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Authors: Fernando Savater

Tags: #Ensayo filosófico

El valor de educar (17 page)

BOOK: El valor de educar
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Otra vía universalizadora de la educación consiste en ayudar a cada persona a volver a sus raíces. Es un propósito muy publicitado en la actualidad, pero notoriamente malentendido o incluso emprendido en sentido inverso al que resultaría lógico. Desde luego hablar de «raíces» en este caso es puro lenguaje figurado, porque los humanos no tenemos raíces que nos claven a la tierra y nos nutran de la sustancia fermentada de los muertos, sino pies para trasladarnos, para viajar o huir, para buscar el alimento físico o intelectual que nos convenga en cualquier parte. Admitamos sin embargo la metáfora, que tanto agrada a los nacionalistas («recuperemos nuestras raíces»), a los entusiastas de la etnicidad («conservemos la pureza de nuestras raíces»), a los integristas religiosos («la raíz de nuestra cultura es cristiana, o musulmana, o judía») y a los integristas políticos («la raíz de la democracia está en la libertad de mercado»), etc. En la mayoría de estos casos, la apelación a las raíces significa que debemos escardar de nuestro jardín nativo cuantas malezas y hierbas advenedizas turben la enraizada armonía de lo que supuestamente fue plantado en primer lugar: también que cada cual, dentro de sí mismo, debe buscar aquella raíz propia e intransferible que le identifica y le emparienta con sus hermanos de terruño. Según esta visión, la educación consistiría en dedicarse a reforzar nuestras raíces, haciéndonos más nacionales, más étnicos, más ideológicamente puros... más idénticos a nosotros mismos y por tanto inconfundiblemente heterogéneos de los demás. La única universalidad que admite este planteamiento es la universalidad de las raíces: es decir, que todos y cada uno tenemos las nuestras, universalmente encargadas de sujetarnos a lo propio y de evitar que nos enredemos confusamente con frondosidades ajenas.

Pero esta utilización metafórica de las raíces puede ser invertida y eso es precisamente lo que ha de intentar la educación universalista. Porque si nos dejamos llevar por la intuición, y no tanto por la erudición botánica, aquello en lo que más se parecen entre sí todas las plantas es precisamente en sus raíces, mientras que difieren vistosamente por la estructura de sus ramas, por su tipo de follaje, por sus flores y sus frutos. El caso de los humanos es muy semejante: nuestras raíces más propias, las que nos distinguen de los otros animales, son el uso del lenguaje y de los símbolos, la disposición racional, el recuerdo del pasado y la previsión del futuro, la conciencia de la muerte, el sentido del humor, etcétera, en una palabra, aquello que nos hace semejantes y que
nunca falta
donde hay hombres. Lo que ningún grupo, cultura o individuo puede reclamar como exclusiva ni excluyentemente propio, lo que tenemos en común. En cambio, todo el resto —las variadísimas fórmulas y formulillas culturales, los mitos y leyendas, los logros científicos o artísticos, las conquistas políticas, la diversidad de las lenguas, de las creencias y de las leyes, etc.— son el variopinto follaje y la colorista multiplicidad de flores o frutos. Es el universalista el que vuelve sobre las profundas raíces que nos hacen comúnmente humanos, mientras que los nacionalistas, etnicistas y particularistas varios siempre van de rama en rama, haciendo monerías y buscando distingos. Apuremos la metáfora hasta el final, antes de darla de lado como antes o después hay que hacer con todas las imágenes literarias para que no se conviertan en estorbos del pensamiento. Sin raíces, las plantas mueren irremediablemente; sin follaje, flores y frutas el paisaje sería de una monotonía estéril e inaguantable. La diversidad cultural es el modo propio de expresarse la común raíz humana, su riqueza y generosidad. Cultivemos la floresta, disfrutemos de sus fragancias y de sus múltiples sabores, pero no olvidemos la semejanza esencial que une por la raíz el
sentido común
de tanta pluralidad de formas y matices. Habrá que recordarla en los momentos más cruciales, cuando la convivencia entre grupos culturalmente distintos se haga imposible y la hostilidad no pueda ser resuelta acudiendo a las reglas internas de ninguna de las «ramas» en conflicto. Sólo volviendo a la raíz común que nos emparienta podremos los hombres ser huéspedes los unos para los otros, cómplices de necesidades que conocemos bien y no extraños encerrados en la fortaleza inasequible de nuestra peculiaridad. Nuestra humanidad común es necesaria para caracterizar lo verdaderamente único e irrepetible de nuestra condición, mientras que nuestra diversidad cultural es accidental.

