El uso de las armas (51 page)

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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El uso de las armas
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Oyó la voz de Sma sonando directamente dentro de su oreja cuando estaban en el pasillo que iba de la escotilla a la nave.

–Se acabó, Zakalwe –dijo Sma–. No podemos dirigir el haz protegido hacia la nave sin que lo detecten. Sólo entraremos en contacto si se produce una auténtica emergencia. Si quieres hablar puedes usar la conexión telefónica de Solotol, pero recuerda que estará vigilada. Adiós y buena suerte.

Cruzaron otra escotilla y se encontraron en el clíper Osom Emananish, la nave que les llevaría al espacio interestelar.

Aún faltaba una hora para la salida, y decidió aprovechar ese tiempo para dar un paseo por el clíper con el fin de averiguar dónde estaba todo.

El sistema de altavoces y la mayoría de las pantallas visibles anunciaron su inminente partida. El clíper se puso en movimiento, pareció vacilar y aceleró repentinamente alejándose de la estación y dejando atrás el sol y el gigante gaseoso llamado Soreraurth. El módulo estaba escondido a un centenar de kilómetros de profundidad en la inmensa tormenta continua que era la atmósfera del planeta, esa misma atmósfera que los Humanistas pensaban explotar, manipular y alterar si se salían con la suya. Contempló el gigante gaseoso que llenaba casi toda la imagen, se preguntó quién tenía razón y quién estaba equivocado y experimentó una extraña y fugaz sensación de impotencia.

Estaba abriéndose paso por entre la animación de un pequeño bar para reunirse con Beychae cuando oyó una voz a su espalda.

–Ah –dijo la voz–, mis más sinceros saludos y todo eso. El señor Staberinde, ¿verdad?

Se volvió lentamente hacia la persona que acababa de interpelarle.

Era el médico al que había conocido en la fiesta de las heridas y las mutilaciones. El hombrecillo estaba de pie junto al mostrador y le hacía señas de que viniera.

Fue hacia él abriéndose paso por entre los pasajeros que conversaban y tomaban sorbos de sus bebidas.

–Doctor…, buenos días.

El hombrecillo asintió.

–Stapangarderslinaiterray, pero puede llamarme Stap.

–Será un placer, y confieso que incluso un alivio, –dijo él sonriendo–. Y, por favor, llámeme Sherad.

–¡Bien! El Grupo de Sistemas es un pañuelo, ¿verdad? ¿Puedo invitarle a beber algo?

El hombrecillo le obsequió con su sonrisa repleta de dientes. El foco que había encima del bar hizo que el repentino destello de blancura resultara cegador y vagamente inquietante.

–Una idea magnífica.

Encontraron una mesita vacía pegada a un mamparo. El doctor se limpió la nariz y alisó la inmaculada tela de su traje.

–Bien, Sherad…, ¿qué le trae por aquí?

–Bueno…, Stap –dijo él en voz baja–. La verdad es que estoy viajando de incógnito, por lo que le agradecería que no…, que no me hiciera mucha publicidad, ¿comprende?

–¡Por supuesto! –dijo el doctor Stap asintiendo entusiásticamente con la cabeza. Miró a su alrededor poniendo cara de conspirador y se inclinó unos centímetros más sobre la mesita–. Mi discreción es ejemplar. Yo también he tenido que hacer algunos viajes sin llamar la atención. –Enarcó las cejas–. Si puedo ayudarle en algo basta con que me lo diga.

–Es usted muy amable.

Alzó su copa y los dos brindaron por un viaje sin problemas.

–¿Va hasta el final del trayecto? –preguntó Stap.

–Sí –dijo él asintiendo con la cabeza–. Yo y mi acompañante vamos a Breskial.

El doctor Stap sonrió y asintió.

–Ah. Una relación de negocios, ¿eh? Ah…

–No, doctor, no es el tipo de «relación de negocios» en la que está pensando. Viajo con un caballero de edad bastante avanzada y ocupamos camarotes separados… Aunque, naturalmente, preferiría que esas tres aclaraciones que acabo de darle fueran todo lo contrario a lo que son en realidad.

