neutral ante) su ignorancia misma, lo cual convertiría la dimisión en su primer y último acto de magisterio. Y aun así se trataría de una preferencia, de una orientación, de un cierto tipo de intervención partidista (aunque fuese por vía de renuncia) en el desarrollo del niño. De modo que la cuestión educativa no es «neutralidad-partidismo» sino establecer qué partido vamos a tomar.

En este punto, más vale abreviar un recorrido que de ningún modo podríamos efectuar en estas páginas de forma completa, ni siquiera suficiente. Creo que hay argumentos racionales para preferir la democracia pluralista a la dictadura o el unanimismo visionario, y también que es mejor optar por los argumentos racionales que por las fantasías caprichosas o las revelaciones ocultistas. En otros de mis libros he sustentado teóricamente estos favoritismos nada originales, que antes y ahora ya contaban con abogados mucho más ilustres que yo. En distintas épocas y latitudes se han propugnado ideales educativos que considero indeseables para la generación que ha de inaugurar el siglo XXI: el servicio a una divinidad celosa cuyos mandamientos han de guiar a los humanos, la integración en el espíritu de una nación o de una etnia como forma de plenitud personal, la adopción de un método sociopolítico único capaz de responder a todas las perplejidades humanas, sea desde la abolición colectivista de la propiedad privada o desde la potenciación de ésta en una maximización de acumulación y consumo que se confunde con la bienaventuranza. Los convencidos de que tales proyectos son los más estimables que puede proponerse transmitir la enseñanza considerarán inútiles o irritantes las restantes páginas de este capítulo porque verán sus ideales arrinconados con escaso debate. Lo que sigue se dirige a quienes, como yo, están convencidos de la deseabilidad social de formar individuos autónomos capaces de participar en comunidades que sepan transformarse sin renegar de sí mismas, que se abran y se ensanchen sin perecer, que se ocupen más del desvalimiento común de los humanos que de la diversidad intrigante de formas de vivirlo o de los oropeles cosificados que lo enmascaran. Gente en fin convencida de que el principal bien que hemos de producir y aumentar es la humanidad compartida, semejante en lo fundamental a despecho de las tribus y privilegios con que también muy humanamente nos identificamos.

De acuerdo con este planteamiento, me parece que el ideal básico que la educación actual debe conservar y promocionar es
la universalidad democrática
. Quisiera a continuación examinarlo con mayor detenimiento, analizando si es posible por separado los dos miembros de esa fórmula prestigiosa que, como es sabido, no siempre han ido ni van juntos. Empecemos por la universalidad. ¿Universalidad en la educación? Significa poner al hecho humano —lingüístico, racional, artístico...— por encima de sus modismos; valorarlo en su conjunto antes de comenzar a resaltar sus peculiaridades locales; y sobre todo no excluir a nadie
a priori
del proceso educativo que lo potencia y desarrolla. Durante siglos, la enseñanza ha servido para discriminar a unos grupos humanos frente a otros: a los hombres frente a las mujeres, a los pudientes frente a los menesterosos, a los citadinos frente a los campesinos, a los clérigos frente a los guerreros, a los burgueses frente a los obreros, a los «civilizados» frente a los «salvajes», a los «listos» frente a los «tontos», a las castas superiores frente y contra las inferiores. Universalizar la educación consiste en acabar con tales manejos discriminadores: aunque las etapas más avanzadas de la enseñanza puedan ser selectivas y favorezcan la especialización de cada cual según su peculiar vocación, el aprendizaje básico de los primeros años no debe regatearse a nadie ni ha de dar por supuesto de antemano que se ha «nacido» para mucho, para poco o para nada. Esta cuestión del origen es el principal obstáculo que intenta derrocar la educación universal y universalizadora. Cada cual es lo que demuestra con su empeño y habilidad que sabe ser, no lo que su cuna —esa cuna biológica, racial, familiar, cultural, nacional, de clase social, etc.— le predestina a ser según la jerarquía de oportunidades establecida por otros. En este sentido, el esfuerzo educativo es siempre rebelión contra el destino, sublevación contra el
fatum
: la educación es la
antifatalidad
, no el acomodo programado a ella... para comerte mejor, según dijo el lobo pedagógicamente disfrazado de abuelita.

En las épocas pasadas, el peso del origen se basaba sobre todo en el linaje socioeconómico de cada cual (y por supuesto en la separación de sexos, que es la discriminación básica en casi todas las culturas). Hoy siguen vigentes ambos criterios antiuniversalistas en demasiados lugares de nuestro mundo. Donde un Estado con preocupación social no corrige los efectos de las escandalosas diferencias de fortuna, los unos nacen para ser educados y los otros deben contentarse con una doma sucinta que les capacite para las tareas ancillares que los superiores nunca se avendrían a realizar. De este modo la enseñanza se convierte en una perpetuación de la fatal jerarquía socioeconómica, en lugar de ofrecer posibilidades de movilidad social y de un equilibrio más justo. En cuanto al apartamiento de la mujer de las posibilidades educativas, es hoy uno de los principales rasgos del integrismo islámico pero no exclusivo de él. Todos los grupos tradicionalistas que intentan resistirse al igualitarismo de derechos individuales moderno empiezan por combatir la educación femenina: en efecto, la forma más segura de impedir que la sociedad se modernice es mantener a las mujeres sujetas a su estricta tarea reproductora. En cuanto este tabú esencial se rompe, para desasosiego de varones barbudos y caciques tribales, ya todo es posible: hasta el progreso, en algunas ocasiones.