Ninguna cultura es insoluble para las otras, ninguna brota de una esencia tan idiosincrásica que no pueda o no deba mezclarse con otras,
contagiarse
de las otras. Ese contagio de unas culturas por otras es precisamente lo que puede llamarse
civilización
y es la civilización, no meramente la cultura, lo que la educación debe aspirar a transmitir. Dicho de otro modo y utilizando las palabras de Paul Feyerabend (en el volumen
Universalidad y diferencia
, editado por Giner y Scartezzini): «No negamos las diferencias existentes entre lenguajes, formas artísticas o costumbres. Pero yo las atribuiría a los accidentes de su situación y/o a la historia, no a unas esencias culturales claras, explícitas e invariables:
potencialmente, cada cultura es todas las culturas
. [...] Si cada cultura es potencialmente todas las culturas, las diferencias culturales pierden su inefabilidad y se convierten en manifestaciones concretas y mudables de una naturaleza humana común.» A esa potencialidad que cada cultura posee de transmutarse en todas las demás, de no ser verdadera cultura sin transfusiones culturales de las demás y sin traducciones o adaptaciones culturales con las demás, es a lo que nos referimos al hablar de civilización y también de universalidad. No se trata de homogeneizar universalmente (uno de los más reiterados pánicos retóricos de nuestro siglo, la americanización mundial, etc.) sino de romper la mitología autista de las culturas que exigen ser preservadas idénticas a sí mismas, como si todas no estuviesen transformándose continuamente desde hace siglos por influjo civilizador de las demás. ¿Etnocentrismo? Sólo lo sería si considerásemos la universalidad como una característica factual de la cultura occidental, en lugar de tenerla como un ideal valioso promovido pero también conculcado innumerables veces por occidente (signifique lo que signifique este confuso término). No, la universalidad no es patrimonio exclusivo de ninguna cultura —lo cual sería contradictorio— sino una tendencia que se da en todas pero que también en todas partes debe enfrentarse con el provincianismo cultural de lo idiosincrásico insoluble, presente por igual en las latitudes aparentemente más opuestas. Potenciar esa tendencia común y amenazada es precisamente la tarea educativa más propia para nuestro mundo hipercomunicado en el que cabe la variedad pero no el tribalismo: en cuanto a promocionar y rentabilizar lo otro, lo inefable, lo excluyente, ya se encargan desdichadamente muchas otras instancias que nada tienen que ver con la verdadera educación.

Quizá el afán histérico de hacerse inconfundible e impenetrable para los otros no sea más que una reacción ante la cada vez más obvia evidencia de que los humanos nos parecemos demasiado, evidencia que antes sólo lo era para unos cuantos espíritus avisados pero que hoy los medios de comunicación han puesto al alcance de todos. ¿Se perderán así muchos matices? ¿Nos acecha la homogeneidad universal? No lo creo, porque ya Hölderlin anunció que «el espíritu gusta darse formas» y es su gusto también que esas formas rompan lo idéntico una y otra vez. La diversidad está asegurada, aunque probablemente vaya siendo cada vez más desconcertantemente diversa y se parezca menos a las diversidades ya acrisoladas con las que estamos familiarizados. También para ese proceso innovador es bueno que prepare la educación a las generaciones que van a vivirlo. Pero no nos engañemos, la flecha sociológica de nuestra actualidad no señala ni mucho menos hacia el inevitable triunfo «uniformizador» del universalismo. Todo lo contrario, son abrumadoras las demostraciones aquí y allá del éxito creciente de las actitudes antiuniversalistas, que además suelen proclamarse víctimas de la supuesta omnipotencia universalizante. Lo que realmente está en peligrosa alza hoy es, de nuevo, la recurrencia al origen como condicionamiento inexorable de la forma de pensar: dividir el mundo en guetos estancos y estancados de índole intelectual. Es decir, que sólo los nacionales puedan comprender a los de su nación, que sólo los negros puedan entender a los negros, los amarillos a los amarillos y los blancos a los blancos, que sólo los cristianos comprenden a los cristianos y los musulmanes a los musulmanes, que sólo las mujeres entienden a las mujeres, los homosexuales a los homosexuales y los heterosexuales a los heterosexuales. Que cada tribu deba permanecer cerrada sobre sí misma, idéntica según la «identidad» establecida por los patriarcas o caciques del grupo, ensimismada en su pureza de pacotilla. Y que por tanto debe haber una educación diferente para cada uno de estos grupos que los «respete», es decir que confirme sus prejuicios y no les permita abrirse y contagiarse de los demás. En una palabra, que nuestras circunstancias condicionen nuestro juicio de tal modo que nunca sea un juicio intelectualmente libre, si es cierto como creyó Nietzsche que el hombre libre es «aquel que piensa de otro modo de lo que podría esperarse en razón de su origen, de su medio, de su estado y de su función o de las opiniones reinantes en su tiempo». A quien piensa de tal modo los colectivizadores del pensamiento idéntico no les consideran libres sino «traidores» a su grupo de pertenencia. Pues bien, aquí tenemos otra tarea para la educación universalizadora: enseñar a
traicionar
racionalmente en nombre de nuestra única verdadera pertenencia esencial, la humana, a lo que de excluyente, cerrado y maniático haya en nuestras afiliaciones accidentales, por acogedoras que éstas puedan ser para los espíritus comodones que no quieran cambiar de rutinas o buscarse conflictos.