–¡Ja! –exclamó el doctor–. ¡Sí, lo comprendo! –¿Otra copa?

–¿Crees que sabe algo? –preguntó Beychae.

–¿Qué puede saber? –Se encogió de hombros y echó un vistazo a la pantalla incrustada en la puerta del camarote de Beychae–. ¿Has visto algo sobre nosotros en las noticias?

–Nada –replicó Beychae–. Dijeron algo sobre un ejercicio de seguridad en todos los puertos y terminales, pero no hubo ninguna referencia directa a ti o a mí.

–Bueno, no creo que la presencia del doctor vaya a significar que correremos un peligro mucho más grande del que ya estábamos corriendo.

–¿Y como cuánto de grande era ese peligro al que te refieres? –Me temo que demasiado grande. Tarde o temprano acabarán averiguando lo que ocurrió, y no hay forma humana de que lleguemos a Breskial antes de que lo averigüen.

–Entonces…

–Entonces, y a menos que se me ocurra alguna forma de salir de este lío, la Cultura deberá permitir que nos devuelvan allí o se verá obligada a tomar el control de esta nave, lo cual sería muy difícil de explicar y dejaría bastante dañada tu credibilidad.

–Si decido hacer lo que quieres que haga, Cheradenine.

Volvió la cabeza hacia el anciano con el que estaba compartiendo la angosta litera del camarote y le contempló en silencio durante unos momentos antes de responder.

–Oh, claro… –dijo por fin–. Sí.

Hizo varios recorridos de la nave y descubrió que le parecía demasiado pequeña y repleta de gente, aunque eso quizá fuera porque se había acostumbrado a viajar en las naves de la Cultura. Había planos de la nave disponibles en las pantallas de a bordo y los estudió concienzudamente, pero los planos sólo servían para no perderse y le proporcionaron muy poca información útil sobre las formas de averiar la nave o apoderarse de ella. Había observado atentamente las idas y venidas de la tripulación, y acabó llegando a la conclusión de que el acceso a las zonas reservadas se realizaba mediante comparaciones de voz y/o estructura de la mano.

Había muy pocas sustancias inflamables a bordo y ninguna que pudiera estallar, y la mayor parte de los circuitos eran ópticos, no electrónicos. Estaba seguro de que el
Xenófobo
habría podido conseguir que el clíper Osom Emananish bailara y cantara con el equivalente de una mano atada a la espalda en términos de sistemas efectores incluso estando en otro sistema estelar, pero sin el traje de combate o alguna clase de arma se las vería y se las desearía para hacer algo si y cuando llegara el momento de ponerse en acción.

El clíper seguía deslizándose lentamente a través del espacio. Beychae no salía de su camarote, y mataba el tiempo durmiendo o poniéndose al día mediante los noticiarios que veía en la pantalla.

–Tengo la impresión de que he cambiado una forma muy sutil de encarcelamiento por otra, Cheradenine –observó el día después de la partida cuando le trajo la cena.

–Tsoldrin, no es necesario que te conviertas en un ermitaño. Si quieres salir del camarote puedes hacerlo. Que no te dejes ver disminuye un poco el peligro que corremos, pero… Bueno, no creas que eso cambia mucho las cosas.

–Oh, puedo soportarlo –dijo Tsoldrin cogiendo la bandeja y levantando la tapa para inspeccionar su contenido–. De momento no me cuesta demasiado engañarme fingiendo que las noticias y los programas de actualidad son mi material de investigación, por lo que no me siento como un prisionero. –Dejó la tapa sobre la mesa–. Pero un par de semanas encerrado en este camarote… Quizá sea pedirme demasiado, Cheradenine.

–No te preocupes –dijo él en un tono de voz algo abatido–. Dudo que debas pasar tanto tiempo aquí dentro.

–¡Ah, Sherad!