Pero en las sociedades democráticas socialmente más desarrolladas la educación básica suele estar garantizada para todos y desde luego las mujeres tienen tanto derecho como los hombres al estudio (obteniendo, por lo común, mejores resultados académicos que ellos). Entonces la exclusión por el origen intenta afirmarse de una manera distinta y supuestamente más «científica». Se trata de las disposiciones genéticas, la herencia biológica recibida por cada cual, que condiciona los buenos resultados escolares de unos mientras condena a otros al fracaso. Si existen personas o grupos étnicos genéticamente condenados a la ineficiencia escolar ¿por qué molestarse en escolarizarlos? Un test de inteligencia a tiempo ahorraría al Estado muchos recursos que pueden emplearse fructuosamente en otras tareas de interés público (nuevos aviones de combate, por ejemplo). No por casualidad es en Estados Unidos, las deficiencias de cuyo sistema educativo lo hacen particularmente sospechoso de derroche, donde se está viendo surgir estudios vagamente neodarwinistas en esta línea. Quizá el que ha despertado recientemente más escándalo es
The Bell Curve
, de Murray y Herrstein, cuyos análisis estadísticos basados en tests de inteligencia creen demostrar que el abismo genético entre la «élite cognitiva» que dirige la sociedad estadounidense y los estratos inferiores compuestos de marginales e inadaptados se hace cada vez mayor. En particular consideran «científicamente» probado que la media intelectual de los negros es inferior a la de otras razas, por lo que las políticas de discriminación positiva que los auxilian (por ejemplo facilitando su acceso a la universidad) son un dispendio inútil de recursos públicos. Distintas variaciones sobre estos planteamientos se insinúan cada vez con mayor frecuencia en países cuyos gobiernos y opinión pública padecen un sesgo derechista: en unos sitios los genéticamente incapaces son los negros, en otros los indios, los gitanos o los esquimales y en casi todos
los hijos de los pobres
.

Es difícil imaginar una doctrina más inhumana y repelente que ésta. Para empezar, no hay ningún mecanismo fiable para medir la inteligencia humana, que en realidad no es una disposición única sino un conjunto de capacidades relacionadas cuya complejidad no puede establecerse como la estatura o el color de los ojos. El biólogo Stephen Jay Gould argumentó en su día contra el auge de los tests de inteligencia causantes de la
mismeasure of man
, la mala medición del hombre, y Cornelius Castoriadis ha expuesto vigorosamente que «ningún test mide ni podrá medir nunca lo que constituye la inteligencia propiamente humana, lo que marca nuestra salida de la animalidad pura, la imaginación creadora, la capacidad de establecer y crear cosas nuevas. Semejante "medida" carecería por definición de sentido». Ya a comienzos de siglo Émile Durkheim situaba en su justa valoración la importancia del legado biológico que heredamos de nuestros progenitores: «Lo que el niño recibe de sus padres son aptitudes muy generales: una determinada fuerza de atención, cierta dosis de perseverancia, un juicio sano, imaginación, etc. Ahora bien, cada una de estas aptitudes puede estar al servicio de toda suerte de fines diferentes.» Es la educación precisamente la encargada de potenciar las disposiciones propias de cada cual, aprovechando
a su favor
y también a favor de la sociedad la disparidad de los dones heredados. Nadie nace con el gen del crimen, el vicio o la marginación social —como un nuevo fatalismo oscurantista pretende— sino con tendencias constructivas y destructivas que el contexto familiar o social dotarán de un significado imprevisible de antemano. Incluso en los casos de alguna minusvalía psíquica no dejan de existir métodos pedagógicos especiales capaces de compensarla al máximo, permitiendo un desarrollo formativo que no condene a quien la padece al ostracismo y a la esterilidad irreversible. Pero, a fin de cuentas, en la inmensa mayoría de los casos es la circunstancia social la herencia más determinante que nuestros padres nos legan. Y esa circunstancia empieza por los padres mismos, cuya presencia (o ausencia), su preocupación (o despreocupación), su bajo o alto nivel cultural y su mejor o peor ejemplo forman un legado educativamente hablando mucho más relevante que los mismos genes. Por tanto, la pretensión universalizadora de la educación democrática comienza intentando auxiliar las deficiencias del medio familiar y social en el que cada persona se ve obligado por azar a nacer, no refrendándolas como pretexto de exclusión.

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