Es comprensible el temor ante una enseñanza sobrecargada de contenidos ideológicos, ante una escuela más ocupada en suscitar fervores y adhesiones inquebrantables que en favorecer el pensamiento crítico autónomo. La formación en valores cívicos puede convertirse con demasiada facilidad en adoctrinamiento para una docilidad bienpensante que llevaría al marasmo si llegase a triunfar; la explicación necesaria de nuestros principales valores políticos puede también fácilmente resbalar hacia la propaganda, reforzada por las manías castradoras de lo «políticamente correcto» (que empieza por proscribir cualquier roce con la susceptibilidad agresiva de los grupos sociales de presión y acaba por decretar incorrecto el propio quehacer político, pues éste nunca se ejerce de veras sin desestabilizar un tanto lo vigente). De aquí que cierta «neutralidad» escolar sea justificadamente deseable: ante las opciones electorales concretas brindadas por los partidos políticos, ante las diversas confesiones religiosas, ante propuestas estéticas o existenciales que surjan en la sociedad. Ha de ser una neutralidad relativa, desde luego, porque no puede rehuir toda consideración crítica de los temas del momento (que los propios alumnos van a solicitar frecuentemente y que el maestro competente habrá de hacer sin pretender situarse por encima de las partes sino declarando su toma de posición, mientras fomenta la exposición razonada de las demás), aunque debe evitar convertir el aula en una fatigosa y logomáquica sucursal del Parlamento. Es importante que en la escuela se enseñe a discutir pero es imprescindible dejar claro que la escuela no es ni un foro de debates ni un púlpito.

Sin embargo, esa misma neutralidad crítica responde a su vez a una determinada forma política, ante la que ya no se puede ser neutral en la enseñanza democrática: me refiero a la democracia misma. Sería suicida que la escuela renunciase a formar ciudadanos demócratas, inconformistas pero conforme a lo que el marco democrático establece, inquietos por su destino personal pero no desconocedores de las exigencias armonizadoras de lo público. En la deseable complejidad ideológica y étnica de la sociedad moderna, tras la no menos deseable supresión del servicio militar obligatorio, queda la escuela como el único ámbito general que puede fomentar el aprecio racional por aquellos valores que permiten convivir juntos a los que son gozosamente diversos. Y esa oportunidad de inculcar el respeto a nuestro mínimo común denominador no debe en modo alguno ser desperdiciada. No puede ni debe haber neutralidad por ejemplo en lo que atañe al rechazo de la tortura, el racismo, el terrorismo, la pena de muerte, la prevaricación de los jueces o la impunidad de la corrupción en cargos públicos; ni tampoco en la defensa de las protecciones sociales de la salud o la educación, de la vejez o de la infancia, ni en el ideal de una sociedad que corrige cuanto puede el abismo entre opulencia y miseria. ¿Por qué? Porque no se trata de simples opciones partidistas sino de
logros de la civilización
humanizadora a los que ya no se puede renunciar sin incurrir en concesión a la barbarie.

El propio sistema democrático no es algo natural y espontáneo en los humanos, sino algo
conquistado
a lo largo de muchos esfuerzos revolucionarios en el terreno intelectual y en el terreno político: por tanto no puede darse por supuesto sino que ha de ser enseñado con la mayor persuasión didáctica compatible con el espíritu de autonomía crítica. La socialización política democrática es un esfuerzo complicado y vidrioso, pero irrenunciable. En España se han escrito cosas útiles sobre este tema, entre las que yo destacaría algunas de las características señaladas por Manuel Ramírez (véase la bibliografía) a modo de índice esquemático de la mentalidad pública que debe ser promocionada: asimilación del ingrediente de relatividad que toda política democrática conlleva; fomentar la capacidad de crítica y selección; valorar positivamente la existencia de pluralismo social, así como el conflicto, que no sólo es necesario sino fructífero; estimular la participación en la gestión pública; desarrollar la conciencia de la responsabilidad de cada cual y también del necesario control sobre los representantes políticos; reforzar el diálogo frente al monólogo, el perfil de los discrepantes como rivales ideológicos pero no como enemigos civiles, y aceptar «que todo el mundo tiene derecho a equivocarse pero nadie posee el de exterminar el error». Sin duda esta lista puede enriquecerse largamente, aunque basta lo expuesto como indicación de las perspectivas educativas menos renunciables en lo tocante a esta cuestión.

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