El doctor Stap se materializó junto a él un día después cuando acababa de unirse al grupo de pasajeros inmóvil delante de la pantalla principal del salón de recreo para contemplar la imagen aumentada que mostraba un impresionante gigante gaseoso de un sistema cercano. El hombrecillo le cogió del codo.

–Esta noche celebraré una pequeña fiesta privada en el Salón Luz de Estrella. Será una de mis…, hum…, una de mis fiestecitas especiales, ¿comprende? Me preguntaba si usted y si ese misterioso acompañante suyo que nunca sale del camarote querrían asistir.

–¿Le dejan celebrar ese tipo de fiestas a bordo? –preguntó él, y se rió.

–Sssh, buen señor, se lo ruego… –dijo el doctor tirando de él y alejándole del grupo de pasajeros–. La naviera y yo llegamos a un acuerdo hace mucho tiempo. Mi máquina está considerada como equipo médico de importancia primaria.

–Eso suena a caro. Debe de cobrar mucho, doctor.

–Oh, hay una pequeña transacción monetaria previa, naturalmente, pero le aseguro que el desembolso entra dentro de lo que pueden permitirse la mayoría de personas cultivadas, y puedo asegurarle que gozarán de una compañía muy distinguida y exclusiva y, como siempre, de la más absoluta discreción.

–Gracias por la oferta, doctor, pero me temo que no asistiremos.

–Es el tipo de oportunidad que sólo se presenta una vez en la vida, y en su caso ya es la segunda vez. Tiene usted mucha suerte, ¿sabe?

–Estoy seguro de ello. Quizá si se presenta por tercera vez… Discúlpeme. –Le dio una palmadita en el hombro–. Oh, ¿quiere que tomemos una copa juntos antes de su fiesta?

El doctor meneó la cabeza.

–Me temo que estaré demasiado ocupado con los preparativos, Sherad –dijo en un tono de voz algo quejumbroso–. Es una gran oportunidad –añadió obsequiándole con su sonrisa repleta de dientes.

–Oh, ya me doy cuenta de ello, doctor Stap.

–Eres un hombre muy malo.

–Gracias. He necesitado años de práctica y diligencia para llegar a serlo.

–Apostaría a que sí.

–Oh, no… Vas a decirme que eres toda inocencia. Lo veo en tus ojos. Sí, sí, está ahí… ¡La pureza! Reconozco los síntomas, pero… –Le puso una mano en el brazo–. No te preocupes. Puede curarse.

Ella le apartó la mano, pero la presión fue tan suave que casi resultó imperceptible.

–Eres terrible. –Los dedos que habían apartado su mano le rozaron el pecho durante una fracción de segundo–. Eres malo.

–Lo confieso. Has sabido ver en lo más hondo de mi alma… –El ruido de fondo de la nave sufrió una alteración y apartó la mirada de los ojos del rostro de la dama durante un momento–. Pero… –murmuró volviéndose de nuevo hacia ella y sonriendo–. Ah, confesar mis pecados a una mujer cuya belleza está tan cerca de lo divino hace que me sienta muy aliviado.

La mujer dejó escapar una ronca carcajada y echó la cabeza hacia atrás revelando la esbelta curvatura de su cuello.

–Oye, ¿sueles conseguir resultados con esa frase? –preguntó meneando la cabeza.

Él puso cara de sentirse muy ofendido y meneó la cabeza de una forma mucho más enfática que ella.

–Oh, ¿qué le ocurre a nuestra época? –preguntó con voz entristecida–. ¿Cómo es posible que una mujer tan hermosa sea tan cínica?

Se dio cuenta de que los ojos de la mujer estaban contemplando algo a su espalda y se dio la vuelta.

–¿Sí, oficial? –le preguntó a uno de los dos oficiales del clíper que descubrió inmóviles detrás de él.

Los dos iban armados y la funda de sus pistoleras estaba abierta.

–¿Señor… Sherad? –preguntó el más joven de los dos.

Clavó la mirada en los ojos del oficial y sintió una especie de mareo mezclado con náuseas. El oficial estaba al corriente de todo. Les habían encontrado. Alguien había logrado juntar todas las piezas del rompecabezas y había dado con la respuesta correcta.

–¿Sí? –preguntó con una sonrisa que casi era una mueca–. ¿Quieren tomar una copa?

Rió y se volvió hacia la mujer.

–No, señor, muchas gracias. ¿Tendría la bondad de venir con nosotros?

–¿Qué pasa? –preguntó mientras sorbía aire por la nariz. Apuró su copa y se limpió las manos en las solapas de su chaqueta–. El capitán necesita que le echen una mano con el timón, ¿verdad? –Rió, bajó del taburete y se volvió hacia la mujer–. Mi querida señora –dijo cogiéndole una mano y besándosela–, me despido de usted hasta que volvamos a encontrarnos. –Se llevó las dos manos al pecho–. Pero recuerde que un trozo de mi corazón siempre será suyo.

La mujer le contempló poniendo cara de no saber cómo reaccionar y acabó sonriendo. Le dio la espalda, dejó escapar una carcajada bastante ruidosa, giró sobre sí mismo y tropezó con el taburete del bar.

–¡Oooops! –exclamó.

–Por aquí, señor Sherad –dijo el más joven de los dos oficiales.

–Sí, sí…, vamos donde ustedes quieran.

Había albergado la esperanza de que le llevarían a una de las zonas reservadas a la tripulación, pero cuando entraron en el ascensor el oficial más joven pulsó el botón de la última cubierta. Sus paseos le habían informado de que contenía almacenes, el equipaje que no podía soportar el vacío y la zona de arresto.

–Creo que voy a vomitar –dijo apenas se cerraron las puertas.

Se dobló sobre sí mismo, emitió una ruidosa arcada y se obligó a expulsar la bebida que había consumido en el bar.

Uno de los oficiales se apartó de un salto para que el chorro de vómito no ensuciara sus relucientes botas y el otro empezó a inclinarse sobre él poniéndole una mano en la espalda.

El vómito cesó con tanta brusquedad como había empezado. Se irguió moviéndose lo más deprisa posible y clavó un codo en la nariz del oficial inclinado sobre él haciéndole chocar con las puertas traseras del ascensor. El segundo oficial aún no había logrado recuperar el equilibrio. Se volvió hacia él y le dio un puñetazo en plena cara. El oficial se dobló lentamente sobre sí mismo. Sus rodillas primero y su espalda después chocaron con el suelo. El ascensor emitió un campanilleo y se detuvo entre dos niveles. La pelea había activado la alarma del límite de peso. Pulsó el primer botón de la hilera y el ascensor empezó a subir.

Desarmó a los dos oficiales inconscientes, examinó las armas –dos pistolas aturdidoras–, y meneó la cabeza. El ascensor volvió a emitir un campanilleo para indicar que habían regresado al punto de partida. Se metió las dos pistolas en la chaqueta, apoyó los pies en la pared de enfrente izándose por encima de los dos oficiales y colocó las manos sobre las puertas. El esfuerzo de mantenerlas cerradas le obligó a lanzar un gruñido, pero el ascensor acabó rindiéndose. Siguió sosteniendo las puertas con las manos y retorció el cuerpo hasta acercar la cabeza al primer botón de la hilera. Lo pulsó con la frente y el ascensor reanudó el ascenso zumbando de forma casi imperceptible.

Las puertas se abrieron revelando el salón privado y tres hombres. Los tres bajaron la mirada hacia los dos oficiales inconscientes y el pequeño charco de vómito acuoso. Les dejó sin sentido con una ráfaga de las pistolas aturdidoras y los tres cayeron al suelo. Tiró de uno de los oficiales inconscientes hasta dejarlo con medio cuerpo fuera del ascensor para que no pudiera cerrar las puertas y disparó una ráfaga de pistola aturdidora contra los otros dos para asegurarse de que tardarían mucho tiempo en recuperarse.

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